El Rincón de San Andrés en Sahuayo

Francisco Gabriel Montes Ayala *Coordinador del Consejo de la Crónica de Sahuayo

Una de la comunidades de origen español, es San Andrés, que hacia el año de 1730 aparece como una estancia de ganado mayor y menor, muy cerca de los límites de la comunidad indígena de Sahuayo. Lo encontramos con diversos nombres, el primero encontrado en los sacramentales de la parroquia de Santiago Sahuayo, es como El Cerrito de San Andrés, luego lo encontramos como San Andrés y finalmente como Rincón de San Andrés.

El Rincón, registraba en los censos parroquiales las familias Victoria, Ceja, Sandoval, Ochoa, Figueroa, Guerrero, Torres, López, Mojica, Valencia, Espinoza, Amezcua, Escobedo, Navarro a mediados del siglo XVIII.

En la época de la guerra de independencia, el padre Pablo Victoria, nacido en aquella comunidad, a la sazón capellán de la Hacienda de La Palma, hizo que se levantara en armas el hacendado Luis Macías Mendoza. El padre Victoria, fue tomado preso por la acordada de Sahuayo, en el camino entre La Palma y Sahuayo a la altura del Ojo de Agua, según su expediente criminal levantado por el gobierno virreinal, fue llevado preso a la cárcel de Belén, donde muere el año de 1813.

Otro insurgente importantísimo nacido en San Andrés, es Ignacio Navarro Victoria, sobrino del padre Pablo, quien llegó ha ser un caudillo importante en la zona del bajío, donde alcanzó fama y todavía en 1817 era combatido por las fuerzas realistas.

El Rincón de San Andrés, es una población conurbada con Sahuayo, y que hace algunos años, ys es un importante centro recreativo por el parque al que visitan miles de personas durante el año; es una comunidad apacible, con un templo dedicado a San Andrés, construido por el señor cura José Alvarez, y está sujets la comunidad católica a la Parroquia de Guadalupe de Sahuayo.

El Rincón de San Andrés, es una de las comunidades más avanzadas de las que tiene el municipio de Sahuayo en cuestión de infraestructura.

Vale la pena visitar esta comunidad que es una de las más grandes de la municipalidad de Sahuayo.

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Copyright©Francisco Gabriel Montes Ayala, México 2025

Fotografía: Roberto Buenrostro Rodríguez y Francisco Gabriel Montes.

Jamay fue sede de la XLIX reunión biestatal de cronistas Jalisco-Michoacán.

Omar Antonio López Chávez *Cronista de Jamay.

El pasado 25 de enero, el municipio de Jamay, Jalisco, se convirtió en el epicentro de la historia y la cultura regional al albergar la XLIX Reunión Biestatal de la Asociación de Cronistas Jalisco-Michoacán. Este evento, que congregó a cronistas de diversos municipios y regiones, fue una oportunidad para compartir investigaciones, relatos y experiencias en un ambiente de colaboración y aprendizaje.

El Salón Paco Ochoa de la Casa de la Cultura de Jamay fue el escenario donde se presentaron ponencias que destacaron la riqueza histórica y cultural de la región. Los cronistas provenientes de La Palma, Michoacán; Pajacuarán; Tuxpan Jalisco; Jiquilpan; Yurécuaro; Vista Hermosa; Poncitlán; Tlajomulco; Atequiza; Jocotepec; San Antonio Tlayacapan; Chapala; Tuxcueca; Ixtlahuacán; San Miguel de la Paz,  Jamay,  y Guadalajara,  así como invitados de Tlaxcala, compartieron sus conocimientos y perspectivas, enriqueciendo el evento con su diversidad y profundidad.

Entre los destacados ponentes se encontraba Cruz Fernando Bañuelos López, cronista de Jamay, quien presentó una ponencia sobre el “Barrio de San Antonio”, uno de los barrios más emblemáticos del municipio. Las presentaciones también incluyeron temas como “El oficio del historiador” por Francisco Gabriel Montes, presidente de la ACJM, así como  “Flotilla de canoas cargueras” por Aida Aguilar, “Batalla de la Trasquila” en Jiquilpan por Salvador Meza Carrazco, y “Pajacuaran” por José Castellanos. Estas ponencias resaltaron la importancia de preservar la historia, no solo en los grandes eventos y figuras, sino también en los actos cotidianos y las tradiciones que conforman la identidad de nuestras comunidades.

La reunión no solo se limitó a las presentaciones. También se llevaron a cabo mesas de trabajo para discutir temas generales y planificar futuras reuniones. Entre las actividades se incluyeron presentaciones de libros y temas de investigación, y se propuso que Jocotepec sea la próxima sede para continuar con el intercambio cultural y académico.

La presencia de los cronistas de Jalisco y Michoacán en Jamay refuerza la identidad y el patrimonio cultural de las localidades involucradas. Este encuentro destacó las tradiciones compartidas, la proximidad a importantes cuerpos de agua, y la gastronomía que nos caracteriza y define como región. La celebración concluyó con un compromiso renovado de seguir trabajando juntos para mantener viva la historia y la cultura de nuestras comunidades.

Profanación y portento en la antigua Basílica

103 aniversario del atentado contra la imagen de la Virgen de Guadalupe

Lic. Helena Judith López Alcaraz

La imagen de Santa María de Guadalupe en el altar mayor de la antigua Basílica. Imagen: Foto Gamboa. Ampliación por la autora.

En una fecha como esta, pero de 1921, hace justo 103 años, el 14 de noviembre, la imagen de la Guadalupana plasmada en el ayate de San Juan Diego sufrió un atentado dinamitero en la antigua Basílica, otrora Colegiata de Guadalupe, en la que había tenido lugar la Coronación Pontificia de la Reina de México en 1895. En esta entrada abordaremos este suceso de forma breve, pensando en que el acontecimiento ya es bastante conocido, en términos generales, y en que no es preciso que nos explayemos como en otras ocasiones.

Estado en el que quedó el altar mayor de la antigua Basílica de Guadalupe luego del atentado perpetrado el 14 de noviembre de 1921. Edición y mejora de imagen por la autora.

El autor del siniestro sacrílego fue Luciano Pérez Carpio, empleado del gobierno y ferrocarrilero de oficio, quien vestido como un obrero más, ingresó a la Basílica colocó una ofrenda floral cerca de la tilma, en el altar, y se alejó con rapidez. En seguida, un hórrido y fortísimo estruendo sonó a los pies de la Morenita y se extendió a todo el recinto y a las manzanas vecinas, alcanzando un radio de un kilómetro.

Fotografía de Luciano Pérez Carpio, autor material del atentado contra la imagen de la Virgen de Guadalupe. Imagen: INAH (Instituto Nacional de Antropología e Historia). Mejora y edición de imagen por la autora.

El florero que había dejado Pérez Carpio contenía veintinueve varas de dinamita. Al producirse el estallido, los vidrios de las casas de quince metros a la redonda se rompieron, trocándose en añicos que se esparcieron por doquier; la base de mármol del altar y los candelabros se destruyeron por completo, tornándose en escombros; y el Crucifijo de bronce que estaba junto al venerado lienzo, el cual recibió todo el impacto explosivo, se dobló y deformó… Pero la imagen bendita, pintada por Dios mismo el 12 de diciembre de 1531, quedó portentosamente intacta. ¡Ni siquiera el vidrio que la resguardaba se estrelló o rompió!

Estado en el que quedó el Crucifijo del altar después del estallido de las dinamitas que Pérez Carpio colocó en el florero. A partir de entonces se le llamaría «el Santo Cristo del Atentado». Fotografía: INAH. Edición y mejora de imagen por la autora.

Fue algo científica y humanamente inexplicable. Sin duda –y así lo creyeron todos los fieles–, Jesucristo había protegido a Su Madre.

Los peregrinos y visitantes, justamente indignados, quisieron linchar a Pérez Carpio. Pero el presidente Álvaro Obregón Salido mandó que fuese protegido: agentes de la policía lo resguardaron y se lo llevaron en un camión militar.

Titular del diario tapatío El Informador, fechado el 15 de noviembre de 1921, en el que se dio la noticia del atentado. En el texto se dice (véase resaltado gris) que se afirmó que fueron tres los perpetradores, pero esto no fue así. Por el contrario, además de los daños provocados por la dinamita, sí fue verídico que la indignación cundió entre los feligreses, independientemente de su condición social. Edición de imagen por la autora.

Aquel fue uno de los numerosos atropellos contra los católicos que quedaron impunes durante el mandato obregonista. Una vez más, quedó más que patente que quienes arremetieran contra el catolicismo gozaban de la venia y de la connivencia del presidente sonorense. Basta recordar –por mencionar sólo algunos ejemplos– los bombazos en los Arzobispados de México y de Guadalajara y las banderas rojinegras izadas en las Catedrales tapatía y moreliana. Todo esto había ocurrido en el transcurso de aquel mismo año, 1921. El atentado contra la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe en la capital no fue sino el colofón de los crímenes y ataques anteriores.

Sin embargo, a pesar de que el gobierno se lavó las manos a semejanza del procurador romano que dio pie a esta expresión, aquello no detuvo a los católicos. En los días siguientes, numerosas personas acudieron a desagraviar a la Reina del Anáhuac. El 18 de noviembre, el comercio de la Ciudad de México cerró durante cinco horas como protesta por el atentado.

Los fieles católicos acudiendo a hacer actos de desagravio por el atentado a la antigua Basílica de Guadalupe, en los días posteriores a la agresión. Fotografía del INAH.

A su vez, la egregia Asociación Católica de la Juventud Mexicana, futuro semillero –y muy fructífero, hay que decir– de héroes y de mártires durante el clímax de la persecución religiosa y en la Guerra Cristera, convocó a una manifestación pacífica, que finalizaría en la Catedral Metropolitana. Esa misma tarde, al finalizar la marcha, fue entonado un Te Deum solemne para agradecer a Dios el haber preservado intacta la imagen de la Santísima Virgen de Guadalupe.

Poco después, al acrecentarse las asechanzas en contra del clero católico y de los fieles, el lienzo sagrado, pintado por Dios, fue escondido y sustituido por una copia. La pintura que reemplazó temporalmente el Sagrado Original fue pintada por Rafael Aguirre. Dado que los colores eran mucho más encendidos, el abad Feliciano Cortés decidió opacar él mismo el vidrio con cenizas, para que los visitantes no se percatasen de la sustitución.

Relato de los sucesos de aquel 14 de noviembre de 1921, que se puede encontrar dentro de la antigua Basílica de Guadalupe, hoy templo Expiatorio de Cristo Rey. Imagen: Infobae.

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Tomado, con algunas modificaciones, de la publicación hecha por la autora en su página Testimonium Martyrum, que puede leerse aquí: https://www.facebook.com/TestimoniumMartyrum/posts/1102646508532359

“Que es de María la Nación…” (II)

La Coronación Pontificia de la Santísima Virgen de Guadalupe (Segunda parte)

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Portada alusiva al título y al tema de la entrada. Al fondo, la Colegiata de Guadalupe, antigua Basílica; y en el centro, flanqueada por la bandera mexicana y por la corona que se impuso a la venerada imagen que Dios pintó en el ayate de Juan Diego, Nuestra Señora de Guadalupe. Edición de imagen por la autora.

Una vez que el arreglo y remodelación de la Colegiata de Nuestra Señora tocó a su desenlace, y que Antonio Plancarte y Labastida anunció la tan ansiada fecha de la Coronación Pontificia, tanto D. Próspero María Alarcón y Sánchez, a la sazón Arzobispo de México, como los otros prelados de la República, participaron a sus diocesanos la fausta y acariciada noticia, a la par que, como lo ameritaba la ocasión, giraron los respectivos programas para las fiestas que habrían de prepararse. Como parte esencial se difundió la siguiente oración:

“¡Salve, Augusta Reina de los Mexicanos! Madre Santísima de Guadalupe ¡Salve! Ruega por tu Nación para conseguir lo que Tú, Madre nuestra, creas más conveniente pedir. ¡Ave María!”

El 31 de mayo de 1895, día en que a la sazón –antes de las reformas litúrgicas de la década de 1960– se celebraba la fiesta de Santa María, Reina, Monseñor Alarcón publicó un pastoral convocatoria en la que decía que uno de los designios para la Coronación era “contribuír [sic] a que se estreche con nuevos vínculos de religiosa atención la verdadera fraternidad que debe existir entre los diferentes pueblos de este Nuevo Mundo con la nación mexicana” (citado en Cuevas, 2003, p. 415). No en vano poco después, tal como se dijo en el periódico poblano El Amigo de la Verdad, en la página 3 de su edición del 19 de octubre del mismo año –esto es, una semana después del evento–, comenzó a cundir el rumor de que se quería declarar a la Virgen de Guadalupe como Patrona de las Américas y de que los prelados mexicanos pensaban, seriamente, en solicitar al Papa la declaración correspondiente.

Monseñor D. Próspero María Alarcón, Arzobispo de México cuando se efectuó la Coronación Pontificia de la Virgen de Guadalupe. Imagen: Lugares INAH.

Más allá de habladurías –que jamás faltan–, fundadas o no, los preparativos para la Coronación se llevaron a cabo. Para disponer los ánimos de los fieles a la celebración de la grandiosa solemnidad, los eclesiásticos mexicanos dirigieron a los fieles de sus Diócesis respectivas una Carta Pastoral, en que les encarecían el imponderable beneficio que, en todos los sentidos, recibiría la nación con la Coronación de la Patrona y Madre de los mexicanos; y les proponían devotos ejercicios, rezos, obras de piedad y demás providencias para preparar no sólo el ánimo, sino el alma y el espíritu, para el suceso largamente ansiado.

En Morelia, el 15 de agosto, Monseñor Ignacio Arciga decretó que habría un solemne novenario de Misas en las diversas parroquias y en la Catedral. El 14 de septiembre, El Amigo de la Verdad anunció que en Puebla, por mencionar un caso, se celebraría en dicha Diócesis una Misa solemne en la Catedral y en todos los templos de la jurisdicción, a la par que a las 10 de la mañana, hora de México, se verificaría un repicar general de las campanas para anunciar que la Coronación había sido efectuada (tomo VII, número 49). Tales fueron las indicaciones de D. Francisco Melitón Vargas.

Fragmento del programa de festividades religiosas que se llevarían a cabo en Puebla con motivo de la Coronación Pontificia de la Virgen de Guadalupe, emitido por Monseñor Francisco Vargas, y publicado el 14 de septiembre de 1895 en El Amigo de la Verdad. Edición y resaltados por la autora.

Algo similar decretó Monseñor Atenógenes Silva, cabeza de la Diócesis colimense, y dio a conocer que el Santo Padre había concedido la posibilidad de ganar una indulgencia plenaria a todos los fieles que, cumpliendo las condiciones habituales, rezaran ante una imagen de la Guadalupana y tomaran en cuenta las intenciones del Papa (Álbum de la coronación de la Sma. Virgen de Guadalupe, 1895, p. 16).

Este es sólo tres de los incontables ejemplos de cómo cada región eclesiástica de la República se dispuso para los festejos en honor de Aquella que, oficialmente, sería coronada como Soberana de la Nación. Fue un clarísimo mentís a las declaraciones vertidas en la primera plana del capitalino El Diario del Hogar, en su edición del 6 de octubre de 1895: en ellas se garantizaba que “el espíritu religioso puede subsistir y seguramente subsiste en muchas conciencias sinceras, pero el espíritu fanático va desapareciendo rápidamente. Lo prueba de un modo claro es casi fracaso de la coronación” (p. 1, año XV, número 18). A los católicos no les importaban, ni remotamente, las críticas acerbas de los liberales, masones y jacobinos.

Para ellos sólo eran realidad las siguientes palabras, con las que principiaba la introducción del Álbum de la coronación que se imprimió poco más tarde:

“Pronto, con el favor de Dios, será coronada la Virgen Santísima de Guadalupe, por / la fé y la piedad de un pueblo, que apenas nació ayer y ya se ha abrevado con las / amargas aguas de todos los dolores y todos los desengaños; que en ménos de un si- / glo ha sido atribulado con todas las aflicciones, con que otros pueblos no han sido / probados sino en el transcurso de muchos siglos. Llena está de lágrimas, pero tam- / bien de enseñanzas, la escuela del dolor: no hay oración más intensa ni más férvida, / que la que se levanta desde el profundo y pavoroso abismo de la desolación.

Al elevarlo hoy México, implorando el socorro de la Virgen Poderosa, levanta / su rostro bañado con las lágrimas del dolor de su pasado y de los terrores de su / porvenir. La Coronación de la Santísima Virgen de Tepeyac, será el acto más solemne de su / piedad y el más grandioso suceso en sus anales religiosos. La plegaria que la nación mexicana / elevará á la Virgen Santísima al coronarla, será el suspiro inmenso de su ternura, que después / de repercutir en los cristales de sus lagos y en las crestas de sus montañas se irá difundiendo so- / bre las olas de ambos mares; el himno interminable de su amor, que resonando de corazón en / corazón sobre las generaciones futuras, llegará hasta los lindes de la eternidad” (1895, p. 9).

El 28 de septiembre de 1895, el Abad Plancarte y Labastida, designado como tal desde el mes de junio anterior, tomó posesión de su flamante cargo ante la venerada imagen. Esto fue a petición de los demás miembros del Episcopado Mexicano; a juicio de Gutiérrez Casillas, así le recompensaron “sus personales merecimientos y el haber llevado a término las obras del santuario” (1984, p. 363).

Antonio Plancarte y Labastida (1840-1898), que fue nombrado Abad de la Colegiata de Guadalupe con motivo de la Coronación Pontificia.

Un par de jornadas después, al alba del 30 de septiembre, el portentoso ayate de Juan Diego fue conducido y puesto en el trono dispuesto para la que, al cabo del magnífico docenario, sería coronada oficial y canónicamente como Reina de México, para demostrar, en efecto, “que es de María la Nación”. Un acontecimiento imprevisto vino a revivir las álgidas discusiones entre los antiaparicionistas y quienes sí creían, con todo fervor, en los milagrosos hechos de diciembre de 1531: con gran pasmo, se observó […] que la corona de diez rayos o puntas de oro, que desde el principio cubría su cabeza, había desaparecido, pero sin ninguna huella de raspadura u otra violenta acción humana” (Gutiérrez Casillas, 1984, p. 363). Era como si Dios mismo, Quien pintó aquel incomparable y celestial cuadro, hubiese esperado a la Coronación Pontificia para remover la corona primigenia que, como Soberana que es, Él le había colocado a la Bienaventurada siempre Virgen María.

Al enterarse de aquel suceso, nos sigue contando José Gutiérrez Casillas, “no faltó quien contra el testimonio de todos los escritores guadalupanos y dictamen de 1751 [aún en vida de Boturini, el autor original del proyecto de coronar a Nuestra Señora de Guadalupe (1)] del pintor Cabrera, y en oposición a todas las copias y estampas conocidas, dijera que jamás se había probado la existencia de corona en el cuadro” (p. 363). Otros fueron más lejos y sostuvieron, hasta el cansancio y sin disponer de pruebas, que alguna mano atrevida había borrado la corona.

Lo que indiscutible, subraya Gutiérrez, es que la imagen de la Morenita sí la tuvo, y también que entonces, cuando la Coronación Pontificia estaba a la puerta, ya no la tenía. Pero, según lo explica el autor, no se esclareció la forma –humanamente hablando, por supuesto– en que desapareció, ni el momento preciso en que eso ocurrió.

Al margen de las exaltadas disputas, el santuario fue bendecido el 1 de octubre de 1895 por Monseñor Alarcón, quien consagró el altar mayor con los ritos de rigor –el lector puede averiguar un poco al respecto en la entrada “León a los pies de Nuestra Señora”–. Con ello se inauguraron las festividades.

Altar mayor y trono de la Santísima Virgen de Guadalupe, dispuestos para la Coronación Pontificia, el día en que el primero fue consagrado, 1 de octubre de 1895. Imagen tomada del Álbum de la coronación de la Sma. Virgen de Guadalupe y mejorada y editada por la autora.

Sólo cuatro prelados no asistieron a la Coronación. El Amigo de la Verdad, en su edición del 19 de octubre, especificó sus nombres: Pedro Loza y Pardavé, José María Cázares y Martínez (Obispo de Zamora), Herculano López de la Mora (de Sonora). Pero también, hay que reconocerlo, proveyó el listado de todos los Príncipes de la Iglesia que sí fueron y que, para no cansar al lector, no transcribimos; mejor incluimos el fragmento del facsímil.

Listado de los Obispos –y su respectiva jurisdicción eclesiástica– que concurrieron a la Coronación Pontificia de la Virgen de Guadalupe, publicado por El Amigo de la Verdad una semana después del evento. En la columna de al lado se menciona, por su parte, la idea de declarar a la Guadalupana como Patrona de las Américas, que ya desde entonces comenzó a circular. Edición y recuadros por la autora.

El 12 de octubre de 1895, incluso antes de la aurora, las calles de la Ciudad de México se fueron llenando de asistentes de forma paulatina, los cuales, emocionados, se encaminaron hacia la Colegiata. No faltaron feligreses que habían arribado desde la víspera.

A las cuatro de la madrugada ya había una nutrida multitud junto a la reja, y media hora después el P. Alberto Cuscó Mir celebró la Misa. Cuando acabó el Santo Sacrificio, ya la luz del alba comenzaba a pintar, con sus bellos matices, los muros del recinto sagrado y todo en derredor. Para aquel instante, la Villa se encontraba pletórica de gente. A las siete de la mañana, una hora antes de la que se había previsto para iniciar la egregia ceremonia, ya no se podía dar un paso cerca del templo.

Aprobación y bendición autógrafas de D. Próspero María Alarcón para la publicación del Álbum de la coronación de la Sma. Virgen de Guadalupe. Mejora de imagen por la autora.

A aquella muchedumbre, finalmente, se sumaba “la que habían transportado ciento diez coches desde el Distrito Federal, de los que sesenta y seis eran de primera clase y cuarenta y tres de segunda, doscientos cincuenta y seis carruajes particulares; ciento y tantos de alquiler: varios guayines; numerosos carros y carretas y las innumerables personas, que ya por devoción, ya por falta de vehículo, emprendían la marcha a pie” (Álbum de la coronación de la Sma. Virgen de Guadalupe, 1895, p. 83).

Colegiata de Guadalupe, antigua Basílica, donde se realizó la Coronación Pontificia de la Morenita del Tepeyac. Así lucía en 1895, precisamente ese año. Imagen tomada del Álbum de la coronación de la Sma. Virgen de Guadalupe y mejorada y editada por la autora.

El mismo Álbum nos dice que, casi al tiempo que llegaban los vehículos,

“entraron por la puerta que se designó para dar entrada a los sacerdotes, que es la del ábside, doce caballeros, previamente nombrados por el Ilustrísimo Señor Abad para hacer la recepción en las respectivas puertas, en cada una de las cuales estaba un comisionado, un Sacerdote y un gendarme para conservar el orden en el templo […]. Estos Señores vestían de rigurosa etiqueta, y en el ojal del frac llevaban un distintivo que consistía en una medalla, que tenía en el anverso la Imagen de Guadalupe, y en el reverso San Felipe de Jesús; suspendida de una roseta de color morado y café” (p. 83).

A las siete y media, aproximadamente, los Obispos y Arzobispos se apersonaron en la Colegiata y empezaron a entrar por la puerta de honor, es decir, la del Colegio de Infantes. Los carruajes en los que iban se aproximaron con suma dificultad, ya que, aunque estaba destinada exclusivamente para ellos, el Cuerpo diplomático, madrinas, bienhechores, notarios y parte del servicio especial del Coro, la multitud de fieles de toda edad y condición social que pretendía introducirse en el templo era incalculable. Todos se esforzaban por ingresar por donde se pudiera, sin importar cómo.

Por último, por la puerta antedicha, entró una representación de indígenas de Cuautitlán, de donde era originario Juan Diego –para entonces no elevado a los altares–, compuesta por veintiocho integrantes: cada uno representaba a una de las Diócesis mexicanas. Dicha iniciativa, con aprobación del Abad Plancarte, había sido de D. Ramón Ibarra y González, Obispo de Chilapa.

Monseñor Ramón Ibarra y González, Obispo de Chilapa, autor de la idea de que veintiocho indígenas oriundos de Cuautitlán, lugar de nacimiento del vidente y mensajero de Nuestra Señora de Guadalupe, representaran a las Diócesis mexicanas en la ceremonia de la Coronación Pontificia. Retrato editado y mejorado por la autora.

La expectación se agigantaba, como también la emoción –y aun la ansiedad– de los presentes. El incontenible fervor y el piadoso entusiasmo de los católicos mexicanos que se habían dado cita para ser parte del acontecimiento llenaban la atmósfera y, simultáneamente, latían al unísono en los corazones de todos y de cada uno.

Faltaba media hora para que la ceremonia de la Coronación Pontificia de Santa María de Guadalupe tuviera lugar.

De ello, como broche de oro para esta serie, hablaremos en la tercera y última entrega.

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Bibliografía:

Adame Goddard, Jorge (2008). Significado de la coronación de la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe en 1895. Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM. Recuperado de https://repositorio.unam.mx/contenidos/5006158

Cuevas, M. (2003) Historia de la Iglesia en México. Tomo V. México: Porrúa.

Gutiérrez Casillas, J. (1984). Historia de la Iglesia Católica en México. México: Porrúa.

Sánchez y de Mendizábal, M. A. (17 de diciembre de 2023). La corona de Santa María de Guadalupe. Centro de Estudios Guadalupanos. UPAEP. https://historicoupress.upaep.mx/index.php/opinion/editoriales/desarrollo-humano-y-social/6957-la-corona-de-santa-maria-de-guadalupe

Traslosheros, J. E. (2002). Señora de la historia, Madre mestiza, Reina de México. La coronación de la Virgen de Guadalupe y su actualización como mito fundacional de la patria, 1895. Signos históricos. 4(7). https://signoshistoricos.izt.uam.mx/index.php/historicos/article/view/89

Álbum de la coronación de la Sma. Virgen de Guadalupe. Reseña del suceso más notable acaecido en el Nuevo Mundo. Noticia histórica de la milagrosa aparición y del Santuario de Guadalupe. Desde la primera ermita hasta la dedicación de la suntuosa basílica. Culto tributado a la Santísima Virgen desde el siglo XVI hasta nuestros días (1895). Imprenta “El Tiempo” de Victoriano Agüeros. Digitalizado por la Universidad Autónoma de Nuevo León.

Periódico El Amigo de la Verdad, de la ciudad de Puebla de los Ángeles. Ediciones del 14 de septiembre y del 19 de octubre de 1895.

Periódico El Diario del Hogar, de la Ciudad de México. Edición del 6 de octubre de 1895.

Yo, Juan Sayula Cantor.

El amo Torres


Yo vi la batalla de Zacoalco, yo la viví con pasión y temor en días aciagos y llenos de cambios tempestuosos. Que más podíamos hacer los de aquí y demás pueblos, sino aguantar precariedades e injusticias y envolvernos sin querer en el torbellino de lo inevitable.
Mis ojos vieron muchas cosas llenas de dolor, mis oídos escucharon las consignas de que rodara la sangre, sin saber quiénes serían los caídos y la pena de sufrir pérdidas de los más entrañables. Mi condición de necesidad me hizo entrar a la lucha sólo esperando despojarnos de una sumisión a los europeos.
Sin mal no recuerdo, esa batalla fue un domingo del 4 de noviembre de 1810, en la planicie  entre Zacoalco y Catarina, se enfrentó nuestro bando insurgente contra los realistas que venían de Guadalajara. A nosotros nos decían los pícaros o rebeldes, quién sabe por qué. El caso es que mermados en cantidad y en armas, no encontramos más remedio que coger machetes, piedras, hondas y cuanta vara puntiaguda fuera útil, para pelear contra el numeroso contingente que traía el hacendado de Huejotitán, Tomás Ignacio Villaseñor, opositor en la batalla. Por nuestro lado estaba José Antonio Torres, quien ya era de la gente conocida del señor Miguel Hidalgo, desde el levantamiento de septiembre de 1810.
Ya andaba la refrasca por todos lados. Eso no lo iba a detener nadie, así se pensaba por Cocula, Techaluta, Atoyac y hasta en los pueblos ribereños donde los de nuestra misma condición andaban ya alborotados. Atrás del cerro de Zacoalco, ya andaba levantado en armas Antonio Trinidad Vargas, por el rumbo de San Pedro Tesistán.
Algunos sacerdotes se dividieron en los dos frentes, pese a las prohibiciones del obispo Cabañas de excomulgar a cuanto religioso se metiera en el enredo. Por el lado de Jocotepec, se supo que el cura José Pablo Márquez, andaba  tras los tenientes de curas que agarraron la bandera de la rebelión. En Chapala se dijo que agarraron al Padre Robles, mandándolo preso a Guadalajara.
Ya tiene tiempo el rumor que entre el cura Márquez y el hacendado Villaseñor, hicieron sus alianzas para hacerle frente a todo intento de levantamiento en contra de la corona española. Son tantos los recuerdos que están hechos puño en mi cabeza, que con el tiempo he tratado de desenredarlos para tratar de entender tantas confusiones.
Los solares del plan de Catarina y Zacoalco, lugar donde acamparon,  guardaban aun las humedades de las lluvias del temporal anterior y todo anunciaba que sería trabajosa la lucha. El empeño de nuestras gentes pronto acobardó a los orgullosos realistas y criollos, cuando empezó la batalla al sonar la consigna de ¡Viva Nuestra Señora de Guadalupe y mueran los gachupines!
Estaban tan rabiosos los gachupines contra el Mayorazgo de Huejotitán, por su condición de criollo y el habérselos impuesto como líder de la comitiva realista, que se supo después que el peninsular don Pascual Rubio, intentó matarlo a mansalva, fallando en su intento.
Mis compañeros del combate dicen que la batalla duró más de una hora, yo creo que fue más, pero lo suficiente para derrotar a un grupo de orgullosos realistas que antes de pelear ya daban por hecho nuestro fracaso. Se tomaron prisioneros a muchos de ellos y, luego, se supo que a deshoras de la madrugada fueron ejecutados en las orillas de Zacoalco, pese a las prohibiciones del Amo Torres de no hacerlo.
Murió gente de Zacoalco, San Martín de la Cal, Barranca de Santa Clara, Atemajac de la Tablas, Juanacatlán, Techaluta, Amacueca y pueblos de esta demarcación.  A muchos de los nuestros los ejecutaron con saña y maldad, dizque para atemorizar a los alzados y someter el levantamiento. Degüellos, ahorcamientos, fusilamientos, decapitaciones y demás actos, fueron los ocurridos también entre los miembros aprehendidos de un bando y otro. Luego nos llegó la noticia de que El Amo Torres entró con sus ejércitos a Guadalajara, donde el cura Hidalgo los esperaba a sabiendas del triunfo.
Las memorias escritas mencionan a los españoles muertos en Zacoalco, siendo casi la mayoría vecinos de Sayula y fueron: Agustín Pérez de la Lastra, Fernando Fernández, Toribio de la Torre, Ángel Morales, José Isidoro de la Fuente, Agustín Caballero, Dionisio Sáenz, Antonio Fernández Montes, Manuel de la Torre Marroquín, Francisco Antonio Tellaechea, Francisco Hernández Sáenz, Ramón Viaña y Pablo Carrera.
Tan no se dejó la gente de todos estos pueblos que supimos que un mes y trece días posteriores a la batalla de Zacoalco, los indios de San Luis Soyatlán, le escribieron una carta de conocimiento y queja al mismo Hidalgo y para que se enterara el Amo Torres, de que pusiera orden en el cura Márquez de Jocotepec, debido a su intransigencia de cobrar los aranceles eclesiásticos más de lo normal.
Y se fueron más allá, porque les recordaron que muchos habitantes de los pueblos ribereños participaron en la batalla, exponiendo sus vidas, así como cincuenta valientes asistieron a la comitiva que entró triunfante a Guadalajara, acompañando al Amo Torres y demás insurgentes.
Se supo que ese ocurso lo escribió José de los Santos, escribano de Consejo, y que a nombre del Alcalde y del pueblo se firmó el 17 de diciembre de 1810, dejando bien claro que no se toleraría en lo sucesivo el descomedimiento del hermano del párroco, quien tenía en ocasiones la costumbre de cachetear a los feligreses en plena iglesia.
Triste fue nuestro destino en los días sucesivos a la derrota en Puente de Calderón, porque las represalias no se hicieron esperar al iniciar el sometimiento de los pueblos del sur. En febrero de 1811, el General Cruz y el Coronel Rosendo Porlier, acompañados del terrateniente de Huejotitán, con mano dura se hizo saber que “no debe perdonarse la vida a ningún rebelde sea de la clase, condición y edad que fuere”.
Luego supimos los de Zacoalco que al atacar José Santana al pueblo de Jocotepec, se sorprendió al cura Márquez auxiliando a un moribundo y allí se le dio muerte. El presbítero José María Berrueco, quien antes estuvo en ese pueblo y conocido del celoso cura, ya estando en Tlajomulco, se enteró de la noticia y  mandó traer el cuerpo del victimado para darle cristiana sepultura en la parroquia de San Antonio de Padua.
Mi testimonio está exento de intereses personales y doy fe como testigo de lo que vieron mis ojos y escucharon mis oídos. Por ello, es penoso recordar la bárbara ejecución que tuvo el hombre de armas Torres en Guadalajara, al ser vejado con todo lujo de alevosía y rencor vivo al destrozar su humanidad, advirtiendo sus verdugos que era por pago a sus feroces crímenes.
Fue el 23 de mayo de 1812, cuando fue ahorcado y descuartizado su cuerpo por ser acusado de traidor al rey y a la patria. ¿Cuál patria?
En la sentencia de ejecución así reza textualmente: “…condenándolo en consecuencia a ser arrastrado, ahorcado y descuartizado, con confiscación de todos sus bienes, y que manteniéndose el cadáver en el patíbulo hasta las cinco de la tarde se baje a esta hora, y conducido a la plaza nueva de Venegas, se le corte la cabeza y se fije en el centro de ella sobre un palo alto, descuartizándose allí mismo su cuerpo, y remitiéndose el cuarto del brazo derecho al pueblo de Zacoalco, en donde se fijará sobre un madero elevado, otro en la horca de la garita de Mexicaltzingo de esta ciudad por donde entró a invadirla, otro en la del Carmen, salida al rumbo de Tepic y S. Blas, y otra en la del bajío de S. Pedro, que lo es para el puente de Calderón (…) que pasados cuarenta días se bajen los cuartos, y a inmediación de los lugares respectivos, en que se hayan puesto, se quemen en llamas vivas de fuego, esparciéndose las cenizas por el aire; que con testimonio de esta sentencia se pase oficio al subdelegado de S. Pedro Piedra Gorda para que teniendo el reo casa propia en aquel pueblo, y no habiendo perjuicio de tercero por censo u otro derecho real sobre ella, la haga derribar inmediatamente y sembrar de sal, dando cuenta con la diligencia correspondiente”.
Yo, Juan Sayula Cantor, quien dejé mi ombligo al parirme mi madre en este pueblo de San Francisco de Zacoalco, dejo estas palabras para la posteridad.

MANUEL FLORES JIMÉNEZ/ CRONISTA DE JOCOTEPEC, JALISCO.
A 214 años de la batalla de Zacoalco, entre insurgentes y realistas, con algunas referencias del libro “El gobierno insurgente en Guadalajara, 1810-1811”, de José Ramírez Flores.

Sale a la luz pública Crónicas de Sahuayo III y será presentado este mes de noviembre.

Juan Bruno Hernández *Colaborador

Gracias a la iniciativa del C. Presidente Municipal de Sahuayo,  el Dr. Manuel Gálvez Sánchez, sale a la luz pública el tercer volumen de Crónicas de Sahuayo, coordinado por el maestro Francisco Gabriel Montes Ayala, nuestro director de esta revista electrónica, cronista de Villamar, Venustiano Carranza y coordinador del Consejo de la Crónica de Sahuayo, presidente de la Asociación de Cronistas Jalisco-Michoacán.

El tomo tres de la serie, será presentado el 25 de noviembre en Caballeros de Colón en Sahuayo, ante la sociedad sahuayese y los amantes de la historia y la crónica.

Cabe destacarse que van tres volúmenes que le han dado a Sahuayo importantes aportes a su microhistoria, de esa pequeña parte de la historia nacional que no se sabe mucho. El rescate histórico coordinado por el maestro Francisco Gabriel Montes, ha sido excelente, al reunir a un grupo de jóvenes que se están formando en estas lides de la historia y la crónica. Santiago Manzo Gómez, Helena López Alcaraz ( que por cierto es colaboradora de la revista de Crónicas de la Ciénega) así como también José de Jesús Girarte ( JJ), Ana Karen Ramírez Sánchez, Francisco Jesús Montes Vázquez, Miguel Ceja Sandoval, los cronistas José Castellanos Higareda de Pajacuarán, Salvador Meza Carrazco de Jiquilpan y Hugo de Jesús Gómez, que merece una mención especial ya que al formarse el tercer tomo de Crónicas de Sahuayo, siendo estudiante del doctorado en Historia en la UdeG, fue muerto en un asalto frustrado. Hugo era sin duda alguna, uno de los cronistas de Sahuayo más destacados a su corta edad, que sin duda su partida enluta este tercer tomo.

El contenido de esta nueva publicación versa sobre la cristiada en Sahuayo, donde se presentan varios artículos de este periodo histórico, que hoy se reivindica en esta zona.

El volumen III trae desde documentos inéditos, fotografías y narraciones extraordinarias que no se conocían. Se destaca también, la lista de cristeros que participaron en la guerra en esta zona, así como sacerdotes y mujeres que fueron parte fundamental en la lucha por la defensa de la fe.

Esperamos con ansias el día de la publicación, informando a nuestros lectores, que el libro será obsequiado el día de la presentación, para que estén atentos para llevarse un ejemplar a casa.

También es justo reconocerle al presidente Manuel Gálvez, su compromiso de rescate histórico de su tierra natal Sahuayo.

Primer lugar en artesanías el trabajo de cera escamada de Cojumatlán. Pátzcuaro 2024.

Francisco Gabriel Montes Ayala

Figura humana en vela de cera escamada. 1er lugar en Pátzcuaro en el concurso estatal 2024.

Durante la fiesta del Señor del Perdón de Cojumatlán, en la ribera chapálica meridional, el 3 de mayo de este año, se pudo apreciar un arreglo enorme, un círculo formado por flores de cera escamada y velas que hacía un marco artístico espectacular a la imagen milagrosa del Señor del Perdón.

La primera impresión que daba, era de un círculo que en apariencia no se veía claro desde lejos, pero al acercarse se podía apreciar la belleza indiscutible del adorno floral, que manos cojumatlenses hicieron, días antes de una de las peregrinaciones de la imagen virreinal de la historia de Cojumatlán.

La cerería llegó a esta comunidad indígena conocida como Santa María de la Asunción Coxumatlán, en el siglo XVIII y traspasó el tiempo, hasta que llegaron los años ochenta del siglo pasado y dejó de elaborarse las figuras de cera, las velas de cera escamada y otros objetos que se hacían en manos artesanas de diversas familias que practicaban este arte.

Parecía que aquella tradicional artesanía se perdería después de casi 40 años no realizarse. Sin embargo, Luis Fernando Rodríguez y Jorán Hernández, iniciaron hace un par de años con esta disciplina que requiere de una dedicación para hacer del proceso una excelencia en el arte de la cera escamada y las figuras humanas. El grupo que han formado en aquella comunidad, ha venido dando frutos y éxitos que se consolidan día a día.

El pasado 1 de noviembre, se llevó a cabo el concurso estatal de artesanías en Pátzcuaro con motivo de la noche de muertos, ganando el primer lugar el trabajo de cerería de Luis Fernando Rodríguez, en una de las ramas artesanales y fue parte de uno de los 113 premios otorgados por el gobierno del estado de Michoacán, donde se calificaron 2 mil 178 piezas.

Sin duda alguna que la cerería en Cojumatlán toma los niveles relevantes esperados con la maestría reconocida por el propio evento estatal donde se logró este reconocimiento y premio a la dedicación en esta artesanía.

Felicidades a Luis Fernando Rodríguez por este trabajo artesanal, y que representa a este grupo de cerería de Cojumatlán de Régules en la ribera norte del lago de Chapala.

“México Tuyo, siempre será”

Centenario de la segunda consagración de México al Sagrado Corazón de Jesús (1924)

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Fotomontaje alusivo al título y al tema de la presente entrada, elaborado por la autora.

En una fecha como esta, pero de 1924, hace justamente cien años, México fue consagrado por segunda ocasión al Sagrado Corazón de Jesús. Esto se llevó a cabo en el marco del I Congreso Eucarístico Nacional, por parte del Episcopado Mexicano. Corrían tiempos muy aciagos para el catolicismo en nuestra patria. Plutarco Elías Calles, con quien la persecución religiosa alcanzaría su punto álgido, ya había “ganado” los comicios electorales. El Congreso, como dato que confirma la fatídica coyuntura imperante –no únicamente en lo religioso, sino también en lo político–, ya se había pospuesto en una ocasión, a raíz de la rebelión delahuertista.

Cabe mencionar que la primera consagración se había hecho hacía poco más de una década, el 6 de enero de 1914, justo cuando sobre el país se cernía la revolución carrancista con toda su barbarie de destrucción, pillaje, sacrilegios e inquina anticatólica. Justamente, el que Victoriano Huerta –quien, a pesar de que no fue ningún santo, no perteneció a la masonería– autorizara aquel evento fue esgrimido por los jacobinos y los enemigos del catolicismo como pretexto para perseguir a la Iglesia, a la que acusaron falsamente de estar en connivencia con el régimen del colotlense y, por supuesto, con la caída y asesinato de Francisco I. Madero.

Portada del Congreso Eucarístico Nacional de 1924. La leyenda que rodea a la Hostia, traducida al español, dice: «Yo soy el Pan vivo que ha bajado del Cielo» (Juan 6, 51). Imagen mejorada por la autora.

El programa del Congreso, además de la consagración que nos ocupa, contemplaba una peregrinación de los niños mexicanos, residentes en el Distrito Federal, a la Basílica Nacional de Guadalupe, el sábado, 4 de octubre; y el resto de los días, del 5 al 12 de octubre, procesiones de fieles y clérigos de las ocho Provincias Eclesiásticas que existían a la sazón en México, a saber: Yucatán, Puebla, Monterrey, Durango, Antequera, Guadalajara, Michoacán y México.

Asimismo, entre las actividades religiosas estaban contempladas la celebración de Misas todos los días en todas las Iglesias parroquiales y filiales de la Ciudad de México, Misas Pontificales en la Catedral de México y en la Basílica Guadalupana, adoración diurna y nocturna del Santísimo Sacramento y Asambleas de Estudios.

Para el domingo 12 de octubre, se había dispuesto que a las 9 de la mañana se oficiara una Misa Pontifical en la Basílica Nacional de Guadalupe, en el marco de la Peregrinación Nacional a la Villa de Guadalupe, y que a las 4 de la tarde fuese la solemne clausura del Congreso Eucarístico, con una procesión. Para el lunes 13 de octubre, finalmente, se había programado una solemne velada literaria en el Teatro Olimpia, a las 6 de la tarde, cuyo principal número sería la puesta en escena de un auto sacramental de Sor Juana Inés de la Cruz.

Como último dato interesante, se compuso un himno para el Congreso, intitulado “Cantad, cantad”, de la autoría de Francisco Zambrano S. J. y con música de Salvador Orozco C. La pieza musical empieza justo con tales vocablos y dice así, en su primera estrofa:

Cantad, cantad; la Patria se arrodilla
al pasar Jesucristo Redentor,
un nuevo sol para nosotros brilla,
sol del amor, del amor.

Fragmento de la partitura del himno eucarístico «Cantad, cantad», compuesto ex profeso para el Primer Congreso Eucarístico Nacional en 1924. Créditos a quien corresponda.

Pero volvamos a la jornada que nos ocupa. El sábado 11 de octubre, festividad de la Maternidad de la Santísima Virgen María –en el calendario litúrgico previo a las reformas del Concilio Vaticano II–, fue la fecha elegida para la consagración de México al Sagrado Corazón. Ante una multitud congregada en la Catedral Metropolitana de la capital, los obispos pusieron a la Nación mexicana a los pies de Cristo y de su Deífico Corazón.

Durante la Misa pontifical –la sexta del Congreso–, el entonces obispo titular de Anemuria y Arzobispo coadjutor de Morelia –más tarde Arzobispo de México–, Luis María Martínez, expresó:

“¿No era justo, que, por esta Consagración total y definitiva de la República Mexicana al Corazón Santísimo de Jesús, le devolviéramos lo que de él hemos recibido, como al amanecer la tierra húmeda devuelve al cielo en diáfano vapor las aguas copiosas que de él ha recibido? Yo pienso, mis amados hermanos, que esto es lo que significa la presente solemnidad. Nosotros hemos creído en el amor de Dios; hemos visto pasearse triunfalmente sobre nuestro suelo y sobre nuestra historia al Espíritu de Dios, como se cerniera en el principio de los tiempos sobre el hondo abismo [(cf. Gén 1, 2)]; hemos sentido las palpitaciones del amor al Corazón de Cristo y hemos bebido a raudales el amor y la vida en las fuentes sagradas del Salvador. Y nos hemos dicho: [de]volvamos amor por amor, donación por donación”.

Aquello, en efecto, no era sino corresponder al amor del Sagrado Corazón por la patria mexicana.

Monseñor Luis María también dijo lo siguiente:

Catedral Metropolitana de la Ciudad de México en 1924, el mismo año en que se celebró el Congreso Eucarístico Nacional. Fotografía: Archivo Casasola. Mejora de imagen por la autora.

“Simbolicemos el corazón de la Patria en un corazón de oro; pongamos allí nuestras plegarias y nuestras esperanzas, nuestros sacrificios y nuestras lágrimas, y pongamos todo a los pies de Jesús, para que sepa el mundo, que Jesús es nuestro Dios y que nosotros somos su pueblo. Tal es, a mi juicio, hermanos míos, el sentido profundo de esta Consagración de la República Mexicana al Divino Corazón de Cristo en los días del Congreso Eucarístico; y de esto, mis amados hermanos, me propongo hablaros con la ayuda de Dios nuestro Señor. Jesucristo, hermanos míos, es Rey de las Naciones, como es Rey de los individuos. Su Corazón las ama, su mano vierte sobre ellas dones peculiares para que puedan cumplir sobre la tierra la misión providencial que se les ha asignado”.

Era el resumen idóneo la consagración efectuada.

Continuó explicando en qué forma México era un pueblo eucarístico y mariano, y finalizó con estas palabras:

Monseñor Luis María Martínez, prelado que pronunció el sermón de la Misa pontifical del 11 de octubre de 1924, cuando se hizo la segunda consagración de México a Sagrado Corazón.

“Yo no sé lo que en el futuro nos depare tu justicia y tu misericordia; pero yo te aseguro, ¡Oh Jesús dulcísimo! ¡oh Jesús victorioso! Que sobre el suelo de nuestra Patria, próspera y desdichada, siempre se erguirán dos tronos: el trono tuyo y el trono de la Virgen María, y que nada ni nadie podrá arrebatar de ellos los dones nacionales: la Corona de la reina y la Custodia de la Eucaristía!”

Llegado el momento, Monseñor Leopoldo Ruiz y Flores –el mismo que en su momento, junto con Pascual Díaz y Barreto, pactaría los “arreglos” con el gobierno de Emilio Portes Gil en 1929– la leyó, con la pausa y solemnidad que ameritaba la gran ocasión. La fórmula que se utilizó se basaba en aquella que fue escrita por el Papa León XIII en su Encíclica Annum Sacrum (1899), pero había sido modificada para ser usada, en especial, por el pueblo mexicano.

Detalle de un retrato de Monseñor Leopoldo Ruiz como Obispo de la Diócesis de León, resguardado por ésta. Fue él quien leyó la consagración de México al Sagrado Corazón el 11 de octubre de 1924. Mejora de imagen por la autora.

Huelga decir que el gobierno de Álvaro Obregón no se quedó de brazos cruzados ante aquella “flagrante violación” –como ellos la consideraron– a la Constitución de 1917. Además de que los agentes policiales interrumpieron la representación del auto sacramental compuesto por la Décima Musa, se supo que los funcionarios públicos que asistieron al Congreso fueron cesados en sus empleos. También, el último día del evento, se molestó a las familias en sus domicilios particulares para requerir que quitaran de sus viviendas los adornos alusivos, consistentes en papeles tricolores arreglados con forma de cortinaje, farolillos y banderas de papel, así como letreros con expresiones relativas a la Eucaristía y demás sentimientos piadosos.

Al año siguiente, movido por el valeroso ejemplo de los católicos de México, Su Santidad Pío XI instauró la fiesta de Cristo Rey a través de la publicación de la Encíclica Quas Primas. Toda la nación se llenó de júbilo y, en cierto modo, pareció robustecerse y cobrar nuevas energías para las nuevas batallas que les esperaban y que se acercaban a ellos a pasos agigantados.

No faltaba mucho tiempo para que las asechanzas del régimen masónico y anticatólico y la justa y lícita resistencia de los católicos perseguidos llegaran al punto de no retorno, no sólo por el estallido de la Guerra Cristera, sino también por los incontables martirios de seglares y de sacerdotes, por puro odio a la fe cristiana. Aquella sangre derramada a raudales corroboraría que incontables personas de toda edad y condición, sin distinción de sexo u origen, estaban dispuestos a rubricar con cada gota aquellas palabras de un himno en honor al Corazón de Jesucristo Rey que uno de aquellos intrépidos presbíteros, don Gumersindo Sedano [1], entonó poco antes de ser ejecutado bárbaramente en Zapotlán el Grande:

“Corazón Santo, / Tú reinarás. / Tú nuestro encanto / siempre serás.

Corazón Santo, / Tú reinarás. / México Tuyo / siempre será.”

**Nota:

[1] Se trata del sacerdote de la célebre fotografía que muestra a un hombre descalzo, muerto y con el vientre ensangrentado, recargado en un árbol y atado a una de sus ramas por medio de una soga al cuello, que en las rodillas exhibe un letrero con la leyenda: “Este es el cura Sedano”. Fue asesinado el 7 de septiembre de 1927. Era capellán castrense de un grupo cristero de la región de Tuxpan y Tamazula, Jalisco.

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Bibliografía:

Álbum Oficial del Congreso Eucarístico Nacional de México. 1924. Impreso en abril de 1925.

Barquín y Ruiz, A. (1967). Cristo, Rey de México. México: Jus.

Vinke, R. ( 2021). Consagración al Sagrado Corazón de Jesús. Caracas: Editorial Arte, S.A.

Víctimas por Calles

Cuando un sacerdote jesuita y una religiosa ofrecieron su vida por la salvación del alma de un presidente

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Collage que ilustra el título de esta entrada, realizado por la autora. El P. Pro figura en el centro por tratarse del personaje que, además de haber sido ya elevado a los altares, ofició la Misa en la que tanto él como la madre Conchita (abajo a la izquierda) ofrecieron su vida por Calles (en la parte superior derecha).

Por increíble que parezca en un primer momento, el título de la presente entrada es correcto y acertado. A estas alturas, como es ya sabido, la terrible persecución religiosa de la pasada centuria en nuestro país produjo caídos a manos llenas. Los mártires, tanto en el sentido estricto eclesiástico como en la concepción católica popular, fueron incontables. Así pues, si lo que hubo con profusión en aquellos tiempos aciagos, máxime bajo la presidencia del personaje mencionado, fueron muertos por su causa. En suma: víctimas de Calles, del tristemente célebre don Plutarco, y de su animadversión anticatólica.

Empero, en menor proporción, aunque resulta igualmente extraordinario o aun incoherente leerlo, también existieron personas que no se limitaron a dar su vida por lo que era más sagrado para ellos, la religión que nos trajeron los hispanos de allende el mar, sino que la oblación de su existencia terrena y de su sangre fue acompañada, con anterioridad, de un expreso ofrecimiento de ambas por una intención muy específica: que el alma del tirano, del nuevo Nerón –como muchos le llamaban, y no sin acierto–, se salvara. Así, al mismo tiempo, convirtiéronse en víctimas por Calles.

Una de esas personas fue un famoso sacerdote perteneciente a la Compañía de Jesús, alegre, dicharachero y sumamente hábil para los disfraces, que en sus años mozos había pisado tierras michoacanas; había estado con los jesuitas de la antigua hacienda de El Llano, cerca de Zamora. El nombre completo de aquel presbítero, zacatecano de origen, era José Ramón Miguel Agustín Pro Juárez, si bien era mejor conocido, simplemente, como el Padre Pro.

Padre Miguel Agustín Pro, vestido de civil, con una niña a la que dio la Primera Comunión. Fotografía editada y mejorada por la autora.

En 1923, una comunidad  de las Religiosas Capuchinas, presidida por sor María Concepción Acevedo y de la Llata, mejor conocida como la Madre Conchita, se había instalado, con permiso de Monseñor José Mora y del Río –Arzobispo de México, oriundo de Pajacuarán, Michoacán–, en el vecindario de Tlalpan, aledaño a la capital. A pesar de la persecución creciente y del peligro que implicaba, la abadesa no mudó ni los hábitos ni la distribución del tiempo en su convento.

Por desgracia, una delación ocasionó el asalto de la policía a la casa en que vivían las religiosas. El cateo fue llevado a cabo por Bandala, uno de los jefes de la policía secreta del Distrito Federal, el 3 de enero de 1927. Con todo y la desagradable experiencia, las monjas no se arredraron: dos días después, 5 de enero, víspera de la Epifanía del Señor, ya se habían instalado en su nuevo domicilio, en plena capital, localizado en la calle Zaragoza, número 68.

Sor Concepción Acevedo de la Llata, mejor conocida como “la madre Conchita”, hacia 1923. Imagen editada y mejorada por la autora.

Poco antes, en 1926, Monseñor Leopoldo Ruiz y Flores –el mismo que con su compañero Díaz y Barreto concertaría los “arreglos”– había suplicado a la madre Conchita que se ofreciera como víctima propiciatoria por Calles, a fin de que Dios cambiara los sentimientos de su corazón y, en consecuencia, diera libertad a la Iglesia. La madre Conchita, teniendo en cuenta la grave responsabilidad que aquello implicaba, se resistió en un principio. Pero la idea se clavó en su pensamiento desde entonces.

La situación propicia para el sacrificio se presentó de forma definitiva con el padre Miguel Pro, quien suspiraba por la idea del martirio y, por convicción y cuenta propia, había ideado ofrecer su vida por el político de Sonora. Incluso había llegado al extremo de aplicar Misas por él. No conforme con lo anterior, sin importarle las continuas asechanzas de los agentes policiacos ni el hecho de que se ofrecía una cuantiosa gratificación a quien facilitara su captura, administraba los Sacramentos de manera incansable e intrépida.

Eventualmente, en medio de tantos afanes apostólicos a lo ancho y largo de la Ciudad de México, el padre Pro y la madre Conchita se conocieron. Corría febrero de 1927, de acuerdo con las remembranzas de la religiosa. Ella refiere así su encuentro:

“No me causó ninguna impresión especial. Reconocí que era un sacerdote que luchaba por la gloria de Dios, por la salvación de las almas, y que no tenía miedo a la cárcel ni a la muerte; pero como esto para nosotras era tan natural, no le hice el menor aprecio”.

A pesar de su primera percepción, la abadesa no tardó en advertir que el sacerdote y ella compartían una cualidad: su disposición para el sacrificio, para el martirio, como forma de alcanzar la santidad. No era, hay que decirlo con llaneza, un pensamiento exclusivo: el pueblo católico mexicano en general sabía, y estaba plenamente convencido de ello, que el martirio era y es una gracia singularísima, que purifica por completo el alma y produce en ella un segundo bautismo, por lo que el mártir, sin pasar un instante por el Purgatorio, va directo al Cielo.

Al margen del ruego de Monseñor Ruiz y Flores, el padre Pro también le planteó a la madre Conchita la idea de que ambos, conjuntamente, ofrecieran su vida por Calles. Ella aceptó con la única condición de que su confesor, el P. Félix de Jesús Rougier –fundador de los Misioneros del Espíritu Santo–, le concediera permiso. Éste fue obtenido.

El lunes 23 de septiembre de 1927, previo acuerdo entre la madre Conchita y el padre Pro, éste fue a celebrarles Misa a las religiosas. Antes de empezar, les suplicó que imploraran al Señor lo aceptase a él como víctima por Calles –las negritas las hemos puesto nosotros–, por los sacerdotes, por el bien de la patria, y añadió, de modo expreso, que él aplicaría el Santo Sacrificio por tal intención. Hay que imaginar cuál fue la reacción de las monjas al escuchar algo así: el eclesiástico zacatecano, sin ambages, estaba ofreciéndose a sí mismo, y pidiendo la muerte, a cambio de que Plutarco Elías Calles no se condenara para siempre.

La madre Conchita, plena y perfectamente consciente de lo que el padre y ella hacían, hizo adornar con flores la capilla y quiso que durante la Misa hubiera cantos sagrados, como en las grandes festividades. El Santo Sacrificio empezó.

El padre Antonio Dragón S. J., uno de los principales biógrafos del Beato Miguel Agustín Pro, cita el testimonio de una religiosa que estuvo presente acerca de la actuación del padre aquella jornada:

«En toda la misa estuvo muy emocionado; se dilató mucho y estuvo llorando durante todo el tiempo, mientras las religiosas estaban cantando. Al terminar la misa, dijo a una de las monjas que aún vive y que puede testificar la verdad: “No sé si sería pura imaginación, o si realmente ha pasado, pero siento claro que nuestro Señor aceptó de plano el ofrecimiento…”.»

El padre Rafael Ramírez Torres confirma estas palabras.

Cedamos la palabra a la misma madre Conchita, que resultó ser la religiosa en cuestión. Para ello citamos las declaraciones que hizo a la revista ¡Extra! en noviembre de 1979:

“En nuestra casa se respiraba el perfume de las flores y se sentía la paz del recogimiento y la oración. Terminó la misa nuestro capellán y a continuación celebró la suya el padre Pro, quien desde el principio comenzó a derramar abundantes lágrimas. Nosotras cantamos el Avemaría y otros motetes. 

A la hora  del Evangelio, el padre Pro dijo unas breves palabras alusivas al solemne ofrecimiento que en su misa hacía a Dios. Y los grandiosos momentos de la Consagración y la Elevación se prolongaron durante un largo cuarto de hora, sacando de vez en cuando su pañuelo para enjugarse los ojos. Comulgamos y terminó la Santa Misa.

Después que dio gracias, el padre Pro me mandó llamar con la madre Cecilia para decirme estas frases que jamás podré olvidar:

—No sé si será porque el oratorio está muy recogido, o porque cantaron  muy bonito o… no sé por qué; pero en el momento que terminé de consumir oí claramente como si alguien me hubiera dicho: ¡Está aceptado el sacrificio!”

El 23 de noviembre de 1927, miércoles, al filo de las 10:30 de la mañana, justo dos meses después de la heroica y fervorosa oblación, la ofrenda fue plenamente aceptada y recogida por Dios. El padre Miguel cayó bajo las balas de los soldados de Calles, por mandato explícito de éste, acusado de planear y participar en el atentado fallido contra Álvaro Obregón Salido, no sin antes encomendarse de hinojos al Creador –delante del mismo pelotón que habría de fusilarlo–, abrir los brazos en cruz y sostener, en cada mano, su crucifijo y su rosario. Las fotografías de la ejecución, tomadas por orden del presidente con la finalidad de humillar y escarnecer en grande a los católicos, al clero católico y a la Iglesia, constituyeron el mejor registro de cómo el Señor no desoyó al valiente clérigo y le otorgó la palma del martirio que tanto anhelaba. Fue beatificado el 25 de septiembre –aniversario del natalicio de quien lo mandó asesinar– de 1988.

Detalle de una de las instantáneas tomadas durante el fusilamiento del Padre Miguel Agustín Pro, el 23 de noviembre de 1927, en el patio de la Inspección de Policía de la Ciudad de México. Imagen del Archivo General de la Nación (AGN).

La madre Conchita, por su parte, sería acusada de ser la autora intelectual del asesinato de Álvaro Obregón, perpetrado el 17 de julio de 1928. Dejando de lado los misterios que rodearon la muerte del estadista reelecto, al principio se le condenó a muerte, pero le conmutaron la pena por veinte años de presidio en la temible cárcel de las Islas Marías. En 1934 abandonó los hábitos y se casó –por entonces al civil– con Carlos Castro Balda, otro de los implicados en el homicidio del otro miembro del dúo sonorense. Tras haber cumplido doce años, cuatro meses y nueve días de prisión, entre un continuo ir y venir de la Penitenciaria del entonces Distrito Federal a las Islas Marías, el presidente Manuel Ávila Camacho le concedió el indulto. Falleció en la Ciudad de México en 1979, a los ochenta y siete años.

La madre Concepción Acevedo de la Llata en las fotografías tomadas para el proceso penal referente al homicidio del general Obregón. Fotografía de Cambridge University Press & Assessment.

Como cierre para nuestro texto, citamos un fragmento del P. Rafael Ramírez al respecto del ofrecimiento:

“Los casos de la Madre Conchita y del P. Pro no fueron excepcionales ni únicos. Familias enteras y muchos cristeros ofrecían en aquellos días sus sufrimientos y sus vidas por la conversión y salvación eterna de los perseguidores; y fue tal la cantidad de oraciones, sacrificios y penitencias que entonces se elevó al cielo por ellos, que llegó a haber una persuasión muy generalizada de que tanto Obregón como Calles irían al cielo a cantar eternamente las maravillosas misericordias de Dios, que mide las cosas desde ángulos de vista muy diversos de los humanos” (p. 378).

María del Carmen Ávalos Herrera, finada, abuela paterna de quien esto escribe, corroboró la existencia de tal creencia al contar, como parte de sus anécdotas y vivencias sobre la persecución religiosa, que mucha gente sí se convenció de que Calles se había salvado, o que por lo menos, siquiera en aquellos ayeres –década de 1940–, se rumoraba que el expresidente se había reconciliado con Dios antes de partir a la Eternidad. “Tantos ofrecimientos por él” se decía, “no debían haber sido en vano”. Después de todo, en incontables ocasiones, en diversas épocas –basta leer el libro Las glorias de María, del eminente San Alfonso María de Ligorio, para comprobarlo–, incluso los pecadores más empedernidos pueden hallar, si abren su alma y su corazón a la gracia, la redención y el perdón. ¿Quién podía asegurar, con tantos sacrificios por el estadista de por medio, que éste no podía correr la misma suerte venturosa?

Aunque actualmente, tanto por testimonios del P. Carlos Heredia S. J., que tuvo trato con Calles en su última enfermedad, como por los documentos y declaraciones orales de que se dispone a la fecha, se tiene claro que el político de Guaymas no se acercó al Creador antes de morir, podemos decir que sólo Él sabe, en Su insondable Sabiduría y Providencia, si el fruto del sacrificio solemne del jesuita mártir y de la antigua religiosa se obtuvo verdaderamente. A nosotros, como humanos, sólo nos queda citar el conocido refrán: la esperanza es lo último que muere.

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Bibliografía:

Dragón, A. (1934). Por Cristo Rey. El Padre Pro. México: Buena Prensa.

Ramírez Rancaño, M. (2014). El asesinato de Álvaro Obregón: la conspiración y la madre Conchita. Instituto de Investigaciones Sociales, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) & Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México (INEHRM). México: Secretaría de Educación Pública.

Ramírez Torres, R. (1976). Miguel Agustín Pro. Memorias biográficas. México: Tradición.

Testimonios orales de María del Carmen Ávalos Herrera.

El «joven Macabeo», Niño Héroe relegado (I)

La historia de Don Miguel Miramón y Tarelo (Primera parte)

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Fotomontaje que muestra a Don Miguel Miramón y Tarelo y, al fondo, el Castillo de Chapultepec, que él defendió junto con los otros cadetes del Colegio Militar. Edición hecha por la autora. La pintura del Castillo es del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH).

También murió en la cima de un cerro, pero no en el de Chapultepec, sino en el de las Campanas, en Querétaro. Además de haber sido el presidente mexicano más joven y uno de los dos militares mexicanos que fueron leales al emperador Maximiliano de Habsburgo hasta la muerte, el protagonista del texto que nos ocupa fue uno de los valerosos cadetes que defendieron el Castillo y lucharon contra los invasores estadounidenses el 13 de septiembre de 1847. Sólo que, a diferencia de los seis jóvenes que son recordados año con año y que pasaron a la posteridad con el nombre de “Niños Héroes”, él fue condenado al oprobio, al desprecio y al olvido. Algunos, en un intento de hacer justicia a su memoria, lo han denominado “el séptimo Niño Héroe”.

¿Pero a qué se debió lo anterior?

En la presente entrada abordaremos los acontecimientos más importantes de su carrera terrena, sin omitir su intrépida intervención como estudiante del Colegio Militar. Porque, en efecto, aunque los libros oficiales no lo mencionen o lo cataloguen como traidor,, él también se ganó un sitio de honor tanto en aquella batalla como en la Historia de nuestra patria.

Su nombre completo era Miguel Gregorio de la Luz Atenógenes Miramón y Tarelo, si bien durante su vida únicamente utilizó el primero. Nació el 17 de noviembre, día de San Gregorio Taumaturgo –así se explica su segundo nombre–, del lejano año de 1831. La Ciudad de México fue la urbe que presenció su venida al mundo. Sus progenitores fueron el coronel don Bernardo Ignacio Ernesto de Miramón Arrequívar (1788-1866) y su esposa doña María del Carmen Tarelo Segundo de la Calleja (1800-1866). Don Bernardo era hijo de un navarro nacido en Jurancon, en los Bajos Pirineos, y a su vez don Pedro y don Antonio, bisabuelo y tatarabuelo paternos de Miguel, eran señores del lugar d’Ogue, en las inmediaciones de la localidad francesa de Pau. Los abuelos de nuestro futuro héroe, inclusive, aún firmaban como Miramont. Al castellanizarse el apellido, la «t» terminó por perderse y dar origen a «Miramón».

Volvamos con Miguel. El infante tuvo que ser bautizado de emergencia, bajo condición de forma privada y con ritos limitados– al nacer. Venía tan débil que su mismo padre, para no privarlo de la gracia, había efectuado la ceremonia. A esto se le conoce como bautismo de urgencia y se administra en caso de que un no bautizado, usualmente un neonato, se encuentre en peligro de muerte.

Pasado el peligro, a los cuatro días, el nuevo vástago del matrimonio Miramón y Tarelo fue llevado a la pila bautismal canónica y públicamente. El Sacramento le fue administrado en la iglesia de la Santa Veracruz, uno de los templos más antiguos de la Ciudad de México, edificado originalmente bajo el patronato de Hernán Cortés.

He aquí la transcripción del documento eclesiástico:

Fe de Bautismo de Miguel Miramón. Las dos páginas que la conforman se han unido en una sola imagen. Edición y resaltados por la autora.

«Al margen izquierdo: 398 / Miguel Gre- / gorio de la Luz / Ateno- / genes

Dentro: En Veinte y Uno de Noviembre de mil / ochocientos treinta y uno, Yo el B.r [1] D. Agapito / Guiol (V. P.) [2] y con condicion por haberse hecha- / do la agua al tiempo de nacer, bautisé so- / lemnemente en esta Parroquia dela Santa Ve- / racruz . á un infante q.e [3] nació el día diez y siete / [cambio de página] á quien puse por nombre Miguel Gregorio / de la Luz Atenogenes, hijo legítimo y de legítimo Ma- / trimonio del Ten.te [4] Cor.l [5] D. Bernardo Miramon y de / D.a [6] María del Carmen Tarelo, nieto por línea paterna / del Cap.tn [7] D. Bernardo Miramon y D.a Josefa Arre- / quíbar y por la Materna de D. José Anto nio Tarelo / y D.a Ana Segundo dela Calleja. Fueron sus Padrinos / el Ten.te Cor.l D. Joaquin de Miramon y D.a Ma- / riana Gorrino y Miramon á quienes adbertí su obli- / gacion y parentesco Espiritual. Y para q.e conste lo / firmo.

Dor. [8] Jose María Aguirre. Agapito Guiol. (Rúbricas)»

Algunas semblanzas indican que su nacimiento acaeció el 29 de septiembre, fiesta de la Dedicación de San Miguel Arcángel, pero esto, como consta en la partida que recién transcribimos, no fue así.

Parroquia de la Santa Veracruz, donde fue bautizado Miguel Miramón. Litografía de Murguía. Tomada de Manuel Rivera Cambas, México pintoresco, artístico y monumental. Vistas, descripción, anécdotas y episodios de los lugares más notables de la capital y de los estados, aun de las poblaciones cortas, pero de importancia geográfica o histórica [1ª ed., 1882], 3 tt., ed. facsimilar, México, Editorial del Valle de México, 1981, t. I, entre páginas 461-462.

Miguel tuvo los siguientes hermanos varones: Guadalupe, de quien se sabe que nació en 1825; José Bernardo, fallecido en Chihuahua; Mariano, nacido en 1839, que murió víctima en La Habana, Cuba; Joaquín, nacido en Puebla y pasado por las armas en febrero de 1867, en Tepetates, por orden de Benito Juárez; y Carlos, que moriría hasta 1907. Todos ellos, al igual que nuestro biografiado, siguieron la carrera de las armas. A ello pudo haber contribuido, según Román Araujo, el hecho de que el abuelo paterno, el padre y dos tíos, Joaquín y Ángel, hubieran abrazado la vida militar. Don Bernardo Miramón había pertenecido al Ejército Trigarante fundado por Agustín de Iturbide –si bien, posteriormente, se uniría al Plan de Casamata y a la sedición que buscaba derrocarlo–, y para 1831, tanto Bernardo como Joaquín ya eran oficiales del Ejército Mexicano.

Las hermanas de Miguel, por su parte, fueron María de la Luz –la primogénita, que vio la luz primera en 1821–, Guadalupe Rosario, Soledad, María del Carmen, María de la Paz y Catalina.

Para cuando nació Miguel Miramón, aunque después de una década de vida independiente –o por lo menos en el papel–, México distaba mucho de ser un país pacífico. Hacía dos años, en 1829, España había emprendido la tentativa, que falló, de reconquistar México. En diciembre, el día 4, el jiquilpense Anastasio Bustamante se sublevó contra el presidente Vicente Guerrero y, para 1830, asumió la presidencia de la República. En febrero de 1831, apenas nueve meses antes de que Miguel Gregorio viera la luz primera, Guerrero fue pasado por las armas en Cuilapam.

El 26 de octubre de 1833, cuando a Miguel le faltaba poco menos de un mes para cumplir dos años, don Bernardo de Miramón recibió el grado de coronel efectivo, a los veintitrés de servir en las filas militares. El 20 de noviembre, tres días después del cumpleaños del niño, se convirtió en Fiscal Militar del Supremo Tribunal de Guerra. Sin embargo, su situación económica era precaria. Esto, sumado a su numerosa prole y al hecho de que no pudo prosperar en la jerarquía del ejército, le causó no pocas tribulaciones.

Mientras tanto, lejos de mejorar, el panorama político nacional fue empeorando. A la par que nuestro protagonista crecía , grandes aptitudes para seguir el camino de las armas, los acontecimientos parecían vaticinar que, más pronto que tarde, el hijo de don Bernardo y doña Carmen habría de involucrarse directamente en ellos.

Desde su niñez, con todo y su precaria salud, nuestro protagonista mostró aptitudes para el camino de las armas. Y no era de extrañar, ni remotamente: como reza una expresión popular mexicana, Miguel Gregorio no podía negar la cruz de su parroquia. Aunque Islas García afirma lo contrario, la mayor parte de sus semblanzas coinciden en que la habilidad para las artes militares corría por sus venas, y eso no era secreto para los que lo rodeaban. En el ínterin, siguiendo los deseos paternos, ingresó al colegio de San Gregorio, al que acudían los muchachos de familias distinguidas, localizado en el que otrora llevó los nombres de San Pedro y San Pablo, en la hoy calle San Ildefonso. Con el correr del tiempo su vigor físico, antes casi inexistente, se fortaleció de modo notable.

Frente del ex-colegio e iglesia de Sn. Pedro y Sn. Pablo, litografía en Manuel Rivera Cambas, México pintoresco artístico y monumental, t. II. México, Imprenta de la Reforma, 1882. Biblioteca “Ernesto de la Torre Villar” Instituto Mora. Imagen mejorada por la autora. Aquí estaba el Colegio de San Gregroio.

Pese a los reveses sufridos por su progenitor, que bien podrían haber disuadido a otros de tomar la misma senda, nadie se asombró cuando, a los catorce años justos, Miguel ingresó al Colegio Militar, a la sazón regenteado por el general José Mariano Monterde Antillón y Segura, nacido el 9 de febrero de 1789. El plantel, anteriormente instalado en la capital mexicana en el ex Convento de los Betlemitas, se situaba, desde 1842, en el Alcázar de Chapultepec. Su sede era un magnífico castillo circundado por el bosque del mismo nombre. Allí llegó nuestro biografiado en 1846. Se había matriculado el 10 de febrero de ese año.

General Mariano Monterde, director del Colegio Militar cuando Miguel se incorporó como alumno y durante la guerra México-Estados Unidos. Imagen editada y mejorada por la autora.

Islas García (1950, pp. 16-17) explica que, a raíz de sus penalidades y decepciones, don Bernardo se resistía a que sus hijos se convirtiesen en soldados. Pero a raíz de que en una ocasión Miguel se fugó del Colegio de San Gregorio en compañía de varios condiscípulos, el coronel tomó la determinación de que su retoño ingresara al Colegio Militar a fin de que aprendiera disciplina y obediencia.

El 16 de junio de 1846, apenas transcurridos cuatro meses de su arribo a Chapultepec, ominosas nuevas se cernieron sobre el Castillo y sobre México entero: había estallado la guerra en contra del titán invasor del norte, los Estados Unidos. Los rumores que Miguel había escuchado en los pasillos de su nueva escuela se habían trocado en realidad.

Pintura del Castillo de Chapultepec, antigua sede del Colegio Militar. Imagen: INAH.

El Congreso Mexicano, por iniciativa del Ministro de la Guerra, general José María Tornel y Mendívil, votó la declaración que sigue:

«La Nación Mexicana, por su natural defensa, se halla en estado de guerra con los Estados Unidos de América, por haber favorecido abierta y empeñosamente la insurrección de los colonos de Tejas contra la nación que los había acogido en su territorio y cubierto generosamente con la protección de las leyes; por haber incorporado el mismo territorio de Tejas a la Unión de dichos Estados por acta de su Congreso, y sin embargo de que perteneció siempre y por derecho indisputable a la Nación mexicana y de que lo reconocieron como mexicano por el tratado de límites de 1831; por haber invadido el territorio del Departamento de Tamaulipas con un ejército; por haber introducido tropas en la Península de California; por haber ocupado la margen izquierda del río Bravo; por haberse batido sus armas con las de la República mexicana en los días 8 y 9 de mayo del presente año; por haber bloqueado a los puertos de Matamoros, Veracruz y Tampico de Tamaulipas, dirigiendo el fuego sobre las defensas de éste…» (citado por Islas, 1950, pp. 20-21).

Esto era lo que podía leerse en el primer artículo del texto.

La oportunidad de Miguel Miramón para entrar de lleno en la Historia de México llegaría pronto. Superada su confusión primigenia, los horizontes se le abrieron: aunque aquéllos no eran sus planes al comienzo, ¿por qué no correr en pos de una heroica carrera militar en aras de defender a la patria invadida?

Ilustración del Castillo y del bosque de Chapultepec. Imagen de El Informador.

El 13 de septiembre de 1847, una renombrada aunque trágica fecha en la historiografía mexicana, el jovencito Miguel Miramón recibió su bautismo de fuego. De ello, al igual que de otros sucesos, nos ocuparemos en la siguiente parte de esta serie. También veremos, porque muy seguramente el lector se habrá formulado la interrogante desde el título de esta primera entrega, el motivo por el cual se ganó el mote de “el joven Macabeo”.

Por lo pronto, domeñó un poco su natural espíritu aventurero, dejó de ser el mocetón rebelde y desordenado de otros años y empezó a alcanzar notas altas. En Ordenanza y en Tácticas de Infantería, por ejemplo, logró la calificación de sobresaliente.

**Notas paleográficas:

[1] Bachiller.

[2] Vuestra Paternidad. Tratamiento que se usa para dirigirse a algunos eclesiásticos.

[3] que.

[4] Teniente.

[5] Coronel.

[6] Doña.

[7] Capitán.

[8] Doctor.

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Bibliografía:

Araujo, R. (1887). El general Miguel Miramón. Rectificaciones y adiciones a la obra del Sr. D. Víctor Darán. México: El Tiempo.

Carmona, D. (2024). Miramón Miguel. Memoria Política de México. https://www.memoriapoliticademexico.org/Biografias/MIM31.html

Fernández, M. (s. f.) La parroquia de la Santa Veracruz: del esplendor al abandono. Revista electrónica Imágenes, del Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). https://www.revistaimagenes.esteticas.unam.mx/la-parroquia-de-la-santa-veracruz

Islas García, L. (1950). Miramón, Caballero del Infortunio. México: Jus.

Secretaría de la Defensa Nacional (10 de marzo de 2023). 1828-1847. Convento de Bethlemitas (1828-1835). SEDENA & Gobierno de México. https://www.gob.mx/sedena/acciones-y-programas/1828-1847