El prelado cotijense que aprobó la lucha cristera desde las puertas de Roma (I)

La historia de Monseñor José María González y Valencia. Primera parte

Lic. Helena Judith López Alcaraz

El obispo José María González y Valencia (1884-1959), oriundo de Cotija de la Paz.

Fue uno de los muy escasos prelados, de los treinta y ocho que conformaban el Episcopado Mexicano en el momento de la suspensión de cultos de 1926, que aprobaron la resistencia armada de los católicos perseguidos, y uno de los tres obispos cuyo destierro fue una de las condiciones impuestas por el presidente interino Emilio Portes Gil al concertar los supuestos “arreglos” de 1929 con los dos eclesiásticos conciliadores, Pascual Díaz y Leopoldo Ruiz.

Vio la luz primera en Cotija de la Paz, Michoacán, el 27 de septiembre de 1884. Fue el segundo vástago del matrimonio formado por Juan González Oseguera y Benigna Valencia Vargas. Era primo, por vía paterna, de Francisco María González Arias, obispo de Campeche, y de los hermanos Antonio y Rafael Guízar y Valencia –el segundo hoy canonizado–, prelados que habrían de regentear las Diócesis de Chihuahua y Veracruz respectivamente, por el lado materno. También estuvo emparentado con el general cristero Jesús Degollado Guízar, hijo de Maura Guízar Valencia, que era hija, a su vez, de Natividad Valencia Vargas, tía materna de José María.

Es muy probable que el hijo recién nacido de don Juan y doña Benigna, según la usanza, fuera incorporado a la Iglesia militante a los pocos días de su nacimiento pero, lamentablemente, no nos ha sido posible encontrar el documento correspondiente. Lo mismo podemos decir de su acta de nacimiento. Lo que sí se sabe, por notas autobiográficas, que José María realizó sus estudios de instrucción primaria y parte de los de bachillerato en el Colegio marista dedicado a San Luis Gonzaga –análogo al mismo que existía en Sahuayo de Díaz–, en su pueblo natal. Más tarde, al sentir el llamado al sacerdocio, ingresó al Seminario de Zamora, fundado en 1864 por Dn. Antonio de la Peña y Navarro (1799-1877), primer Obispo de aquella ciudad. Allí permaneció cuatro años y acreditó debidamente los cursos de filosofía y parte de los de teología, además de recibir la tonsura y las cuatro órdenes menores –ostiariado, exorcistado, lectorado y acolitado–.

Como seminarista, fue un alumno destacado, tanto por su excelente conducta como por su aprovechamiento académico. En consecuencia, como premio y aliciente, fue enviado a la Ciudad de las Siete Colinas para que prosiguiese su formación levítica en el Colegio Pío Latino Americano, también llamado Seminario Americano, fundado el 21 de noviembre de 1858, bajo el pontificado de Pío Nono. Llegó allí en octubre de 1905. El Papa que ocupaba la Sede petrina, a la sazón, era Pío X.

Fotografía panorámica de Cotija de la Paz tomada por Aurelio Torres. Imagen mejorada y editada por la autora.

El 28 de octubre de 1906, aproximándose cada vez más a recibir el presbiterado, fue ordenado subdiácono. El Sábado Santo de 1907, que ese año cayó el 30 de marzo, fue hecho diácono. Por fin, el 28 de octubre de ese mismo año, a la edad de sólo veintitrés años, fue ordenado sacerdote por ministerio del cardenal Pedro Respighi en la Capilla del Colegio Germánico, en Roma. Dicho prelado era el vicario del Pontífice reinante.

Una vez como presbítero, José María González Valencia permaneció en la Ciudad Eterna durante dos años y medio, precisamente en el Pío Latino, hasta que obtuvo el triple doctorado en Filosofía, Teología y Derecho Canónico, con venia del entonces obispo de Zamora, Dr. José Othón Núñez y Zárate (1867-1941), reorganizador de la Escuela de Artes y Oficios y fundador del Colegio San Luis, de la Escuela de Comercio y de una Normal Católica, entre otras obras importantes.

Terraza del Colegio Pío Latino Americano, donde estudió el seminarista José María González y Valencia. Puede observarse a los aspirantes al sacerdocio, con sotana. Fotografía de Rerum Romanarum.

Una vez finalizados sus estudios eclesiásticos, en septiembre de 1910, el padre José María regresó a México. El Porfiriato se había derrumbado definitivamente. Faltaban unas semanas para que, en noviembre, el coahuilense Francisco I. Madero convocara al pueblo mexicano a la lucha armada con la finalidad de derrocar al presidente octogenario. Los ánimos, en extremo caldeados, iban disponiéndose para el estallido de la Revolución Mexicana.

En cuanto arribó a su país natal, el padre González Valencia pasó a dar clases en el Seminario que había sido testigo de sus primeros años como aspirante al sagrado ministerio y en cuyas aulas también había transitado, entre otros personajes, otros dos destacados eclesiásticos de aquel tiempo, Monseñores Francisco Orozco y Jiménez, entonces Obispo de Chiapas, y Rafael Guízar y Valencia –familiar de José María–, así como el poeta y periodista Amado Nervo –si bien él no concluyó la formación sacerdotal–. Como docente se ocupó, simultáneamente, de las cátedras de Filosofía, Teología, Instituciones Canónicas, Historia Eclesiástica y Sagrada Escritura. De acuerdo con el testimonio del Canónigo Rafael Plancarte Igartúa –escrito “Ygartúa” en el libro biográfico de Andrés Barquín y Ruiz–, el joven sacerdote “supo amar y ser amado, con aquel carácter franco y jovial, sencillo y enérgico: carácter que bien formado vino, más tarde, a dar opimos [ricos] frutos en los diversos puestos en que ha servido a la Iglesia” (1967, p. 6).

Leonel Tinajero Villaseñor describe así al padre:

“Bien parecido, cuerpo regular, ojos vivaces, impecable en sus atuendos y de recia personalidad, imponía sus dignidad y señorío en las ceremonias litúrgicas en las que actuaba con gran pompa y parsimonia.

En su vida personal era cordial y versátil en su actuación, dándose a querer de cuantos lo rodeaban. Alternaba con los sacerdotes deponiendo su elevado rango eclesiástico y departía amistosamente con los clérigos, que gustaban acercarse a él.

Era muy comprensivo y cariñoso con los niños, amable y cordial con los mayores, paciente y bondadoso con los humildes y muy caritativo con los menesterosos” (1971, p. 248).

Pero su trayectoria como catedrático no duraría mucho tiempo. La Revolución se encargaría de ello.

Otra fotografía de Cotija de la Paz, tierra natal de Monseñor González y Valencia. Instantánea mejorada por la autora.

De ello nos ocuparemos en la siguiente entrada de esta serie.

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Bibliografía:

Barquín y Ruiz, A. (1967). José María González Valencia, Arzobispo de Durango. México: Jus.

Tinajero Villaseñor, L. (1971). Cotija: un pueblo y una época. Editorial B. Costa-Amic.

Heroica defensa de los templos en Sahuayo de Díaz

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Fotomontaje alusivo al título de esta entrada. De izquierda a derecha, de arriba abajo, podemos ver el interior de la Parroquia de Santo Santiago Apóstol, el Santuario de Guadalupe –con su segunda torre en construcción–, la plaza principal de Sahuayo de Díaz –escenario principal de la lucha entre los sahuayenses y la tropa federal–, el templo parroquial desde fuera, en contra esquina; y el templo del Sagrado Corazón de Jesús y, a un lado, el otrora Colegio de San Luis Gonzaga.

Lo ocurrido en la entonces Villa de Sahuayo de Díaz, Michoacán, un día como hoy, pero de 1926, hace ya 98 años –¡cómo vuela el tiempo!–, es sin lugar a dudas un caso emblemático y cardinal en la historia de la Cristiada y de la persecución religiosa, no sólo a nivel regional y estatal –en este ámbito fue único–, sino nacional. Se trata del relato de cómo un pueblo salió a defender sus templos y llegó al extremo de enfrentarse a la soldadesca bien armada con tal de impedir –hasta donde pudieron, porque al final sí sucedió– que los cerraran, convirtieran en caballeriza y, en suma, profanaran.

Leamos cómo aconteció.

En Sahuayo, las tres jornadas que siguieron a la suspensión de cultos decretada por el Episcopado Mexicano en su Carta Pastoral Colectiva fechada el 25 de julio de 1926, al igual que en el resto del país, se caracterizaron por la zozobra, la tristeza y el miedo. Los templos seguían abiertos para que los fieles, al menos, pudieran orar en ellos, en particular el Santo Rosario de manera colectiva. Era lo único que les quedaba, y eso mientras el gobierno lo permitiera, porque en diversos lugares tanto la milicia como la policía procedieron a cerrarlos de manera forzosa. Fueron célebres los casos del templo del Dulce Nombre de Jesús –Capilla de Jesús– y el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe en Guadalajara, el 31 de julio y el 3 de agosto respectivamente, y el del templo de San Miguel Arcángel en Cocula, también el 3 de agosto, donde se produjeron genuinas reyertas entre los fieles y los ejecutores de la ley.

¿Cuánto duraría aquella situación de incertidumbre, de espada de Damocles, de persecución continua, de tabernáculos vacíos? Nadie lo sabía. Por el momento, la gente de Sahuayo continuó yendo a la Parroquia, al Santuario y al templo del Sagrado Corazón para rezar y elevar sus plegarias al Todopoderoso.

Parroquia de Santo Santiago en Sahuayo, tomada precisamente un día antes de la gran fiesta dedicada al Protomártir del Colegio Apostólico, el 24 de julio de 1923. Foto Guerrero.

No era más que la calma relativa que suele preceder a las grandes tempestades. Los hechos tomaron un curso inesperado el 4 de agosto de 1926. Era miércoles. Casi a las once de la mañana, unos vigías vieron, por el camino que conducía a Jiquilpan de Juárez, a una partida de soldados federales que se dirigía a toda prisa a Sahuayo. Todos sabían lo que aquello significaba: la clausura de las iglesias y su consecuente profanación y transformación en cuartel, como estaba a la orden del día a lo ancho y largo del país. Era de sobra conocido que las huestes callistas solían hacer gala de odio contra los recintos sagrados y cuanto había en ellos, tal como habían procedido sus antecesores en la Revolución –máxime los carrancistas–, y justo como actuarían los milicianos rojos durante la Guerra civil de 1936 a 1939 en la madre patria.

Entrada de Jiquilpan de Juárez a Sahuayo de Díaz en 1923. Por allí entraron las tropas federales el 4 de agosto de 1926. Fotografía del Archivo Guerrero, coloreada por la autora.

Los sahuayenses, católicos hasta la médula, se enardecieron: no estaban dispuestos a permitir semejante atropello. Quizá sus actos, como ya había sucedido desde tiempos del Porfiriato, les granjearían epítetos como “mochos” y “fanáticos”, pero no les importó ni un ápice. Los ánimos, en adición, ya estaban caldeados a raíz de los sucesos más recientes, de los cuales no haber podido acudir a Misa el pasado 1 de agosto era, para muchos, la gota previa a aquella que derramaría el vaso, el último tirón previo a que la cuerda se rompiera.

Con el tiempo encima, y como pudieron, los habitantes de Sahuayo se aprestaron a la defensa. Las campanas de las iglesias fueron tocadas a rebato, con la desesperación matizando cada golpe del badajo. Todos acudieron al llamado del frenético tañer. Los hombres llevaban escopetas, alguna pistola, machetes y piedras; las mujeres cargaban cal viva y chile molido en sus rebozos.

Imagen coloreada que muestra la Parroquia de Santo Santiago Apóstol y calle Obregón –actualmente Francisco I. Madero– en Sahuayo. Tomada de la página de Facebook Testimonium Martyrum –expresión latina para «Testimonio de los Mártires»–, de la autora de la entrada.

Los miembros de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana se atrincheraron en la parte alta de los tres templos. El Santuario de Guadalupe fue defendido por Abraham Mireles y José Trinidad Flores Espinosa –el joven que, más tarde, se uniría a Joselito en su empresa de unirse a las huestes cristeras–. En la defensa del templo del Sagrado Corazón, a su vez, destacó la señora Dolores –mejor conocida por su hipocorístico, Lola– Gudiño, quien, armada con una pistola, encaró al diputado federal por el distrito de Jiquilpan, Rafael Picazo Sánchez, a quien llamó, por las claras, “desgraciado perseguidor de la religión de sus padres”.

Otra denodada mujer, María Arregui, también enfrentó a las tropas. Al grito estentóreo de “¡Viva Cristo Rey!”, tanto ella como Lola Gudiño vaciaron las cargas de sus pistolas. Nada las arredraba. En el acto, dispuestos a no dejarse vencer por dos féminas, algunos miembros de la milicia se abalanzaron contra María Arregui y la hicieron perder el conocimiento a fuerza de golpes.

María Arregui, valiente defensora de los templos sahuayenses el 4 de agosto de 1926. Fotografía tomada de la página de Facebook Testimonium Martyrum y mejorada por Laura del Río García.

Un valeroso hombre llamado Amado Ceja se opuso, con valentía, a que cerraran la parroquia. Cuando se acercaron los soldados a fin de intentarlo, aquel varón los encaró y les dijo: “Señores, la casa de Dios se respeta”. No pudo impedir lo inevitable: recibió, por la espalda, un balazo en la cabeza, que dejó un orificio en su sombrero –el cual su familia conservó–.

Como resultado de la reyerta fallecieron, por heridas de arma de fuego: Jesús Sánchez Santillán, Manuel Núñez, un niño de ocho años llamado Guillermo Yeo y la niña Rafaela Melgoza. Asimismo, el padre Ignacio Sánchez Sánchez –tío paterno de San José Sánchez del Río– recibió un tiro en la pierna.

Poco después arribaron los soldados a la plaza. Los lideraba el general Tranquilino Mendoza. Los militares echaron los caballos sobre la multitud, que se había lanzado contra ellos con las pocas armas de que disponían, y la obligaron a dispersarse. En seguida se dividieron en tres grupos; cada uno se encargaría de apoderarse de una iglesia, como en efecto sucedió.

Acta de defunción del niño Guillermo Yeo Núñez, fallecido a raíz del combate entre sahuayenses y militares callistas el 4 de agosto de 1926. Resaltados y edición por la autora.

Los sahuayenses pelearon con bravura y arrojo y resistieron hasta el final, pero no pudieron impedir que sus templos cayeran en poder del gobierno callista. Esa noche, como todos temían, la Parroquia de Santiago fue convertida en cuartel, establo –incluso, eventualmente, en la gallera del diputado Picazo, y ya conocemos el final de ese asunto, con San José Sánchez del Río–, armería y prisión. Lo mismo ocurrió en las otras dos iglesias.

La Guerra Cristera en Sahuayo, bajo la dirección de don Ignacio de Jesús Sánchez Ramírez, presidente de la Adoración Nocturna Mexicana en la villa, estaba a punto de estallar.

Interior del templo de Santo Santiago Apóstol en los tiempos de la persecución religiosa, antes de la suspensión de cultos de 1926. Después de los sucesos del 4 de agosto de 1926, el inmueble fue profanado. El diputado Picazo llegó a tener allí su caballo y sus finos gallos de pelea.

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Bibliografía:

Laureán Cervantes, L. (2016). El niño testigo de Cristo Rey. España: Buena Tinta.

Munari, T. (2004). José Sánchez del Río, el Beato Mártir de Sahuayo. México: Edixa Editores.

Aportaciones históricas de Alfredo Vega.

«Ley Calles» y suspensión de cultos en toda la República: Carta Pastoral Colectiva de 1926

Lic. Helena Judith López Alcaraz

En una fecha como esta, pero de 1926, hace 98 años, fue suscrita y publicada la Carta Pastoral Colectiva de los obispos mexicanos anunciando la suspensión de cultos a lo ancho y largo de México, a partir del 1 de agosto de aquel año, y hasta nueva orden. En dicha fecha entrarían en vigor las atroces reformas en materia religiosa hechas al Código Penal, la famosa “Ley Calles”, que el presidente Plutarco Elías Calles había propuesto a las Cámaras. Los eclesiásticos estaban convencidos de que era la única forma que les quedaba para protestar por las legislaciones persecutorias, en particular esta última, que era el culmen de todas las anteriores.

Grupo de prelados mexicanos, entre ellos don José Mora y del Río, oriundo de Pajacuarán, Michoacán, y don Francisco Orozco y Jiménez, nacido en Zamora, en la misma entidad. Montaje tomado de la página de Facebook Testimonium Martyrum –expresión latina para «Testimonio de los Mártires»–.

La Carta, “dada en la Fiesta del Apóstol Santiago, a veinticinco de julio de mil novecientos veintiséis”, fue firmada por un total de treinta y ocho prelados: además de los pertenecientes a las diversas Diócesis y Arquidiócesis, la suscribieron los obispos Titulares de Derbe, Anemurio, Dahora y Ciña de Galicia.

Compartimos con ustedes tres párrafos de aquel documento:

«[…] la Ley del Ejecutivo Federal promulgada el 2 de julio del presente año, de tal modo vulnera los derechos divinos de la Iglesia, encomendados a nuestra custodia; es tan contraria al derecho natural, que no sólo asienta como base primordial de la civilización la libertad religiosa, sino que positivamente prescribe la obligación individual y social de dar culto a Dios; es tan opuesta según la opinión de eminentes jurisconsultos católicos y no católicos, al derecho constitucional mexicano, que ante semejante violación de valores morales tan sagrados, no cabe ya de nuestra parte condescendencia ninguna. Sería para nosotros un crimen tolerar tal situación: y no quisiéramos que en el tribunal de Dios nos viniese a la memoria aquel tardío lamento del Profeta: “Vae mihi, quia tacui.” “Ay de mí, porque callé.”

[…]

En la imposibilidad de continuar ejerciendo el Ministerio Sagrado según las condiciones impuestas por el Decreto citado, después de haber consultado a Nuestro Santísimo Padre, Su Santidad Pío XI, y obtenida su aprobación, ordenamos que, desde el día 31 de julio del presente año, hasta que dispongamos otra cosa, se suspenda en todos los templos de la República, el culto público que exija la intervención del sacerdote.

[…]

No se cerrarán los templos para que los fieles prosigan haciendo oración en ellos. Los sacerdotes encargados de ellos, se retirarán de los mismos para eximirse de las penas que les impone el Decreto del Ejecutivo, quedando por lo mismo exentos de dar el aviso que exige la ley.»

El documento episcopal finalizaba exhortando a los fieles a la oración y a la penitencia, así como a evitar enviar a los hijos a las escuelas de gobierno –esto último, bajo pena de excomunión reservada al obispo–. También se describieron las penas canónicas en las que se podría incurrir quien, por ejemplo, a quienes se apropiasen de bienes eclesiásticos o contrajesen nupcias ante un ministro no católico. Por último, se expresó que el 1 de agosto, el primer día sin culto público en México, Su Santidad Pío XI oraría por esta nación en unión del orbe católico.

Primera plana del periódico tapatío El Informador, fechada el domingo 25 de julio de 1926, en el que se dio a conocer la medida tomada por el Episcopado. Edición y resaltados por la autora. En estos últimos puede observarse, pese a que es erróneo decir que dicho día se suspenderían los cultos, que se menciona la Carta Pastoral y los motivos que movieron a los obispos a tomar aquella extrema disposición; la aprehensión de Miguel Palomar y Vizcarra, famoso militante católico, en la capital; y diversos allanamientos en los hogares de diversos católicos, en la misma urbe.

El efecto producido por la Pastoral Colectiva en el pueblo católico mexicano fue terrible. Era como si les hubiese caído el mundo encima. Hoy en día podemos leer las palabras “suspensión de cultos de 1926” con bastante naturalidad, pero hace casi una centuria, constituyó un auténtico drama –que no una tragedia– para las personas de a pie, en su inmensa mayoría creyentes devotos o por lo menos sinceros en la profesión de su fe, que de la noche a la mañana se enteraron de que ya no podrían ir a Misa, casarse, confesarse, llevar a los hijos a bautizar o pedir la extremaunción. La práctica cotidiana de la religión, tan fundamental para ellos, les estaba siendo arrebatada.

Nutridas filas de fieles deseosos de recibir los Sacramentos en las últimas jornadas de culto público de julio de 1926. Fotografía editada por la autora.

Quizá en nuestros tiempos sea más difícil dimensionarlo en su justa medida, pero así lo sintió toda aquella gente. Para ellos, la suspensión de cultos fue una calamidad casi comparable a la propia persecución, más que establecida y sistemática, que sufrían por parte del régimen desde hacía ya considerable tiempo. ¿Acaso no bastaba que el gobierno limitara y castigara las actividades normales de un católico, que se acercara a Dios y manifestara su fe, como para que ahora la jerarquía eclesiástica también lo impidiera retirando los Sacramentos de los templos y disponiendo que sus sacerdotes se marcharan?

Para su alma y su corazón no existieron los largos párrafos de una Pastoral o las citas bíblicas que incluyeron los obispos en su texto; tampoco el asunto de las sanciones del Derecho Canónico. No: ellos sólo vieron las palabras:

“[…] ordenamos que, desde el día 31 de julio del presente año, hasta que dispongamos otra cosa, se suspenda en todos los templos de la República, el culto público que exija la intervención del sacerdote”.

Fragmento de la primera plana de El Informador, con fecha del miércoles 28 de julio de 1926, en el que se consignan tres sucesos concretos: la concurrencia masiva de los fieles católicos a los templos, en particular para recibir el Sacramento de la Penitencia, así como la celebración de nupcias canónicas y la impartición de numerosos bautismos y confirmaciones; el abandono de las iglesias por parte de los sacerdotes, en cumplimiento de lo dispuesto por la Carta Pastoral Colectiva; y los inventarios previos a la suspensión definitiva de los cultos a partir del domingo 1 de agosto del mismo año. Resaltados por la autora.

De nada sirvió que los prelados explicaran que no se trataba de imponerles la pena del entredicho –en la cual se prohíbe la recepción o impartición de Sacramentos y participar o celebrar en las ceremonias del culto aunque, a diferencia de la excomunión, el culpable no queda fuera de la comunión eclesial–.

Con todo, a los fieles mexicanos no les quedó más que acatar la directiva episcopal. Ingentes multitudes acudieron a los templos, oratorios, capillas y Catedrales para recibir los Sacramentos por última vez en casi tres años. Los presbíteros no se daban abasto para atender las filas de los confesionarios, las de los novios que querían unirse en matrimonio, las de los padres que cargaban a sus infantes para hacerlos renacer a la vida de la gracia. Los prelados, a su vez, administraron la Confirmación a otros tantos niños.

Recreación de las bodas masivas en los templos en los días anteriores a la suspensión de cultos de 1926 en la película Cristiada (2012), dirigida por el norteamericano Dean Wright. A pesar de los numerosos y significativos errores y tergiversaciones –algunos de ellos graves– que contiene la cinta, la asistencia en masa de los feligreses a las iglesias está muy bien representada. Hay que saber reconocer los aciertos.
Los padres de familia llevando a sus hijos a bautizar, uno tras otro, en los últimos días de culto público en 1926. Fotograma del filme Cristiada. Misma observación del pie de foto anterior.
Penitentes aguardan su turno para confesarse en las jornadas previas a la suspensión de culto de 1926. Fotograma del filme Cristiada.

Por fin, el 1 de agosto, que aquel año cayó en domingo, los badajos de las campanas no se movieron más para convocar al Santo Sacrificio de la Misa. Aunque la intención de los prelados, como vimos, era que las iglesias continuasen abiertas para los fieles, el gobierno procedió a su cierre forzoso. En algunos lugares, como la Capilla de Jesús y el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe en Guadalajara, Cocula (Jalisco) y Sahuayo de Díaz (Michoacán), se produjeron verdaderas reyertas entre los fieles y elementos de la policía o el ejército con tal de impedir la clausura de los recintos sagrados, con el consecuente saldo de muertos y heridos.

El terreno para el estallido final, el levantamiento armado, se iba preparando con cada vez mayor premura.

Compartimos, como cierre de la entrada, los nombres de pila de los eclesiásticos que suscribieron la Carta Pastoral Colectiva y sus respectivas jurisdicciones:

1.         José, Arzobispo de México.

2.         Martín, Arzobispo de Yucatán.

3.         Leopoldo, Arzobispo de Michoacán.

4.         Francisco, Arzobispo de Guadalajara.

5.         Juan, Arzobispo de Monterrey.

6.         José Othón, Arzobispo de Oaxaca.

7.         José María, Arzobispo de Durango.

8.         Pedro, Arzobispo de Puebla.

9.         Ignacio, Obispo de Aguascalientes.

10.      Francisco, Obispo de Cuernavaca.

11.      Amador, Obispo de Colima.

12.      Jesús María, Obispo de Saltillo.

13.      Emeterio, Obispo de León.

14.      Ignacio, Obispo de Zacatecas.

15.      Miguel, Obispo de San Luis Potosí.

16.      Vicente, Obispo de Sonora.

17.      Francisco, Obispo de Tulancingo.

18.      Manuel, Obispo de Zamora.

19.      Juan María, Obispo de Sonora.

20.      Francisco, Obispo de Querétaro.

21.      Rafael, Obispo de Veracruz.

22.      Manuel, Obispo de Tepic.

23.      Gerardo, Obispo de Chiapas.

24.      Antonio, Obispo de Chihuahua.

25.      Leopoldo, Obispo de Tacámbaro.

26.      Francisco, Obispo de Campeche.

27.      Agustín, Obispo de Sinaloa.

28.      Nicolás, Obispo de Papantla.

29.      Pascual, Obispo de Tabasco.

30.      José, Obispo de Huejutla.

31.      Jenaro, Obispo de Tehuantepec.

32.      Serafín, Obispo de Tamaulipas.

33.      Luis, Obispo de Huajuápan.

34.      José Guadalupe, Auxiliar de Monterrey.

35.      Maximino, Obispo Titular de Derbe.

36.      Luis, Obispo Titular de Anemurio.

37.      Francisco, Obispo Titular de Dahora.

38.      José de Jesús, Obispo Titular de Ciña de Galicia.

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Fuente:

Olivera Sedano, A. (2009). El cierre de las iglesias. Historias, (74), 105–112. Recuperado a partir de https://revistas.inah.gob.mx/index.php/historias/article/view/3122

La torre de cráneos de los sacrificios humanos. Barbarie del imperio mexica. No creían, pero allí está.

Francisco Gabriel Montes Ayala *Colaborador

Fray Bernardino de Sahagún en el libro II de la Historia General de la Cosas de la Nueva España, en su apéndice II ( Editorial Porrúa) hace una relación de edificios del gran templo de México: en el lugar 41 dice lo siguiente: «El cuadragésimo primero edificio se llama Hueitzompantli; era el edificio que estaba delante del cu de Huitzilopochtli, donde espetaban las cabezas de los cautivos que allí mataban a reverencia de este eficio, cada año en la fiesta panquetzaliztli.»

Esta fiesta, «era un día después del mes que se llama ochpaniztli » donde los dueños de los esclavos, sin precisar hombres, mujeres o niños, se preparaban «estas fiestas solo las hacían los mercaderes que compraban los esclavos» estos visitaban a sus familias y las casas de sus dueños «y algunos que tenían buen corazón, y 0tros no podían comer, con la memoria de la muerte que luego habían de padecer«- Dice Sahagún, que los primero cuatro sacrificados era en el juego de pelota «dos a honra del dios Amapan y otros dos a honra del dios Oappatzan, cuyas estatuas estaban junto al Tlachco (juego de pelota), en habiéndolos muerto arrstrábanlos por tlachco- ensangrentábase todo el suelo con la sangre que de ellos salían yéndolos arrastrando-« Asimismo asesinaban a cautivos sin precisar cuantos, «les sacaban el corazón» y mientras algunos peleaban en dos bandos «tomaban luego a los cautivos y a los otros esclavos que habían de morir y traíanlos en procesión alrededor del cu solo una vez» posteriormente Fray Bernardino, narra que «llegando arriba mataban primero a los cautivos, para que fuesen delante de los esclavos, y luego mataban a los esclavos…descendían el cuerpo por las gradas rodando, derramando por ellas la sangre; así hacían a todos los esclavos que mataban a honra de Huitzináhuatl, solos ellos morían, ningún cautivo moría con ellos, matábanlos en su cu de Huitznáhuatl.» esto el primero y tercer día; el cuarto día, los muertos habían sido repartidos para comer y decapitados para ser espetados. Anexados al Hueytompantli. Así se hacía la colección.

Fray Toribio de Benavente dice: » Las cabezas de los que sacrificaban, especialmente tomados en guerra, desollábanlas y si eran señores o principales personas los así presos, desollábanlas con sus cabellos y secábanlas para guardar. De estas había muchas al principio; y sino fuera porque tenían algunas barbas, nadie juzgara sino que eran rostros de niños de cinco o seis años, y causábanlo estar, como estaba, secas y curadas. Las calaveras las ponían en unos palos que tenían levantados a un lado de los templos del demonio; de esta manera: levantaban quince o veinte palos más y menos de largo de cuatro a cinco brazas fuera de tierra y en tierra entraba más de una braza, que eran una vigas rollizas apartadas una de otras cuando como seis pies y todas puestas en hilera, y todas aquellas vigas llenas de agujeros; y tomaban las cabezas horadadas por las sienes y hacían unos sartales de ellas en otros palos delgados pequeños y ponían los palos en los agujeros que estaban hechos en las vigas que dije, y así tenían quinientas en quinientas y de seiscientas en seiscientas y algunas partes de mil en mil calaveras; y en cayéndose una, ponían otras, porque valían muy barato; y en tener aquellos tendales muy llenos de aquellas cabezas mostraban ser grandes hombres de guerra y devotos sacrificadores de sus ídolos»

Actualmente se han descubierto dos columnas circulares de más de cuatro metros de altura que flanqueaban estos postes, compuestas por hileras de calaveras unidas con argamasa. Hasta hoy, se han identificado 655 cráneos humanos: 60% masculinos, 38% femeninos y 2% de infantes.

Pero aquellas que eran solo en columnas de palos, seguramente se perdieron los miles de restos humanos.

Fuentes consultadas:

1.-Historia General de las Cosas de la Nueva España, de Fray Bernardino de Sahagú, Libro II, Apéndice II, Editorial Porrúa.

2.-Historia de los Indios de la Nueva España de Fray Toribio de Benavente, Motolinía, Tratado I, Capítulo 9, pág. 42 y 42, Editorial Porrúa

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De las lluvias y sus señales.

«Las Notas del Cronista» 📜 ✒️ Manuel Flores Jiménez *Cronista de Jocotepec


Nuestros antepasados se guiaban en base a una permanente y detallada observación de los hechos y fenómenos que sucedían en la cotidianidad. Para el importante proceso de los períodos agrícolas echaban mano de sus fieles observaciones para prever la entrada de la temporada de las lluvias y, con ello, poder asegurar una buena cosecha.

El cielo esta encapotado…


Destacan las señales que para ellos tenían un gran significado y que se relacionaban con la aproximación de las lluvias. Los más viejos llamaban “la revolución de marzo”, al estado del tiempo en que se nublaba, lloviznaba o llovía en forma, éstas eran las señales de las primeras lluvias. A partir de ese día en que aparecían esas manifestaciones se contaban días, es decir, tres meses para calcular la entrada formal del temporal lluvioso.


Por ejemplo, si llovía el 23 de marzo, las primeras lluvias ocurrirían el 23 de junio aproximadamente. Era consenso de los adultos de aquellas épocas que la entrada de las lluvias tenía como fecha principal el 13 de junio, día de San Antonio. Otra señal que se tomaba en cuenta era cuando se venían tres tolvaneras seguidas del otro lado del cerro, por el rumbo de San Marcos Evangelista. Esa era señal de que ya iba a llover.


Cuando las chancharras comenzaban a salir afanosamente de sus cavidades y metían hojarasca tierna, esa era otra premonición. Además, decían que cuando los toros empezaban a bramar con insistencia, se decía que ellos ya estaban presintiendo la aproximación del agua de las lluvias.


Por otra parte, cuando se escuchaban los truenos en el mes de mayo esa era buena señal. Había un refrán que decía: “Te estaba esperando como agua de mayo”, eso se decía cuando se ansiaba la presencia de alguien. Hasta una canción llevaba por título “Los aguaceros de mayo”.


Otra sospecha de la proximidad de las lluvias era la aparición de lo que se nombraba “la calma”, esa especie de nubosidad producida en parte por la evaporación del agua y por el humo de los incendios de los cerros o cuando comenzaban a preparar las tierras para las siembras. A esto último le llamaban “ajoyar”.
Si el amanecer era brumoso y el sol salía y se ocultaba muy rojo era también considerado como una señal. Si los cerros a lo lejos se veían como nublados, a eso se le llamaba “la calma”. Cuando caían las primeras lluvias salían (y siguen saliendo) unas hormigas rojas grandes con alas y otros insectos que les dicen chicatanas; además, hay otros insectos de alas frágiles y que dicen que roen las ropas y los atrae la luz interior nocturna de las casas. Es entonces, cuando comienzan a crecer con mayor furor las hierbas de la tierra más reseca.


Mientras más sofocadas fueran las noches y el día tuviera un calor intenso y seco, se afirmaba que muy pronto llovería. Lo anterior, combinado con el incesante y monótono chirrido de las chicharras, que desaparecen con las primeras lluvias y no vuelven a escucharse hasta el año venidero.
Entonces, comienzan a nacer las semillas ocultas entre las hojas del suelo y las lluvias traen aromas de la tierra que escapan de sus apretados y oscuros terrones, aromas lejanos que gratifican los sentidos porque el agua se mezcla con la tierra haciéndola florecer. Y luego, ya bien entrado el temporal, aparecían las luciérnagas (aquí les decimos alumbradores y todos los herbicidas aplicados a las tierras por las trasnacionales de las berries acabaron con ellas y con otras especies animales y vegetales), con sus lucecitas en medio de los campos húmedos y entre el croar intermitente de ranas y sapos.
Actualmente, cada 15 de mayo se celebra en Zapotitán de Hidalgo, el día de San Isidro Labrador, patrono de los campesinos y agricultores. Se celebra una misa donde se realiza la bendición de las semillas, luego, al salir, se queman cuetes y ristras y la banda de música acompaña en peregrinación al contingente de vecinos (antes le decían el convite) que llevan sus tractores adornados con flores y milpas. En este recorrido se lleva la imagen de San Isidro en un cuadro.


Son tantas las señales que la memoria colectiva conserva, que las presentes se comparten como algunas pocas de tantas que nuestros ancianos afirmaban que tenían validez. Como la llegada de las golondrinas, cuando los caballos se ponían a correr y andaban alborotados por veredas y corrales, cuando los conejos salían a buscar refugio, el estruendoso canto de las ranas y las chicharras, cuando soplaba más viento y se concentraban más nubes en el cielo, cuando los pájaros emigran y cambiaban de nido, la aparición de los insectos negros y rojos llamados asquiles.


El alma popular guarda muchas otras premoniciones que aquí no se dicen, los que las sepan hagan favor de compartirlas.

“El Grito de Guadalajara”

Cuando Calles llamó a apoderarse de las conciencias de la niñez y la juventud mexicana

Lic. Helena Judith López Alcaraz

El general sonorense Plutarco Elías Calles (1877-1945), presidente de México y Jefe Máximo, autor del Grito de Guadalajara (1934).

En una fecha como ayer, pero hace noventa años, el 21 de julio de 1934, desde el balcón central del Palacio de Gobierno localizado en la capital jalisciense, el otrora primer mandatario Plutarco Elías Calles llevó a cabo un llamado a sus correligionarios para que la Revolución, que ya había obtenido la victoria en los ámbitos militar y político, se enfocara a conquistar otras esferas no menos importantes para el fortalecimiento de su ideología: la conciencia, la educación y, de forma muy particular, la educación e instrucción de los más pequeños, desde la edad más temprana. A esto se le conoce como “el grito de Guadalajara”.

Acompañado por el presidente electo Lázaro Cárdenas del Río, originario de Jiquilpan de Juárez, Michoacán, y del tequilense Sebastián Allende Rodríguez, antiguo miembro del Congreso Constituyente de Jalisco y a la sazón gobernador de dicho estado de la República, Calles dirigió este vehemente mensaje:

General Lázaro Cárdenas del Río (1895-1970), ganador de las elecciones presidenciales de 1934, quien acompañó a Calles en su «Grito de Guadalajara».

La Revolución no ha terminado. Los eternos enemigos la acechan y tratan de hacer nugatorios sus triunfos. Es necesario que entremos al nuevo periodo de la Revolución, que yo llamo el periodo revolucionario psicológico; debemos apoderarnos de las conciencias de la niñez, de las conciencias de la juventud porque son y deben pertenecer a la Revolución.

No podemos entregar el porvenir de la Patria y el porvenir de la Revolución a las manos enemigas. Con toda maña los reaccionarios dicen, y los clericales dicen que el niño pertenece al hogar y el joven a la familia; esta es una doctrina egoísta porque el niño y el joven pertenecen a la comunidad, pertenecen a la colectividad y es la Revolución la que tiene el deber imprescindible de apoderarse de las conciencias, […] de desterrar los prejuicios y de formar la nueva alma nacional […].

Es absolutamente necesario sacar al enemigo de esa trinchera donde está la clerecía, donde están los conservadores; me refiero a la escuela. Sería una torpeza muy grave, sería delictuoso para los hombres de la Revolución, que no arrancáramos a la juventud de las garras de la clerecía y de las garras de los conservadores; y desgraciadamente la escuela en muchos Estados de la república y en la misma capital, está dirigida por elementos clericales y reaccionarios.”

Así lo citan, alternativamente, autores como José María Muriá en su Historia de Jalisco (1982), páginas 534 y 535, y Doralicia Carmona Dávila en su biografía de Plutarco Elías Calles incluida en la página, también de su creación, Memoria política de México.

El sonorense añadió, para corroborar lo ya expuesto:

Sólo el Estado impartirá educación. La educación que imparta el Estado será socialista y, además de excluir toda doctrina religiosa, combatirá el fanatismo y los prejuicios, para lo cual organizará sus enseñanzas y actividades en forma que permita crear a la juventud un concepto racional y exacto del Universo y de la vida social” (citado por Meyer, 1977, pp. 345-346).

Al día siguiente, el Bloque Nacional Revolucionario de la Cámara Federal de Diputados presentó el proyecto de reforma al artículo 3º de la Carta Magna, en el cual se proponía la educación de carácter socialista. Entre tanto, Monseñor Jesús Manríquez y Zárate, uno de los escasísimos obispos que estuvieron abierta y públicamente a favor del movimiento cristero, criticó a Calles y su “Grito” de modo directo.

Calles, «Jefe Máximo» de la Revolución Mexicana. Grabado de Alberto Beltrán.

Como cabía esperar, la alocución del Jefe Máximo no se quedó en meras palabras, ni en una apasionada bravata del hombre que había regido el devenir político nacional desde 1924. El “Grito de Guadalajara” marcó el inicio de una serie de reformas al sistema educativo mexicano que desembocaron en el proyecto de la así llamada “educación socialista”. Esto, por supuesto, no fue bien recibido por la inmensa mayoría de los padres de familia, que no sin razón vieron en aquellas disposiciones una nueva persecución y la imposición de un esquema de instrucción que contradecía sus creencias religiosas y que atacaba aquello que les era más preciado: su fe. No obstante, también es preciso puntualizar que, aunque eran una porción significativa, no sólo los católicos militantes se oponían a aquellos planes.

Las tensiones creadas por el “Grito de Guadalajara” alcanzaron tal magnitud que, sumado a la persecución religiosa creciente, recrudecida desde los tiempos de los mal llamados “arreglos” del 21 de junio de 1929 en entidades de la República como Veracruz, Chihuahua y Tabasco, y aun la capital, se fue preparando el terreno para lo que se conoció como “La Segunda”, una segunda Guerra Cristera, que no tuvo ni la fuerza ni el apoyo de la primera, ni por parte de los seglares y, mucho menos, de la jerarquía eclesiástica.

A diferencia de lo acontecido en el trienio 1926-1929, durante el cual se produjo una seria división en el Episcopado Mexicano y existieron quienes sí apoyaron directa o indirectamente la lucha, en la década de los 30 hubo un evidente consenso antibelicista entre los obispos. Éstos llegaron al extremo de condenar la resistencia armada de los exiguos católicos que se lanzaron a ella.

Con todo, pese al rechazo de los eclesiásticos hacia “La Segunda”, los boletines y demás publicaciones parroquiales condenaron categóricamente la educación que impartía el Estado. Los jerarcas amenazaron con excomunión a quienes mandaran a sus hijos a estudiar a escuelas del gobierno y los dejaran a merced de la educación laicista y comunista. El gobierno, por su parte, amenazó a los padres con la prisión si enviaba a sus vástagos a planteles católicos.

La enseñanza del catecismo quedó prohibida, incluso en viviendas particulares. Los educandos se vieron precisados, en ocasiones, a pasarse de una casa a otra por la azotea, con los fiscalizadores justo afuera. En los colegios, a su vez, la clase de religión estaba vedada, al grado de que el régimen enviaba inspectores para asegurarse de que los alumnos no llevaran dichas clases. Delante del profesor, los emisarios abrían y revisaban las mochilas para verificar que no hubiera algún libro de catequesis. Éstos, previo aviso, eran ocultados detrás de un armario o estante, entre éste y la pared.

Aquello era sólo el comienzo. El 10 de octubre de 1934, los diputados consumaron la reforma de la Constitución en su tercer artículo, y subrayaron que la educación impartida por el Estado sería socialista, excluiría toda doctrina religiosa y combatiría el fanatismo y los prejuicios, forma de llamar, específicamente, a la religión católica, que era la de la inmensa mayoría de los mexicanos. La educación primaria, secundaria y normal impartida en planteles particulares, asimismo, debería ajustarse al patrón concertado y aprobado por los planteles oficiales, so pena de sanciones.

Grabado sobre Lázaro Cárdenas y el apoyo que recibió por parte de algunos sectores obreros de México. En el Occidente de México, particularmente en Guadalajara, Los Altos de Jalisco y el norte de dicho estado, la situación fue completamente distinta y la oposición, aplastante. Autoría: Ignacio Aguirre.

El 16 de octubre, Cárdenas avaló tanto las declaraciones de Calles –¿cómo no hacerlo?– como la reforma constitucional, y señaló que la educación socialista prepararía a los jóvenes para servir en el proceso de emancipación del proletariado. El sector del pueblo que no estaba de acuerdo con todo aquello se comenzó a exaltar. Se suscitaron motines en Puebla, Jalisco, Michoacán, Morelos y Zacatecas, con saldo de numerosos heridos y varios muertos. Los prelados mexicanos dejaron de callar y protestaron de modo más enérgico.

Presidente Lázaro Cárdenas, gran promotor de la educación socialista en México.

Para el 1 de diciembre del mismo año, fecha en que Lázaro Cárdenas tomó posesión de su cargo como presidente constitucional de México, las circunstancias estaban lejos de mejorar en todo sentido.

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Fuentes:

Carmona Dávila, D. (2024). Elías Calles Campuzano Plutarco. Memoria Política de México. https://www.memoriapoliticademexico.org/Biografias/ECP77.html

Meyer, J. (1977).  La Cristiada. Vol. I. México: Siglo XXI Editores.

Meyer Cosío, L. F., Segovia, R., Lajous, A., & González y González, L. (1978). Historia de la Revolución Mexicana, período 1928-1934los inicios de la institucionalización : la política del maximato. El Colegio de México.

Universidad de Guadalajara (2024). “El grito de Guadalajara” de Plutarco Elías Calles (1934). Enciclopedia histórica y biográfica de la Universidad de Guadalajara. Tomo cuarto. La Universidad de Guadalajara, 1925–2017. http://enciclopedia.udg.mx/articulos/el-grito-de-guadalajara-de-plutarco-elias-calles-1934

Testimonios orales de María del Carmen Ávalos Herrera, ya finada, abuela de la autora, nacida en 1930, que fue testigo en primera línea y víctima de la persecución religiosa en materia educativa descrita en el texto.

La muerte del “Centauro del Norte”

Asesinato de Doroteo Arango, mejor conocido como Francisco Villa

Lic. Helena Judith López Alcaraz

En una fecha como esta, pero de 1923, hace 101 años, en Hidalgo del Parral, Chihuahua, fue ultimado el célebre general Francisco Villa, cuyo nombre auténtico era Doroteo Arango. A pesar de la divergencia de opiniones, muchos en su tiempo creyeron que se había tratado de un crimen político cuya autoría intelectual residió en el entonces presidente de México, Álvaro Obregón Salido. Otros lo atribuyeron únicamente a una venganza personal debida a ciertos agravios que el caudillo, famoso por su crueldad, había cometido contra pequeños propietarios y algunos grupos de campesinos.

General Francisco Villa (1878-1923), en realidad llamado Doroteo Arango, famoso revolucionario mexicano. Fotografía: Biblioteca del Congreso de Estados Unidos.

Después de que Venustiano Carranza de la Garza cayó bajo los proyectiles asesinos en Tlaxcalantongo, Puebla, en mayo de 1920, Francisco Villa fue amnistiado por el gobierno provisional de Adolfo de la Huerta. Decidido a retirarse de la vida militar, estableció su residencia en la hacienda de Canutillo, en su natal estado de Durango, donde estableció una pequeña colonia agrícola-militar.

Francisco Villa en la Hacienda de Canutillo. Fotografía mejorada por la autora.

La conspiración para asesinarlo había sido proyectada ya con bastante anticipación, pero la ocasión para ponerla en práctica no se había presentado. Justo un mes antes, el 20 de junio de 1923, había tenido lugar una tentativa fallida. Un vigilante comisionado por los urdidores informó que había visto salir a Villa, en su coche, rumbo a Parral. Con rapidez, los asesinos se encaminaron hacia el sitio por donde pasaría. Ya en el punto acordado, vislumbraron a lo lejos un vehículo que se aproximaba, y se apostaron para el ataque, con las armas amartilladas. Pero he aquí que, cuando ya estaban por jalar el gatillo, al tener el carro a tiro, se asombraron al percatarse de que ni el conductor era Villa, ni éste iba a bordo. Sería preciso, por ende, aguardar a otra ocasión más propicia.

El segundo intento de arrancar a Villa de la tierra de los vivientes se llevó a cabo el 10 de julio siguiente. Cerca de la una de la tarde, el general paseaba acompañado por tres personas en la banqueta situada enfrente de la casa de los conjurados. Se dio aviso a éstos, quienes dispusieron los rifles y los colocaron en posición de disparar. Justo antes de que se emitiera la orden de abrir fuego, vieron con frustración cómo un grupo de chiquillos que salió del Colegio Progreso pasó junto a Villa. En consecuencia, decidieron esperar.

Antigua fotografía de Hidalgo del Parral, escenario de la muerte de Villa. Fotografía: INAH Chihuahua.

Alboreó el viernes 20 de julio de 1923. Alrededor de las ocho de la mañana, vestido con una camisa caqui, el Centauro del Norte abordó su automóvil Dodge Brothers, de color negro, modelo 1922. Él  se sentó al volante, mientras que su secretario, Miguel Trillo, ocupó el lugar del pasajero. En la parte trasera se sentaron cuatro hombres de su escolta: Daniel Tamayo, asistente de Villa, detrás de Trillo; el jefe de la escolta, Ramón Contreras, a la izquierda; Claro Hurtado, asistente de Trillo, y finalmente Rafael Medrano. Debido a la falta de espacio, el chofer Rosalío Rosales trepó en la salpicadera izquierda. Así, a las 8:05 de la mañana, Villa encendió el sedán y condujo a velocidad moderada.

El automóvil avanzó hacia la esquina de la calle Zaragoza, para posteriormente doblar a la derecha, en la avenida Juárez, rumbo a la plaza del mismo nombre. Esto es, se encaminó directamente hacia los cuartos siete y nueve de la calle Gabino Barreda, donde estaba apostado el conjunto de asesinos.

Al verlo atravesar el callejón Meza, Juan López Sáenz Pardo, quien vigilaba a Villa para asegurarse de que él conducía el carro, sacó de uno de sus bolsillos un pañuelo rojo con el que simuló limpiarse el sudor de la frente. Sáenz repitió la acción varias veces: era la señal convenida para indicar que Villa iba al volante. Mientras tanto, el caudillo charlaba alegre y amenamente con Trillo.

Por fin, sonó el momento del asesinato. El Dodge bajó la velocidad al acercarse a la esquina de la calle Gabino Barreda, lugar en el que la avenida Juárez topa con los cuartos, para tomar la curva y virar a la derecha. En ese momento, las puertas de dos cuartos se abrieron inopinada y bruscamente. Melitón Lozoya, Jesús Salas Barraza y José Sáenz Pardo salieron disparando sus rifles sobre el Dodge, mientras que el resto de los tiradores se desplegó sobre la calle haciendo llover proyectiles desde ambos costados. Todo ello, de modo ininterrumpido. De acuerdo con el testimonio de Salas, Villa no atinó a decir nada; ni siquiera, en sus palabras, reaccionó.

Imagen de frente del coche donde viajó Villa el 20 de julio de 1923. Actualmente es el objeto más preciado del Museo Casa de Villa en la ciudad de Chihuahua. Fotografía: Museo Histórico de la Revolución. Tomada por Mario Alberto Trillo Corral.

El fuego de los tres rifles impactó el vehículo de frente y por el costado izquierdo, destrozando el parabrisas. El chofer Rosales recibió un disparo en el pecho y rodó de la salpicadera para caer de bruces en el arroyo. Miguel Trillo recibió varias descargas en el tórax. El automóvil no completó la vuelta porque Villa murió al recibir el primer disparo en el pecho y soltó el volante. Malheridos, Medrano, Hurtado y Contreras bajaron por la portezuela izquierda. Daniel Tamayo, por su parte, murió casi en seguida. Hurtado y Contreras, en contraste, alcanzaron a correr hacia el puente de Guanajuato, aunque el primero expiraría, desangrado, al poco tiempo, recargado en uno de los pilares del viaducto.

Estado en el que quedó el volante del automóvil. Alcanza a verse el cadáver de Villa. Fotografía mejorada por la autora.

El Dodge, ya fuera de control, impactó un fresno que estaba frente a la casa vecina a los cuartos. La defensa quedó torcida y el fanal y la salpicadera izquierda se rompieron. El impacto impulsó el coche y lo desvió hacia el centro de la calle, donde permaneció. Entre tanto, aunque muy malherido, Rafael Medrano se ocultó entre los neumáticos y disparó hasta que se le agotaron las municiones. No le fue factible recargar su pistola a causa de la debilidad provocada por el desangramiento, así que determinó fingirse muerto.

Estado en el que quedó el automóvil en el que viajaba el general Villa cuando fue asesinado. El cadáver que se observa en la imagen es de su secretario, Miguel Trillo. Fotografía cortesía de Relatos e historias en México.

Al cabo de poco más de tres minutos, la balacera finalizó. Habían sido disparados casi ciento cincuenta tiros, entre las pistolas y rifles de los homicidas. Una auténtica lluvia de proyectiles. Doroteo Arango, exánime y lleno de sangre, yacía recostado con el lado diestro del rostro recargado en el asiento y la mano siniestra sobre la barriga. En su cuerpo había proyectiles de distintos calibres, incluyendo dos en la cabeza y uno expansivo que le abrió el pecho y le dejó el corazón despedazado. Así fue asentado en el informe de la autopsia, que fue realizada en el hotel Hidalgo, propiedad del difunto general.

Otro ángulo del asesinato, con sendas leyendas en los cuerpos sin vida de Villa y de Trillo. Imagen ampliada por la autora.

El dictamen pericial estuvo listo esa misma noche. Únicamente fueron embalsamados los cadáveres de Villa y de Trillo. Por su parte, el rotulista Alfonso Bravo Herrera sacó unas mascarillas de yeso de los rostros del caudillo y de su secretario, que fueron expuestas en las oficinas de la redacción del periódico local El Martillo, y poco después enviadas a la capital de la república.

A los pocos días, en la parroquia de San José, el párroco Miguel Ramos celebró las exequias. La ceremonia fue presidida por el general Eugenio Martínez, jefe de las operaciones en Chihuahua y compadre del caudillo; su hermano Hipólito Villa y el coronel Félix C. Lara, jefe de la guarnición de la plaza, quienes escoltaron el ataúd.

Especial del diario El siglo, el primero que dio la noticia de la muerte de Villa.

En vida, Villa había mandado edificar un mausoleo en el Panteón de Regla, en la capital de la entidad chihuahuense, para que sus restos reposaran allí. Pero eso no fue posible debido a que el panteón fue previamente clausurado. En consecuencia, el cadáver acribillado fue sepultado en el cementerio municipal de Parral.

Primera plana del conocido periódico capitalino Excélsior, en el que se dio a conocer la muerte de Pancho Villa.

La noticia de la muerte violenta de Villa se difundió cual reguero de pólvora por la República entera, y también apareció en diarios locales, naciones y extranjeros. En Estados Unidos, por ejemplo, casi todos los periódicos hablaron sobre el asesinato en primera plana. También en Europa se publicó al respecto. En Madrid, La Voz publicó que Villa había sido “el terror de los campos mexicanos”, al cual se le imputaban “crímenes y excesos de toda índole” –como nota nuestra, una significativa porción no sólo fueron meras acusaciones–. El Heraldo, también en la capital de la madre patria, asentó que Pancho Villa ya había abandonado su vida de aventuras, pero añadió que, como reza el refrán, “quien siembra vientos es natural que recoja tempestades”.

Primera plana del periódico La Patria, del mismo día del asesinato de Villa, que da fe de lo ocurrido. En uno de los subtítulos se menciona el móvil de la venganza.

La mayoría de los mexicanos, en términos generales, reaccionó con sorpresa al enterarse de que el cabecilla había sido acribillado. Algunos se regocijaron por su muerte, debido a que lo consideraban –no sin fundamento, en honor a la verdad, ya que su fama de bárbaro y sanguinario había sido bien granjeada– un bandido y un asesino de primer orden, y que en el tiroteo habían quedado vengados los inermes habitantes de innumerables localidades que habían sufrido su brutalidad y su fiereza. Para otros, por el contrario, el general había sido un héroe revolucionario genuino, cuyo fatal desenlace había que lamentar y llorar.

Es preciso mencionar que, independientemente de si se trató de un mero ajuste de cuentas de índole personal o si hubo una orden directa de los altos mandos del gobierno mexicano –lo cual, de acuerdo con algunos autores, es lo que sucedió, ya que el primer mandatario toleró o promovió planes para matar al duranguense–, lo cierto es que el asesinato de Pancho Villa fue perpetrado con la doble complicidad de las autoridades locales y federales. Éstas, a todas luces, deseaban quitarlo del camino e impedir que el connotado revolucionario encabezara, en 1924, un levantamiento militar que pusiera en peligro las elecciones presidenciales de aquel año. Y no fue descabellado haberlo visto bajo aquella óptica porque, en efecto, Obregón impuso a su lugarteniente predilecto para sucederlo en la silla del águila: su coterráneo Plutarco Elías Calles.

A fin de cuentas, tal había sido también el objetivo de la rebelión delahuertista: evitar que el segundo sonorense ascendiera al poder por mandato de su antecesor. Sin embargo, a diferencia del homicidio de Villa, que salió a pedir de boca para sus fautores y promotores, el levantamiento de don Adolfo no concluyó bien.

Ahora bien, Jesús Salas nunca dejó de reconocer su responsabilidad material, y aun intelectual, en el asesinato. Prueba de ello reside en los siguientes párrafos, pertenecientes a una carta suya al general Abraham Carmona y citada por Friedrick Katz en la revista Alquimia:

Jesús Salas Barraza, principal asesino de Francisco Villa. Nunca rehuyó su responsabilidad en lo acontecido. Fotografía original del INAH, mejorada y editada por la autora para esta entrada.

“Usted recuerda, mi buen amigo, que muchas veces en conversaciones íntimas que tuvimos cuando estuvo entre nosotros, le relaté con algunos pormenores el sinnúmero de crímenes cometidos por este bandido; entre ellos, ya que prolijo sería enumerar uno a uno los perpetrados en su larga vida de infamia, el siguiente: haber dinamitado una planta eléctrica que costó medio millón de pesos, en Magistral de este estado, dejando en la más completa miseria a más de mil familias que se mantenían con su honrado trabajo en dicha negociación, asesinando de vil manera y con lujo de crueldad a un honrado empleado como lo era Catarino Smith, a quien yo quería como a un hermano. ¿El por qué me erigí en vengador? lo sabe usted de sobra, pues siendo diputado al Congreso Local de esta entidad, representante del distrito de El Oro, en donde con más saña atacó Villa a sus habitantes, natural es que haya dado este paso de importante trascendencia para mi Patria” (Katz, p. 52).

La prensa mexicana dejó de interesarse por la muerte de Villa en muy poco tiempo. Las publicaciones sobre lo ocurrido dejaron de aparecer. Ni el presidente Obregón ni su secretario de Gobernación –que no era otro que el mismo Calles– demostraron mayor atención o preocupación al respecto. Y, hasta cierto punto, era comprensible: un adversario suyo había sido erradicado. En adición, para el momento de su deceso, Villa carecía ya, en sí, de relevancia política o militar, y sus seguidores más leales habían fallecido o lo habían dejado. Tampoco hubo alzamientos ni protestas a raíz de los acontecimientos en Parral.

Antigua tumba de Villa en Parral, Chihuahua, al poco tiempo de su inhumación. Instantánea mejorada por la autora.

Para el lector que desee ver una recreación histórica acertada de los hechos narrados en esta entrada, recomendamos el fragmento correspondiente de la serie Senda de gloria (1987), dirigida por Raúl Araiza y producida por Ernesto Alonso, el “Señor Telenovela” para Televisa. El revolucionario de Durango fue interpretado por el actor Guillermo Gil, ya fallecido.

Como último dato, los restos mortales del general Villa fueron trasladados al Monumento a la Revolución el 20 de noviembre de 1976.

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Fuentes y bibliografía:

Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana (2023). Pancho Villa. Semblanza biográfica. Gobierno de México. https://inehrm.gob.mx/es/inehrm/villa

Katz, F. (2013). El asesinato de Pancho Villa. Alquimia, (47), 50–59. Recuperado a partir de https://revistas.inah.gob.mx/index.php/alquimia/article/view/1286

Mendoza, R. (21 de mayo de 2024). La verdadera historia detrás del asesinato de Pancho Villa. Revista Muy Interesante (Digital). https://www.muyinteresante.com.mx/historia/39138.html

Servicio de Información Agroalimentaria y Pesquera (20 de julio de 2023). Seis datos interesantes sobre la muerte de Francisco Villa. A cien años de su trágico fallecimiento. Gobierno de México. https://www.gob.mx/siap/articulos/seis-datos-interesantes-sobre-la-muerte-de-francisco-villa

“Muero con honor, no como un traidor” (II)

Bicentenario de la muerte de don Agustín de Iturbide, Libertador y consumador de la independencia de México. Segunda y última parte

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Don Agustín de Iturbide y Arámburu (1783-1824) interpretado por Rubén Zamora Equert en el documental de Clío Héroes de Carne y Hueso. Iturbide: Sueño Imperial.

En la anterior entrada, además de un breve preludio, hablamos de cómo fue el retorno de Agustín de Iturbide a tierras mexicanas, de su desconocimiento del terrible decreto de proscripción que pesaba en su contra y de cómo, una vez habiéndose enterado, tuvo aún la buena fe de creer que el Congreso de Tamaulipas –formado por sus enemigos jurados– lo escucharía y tomaría en cuenta, si no sus méritos para con la Patria a la que dio libertad e independencia, sus auténticas razones para volver. Ya vimos que, contrario a lo que él creía, ni siquiera le permitieron contar con un abogado defensor. En efecto: le negaron lo que no se le veda ni al peor de los delincuentes. Los políticos que se habían hecho con el poder en México, y los masones, lo querían muerto, y así sería.

En el presente texto leeremos cómo concluyó aquel nefando proceder y cuáles fueron sus consecuencias para la posteridad.

Tanto terror y prisa tuvieron aquellos políticos, que llegaron al extremo de apenas conceder el mínimo de tiempo al reo para recibir los auxilios de la religión católica. Iturbide pidió poder escuchar Misa y comulgar, pero no se le permitió. Solicitó que viniese su confesor para absolverlo; tampoco en ello consintieron. Al final tuvo que confesarse con un sacerdote del mismo Congreso que lo condenó, José Antonio Gutiérrez de Lara. Quiso emitir su última voluntad; no le hicieron caso alguno, ni pudo exponerla.

Llama la atención un pormenor: originalmente, los verdugos del Congreso habían planteado que el género de muerte que sufriría Iturbide fuera la decapitación. Pero al final optaron por el fusilamiento. Hasta ahora se desconoce el motivo.

Ya cerca del instante supremo, Iturbide escribió una carta a su esposa, donde la llamó con afecto “santa mujer de mi alma”, le notificó su destino y le dejó su última voluntad y testamento:

La legislatura va a cometer en mi persona el crimen más injustificado: acaban de notificarme la sentencia de muerte por el decreto de proscripción; Dios sabe lo que hace y con resignación cristiana me someto a su sagrada voluntad. Dentro de pocos momentos habré dejado de existir […]”.

Para cuando ella leyó esos enunciados, éstos ya se habían cumplido.

[…] y quiero dejarte en estos renglones para ti y para mis hijos todos mis pensamientos, todos mis afectos. Cuando des a mis hijos el último adiós de su padre, les dirás que muero buscando el bien de mi adorada patria, y, huyendo del suelo que nos vio nacer, y donde nos unimos, busca una tierra no proscrita donde puedas educar a nuestros hijos en la religión que profesaron nuestros padres, que es la verdadera.

El señor Lara queda encargado de poner en manos de mi sobrino Ramón para que lo recibas, mi reloj y mi rosario, única herencia que constituye este sangriento recuerdo de tu infortunado. Agustín”.

Las últimas horas de Iturbide transcurrieron entre su preparación religiosa para el instante supremo de partir a la Eternidad y la escritura de la carta que citamos. Poco antes de las seis de la tarde de aquella funesta jornada, Agustín de Iturbide fue sacado a la plaza principal de Padilla. Antes de caminar hacia el sitio de su muerte, dijo a los soldados que lo matarían:

Litografía que recrea la muerte de Agustín de Iturbide. Dejando de lado que éste, a diferencia de como fue en realidad, no está atado ni tiene los ojos vendados, llama la atención la expresión en su rostro.

—A ver, muchachos, daré al mundo la última vista.

Y oteó por ocasión postrera aquella porción de la misma tierra a la que dio libertad e independencia, que pronto habría de ser regada con su sangre y que, más de un siglo después y hasta nuestros días, sería cubierta por las aguas de una presa destinada a borrar de la memoria hasta el sitio donde moriría, víctima de una legislación cruel e injusta.

A continuación preguntó cuál era el lugar del fusilamiento y con paso sereno camino hacia el muro que serviría como paredón.

Al principio quiso rehusarse a que lo ataran, pero cedió cuando le dijeron que era necesario. No se resistió. Incluso, aun contra su voluntad inicial, también aceptó que le vendaran los ojos –algunos relatos, incluyendo el de Olavarría y Ferrari, cuentan que él mismo lo hizo–.

Iturbide encargó que se repartieran entre los soldados las onzas de oro que llevaba en sus bolsillos. Luego, con voz serena y fuerte, “que se oyó en cada ángulo de la plaza”, como se narraría luego, pronunció su último discurso, su legado postrimero:

—Mexicanos: en el acto mismo de mi muerte os recomiendo el amor a la patria y observancia de nuestra santa religión; ella es quien os ha de conducir a la gloria. Muero por haber venido a ayudaros, y muero gustoso porque muero entre vosotros. Muero con honor, no como un traidor; no quedará a mis hijos y a su posteridad esta mancha; no soy traidor, no. Guardad subordinación y prestad obediencia vuestros jefes, que haciendo lo que ellos mandan es cumplir con Dios; no digo esto lleno de vanidad, porque estoy muy distante de tenerla.

Iturbide, ya vendado, en el momento de pronunciar sus últimas palabras. Fotograma del documental ya mencionado, mejorado por la autora.

Las negritas, por supuesto, son nuestras.

Entregó su reloj y su rosario para que el sacerdote Gutiérrez de Lara los remitiera a su esposa Ana María. Tal fue su única herencia material. El presbítero retiró la camándula de su cuello y sacó el reloj de su bolsillo. El reo ya no podía hacer uso de sus manos.

Luego, ya de hinojos, Agustín de Iturbide rezó el Credo. Por fin, justo antes de la descarga, perdonó a sus enemigos. A la voz de Gordiano del Castillo, jefe del pelotón, fueron cargados los fusiles y elevados hacia él, sonó la descarga, surgieron las balas y la pólvora… y saltó y fluyó la sangre de quien, hacía casi tres años, había independizado México sin derramar la de otros, a través de una brillante y meteórica actuación diplomática que dio como fruto el Plan de Las Tres Garantías, los Tratados de Córdoba, el ingreso victorioso del Ejército Trigarante a la que alguna vez fue capital de la Nueva España y, al día posterior, la anhelada Acta de Independencia.

Leamos cómo lo describió el padre Gutiérrez de Lara, testigo ocular crucial de tan trágica escena:

Vi su cuerpo despedazado en un momento por el trueno de las balas que recibió de frente puesto de rodillas. Vi correr su sangre, regando la tierra que antes había liberado” (citado en Martínez del Campo Rangel, 2010, p. 243).

Tal fue el resultado de aquel decreto ad terrorem.

Cadáver de Dn. Agustín de Iturbide, tirado en la plaza de Padilla. Fotograma del documental Héroes de Carne y Hueso. Iturbide: Sueño Imperial.

Una sensación de pesadumbre embargó a los presentes. El Libertador de México, consumador de nuestra independencia, con cuarenta años de edad, estaba muerto y yacía en un charco encarnado. Tres de las seis balas que le dispararon dieron en el blanco, específicamente en la parte izquierda de la frente –la que lo mató–, otra en el costado izquierdo, entre la tercera y cuarta costillas; y la tercera en el lado derecho del rostro, junto a la nariz.

Al cabo de unas horas de la ejecución, la gente del lugar recogió sus restos ensangrentados y lo amortajó con el hábito de San Francisco, trasladándolo a la humilde iglesia del lugar, dedicada a San Antonio de Padua y desprovista de techo, para velarlo durante la noche entera, a la luz de cuatro cirios. Entre su faja y su camisa fueron hallados unos papeles, manchados con el fluido vital: su Manifiesto, al que aludimos al comienzo de esta entrada.

Restos de la iglesia de San Antonio de Padua en Viejo Padilla, donde fue velado el cuerpo exánime de Agustín de Iturbide y donde tuvieron lugar su Misa exequial y su inhumación. Instantánea mejorada por la autora.

Al siguiente día se ofició la Misa exequial, a la que asistieron las personas del pueblo, los soldados del pelotón y –curiosas ironías de la vida– los diputados del Congreso que lo sentenció a un desenlace tan inicuo e inmerecido. El presbítero José Miguel de la Garza García, que había votado a favor de la pena capital, fue el celebrante. Felipe de la Garza costeó los gastos de las honras fúnebres.

El cadáver fue sepultado en el mismo templecito. Permaneció en ese apartado y oscuro sitio hasta que en 1838, bajo la presidencia del jiquilpense Anastasio Bustamante y Oseguera (1780-1853), sus restos fueron trasladados a la Ciudad de México y se inhumaron con honores en la capilla de San Felipe de Jesús en la Catedral Metropolitana, donde reposan hasta nuestros días.

Traslado de los restos mortales del Libertador de México a la Catedral Metropolitana, donde algún día se celebró el solemne Te Deum para dar gracias a Dios por la independencia, en septiembre de 1821.

En 1921, en pleno centenario de la consumación de la Independencia, los áureos caracteres que formaban el nombre de Iturbide fueron arrancados del Muro de Honor de la Cámara de Diputados, heredera de aquel Congreso que lo había condenado a la muerte, al oprobio y a la animadversión de la posteridad. En 1943, el presidente Manuel Ávila Camacho mandó mutilar el Himno Nacional para eliminar los versos que hablan del antiguo emperador, otrora héroe nacional, convertido en uno de los peores villanos de la Historia de México por la masonería. Hasta la fecha, con base en lo expresado en la ley vigente (Artículo 191 y Artículo 192 del Código Penal Federal), está prohibido cantar públicamente lo siguiente, que no es sino justicia histórica:

Tumba de don Agustín de Iturbide en la capilla dedicada al Protomártir Mexicano en la Catedral de la Ciudad de México. Fotografía de Excélsior.

Si a la lid contra hueste enemiga

nos convoca la trompa guerrera,

de Iturbide la sacra bandera

¡Mexicanos!, valientes seguid.

Y a los fieros bridones les sirvan

las vencidas hazañas de alfombra;

los laureles del triunfo den sombra

a la frente del bravo Adalid.

El potosino Francisco González Bocanegra sabía bien, mucho mejor que incontables conciudadanos de nuestro tiempo, que don Agustín fue autor de nuestra bandera tricolor y que, independientemente de sus errores y sombras –porque los tuvo, como todos los personajes históricos–, fue líder indiscutible de la Nación Mexicana en un momento álgido, y debemos estarle agradecidos por habernos dado patria, libertad, lábaro e independencia. El mismísimo Justo Sierra Méndez (1848-1912), pieza cardinal del Porfiriato y fundador de la actual Universidad Nacional Autónoma de México, netamente liberal, admitía que tanto durante su triunfo en 1821 como al ser designado –no autonombrado– emperador, “Iturbide aparecía más que nunca ante las multitudes como un guía y como un faro: era el orgullo nacional hecho carne”. Así lo dijo en su libro Evolución política del pueblo mexicano.

En 1970, Padilla –hoy Viejo Padilla– desapareció del mapa mexicano para abrir paso a la presa “Vicente Guerrero”. Bajos sus aguas quedó un antiguo monumento colocado en el lugar donde Iturbide fue fusilado, que indica tanto la fecha como la hora en que aconteció. El 17 de septiembre de 1971, por su parte, el entonces presidente Luis Echeverría Álvarez, mediante un decreto, ordenó al Congreso declarar a Guerrero como el verdadero y único consumador de la independencia de México. A Iturbide, de acuerdo con el documento del primer mandatario, ya no se le atribuiría jamás semejante hazaña. Así, por decreto, inveterada costumbre nacional. ¿No fue acaso otro el que, fungiendo al mismo tiempo como irrevocable sentencia ipso facto, segó la existencia terrenal del gran jefe del Ejército de las Tres Garantías?

Don Agustín de Iturbide, montado en soberbio corcel, sostiene la bandera tricolor. Cuadro pintado por el P. Gonzalo Carrasco Espinosa (1859-1936), pintor y jesuita mexiquense oriundo de Otumbo.

Hoy, a dos siglos de su alevoso e indigno asesinato, la bandera con los colores que él eligió para simbolizar la religión, la unión y la independencia no será izada a media asta en son luctuoso, como sí se hace con otros hombres destacados de la historiografía oficial que, a pesar de sus crímenes, sí merecen el calificativo de “héroes nacionales” y que se les venere con unción, lealtad y agradecimiento. El 27 de septiembre próximo, a semejanza de cada año, no habrá celebración para conmemorar la jornada que Carlos María de Bustamante, aunque fue enemigo de Iturbide, y que se empeñó en afirmar una y otra vez –como tantos– que éste volvió para recobrar el trono, llamó “el día más feliz de nuestra historia”, y con él incontables personas que compartieron ese sentir. Mucho menos –nada a lo que no estemos acostumbrados, desde luego– su nombre formará parte de la lista de próceres a los que se lanzan estentóreos y exaltados vivas.

Manifiesto al mundo de Agustín de Iturbide, escrito durante su destierro en Liorna, Italia, y que fue hallado luego de su muerte, manchado de sangre.

“¿Qué aberración tan monstruosa, sólo vista en Méjico [respetamos la grafía]” expresa don Alfonso Junco en su libro Un siglo de Méjico: De Hidalgo a Carranza (1946) “loar la libertad y maldecir al libertador, glorificar la obra y desdeñar al obrero, tomar el don y escarnecer al que lo da? […] Para honrar a Iturbide bastan dos cosas: saber historia y ser justiciero” (pp. 124-125). No fue ningún santo, pero ¿quién entre los que son considerados los grandes próceres y prohombres de nuestro país lo fue?

No obstante, a pesar de tanta ingratitud, la verdad siempre prevalece, y tarde o temprano saldrá a la luz con tal pujanza que ni las tergiversaciones ni la falsedad serán capaces de opacarla. Entre tanto, recordemos y profiramos aquellas bellas y acertadas palabras del poeta tepicense, Amado Nervo, dirigidas al Libertador:

Agustín I de México. Abajo, la rúbrica que usaba en sus documentos. Imagen del Archivo General de la Nación.

“¡Capitán inmortal, tu eco de guerra

en nuestros patrios montes aún retumba!

Para borrar tu huella de la tierra,

no basta, no, la losa de una tumba.

La muerte… ¿Qué es la muerte ante la gloria

que envuelve tu recuerdo en sus fulgores?

¿Quién borrará tu nombre de la Historia

sin borrar de tu enseña los colores?”

¡Viva Agustín de Iturbide!

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Bibliografía y material audiovisual:

Clío (2010). Héroes de Carne y Hueso. Iturbide: Sueño imperial. Partes I y II. https://www.youtube.com/watch?v=NcZ7TI5W8t0

Junco, A. (1946). Un siglo de Méjico: De Hidalgo a Carranza. México: Ediciones Botas.

Martínez del Campo Rangel, S. (2010). El juicio de Agustín de Iturbide. https://archivos.juridicas.unam.mx/www/bjv/libros/6/2918/14.pdf

Olavarría y Ferrari, E. (1883). El cadalso de Padilla. (Memorias de un criollo) 1821-1824. Filomeno Mata. México: Colección Siglo XIX Mexicano.

“Muero con honor, no como un traidor” (I)

Bicentenario de la muerte de don Agustín de Iturbide, Libertador y consumador de la independencia de México. Primera parte

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Don Agustín de Iturbide y Arámburu (1783-1824), Padre de la Patria Mexicana, Libertador y primer emperador de nuestro país, pasado por las armas el 19 de julio de 1824. Al fondo, la bandera de las Tres Garantías, de su creación. Ilustración editada por la autora.

En una fecha como esta, hace ya doscientos años, en el ya desaparecido pueblo de Padilla, Tamaulipas, murió el Padre de la Patria Mexicana, don Agustín de Iturbide y Arámburu, oriundo de Valladolid, Nueva España. Pero no falleció de muerte natural, ni en heroico combate. No: fue deshonrosa e infamemente asesinado con una descarga de fusilería, con premura, al caer la tarde, mientras el ocaso arrebolado hacía eco a la tragedia. Un día como hoy, en palabras de Enrique de Olavarría y Ferrari –escritor, periodista, historiador y profesor español radicado en México–, en su libro El cadalso de Padilla, sucedió lo que sigue:

Cometido está el negro crimen, por el cual seremos llamados parricidas” (1883, p. 1990).

¡Y ni siquiera era mexicano! Ferrari pone tales vocablos en una carta ficticia firmada por un tal “compadre Escobedo”, en la que narra el triste fin de nuestro Libertador. Y añade, en la misma página:

Pintura que representa el momento en que el pelotón de fusilamiento consumó la sentencia en contra de Agustín de Iturbide.

¡Vergüenza me da decirlo, hemos vengado á España matando con traición y felonía al que supo independernos [sic] de ella!

Contrario a lo que se ha difundido por dos centurias, el otrora emperador no retornó a México para buscar recuperar el trono –al que él mismo abdicó–, sino para advertir a sus paisanos que España, con ayuda de la Santa Alianza, planeaba reconquistar México. Aunque ingenuo, y hasta un tanto imprudente e irreflexivo, Iturbide quiso poner al tanto de ello a la nueva República –llena de sus enemigos jurados, incluyendo a la masonería que ya lo controlaba todo– y prestar sus servicios y su espada a la Patria que él mismo había libertado. Pero ignoraba que había sido emitido, en abril del mismo 1824, un decreto antijurídico que, de un plumazo, lo convertía en traidor, fuera de la ley y enemigo público del Estado, y lo condenaba a muerte si volvía a poner una planta en territorio mexicano.

El Libertador de México arribó a Soto la Marina, en Tamaulipas, que entonces todavía se llamaba Nuevo Santander. Era el miércoles 14 de julio de 1824. Con él, en el barco “Spring”, venían su esposa Ana María Huarte Muñiz –encinta–, sus hijos pequeños, su sobrino José Ramón Malo, su confesor, el coronel polaco Carlos Beneski y unos cuantos servidores. ¿Dónde estaban las tropas con las que quería rehacerse con el poder?

Beneski desembarcó primero para sondear la situación y ver si Iturbide también podía bajar del navío. Al hacerlo, se encontró con Felipe de la Garza y Cisneros –con quien Iturbide fue magnánimo tiempo antes, perdonándole la vida después de un intento fallido de rebelión–, quien le preguntó por Iturbide. Lejos de informarle del decreto que pesaba contra él, al saberlo ya de regreso, de la Garza le envió una misiva externándole cuánto lo apreciaba y lo necesaria que era su presencia en el país. ¡Cuántas mentiras en un solo mensaje! La celada estaba tendida.

Mapa de Nuevo Santander, actual Tamaulipas, en el siglo XVIII. Pueden observarse tanto Soto La Marina, sitio del desembarco de Iturbide, como Padilla, donde murió fusilado. De Hstmx. Tomado de Wikipedia.

Iturbide, al leer la epístola, sintió confianza y decidió desembarcar sin reserva alguna. No tardó en ser reconocido por su forma de montar por el chihuahuense José Manuel Asúnsulo. Éste inmediatamente lo informó a Felipe de la Garza, quien le dio alcance el 16 de julio y le comunicó “su condición jurídica” a raíz del decreto de proscripción y que el sólo hecho de pisar tierras mexicanas bastaba para aplicarle la pena de muerte. Tal era, como se sobreentendía, la pena al delito de traición.

El Libertador de México, nuevamente, pecó de ingenuo y tuvo exceso de buena voluntad. Quizá pudo haber reembarcado, pero, pundonoroso como era, prefirió quedarse para cumplir con sus deberes hacia su patria. Aun a sabiendas de las intenciones del Congreso, pretendió explicar a las autoridades de Tamaulipas y a las mexicanas los motivos de su retorno. Traía consigo, inclusive, su Manifiesto al mundo, donde plasmó su visión de sí mismo y las obligaciones que él sentía para con el país que tanto amaba.

El 17 de julio, todo dio un giro de ciento ochenta grados. De súbito, sin más explicaciones, de la Garza le informó a Iturbide que de acuerdo con el decreto sería fusilado en tres horas. Pero no tardó en cambiar de opinión y suspendió la ejecución para llevarlo ante el Congreso de Tamaulipas, que sesionaba en el recóndito y desolado pueblo de Padilla, y que sus miembros determinaran cuál suerte habría de correr.

En el trayecto hacia Padilla, Iturbide y de la Garza departieron. El segundo llegó al extremo de ponderar las virtudes del primero, lo reconoció como generalísimo, le devolvió su espada y –no deja de extrañar, a pesar del tiempo que ha transcurrido– lo dejó al mando de la tropa. Dicha actitud, como cabía esperar, imbuyó renovada confianza a Iturbide y lo movió a creer que el Congreso lo recibiría para ser oído. Esto, aún más que lo que hemos descrito hasta el presente párrafo, patentiza la sinceridad y las verdaderas intenciones de un hombre que, conociendo un decreto de proscripción en su contra y sabiendo las intenciones de sus enemigos y lo cerca que se hallaba de una muerte injusta y violenta, decidió exponer su actuación con la confianza de ser escuchado.

Felipe de la Garza y Cisneros, quien llevó a Iturbide a Padilla. Retrato dibujado por Aguilar en 2019.

Pero los adversarios del prócer y Libertador de México, el gran héroe de Iguala, ya habían tomado su decisión de asesinarlo. El día 18, el Congreso de Tamaulipas se reunió por primera vez en sesión extraordinaria y dictaminó que se aplicara el decreto de proscripción, violando los derechos de cualquier reo para poder ser escuchado y defendido en juicio. Ya casi para llegar a la villa de Padilla, de la Garza regresó para decirle al ex emperador que era mejor que se presentara arrestado ante el Congreso, a lo que Iturbide consintió. Cabe mencionar que de la Garza ya conocía el criterio de los miembros de la Cámara. Resulta incomprensible saber a qué jugaba aquel oficial.

Agustín de Iturbide en el momento de ser apresado formalmente. Fotograma del documental Héroes de Carne y Hueso. Iturbide: Sueño Imperial, de Clío. Nuestro personaje fue interpretado por Rubén Zamora Equert. Imagen mejorada por la autora.

Los integrantes del Congreso efectuaron otras tres sesiones extraordinarias el día 19 de julio, martes. En ninguna de ellas se quiso oír a Agustín de Iturbide ni permitirle exponer, con toda verdad, que no existía fundamento jurídico, bases ni argumentos procedentes o justificados para declararlo traidor, y menos enemigo del Estado mexicano. Tampoco, lo que no se le niega al peor criminal, le permitieron defenderse ni contar con un abogado.

El Congreso, tanto el local como el de la Nación, sabía que Iturbide era amado y respetado por innumerables mexicanos, y tanto su personalidad como su enorme prestigio representaban una gravísima amenaza para sus intereses. El mismo Lorenzo de Zavala, masón y acérrimo adversario suyo, reconocía sin ambages que sus contrarios “temblaban en presencia suya” (citado en Junco, 1946, p. 118). También en su ausencia, como vimos ya.

Y aún peor: aunque no un santo impoluto ni varón purísimo, era católico y no pertenecía a la masonería. ¿Cómo lo iban a escuchar? Nadie que no fuese hijo de la viuda –expresión para designar a los masones– tendría cabida en el poder de México que ellos representaban, y ¿por qué no?, en el México mismo. No: habrían de quitarle la vida “por traidor a su patria” y, aun mejor, propagar tal baldón por generaciones.

Sede del Congreso en Padilla, donde Iturbide fue «juzgado» y condenado a muerte el 19 de julio de 1824.

La única salida, la que ellos siempre vieron viable, fue ultimarlo. Los congresistas de Padilla decretaron ejecutarlo ese mismo día, 19 de julio:

Reunidos los S.S. diputados en el salón de sesiones, para dar cumplidamente de lleno, al espíritu de la ley de proscripción contra el ex-emperador Don Agustín de Iturbide, por traidor a su patria, se decreta, sin comisión, la pena de muerte. Que se haga efectiva esta suprema ley, dentro de tres horas. Padilla en la Plaza Principal. Dios y Constitución” (Zorrilla, 1969, citado en Martínez del Campo Rangel, 2010, p. 254).

Todo estaba dispuesto para matar al Libertador de México. El resto de la historia, así como sus efectos para la posteridad, podrán leerse en la próxima entrada.

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Bibliografía y material audiovisual:

Clío (2010). Héroes de Carne y Hueso. Iturbide: Sueño imperial. Partes I y II. https://www.youtube.com/watch?v=NcZ7TI5W8t0

Martínez del Campo Rangel, S. (2010). El juicio de Agustín de Iturbide. https://archivos.juridicas.unam.mx/www/bjv/libros/6/2918/14.pdf

Olavarría y Ferrari, E. (1883). El cadalso de Padilla. (Memorias de un criollo) 1821-1824. Filomeno Mata. México: Colección Siglo XIX Mexicano.

Murió Juárez…

Muere el Benemérito de las Américas…… Hoy 18 de julio fallece Pablo Benito Juárez García a la edad de 66 años, catorce años llevaba ya como presidente. Don Benito en 1871 no daba traza de querer dejar la presidencia, no sé si doña Margarita su esposa le haya sugerido que descansara ya, Juárez desechaba esas sugerencias, creyéndolas interesadas, don Benito debe haber repetido aquello de: Los consejos no pedidos los dan los entrometidos…

El 26 de junio de 1871 se efectuó la elección para presidente de la república, para el periodo 1871-1875, tres candidatos había, Juárez, Lerdo de Tejada y Porfirio Díaz. Pues bien Juárez jamás estuvo dispuesto a dejar la presidencia por nada. La tensión entre Juárez y Díaz, culmino en la elección presidencial de 1871, cuando Juárez uso fondos del gobierno y se valió de toda suerte de artimañas para conseguir la reelección. Don Porfirio se lanzó a la guerra con el Plan de Tuxtepec para terminar con el gobierno dictatorial de Juárez. Don Benito afronto con mucha tranquilidad la rebelión de Díaz, las torpezas que cometió don Porfirio obligaron a este salir del país, sin embargo, en el Norte la sublevación había cundido.

El 17 de julio de 1872, don Benito despacho como de costumbre los asuntos de su cargo, dicto una carta a su secretario, no podía imaginar mientras dictaba que la firma que pondría a esa carta sería la última que estamparía en su correspondencia. Decía: Esperamos de un momento a otro la ocupación de Monterrey por las fuerzas unidas de los generales Sostenes Rocha, Ceballos y Revueltas… Y en efecto esa misma noche Monterrey fue abandonada por los del Plan de Tuxtepec, había sido tomada por los juaristas.

Don Benito impasible como una esfinge, desde las 7 de la mañana del 17 de julio, había sentido síntomas iniciales del mal que lo llevo a la tumba, que posteriormente seria descrito por los médicos como una neurosis crónica del gran simpático. Aunque para algunos historiadores contemporáneos, a don Benito fue envenenado con una hierba llamada la ventiunilla, dada en una fiesta por la Carambada mujer enemiga de Juárez. don Darío Balandrano director del diario oficial, cuenta que estaba leyendo en voz alta la nota de un periódico cuando de pronto don Benito se levantó del asiento y se llevó las manos al cerebro haciendo un gesto de dolor. El resto de la jornada trascurrió normalmente.

Al despertar a las 6 de la mañana del 18 de julio de 1872, don Benito se sintió muy mal, tanto que por primera vez en muchos años no pudo levantarse para ir a su trabajo, doña Margarita había fallecido un año y medio antes el 2 de enero de 1871, don Benito a los doctores les dio la orden; a nadie debían decir que estaba en cama. Paso toda la mañana con un dolor cordial, a las 7 de la tarde los malestares se hicieron más intensos, el doctor Alvarado médico de la familia dijo a la familia, el señor presidente está muy grave, por disposición de Alvarado fueron llamados los doctores Rafael Lucio y Gabino Barreda, uno de ellos sugirió un tratamiento que consistía en derramar agua hirviendo sobre el pecho del enfermo a fin de reanimarle el corazón, se procedió a realizar tremenda cura, que causo intensísimo dolor a Juárez. A las 10 de la noche Juárez agravo, los médicos decidieron aplicarle inyecciones de morfina en el lado izquierdo del pecho. A las 11:25 de la noche de aquel 18 de julio de 1872, se recostó sobre su lado izquierdo y puso la cabeza en su mano sobre la almohada. Cerró los ojos, a las 11:30, se agito un momento y un estertor salió de su garganta. Luego su cuerpo pareció aflojarse, el doctor Alvarado se acercó y le tomo la mano, luego, sin levantar el rostro, pronuncio una sola palabra; Acabo…

Esa misma noche se acordó llevar el cadáver del presidente a un salón del Palacio Nacional, antes sin embargo, los doctores Alvarado, Barreda y Lucio, procedieron a embalsamar el cadáver. Don Benito fue sepultado hasta el 23 de julio, en el túmulo mortuorio del difunto no aparecieron símbolos religiosos, si no los de la orden de la masonería. Fue sepultado en el templo – panteón San Fernando, a los dignatarios de la iglesia les habría gustado seguramente impedir el entierro del presidente, en sagrado, pues Juárez fue enconado enemigo del clero y, además murió impenitente. Ya no podían los clericós, sin embargo, hacer tal cosa, pues las Leyes de Reforma habían convertido en civiles los cementerios religiosos….

FUENTE: Conoce México a través de su historia (página de facebook)