El Rincón de San Andrés en Sahuayo

Francisco Gabriel Montes Ayala *Coordinador del Consejo de la Crónica de Sahuayo

Una de la comunidades de origen español, es San Andrés, que hacia el año de 1730 aparece como una estancia de ganado mayor y menor, muy cerca de los límites de la comunidad indígena de Sahuayo. Lo encontramos con diversos nombres, el primero encontrado en los sacramentales de la parroquia de Santiago Sahuayo, es como El Cerrito de San Andrés, luego lo encontramos como San Andrés y finalmente como Rincón de San Andrés.

El Rincón, registraba en los censos parroquiales las familias Victoria, Ceja, Sandoval, Ochoa, Figueroa, Guerrero, Torres, López, Mojica, Valencia, Espinoza, Amezcua, Escobedo, Navarro a mediados del siglo XVIII.

En la época de la guerra de independencia, el padre Pablo Victoria, nacido en aquella comunidad, a la sazón capellán de la Hacienda de La Palma, hizo que se levantara en armas el hacendado Luis Macías Mendoza. El padre Victoria, fue tomado preso por la acordada de Sahuayo, en el camino entre La Palma y Sahuayo a la altura del Ojo de Agua, según su expediente criminal levantado por el gobierno virreinal, fue llevado preso a la cárcel de Belén, donde muere el año de 1813.

Otro insurgente importantísimo nacido en San Andrés, es Ignacio Navarro Victoria, sobrino del padre Pablo, quien llegó ha ser un caudillo importante en la zona del bajío, donde alcanzó fama y todavía en 1817 era combatido por las fuerzas realistas.

El Rincón de San Andrés, es una población conurbada con Sahuayo, y que hace algunos años, ys es un importante centro recreativo por el parque al que visitan miles de personas durante el año; es una comunidad apacible, con un templo dedicado a San Andrés, construido por el señor cura José Alvarez, y está sujets la comunidad católica a la Parroquia de Guadalupe de Sahuayo.

El Rincón de San Andrés, es una de las comunidades más avanzadas de las que tiene el municipio de Sahuayo en cuestión de infraestructura.

Vale la pena visitar esta comunidad que es una de las más grandes de la municipalidad de Sahuayo.

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Copyright©Francisco Gabriel Montes Ayala, México 2025

Fotografía: Roberto Buenrostro Rodríguez y Francisco Gabriel Montes.

Fundación de Guadalajara 14 de febrero de 1542

Carlos Hirtado Rodríguez.  Hispanismo 2.0

14 de Febrero 1542: en el Valle de Atemajac, el conquistador español Cristóbal de Oñate, Beatriz Hernández y 63 familias españolas (incluida por ese tiempo Portugal 🇵🇹) realizan la cuarta y definitiva fundación de Nueva Galicia, actualmente conocida como Guadalajara.

Se instaló el primer ayuntamiento de la actual Guadalajara, presidido por el vizcaíno Miguel de Ibarra.

Además, en agosto de 1542 llegaron a su destino las reales cédulas expedidas por el emperador Carlos I de España 🇪🇦, en noviembre de 1539, en las cuales concedía a Guadalajara el título de ciudad y escudo de armas.

Ese mismo mes se pregonaron ambas cédulas en la plaza mayor de la novel y definitiva Guadalajara.

Jamay fue sede de la XLIX reunión biestatal de cronistas Jalisco-Michoacán.

Omar Antonio López Chávez *Cronista de Jamay.

El pasado 25 de enero, el municipio de Jamay, Jalisco, se convirtió en el epicentro de la historia y la cultura regional al albergar la XLIX Reunión Biestatal de la Asociación de Cronistas Jalisco-Michoacán. Este evento, que congregó a cronistas de diversos municipios y regiones, fue una oportunidad para compartir investigaciones, relatos y experiencias en un ambiente de colaboración y aprendizaje.

El Salón Paco Ochoa de la Casa de la Cultura de Jamay fue el escenario donde se presentaron ponencias que destacaron la riqueza histórica y cultural de la región. Los cronistas provenientes de La Palma, Michoacán; Pajacuarán; Tuxpan Jalisco; Jiquilpan; Yurécuaro; Vista Hermosa; Poncitlán; Tlajomulco; Atequiza; Jocotepec; San Antonio Tlayacapan; Chapala; Tuxcueca; Ixtlahuacán; San Miguel de la Paz,  Jamay,  y Guadalajara,  así como invitados de Tlaxcala, compartieron sus conocimientos y perspectivas, enriqueciendo el evento con su diversidad y profundidad.

Entre los destacados ponentes se encontraba Cruz Fernando Bañuelos López, cronista de Jamay, quien presentó una ponencia sobre el “Barrio de San Antonio”, uno de los barrios más emblemáticos del municipio. Las presentaciones también incluyeron temas como “El oficio del historiador” por Francisco Gabriel Montes, presidente de la ACJM, así como  “Flotilla de canoas cargueras” por Aida Aguilar, “Batalla de la Trasquila” en Jiquilpan por Salvador Meza Carrazco, y “Pajacuaran” por José Castellanos. Estas ponencias resaltaron la importancia de preservar la historia, no solo en los grandes eventos y figuras, sino también en los actos cotidianos y las tradiciones que conforman la identidad de nuestras comunidades.

La reunión no solo se limitó a las presentaciones. También se llevaron a cabo mesas de trabajo para discutir temas generales y planificar futuras reuniones. Entre las actividades se incluyeron presentaciones de libros y temas de investigación, y se propuso que Jocotepec sea la próxima sede para continuar con el intercambio cultural y académico.

La presencia de los cronistas de Jalisco y Michoacán en Jamay refuerza la identidad y el patrimonio cultural de las localidades involucradas. Este encuentro destacó las tradiciones compartidas, la proximidad a importantes cuerpos de agua, y la gastronomía que nos caracteriza y define como región. La celebración concluyó con un compromiso renovado de seguir trabajando juntos para mantener viva la historia y la cultura de nuestras comunidades.

El fraile de la Generala

Lic. Helena Judith López Alcaraz

En una fecha como esta, pero del lejano año de 1570, en la Guadalajara neogallega, pasó a la Eternidad el célebre y connotado Fray Antonio de Segovia, reconocido por su incansable labor evangelizadora y, de forma muy especial, por haber sido quien trajo, desde los lares michoacanos, la bendita y venerada imagen de la que ahora es la querida Generala, Taumaturga, Pacificadora, y Patrona de la Arquidiócesis tapatía y del Estado Libre y Soberano de Jalisco.

Fotografía antigua de la Virgen de Zapopan, digitalizada y subida a Flickr por Anastasio Juárez Herrera.

Nuestro personaje, según la Real Academia de la Historia, nació en Segovia, España, en 1485. Según Leonicio Muñiz, cronista de Guadalajara, vio la luz primera en esa misma ciudad, pero en 1500. Profesó en el convento franciscanos de la Limpia Concepción, en su urbe natal, y viajó a la Nueva España en el año de 1527, en la segunda barcada de religiosos que lo dejaron todo para extender la religión católica en las tierras novohispanas.

Firmemente decidido a cumplir su misión, durante su estadía en la Ciudad de México, Fray Antonio aprendió náhuatl a los pocos meses de su arribo, y luego pasó a la recién conquistada Nueva Galicia, donde emprendería y llevaría a cabo su mayor legado. Lo destinaron, en específico, al convento de Santa Ana en Tzintzunzan, Michoacán. En ese sitio, adquirió grandes conocimientos sobre la imaginería elaborada y trabajada con caña de maíz, técnica indígena que aligera el peso de las imágenes. Para la evangelización y catequesis, el fraile llevó sobre sí una imagen de la Virgen de la Concepción, de treinta y cuatro centímetros de altura, justamente de caña de maíz, hecha en Pátzcuaro. Él mismo había mandado fabricarla.

La efigie de Nuestra Señora de Zapopan, aunque para ese momento probablemente sólo Dios lo sabía, estaba lista para principiar su portentosa historia.

Los Anales de los indios de Tlajomulco –antes “de Santo Santiago”, hoy “de Zúñiga”– asientan que en 1530, cuando Guadalajara no había sido fundada ni siquiera por primera vez, Fray Antonio arribó a ese territorio y comenzó, contra viento y marea, la conquista espiritual de los tlaxomultecas. Al año siguiente, sin demora, empezó a catequizar y bautizar a los cocas y tecuexes. Podría decirse que era, sin temor a exagerar –esto es apreciación de quien esto escribe–, un San Francisco Javier en pequeña escala.

Fray Antonio de Segovia; Imagen del Apóstol de la Nueva Galicia con la imagen de la Virgen colgada al pecho. Fotografía subida a Wikipedia por Héctor Josué Quintero. Imagen mejorada por la autora.

Aunado a sus correrías apostólicas, Fray Antonio fungió como el primer custodio de la Orden franciscana en el Reino de la Nueva Galicia. Como tal, en 1531 –mismo año de las apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe en el cerro del Tepeyac–, institutó el convento de la Asunción, en Tetlán, junto a Tonalá, en las inmediaciones de lo que, más tarde, sería Guadalajara.

El 9 de octubre de 1531, en el atrio del susodicho convento, el egregio franciscano pregonó y efectuó, él mismo, el empadronamiento de las sesenta y tres familias que fundaron la villa del Espíritu Santo y, asimismo, mandó edificar –a raíz de la conquista, y en conmemoración de la victoria alcanzada– la primera capilla dedicada al primer miembro del Colegio Apostólico que sufrió el martirio. Poco más tarde, la ahora capital de la entidad jalisciense sería fundada por primera vez en 1532.

Durante algunos años, desde el convento de Tetlán, fray Antonio de Segovia, evangelizó, con sus hermanos de congregación, la mayor parte del Antiguo Occidente de México –es decir, los actuales estados mexicanos de Jalisco, Colima, Nayarit, Zacatecas–. Su extensa e perseverante acción apostólica se extendió entre los indios zacatecas, xiconaques, cuztiques y otomchichimeca. Porque, además de esto, Fray Antonio aprendió las lenguas cazcanas, coca y tecuexe.

Siempre a pie, descalzo, con su hábito de sayal, un Santo Cristo y la Virgen de la Concepción, cristianizó a miles de indígenas. En 1541, al llegar a su desenlace de la batalla del Mixtón –que puso en entredicho la Conquista– pidió al virrey de Mendoza:

“[…] ya ha corrido, Señor, sus términos la justicia, bueno es se le de lugar a la misericordia, yo me obligo a subir al cerro […] y me prometo con la gracia de Dios buen efecto, bajando a estos pobres reducidos”.

Fray Miguel de Bolonia y Fray Antonio de Segovia, este último portando en el pecho a Nuestra Señora de San Juan en 1542. Imagen: Página de Facebook de la Catedral Basílica de San Juan de los Lagos. Mejora por la autora.

Y cumplió la palabra empeñada. En compañía de Fray Miguel de Bolonia –nativo de Flandes, hoy parte de Bélgica–, o «Bologna» (pronunciado “Boloña”) logró bajar a seis mil combatientes, logrando paz y perdón para ellos. Después, se procedió a la fundación el pueblo de Juchipila, en el actual estado de Zacatecas. Cabe decir, como breve paréntesis, que Fray Miguel fue quien donó la imagen de Nuestra Señora –confeccionada en las cercanías de Pátzcuaro– que hasta la fecha se venera en San Juan de los Lagos. De hecho a él se le debe la fundación de San Juan Bautista Mezquititlán, que se convirtió en dicha ciudad jalisciense.

Llegó 1542, el año de la cuarta y definitiva fundación de Guadalajara, en el valle de Atemajac. En ese año, con pobladores indígenas, Fray Antonio refundó, en las inmediaciones, la villa de Zapopan. A ellos entregó la imagen que lo había acompañado por tanto tiempo en sus viajes evangelizadores: la Santísima Virgen de la Expectación, que con el correr del tiempo adquiriría tantos títulos como portentos habría de obtener del Todopoderoso para los habitantes de esta tierra que la tomó por Madre, gracias a la donación del fraile de Segovia.

Según relata Leonicio Muñiz, ya anciano, nuestro biografiado vivió en el Convento de San Francisco en Guadalajara, anexo al templo del mismo nombre, y que aún existe, donde siempre dio muestras de devoción y piedad. Cuenta la leyenda que Fray Antonio tenía por costumbre asistir al coro para rezar en solitario.

Templo de San Francisco de Asís, en Guadalajara, en el ocaso del siglo XIX. Fotografía: Guadalajara Antigua.

Una tarde, un hermano lego escuchó sus rezos, pero aquella vez, a diferencia de otras, las preces iban acompañadas de voces hermosas que, como cabía esperarse, movieron su curiosidad. El hermano se aproximó a la entrada del coro, donde vislumbró un resplandor muy especial que iluminaba al fraile, pero prefirió retirarse. Entonces descendió al refectorio donde, entonces sí, se llevó una gran sorpresa: ahí se encontraban todos los monjes, menos Fray Antonio.

Efigie levantada a Fray Antonio de Segovia en el atrio de la Basílica de Zapopan. Fotografía tomada por Luis Romo Herrera.

Al tiempo que se preguntaba quiénes, en tal caso, acompañaban al aludido en sus oraciones, subió de nueva al coro… sólo para hallarlo solo, en medio de las sombras, sin dejar de proferir sus plegarias.

Sin duda que los ángeles se le habían unido, pero ya habían desaparecido.

Extenuado pero con la satisfacción de quien ha cumplido su deber para con Dios y con el prójimo, habiendo sido el primer gran evangelizador de las tierras que ahora conforman Jalisco y parte de Zacatecas, Fray Antonio falleció en el convento franciscano ya descrito, el 19 de diciembre de 1570, a la edad de ochenta y cinco años. Justo una jornada antes, el 18 de diciembre, es la festividad litúrgica de Nuestra Señora de la Expectación, el nombre de la advocación de la Generala.

Atrio de la Basílica de Zapopan, en la que se yergue una estatua de Fray Antonio de Segovia. Fotografía del blog de San Carlos Fortín.

Los restos de Fray Antonio se encuentran en algún lugar del templo de San Francisco. Hasta la fecha se estudia la cuestión sobre un posible hallazgo, pero no se ha esclarecido todavía.

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Fuentes:

Aportaciones de Leonicio Gutiérrez Muñiz.

Gutiérrez Lorenzo, M. (2018). Antonio de Segovia. Real Academia de la Historia. https://dbe.rah.es/biografias/51520/antonio-de-segovia  

Valdivia, G. (s. f.). La Virgen de San Juan de los Lagos: historia y milagros de la imagen tan visitada en México. Turismo San Juan de los Lagos. https://turismosanjuandeloslagos.com/la-virgen-de-san-juan-de-los-lagos-historia-y-milagros-de-la-imagen-tan-visitada-en-mexico/

Crónica de un martirio anhelado, presentido… y planeado (II)

Sacrificio del Beato Miguel Agustín Pro (Segunda y última parte)

Lic. Helena Judith López Alcaraz

El P. Miguel Agustín Pro, de rodillas, haciendo su última oración justo antes de ser fusilado.

Acaban de cumplirse, el 23 del actual, hace unos días, un año más de que, en 1927, hace ya 98 años, el padre Pro, jesuita, maestro del disfraz y valientísimo sacerdote celoso por el bien de las almas a pesar de la atroz persecución religiosa, cayó traspasado por la descarga de un pelotón de fusilamiento.

En esta entrega, segunda y última con el título que encabeza el presente texto, ofrecemos la continuación y cierre de la historia de aquel martirio que no sólo había deseado con todas sus fuerzas, sino que, inclusive, lo había presentido y hasta dicho qué haría si llegaba a cumplirse su anhelo.

El Beato Miguel Pro, ya con los brazos abiertos, en el instante en que quiso gritar “¡Viva Cristo Rey!”, antes de que la descarga lo derribara. Imagen: Jesuitas México.

Miguel Agustín Pro había dedicado su vida al servicio de Dios y a la causa de la Iglesia, en un contexto de extrema violencia y odio contra todo aquello que ostentara el adjetivo “católico. La feroz persecución feroz contra la Iglesia católica se hallaba en su punto álgido. Las iglesias estaban cerradas desde el 1 de agosto de 1926, los sacerdotes eran cazados peor que alimañas peligrosas y muchos, a la sazón, ya habían sido asesinados. No obstante, con astucia y audacia, el presbítero había burlado a la policía y al gobierno para que los fieles de la Ciudad de México no se quedaran desamparados espiritual y materialmente. Porque, hay que señalarlo, no se limitó a administrar los Sacramentos sin cansancio, sino que, al haber quedado muchas familias sin sustento, por haber muerto o sido encarcelado el jefe, reunía y pedía víveres para llevárselos y mitigar, en lo posible, sus carencias económicas, en especial en lo tocante al alimento y el vestido.

Pero todo aquello había terminado. Dice la Sagrada Escritura, en el tercer capítulo del libro del Eclesiastés, “todas las cosas tienen su tiempo, todo lo que pasa debajo del sol tiene su hora. Hay tiempo de nacer, y tiempo de morir”. En el caso del que había nacido el 13 de enero de 1891 y que otrora fue novicio en El Llano, cerca de Zamora (Michoacán); del que había hecho el sacrificio de no volver a ver con vida a la autora de sus días para poder completar su formación sacerdotal; del que volvió a su patria justo dos semanas antes de la suspensión del culto público; y del que había arrostrado mil peripecias para no abandonar a su grey, ahora, era el tiempo de morir, de partir hacia la Eternidad.

Al acercarse al paredón de fusilamiento –sólo en ese momento se enteró de la condena que pesaba sobre él–, con la mirada hacia el frente, entrelazó las manos por delante. Su rostro, aunque marcado por las penalidades de los últimos días de la vida en prisión, y ya con la barba crecida por no poder afeitarla, no reflejaba miedo. Por el contrario, el Padre Pro se hallaba sereno, en paz, como si estuviera a punto de cumplir un sueño harto tiempo acariciado.

Fotografía del P. Pro en la noche inmediatamente anterior a su muerte, tomada en los sótanos de la Inspección de Policía. Imagen mejorada por la autora.

Y así era. Aquel miércoles gélido, Miguel Agustín Pro iba a conseguir la gracia que por tanto había implorado a Dios, a Nuestra Señora y –sí, no se lo había guardado ni era un secreto– a aquellos a quienes él quiso solicitarles que pidieran al Señor que se la concediese: el martirio.

Las investigaciones en torno al atentado fallido contra Álvaro Obregón, en el que el clérigo no había tenido nada que ver, no fueron sino un simple trámite con la sentencia ya dictada de antemano por el simple hecho de que él era sacerdote. Al llamarlo para su ajusticiamiento, el agente Mazcorro, jefe de Comisiones de seguridad, no vio salir de la celda más que a un hombre de fe inquebrantable y una profunda humildad, preparado para su encuentro definitivo con Dios.

Otro de los agentes, Valente Quintana, se aproximó al reo poco antes de que éste diera sus últimos pasos. Quizá los sentimientos religiosos afloraron, por un instante efímero, en aquel hombre avezado a capturar católicos. Tal vez fueron meros remordimientos de conciencia, o un desasosiego que quiso calmar. El hecho es que el policía, ya cerca del presbítero que estaba a punto de morir, le pidió perdón.

Y el interpelado, con la misma mansedumbre y sinceridad con que acogía a sus penitentes y atendía a los más desposeídos, le respondió:

—No sólo te perdono, sino que te doy las gracias.

Ficha de arresto del Beato Miguel Agustín Pro, con la huella de su pulgar derecho, elaborada durante la madrugada del 18 de noviembre de 1927, cuando fue aprehendido. Imagen: Casasola por la Cultura.

El trayecto hacia el paredón prosiguió. El padre Pro fue colocado en medio de unas siluetas metálicas con forma humana que servían para practicar el tiro al blanco y puesto a disposición del mayor de la gendarmería montada, Manuel V. Torres, quien, uniformado y con su sable envainado, aguardaba para dar las órdenes correspondientes al pelotón.

Más que acostumbrado a aquellos menesteres, el oficial fue con el sacerdote y le preguntó si tenía alguna última voluntad.

El padre, muy tranquilo, asintió y solicitó que le permitieran rezar. Concedido el permiso, con naturalidad, se puso de hinojos, cruzó los brazos y oró con los ojos cerrados. El mayor Torres se retiró unos pasos.

En derredor, los obturadores de las cámaras fotográficas no dejaban de funcionar. El primer mandatario había convocado a la prensa, a diplomáticos y funcionarios, y también a militares y demás personas allegadas al régimen. Aquel sacerdote estaba en sus garras, y había que liquidarlo con la mayor publicidad posible.

Lo que él no sabía, como tampoco su compinche y paisano Álvaro Obregón, era que aquellas instantáneas tendrían el efecto contrario.

Luego de su oración, el sacerdote oriundo de Guadalupe se levantó. Quedóse en pie, erguido y digno, como un atleta que está a punto de recibir el galardón. Todos los presentes habían podido repetir las palabras del Redentor en la Cruz al contemplar la delgada figura del mártir, vestido con suéter, traje y corbata, aguardando el momento supremo: “Consummatum est”, “Consumado es”.

Grabado que representa el momento preciso en que las balas, dejando tras de sí la estela de pólvora, salieron de los cañones de los rifles para impactar en el cuerpo del P. Pro. A la derecha, a la orden “¡Fuego!”, el mayor Torres ha bajado su sable. Mejora de imagen por la autora.

Sólo restaba proceder al fusilamiento. El mayor Torres quiso vendar los ojos al jesuita, quien se rehusó con amabilidad a la que, a la vez, supo unir la firmeza.

Justo antes de que el militar alzara su sable en el aire, al dar la orden de “¡Posición de tiradores!”, el padre Pro alzó los brazos y los abrió en forma de cruz. En una mano sostenía el rosario que tantas veces había desgranado; en la otra, su crucifijo.

Sonaron las voces de “¡Preparen!” y “¡Apunten!”, acompañadas por el cerrajeo de los máuseres y por el movimiento de éstos siendo levantados y dirigidos hacia el cuerpo del mártir.

Por un segundo, dio la impresión de que el tiempo se detuvo. En aquel instante preciso, a la par que la luz del sol mañanero iluminó la brillante hoja del sable del mayor Torres, el padre Pro llenó de aire sus pulmones para cumplir aquello que le respondió a Jorge Núñez Prida cuando éste le preguntó qué haría si lo arrestaban para matarlo:

«Pediría que me permitieran arrodillarme, tiempo para hacer un acto de contrición, y morir con los brazos en cruz, y gritando…»

—¡Viva Cristo Rey!

Placa que indica el sitio en donde se desplomó el P. Pro. Foto: Milicia.

Y lo hizo. Era la declaración postrimera de su fe y del más grande de sus amores: Dios, por quien ahora entregaba su vida y derramaba su sangre.

—¡Fuego! —bramó el jefe del pelotón.

Sonó la descarga, emergieron la pólvora y las balas… y Miguel Agustín Pro sintió cómo éstas impactaron en su cuerpo, provocándole un dolor indecible. Una de las cámaras captó el instante preciso en el que los tiros perforaron su carne. Era el culmen de su propio Gólgota. Aunque no había querido que lo privaran de la visión, había cerrado los ojos, tal vez como acto reflejo, quizá por la propia flaqueza de la naturaleza humana. A fin de cuentas, aunque era un auténtico santo, no dejaba de estar hecho con el mismo barro de los mortales.

Pintura del P. Pro, de la autoría de la artista Paula en el bosque (Instagram). Resaltan varios detalles: la iglesia de la Sagrada Familia, en la Ciudad de México, donde reposan los restos del mártir; el rosario que éste lleva en la mano; y la escena del fusilamiento.

Derribado por los proyectiles que escupieron los cañones de los fusiles, el mártir fue recibido por la tierra. Un charco escarlata se formó en torno suyo y mojó sus ropas y las piedras. El doctor Horacio Cazale, del Servicio Médico de la policía, se aproximó para certificar su deceso. Pero, como aún respiraba –además de que había que dárselo de rigor–, el sargento de la escolta fue, dirigió un rifle hacia su cabeza y le disparó el tiro de gracia en la sien, del cual brotó la sangre en abundancia.

Eran poco después de las diez y media de la mañana del 23 de noviembre de 1927. Las diversas fuentes indican entre las 10:30 y las 10:38 como la hora en que la carrera terrenal del amado pastor de almas tocó a su desenlace.

Primera plana de El Universal, periódico capitalino, en que se informó –con morboso lujo de detalle– sobre el asesinato del P. Miguel Agustín Pro y sus tres compañeros.


A Calles, que publicitando el ajusticiamiento quiso humillar a la Iglesia, los cálculos le salieron terriblemente. El afrentado fue él, no su víctima. Al día siguiente, 24 de noviembre, una ingente multitud acompañó los despojos del presbítero y de su hermano Humberto al panteón de Dolores, en medio de férvidas oraciones y de cánticos religiosos, entre los que destacó el celebérrimo “Tú reinarás”. Y su padre, don Miguel Pro Romo, principió el Te Deum ante la tumba que recién había acogido el féretro de su tercer hijo, el mayor de los varones, que ahora pertenecía al blanco ejército de los mártires, como dice el mencionado himno de acción de gracias.

Lejos de ser olvidado, el legado de sacrificio y arrojo sin par del padre Miguel Agustín no concluyó con su muerte. Su martirio se convirtió en un símbolo de la resistencia religiosa y de la fidelidad a Cristo Rey. Pese al intento inicial del presidente Calles por hacer de su muerte un escarmiento que nadie olvidase, lejos de amilanarse, los católicos mexicanos encontraron en él una figura luminosa que representaba la lucha por la fe, por la justicia y por la reyecía de Nuestro Señor, así como por la libertad de profesar y practicar la religión que nos trajeron los hispanos allende el mar, y que incontables personas más siguieron defendiendo hasta el punto de morir por ella, por lo que más amaban, por Jesucristo Rey.

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Crónica de un martirio anhelado, presentido… y planeado (I)

El sacrificio del jesuita Miguel Agustín Pro Juárez (Primera parte)

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Edición –hecha por la autora– de la fotografía que muestra el instante preciso en que el P. Miguel Pro, con los brazos en cruz, recibe la descarga de fusilería, el 23 de noviembre de 1927.

Más allá de la obvia referencia al título de la famosa novela de Gabriel García Márquez, consideramos que el epígrafe de la presente entrada no podría haber sido más acertado. Es verdad que, durante los tiempos más crudos de la persecución religiosa, en el trienio sangriento de 1926 a 1929, la idea del martirio no era ajena para los católicos mexicanos. Aquella frase con la que es conocido el adolescente mártir de Sahuayo, San José Sánchez del Río, no fue sino la expresión con la que incontables personas externaron la plena convicción, muy en sintonía con la teología martirial, de que si eran asesinados por odio a la fe obtendrían el más preciado galardón que Dios puede otorgar a un alma cristiana: la salvación eterna, y mejor aún, ipso facto, sin pasar por el Purgatorio.

Entre los mártires mexicanos, en particular entre los que ya han sido elevados a los altares, existen varios casos documentados de que algunos de ellos presintieron con claridad que el ofrecimiento de su vida se avecinaba, o incluso estaba a la puerta. Tampoco es secreto que incontables personas, no sólo los caídos beatificados o canonizados, desearon ardientemente derramar su sangre por la causa de Cristo y de su Iglesia, o tan sólo con tal de demostrar su amor y fidelidad a Él en aquellos tiempos aciagos. Empero, existió un mártir que, digámoslo en honor a la verdad, rebasó cuanto es posible afirmar al respecto de ambas cuestiones, y aún más: llegó al punto de planear qué haría si el régimen lo apresaba para matarlo y –por increíble que se escuche–, lo cumplió al pie de la letra.

Se trata del Beato Miguel Agustín Pro, miembro de la Compañía de Jesús, sobre quien hablamos un poco en septiembre, precisamente con motivo de que, junto con la madre Concepción Acevedo de la Llata, se ofreció formalmente como víctima por la conversión del presidente Plutarco Elías Calles. A lo largo de esta entrega veremos cómo, además de suspirar largo tiempo por el ideal del martirio, lo intuyó con claridad y especificó cómo procedería en aquel instante supremo.

Detalle de una pintura del artista español Raúl Berzosa Fernández, que representa al P. Pro en el momento de esperar los disparos.

En primera instancia, en lo tocante al deseo de morir por Cristo, éste se manifestó en dos vertientes: el primero, en las peticiones que el sacerdote zacatecano hizo a algunos fieles y amigos muy cercanos de que imploraran a Dios que le concediese “su gracia”, como él denominaba al martirio; el segundo, en todas las ocasiones en que en sus cartas, en medio de las asechanzas del régimen y de las barbaries que se suscitaban a lo ancho y largo del país, expuso ideas como las que siguen:

«Las represalias, sobre todo en México [la capital], serán terribles; los primeros serán los que han metido las manos en la cuestión religiosa, y yo he metido hasta el codo. ¡Ojalá me tocara la suerte de ser de los primeros, o… de los últimos, pero ser del número!» (Epístola del 12 de octubre de 1926)

«De todos lados se reciben noticias de atropellos y represalias; las víctimas son muchas; los mártires aumentan cada día… ¡Oh, si me tocara la lotería!» (Principios de noviembre de 1926).

«Es demasiada gracia para un tipo como yo, el merecer honra tan grande como el ser asesinado por Cristo. Aunque fuera de los del montón y de chiripazo… ya me contentaría. Pero no se hizo la miel para la boca de Miguel» (Misiva de algún momento de 1927).

En su lenguaje coloquial, “la lotería” era ganar la gracia del martirio. Y a menudo, como vimos en dos de los ejemplos anteriores, traía a colación el dicho popular alusivo al producto del trabajo de las abejas y el hocico de los asnos. Como es natural, según el padre Pro, él era el burrito y la miel, morir por la religión y por Dios.

Pero no hay que creer que tales ansias –que a más de alguno llegaron a parecer excesivas– habían nacido al calor de los hechos posteriores a agosto de 1926, cuando se recurrió al culto privado y clandestino que el gobierno castigaba con tanto ahínco y crueldad. Ya desde sus tiempos de novicio en El Llano (Michoacán), de 1911 a 1914, lo había dicho, cuando unos compañeros comentaban que ya había pasado el tiempo de los mártires –nunca creyeron seguramente, que estaba a la puerta–:

Detalle de otro retrato del Beato Miguel Pro pintado por Raúl Berzosa. Arriba, sostenida por los ángeles, se lee la proclama «¡Viva Cristo Rey!» Ilustración mejorada por la autora.

“¡Ojalá volviera y me tocara la lotería, aunque fuera de chiripa! ¡Me gustaría ser el mártir de los obreros!”

Como se verá, no era un mero capricho efímero o una ambición improvisada.

Ahora bien, aunque su corazón ardía en aquellos anhelos, no dejó de ser prudente y tomar algunas precauciones para ejercer su ministerio. Nuestro joven sacerdote, a pesar de las prohibiciones, continuó su labor evangelizadora, moviéndose encubierta pero muy ingeniosamente para asistir a los fieles. Para ello, utilizó sus dotes extraordinarias como maestro del disfraz. Sí, no fue el único presbítero que, por aquellos ayeres, alteraba su indumentaria para seguir ejerciendo su ministerio, pero sí el más célebre entre los que procedieron así. Caracterizado de mecánico, limpiabotas, estudiante rico con su perro, joven galante con traje y canotier, indígena vestido con calzón de manta y huaraches de cuero… en fin, de todo lo que se pudiera, siguió oficiando Misa en casas particulares, confesando, dando la extremaunción y repartiendo Comuniones en las que él llamó “Estaciones Eucarísticas”. Y como si tanto trabajo no bastase, se daba tiempo para impartir conferencias a choferes y pláticas a señoritas, por mencionar dos ejemplos.

Fotografía del Beato Miguel Agustín Pro Juárez, editada y mejorada por la autora.

Sin embargo, pese a su agudeza y audacia, la policía no descansaba en su empeño por capturarlo. El mismo padre Pro sabía que su cabeza estaba puesta a precio y que se ofrecía una gratificación a quien lo denunciara. Por ende, humana y cristianamente hablando, no se hacía ilusiones. Una vez, luego de un lance arriesgado, una de las religiosas de la congregación a la que auxiliaba, le dijo:

—¡Padre, esto acabará en el martirio!

Y el aludido, con picardía, repuso:

—¡Hum! No se ha hecho la miel para la boca de Miguel.

Pero casi en seguida, adquiriendo un tono serio, añadió:

—¡Plegue al cielo que yo sea mártir! ¡Pidan mucho a Dios por mí!

Al partir a alguna aventura peligrosa, decía: “¡A ver si por fin alguna vez me es concedida la gracia del martirio!

Otro testigo, en una declaración que recoge el P. Antonio Dragón –quizá el biógrafo más conocido y relevante del Beato–, refiere:

Fotografía del Beato Miguel Pro cuando todavía estudiaba en Bélgica, debido a su destierro forzado (a causa de la persecución religiosa desatada por la revolución carrancista). Imagen mejorada por la autora.

“Desear el martirio era en él como una obsesión. Con frecuencia le oí pedir oraciones para obtener de Dios esa gracia. «Pedid a Dios que me fusilen, decía en su humildad: porque solamente así podré ir al cielo. Pedid a Dios que me envíen a Chihuahua, donde la persecución es más violenta». Yo le respondí que no pedía a Dios tonterías. Si Dios lo quería mártir, bien podía hacerlo morir entre nosotros” (1934, p. 200).

Hasta aquí ya quedó bien establecida la magnitud de las aspiraciones del padre Miguel Pro. Pero ¿qué decir sobre sus “planes” para cuando sobreviniese el codiciado momento?

La respuesta a ello reside en una conversación, sostenida casi en vísperas del sacrificio, con Jorge Núñez Prida. Éste, directamente, le había preguntado:

—¿Qué haría usted si el gobierno lo apresara para matarlo?

Y el clérigo, con sencillez y como quien lo tiene pensado y fraguado con mucha anterioridad, respondió:

Pediría permiso para arrodillarme, tiempo para hacer un acto de contrición, y morir con los brazos en cruz gritando: “¡Viva Cristo Rey!”

Por último, en lo que toca a la corazonada o intuición de que muy pronto sería ultimado, el padre Pro también manifestó ese pensamiento apenas unas jornadas antes de que aconteciera. Veamos cómo pasó todo.

El 6 de diciembre de 1926, Guadalupe García le remitió una medalla religiosa al sacerdote. Precisamente un par de días antes, el 4, el héroe había sido arrestado y encarcelado por primera ocasión, en Santiago Tlatelolco. Hasta allí todo bien.

Cuadro del P. Pro, pintado por el también jesuita Gonzalo Carrasco. Es una de las imágenes más conocidas y difundidas sobre su iconografía.

No obstante, el 16 de noviembre de 1927, justamente la fecha en que se escondió con sus hermanos en la casa de la señora Valdés, su última anfitriona, el padre se presentó en casa de Guadalupe y, sin proferir vocablo alguno, le devolvió la medalla.

«Yo no quería recibirla, nos narra la persona en cuestión; pero él me dijo textualmente estas palabras: “¡Guárdala! ¿para qué quieres que quede sobre un cuerpo destrozado?”»

Este incidente, nos señala el P. Rafael Martínez Torres, “parece un indicio significativo de que el P. Pro conocía por luz sobrenatural que moriría mártir, puesto que precisamente en esos días se le había dado orden de salir del país. La fecha estaba fijada para el día 19, el siguiente a cuando fue aprehendido” (1976, p. 372).

Al día posterior de aquella escena, el futuro mártir celebró el Santo Sacrificio de la Misa por vez postrimera. Y en la madrugada del 18, fue aprehendido por un nutrido grupo de soldados y agentes de la policía secreta.

Sus deseos de sacrificar su existencia terrena por Cristo, harto tiempo acariciados y esperados, estaban por tornarse realidad viva.

¿Cumpliría sus planes de hincarse, orar a Dios y sucumbir con los brazos en cruz mientras pronunciaba el vítor que tantos, en los campos de batalla, ante los rifles o con el dogal al cuello, exhalaban?

Detalle de una fotografía del P. Pro, con apenas unos meses de ordenado, tomada en Enghien, Bélgica, en el mes de diciembre de 1925. Instantánea tomada por uno de sus condiscípulos jesuitas. Imagen editada y mejorada por la autora.

Aunque la contestación a la interrogante ya se conoce, sea por instantáneas, sea por la película de Miguel Rico Tavera (2007) o por alguna otra representación, la abordaremos largo y tendido en la siguiente entrada, cierre y culmen de esta.

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Bibliografía:

Dragón, A. (1934). Por Cristo Rey. El Padre Pro. México: Buena Prensa.

Ramírez Torres, R. (1976). Miguel Agustín Pro. Memorias biográficas. México: Tradición.

“Que es de María la Nación…” (II)

La Coronación Pontificia de la Santísima Virgen de Guadalupe (Segunda parte)

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Portada alusiva al título y al tema de la entrada. Al fondo, la Colegiata de Guadalupe, antigua Basílica; y en el centro, flanqueada por la bandera mexicana y por la corona que se impuso a la venerada imagen que Dios pintó en el ayate de Juan Diego, Nuestra Señora de Guadalupe. Edición de imagen por la autora.

Una vez que el arreglo y remodelación de la Colegiata de Nuestra Señora tocó a su desenlace, y que Antonio Plancarte y Labastida anunció la tan ansiada fecha de la Coronación Pontificia, tanto D. Próspero María Alarcón y Sánchez, a la sazón Arzobispo de México, como los otros prelados de la República, participaron a sus diocesanos la fausta y acariciada noticia, a la par que, como lo ameritaba la ocasión, giraron los respectivos programas para las fiestas que habrían de prepararse. Como parte esencial se difundió la siguiente oración:

“¡Salve, Augusta Reina de los Mexicanos! Madre Santísima de Guadalupe ¡Salve! Ruega por tu Nación para conseguir lo que Tú, Madre nuestra, creas más conveniente pedir. ¡Ave María!”

El 31 de mayo de 1895, día en que a la sazón –antes de las reformas litúrgicas de la década de 1960– se celebraba la fiesta de Santa María, Reina, Monseñor Alarcón publicó un pastoral convocatoria en la que decía que uno de los designios para la Coronación era “contribuír [sic] a que se estreche con nuevos vínculos de religiosa atención la verdadera fraternidad que debe existir entre los diferentes pueblos de este Nuevo Mundo con la nación mexicana” (citado en Cuevas, 2003, p. 415). No en vano poco después, tal como se dijo en el periódico poblano El Amigo de la Verdad, en la página 3 de su edición del 19 de octubre del mismo año –esto es, una semana después del evento–, comenzó a cundir el rumor de que se quería declarar a la Virgen de Guadalupe como Patrona de las Américas y de que los prelados mexicanos pensaban, seriamente, en solicitar al Papa la declaración correspondiente.

Monseñor D. Próspero María Alarcón, Arzobispo de México cuando se efectuó la Coronación Pontificia de la Virgen de Guadalupe. Imagen: Lugares INAH.

Más allá de habladurías –que jamás faltan–, fundadas o no, los preparativos para la Coronación se llevaron a cabo. Para disponer los ánimos de los fieles a la celebración de la grandiosa solemnidad, los eclesiásticos mexicanos dirigieron a los fieles de sus Diócesis respectivas una Carta Pastoral, en que les encarecían el imponderable beneficio que, en todos los sentidos, recibiría la nación con la Coronación de la Patrona y Madre de los mexicanos; y les proponían devotos ejercicios, rezos, obras de piedad y demás providencias para preparar no sólo el ánimo, sino el alma y el espíritu, para el suceso largamente ansiado.

En Morelia, el 15 de agosto, Monseñor Ignacio Arciga decretó que habría un solemne novenario de Misas en las diversas parroquias y en la Catedral. El 14 de septiembre, El Amigo de la Verdad anunció que en Puebla, por mencionar un caso, se celebraría en dicha Diócesis una Misa solemne en la Catedral y en todos los templos de la jurisdicción, a la par que a las 10 de la mañana, hora de México, se verificaría un repicar general de las campanas para anunciar que la Coronación había sido efectuada (tomo VII, número 49). Tales fueron las indicaciones de D. Francisco Melitón Vargas.

Fragmento del programa de festividades religiosas que se llevarían a cabo en Puebla con motivo de la Coronación Pontificia de la Virgen de Guadalupe, emitido por Monseñor Francisco Vargas, y publicado el 14 de septiembre de 1895 en El Amigo de la Verdad. Edición y resaltados por la autora.

Algo similar decretó Monseñor Atenógenes Silva, cabeza de la Diócesis colimense, y dio a conocer que el Santo Padre había concedido la posibilidad de ganar una indulgencia plenaria a todos los fieles que, cumpliendo las condiciones habituales, rezaran ante una imagen de la Guadalupana y tomaran en cuenta las intenciones del Papa (Álbum de la coronación de la Sma. Virgen de Guadalupe, 1895, p. 16).

Este es sólo tres de los incontables ejemplos de cómo cada región eclesiástica de la República se dispuso para los festejos en honor de Aquella que, oficialmente, sería coronada como Soberana de la Nación. Fue un clarísimo mentís a las declaraciones vertidas en la primera plana del capitalino El Diario del Hogar, en su edición del 6 de octubre de 1895: en ellas se garantizaba que “el espíritu religioso puede subsistir y seguramente subsiste en muchas conciencias sinceras, pero el espíritu fanático va desapareciendo rápidamente. Lo prueba de un modo claro es casi fracaso de la coronación” (p. 1, año XV, número 18). A los católicos no les importaban, ni remotamente, las críticas acerbas de los liberales, masones y jacobinos.

Para ellos sólo eran realidad las siguientes palabras, con las que principiaba la introducción del Álbum de la coronación que se imprimió poco más tarde:

“Pronto, con el favor de Dios, será coronada la Virgen Santísima de Guadalupe, por / la fé y la piedad de un pueblo, que apenas nació ayer y ya se ha abrevado con las / amargas aguas de todos los dolores y todos los desengaños; que en ménos de un si- / glo ha sido atribulado con todas las aflicciones, con que otros pueblos no han sido / probados sino en el transcurso de muchos siglos. Llena está de lágrimas, pero tam- / bien de enseñanzas, la escuela del dolor: no hay oración más intensa ni más férvida, / que la que se levanta desde el profundo y pavoroso abismo de la desolación.

Al elevarlo hoy México, implorando el socorro de la Virgen Poderosa, levanta / su rostro bañado con las lágrimas del dolor de su pasado y de los terrores de su / porvenir. La Coronación de la Santísima Virgen de Tepeyac, será el acto más solemne de su / piedad y el más grandioso suceso en sus anales religiosos. La plegaria que la nación mexicana / elevará á la Virgen Santísima al coronarla, será el suspiro inmenso de su ternura, que después / de repercutir en los cristales de sus lagos y en las crestas de sus montañas se irá difundiendo so- / bre las olas de ambos mares; el himno interminable de su amor, que resonando de corazón en / corazón sobre las generaciones futuras, llegará hasta los lindes de la eternidad” (1895, p. 9).

El 28 de septiembre de 1895, el Abad Plancarte y Labastida, designado como tal desde el mes de junio anterior, tomó posesión de su flamante cargo ante la venerada imagen. Esto fue a petición de los demás miembros del Episcopado Mexicano; a juicio de Gutiérrez Casillas, así le recompensaron “sus personales merecimientos y el haber llevado a término las obras del santuario” (1984, p. 363).

Antonio Plancarte y Labastida (1840-1898), que fue nombrado Abad de la Colegiata de Guadalupe con motivo de la Coronación Pontificia.

Un par de jornadas después, al alba del 30 de septiembre, el portentoso ayate de Juan Diego fue conducido y puesto en el trono dispuesto para la que, al cabo del magnífico docenario, sería coronada oficial y canónicamente como Reina de México, para demostrar, en efecto, “que es de María la Nación”. Un acontecimiento imprevisto vino a revivir las álgidas discusiones entre los antiaparicionistas y quienes sí creían, con todo fervor, en los milagrosos hechos de diciembre de 1531: con gran pasmo, se observó […] que la corona de diez rayos o puntas de oro, que desde el principio cubría su cabeza, había desaparecido, pero sin ninguna huella de raspadura u otra violenta acción humana” (Gutiérrez Casillas, 1984, p. 363). Era como si Dios mismo, Quien pintó aquel incomparable y celestial cuadro, hubiese esperado a la Coronación Pontificia para remover la corona primigenia que, como Soberana que es, Él le había colocado a la Bienaventurada siempre Virgen María.

Al enterarse de aquel suceso, nos sigue contando José Gutiérrez Casillas, “no faltó quien contra el testimonio de todos los escritores guadalupanos y dictamen de 1751 [aún en vida de Boturini, el autor original del proyecto de coronar a Nuestra Señora de Guadalupe (1)] del pintor Cabrera, y en oposición a todas las copias y estampas conocidas, dijera que jamás se había probado la existencia de corona en el cuadro” (p. 363). Otros fueron más lejos y sostuvieron, hasta el cansancio y sin disponer de pruebas, que alguna mano atrevida había borrado la corona.

Lo que indiscutible, subraya Gutiérrez, es que la imagen de la Morenita sí la tuvo, y también que entonces, cuando la Coronación Pontificia estaba a la puerta, ya no la tenía. Pero, según lo explica el autor, no se esclareció la forma –humanamente hablando, por supuesto– en que desapareció, ni el momento preciso en que eso ocurrió.

Al margen de las exaltadas disputas, el santuario fue bendecido el 1 de octubre de 1895 por Monseñor Alarcón, quien consagró el altar mayor con los ritos de rigor –el lector puede averiguar un poco al respecto en la entrada “León a los pies de Nuestra Señora”–. Con ello se inauguraron las festividades.

Altar mayor y trono de la Santísima Virgen de Guadalupe, dispuestos para la Coronación Pontificia, el día en que el primero fue consagrado, 1 de octubre de 1895. Imagen tomada del Álbum de la coronación de la Sma. Virgen de Guadalupe y mejorada y editada por la autora.

Sólo cuatro prelados no asistieron a la Coronación. El Amigo de la Verdad, en su edición del 19 de octubre, especificó sus nombres: Pedro Loza y Pardavé, José María Cázares y Martínez (Obispo de Zamora), Herculano López de la Mora (de Sonora). Pero también, hay que reconocerlo, proveyó el listado de todos los Príncipes de la Iglesia que sí fueron y que, para no cansar al lector, no transcribimos; mejor incluimos el fragmento del facsímil.

Listado de los Obispos –y su respectiva jurisdicción eclesiástica– que concurrieron a la Coronación Pontificia de la Virgen de Guadalupe, publicado por El Amigo de la Verdad una semana después del evento. En la columna de al lado se menciona, por su parte, la idea de declarar a la Guadalupana como Patrona de las Américas, que ya desde entonces comenzó a circular. Edición y recuadros por la autora.

El 12 de octubre de 1895, incluso antes de la aurora, las calles de la Ciudad de México se fueron llenando de asistentes de forma paulatina, los cuales, emocionados, se encaminaron hacia la Colegiata. No faltaron feligreses que habían arribado desde la víspera.

A las cuatro de la madrugada ya había una nutrida multitud junto a la reja, y media hora después el P. Alberto Cuscó Mir celebró la Misa. Cuando acabó el Santo Sacrificio, ya la luz del alba comenzaba a pintar, con sus bellos matices, los muros del recinto sagrado y todo en derredor. Para aquel instante, la Villa se encontraba pletórica de gente. A las siete de la mañana, una hora antes de la que se había previsto para iniciar la egregia ceremonia, ya no se podía dar un paso cerca del templo.

Aprobación y bendición autógrafas de D. Próspero María Alarcón para la publicación del Álbum de la coronación de la Sma. Virgen de Guadalupe. Mejora de imagen por la autora.

A aquella muchedumbre, finalmente, se sumaba “la que habían transportado ciento diez coches desde el Distrito Federal, de los que sesenta y seis eran de primera clase y cuarenta y tres de segunda, doscientos cincuenta y seis carruajes particulares; ciento y tantos de alquiler: varios guayines; numerosos carros y carretas y las innumerables personas, que ya por devoción, ya por falta de vehículo, emprendían la marcha a pie” (Álbum de la coronación de la Sma. Virgen de Guadalupe, 1895, p. 83).

Colegiata de Guadalupe, antigua Basílica, donde se realizó la Coronación Pontificia de la Morenita del Tepeyac. Así lucía en 1895, precisamente ese año. Imagen tomada del Álbum de la coronación de la Sma. Virgen de Guadalupe y mejorada y editada por la autora.

El mismo Álbum nos dice que, casi al tiempo que llegaban los vehículos,

“entraron por la puerta que se designó para dar entrada a los sacerdotes, que es la del ábside, doce caballeros, previamente nombrados por el Ilustrísimo Señor Abad para hacer la recepción en las respectivas puertas, en cada una de las cuales estaba un comisionado, un Sacerdote y un gendarme para conservar el orden en el templo […]. Estos Señores vestían de rigurosa etiqueta, y en el ojal del frac llevaban un distintivo que consistía en una medalla, que tenía en el anverso la Imagen de Guadalupe, y en el reverso San Felipe de Jesús; suspendida de una roseta de color morado y café” (p. 83).

A las siete y media, aproximadamente, los Obispos y Arzobispos se apersonaron en la Colegiata y empezaron a entrar por la puerta de honor, es decir, la del Colegio de Infantes. Los carruajes en los que iban se aproximaron con suma dificultad, ya que, aunque estaba destinada exclusivamente para ellos, el Cuerpo diplomático, madrinas, bienhechores, notarios y parte del servicio especial del Coro, la multitud de fieles de toda edad y condición social que pretendía introducirse en el templo era incalculable. Todos se esforzaban por ingresar por donde se pudiera, sin importar cómo.

Por último, por la puerta antedicha, entró una representación de indígenas de Cuautitlán, de donde era originario Juan Diego –para entonces no elevado a los altares–, compuesta por veintiocho integrantes: cada uno representaba a una de las Diócesis mexicanas. Dicha iniciativa, con aprobación del Abad Plancarte, había sido de D. Ramón Ibarra y González, Obispo de Chilapa.

Monseñor Ramón Ibarra y González, Obispo de Chilapa, autor de la idea de que veintiocho indígenas oriundos de Cuautitlán, lugar de nacimiento del vidente y mensajero de Nuestra Señora de Guadalupe, representaran a las Diócesis mexicanas en la ceremonia de la Coronación Pontificia. Retrato editado y mejorado por la autora.

La expectación se agigantaba, como también la emoción –y aun la ansiedad– de los presentes. El incontenible fervor y el piadoso entusiasmo de los católicos mexicanos que se habían dado cita para ser parte del acontecimiento llenaban la atmósfera y, simultáneamente, latían al unísono en los corazones de todos y de cada uno.

Faltaba media hora para que la ceremonia de la Coronación Pontificia de Santa María de Guadalupe tuviera lugar.

De ello, como broche de oro para esta serie, hablaremos en la tercera y última entrega.

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Bibliografía:

Adame Goddard, Jorge (2008). Significado de la coronación de la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe en 1895. Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM. Recuperado de https://repositorio.unam.mx/contenidos/5006158

Cuevas, M. (2003) Historia de la Iglesia en México. Tomo V. México: Porrúa.

Gutiérrez Casillas, J. (1984). Historia de la Iglesia Católica en México. México: Porrúa.

Sánchez y de Mendizábal, M. A. (17 de diciembre de 2023). La corona de Santa María de Guadalupe. Centro de Estudios Guadalupanos. UPAEP. https://historicoupress.upaep.mx/index.php/opinion/editoriales/desarrollo-humano-y-social/6957-la-corona-de-santa-maria-de-guadalupe

Traslosheros, J. E. (2002). Señora de la historia, Madre mestiza, Reina de México. La coronación de la Virgen de Guadalupe y su actualización como mito fundacional de la patria, 1895. Signos históricos. 4(7). https://signoshistoricos.izt.uam.mx/index.php/historicos/article/view/89

Álbum de la coronación de la Sma. Virgen de Guadalupe. Reseña del suceso más notable acaecido en el Nuevo Mundo. Noticia histórica de la milagrosa aparición y del Santuario de Guadalupe. Desde la primera ermita hasta la dedicación de la suntuosa basílica. Culto tributado a la Santísima Virgen desde el siglo XVI hasta nuestros días (1895). Imprenta “El Tiempo” de Victoriano Agüeros. Digitalizado por la Universidad Autónoma de Nuevo León.

Periódico El Amigo de la Verdad, de la ciudad de Puebla de los Ángeles. Ediciones del 14 de septiembre y del 19 de octubre de 1895.

Periódico El Diario del Hogar, de la Ciudad de México. Edición del 6 de octubre de 1895.

Historia Adversa: Hablar mal de Benito Juárez, era traición a la patria.

Francisco Gabriel Montes Ayala

En el siglo XIX durante el porfiriato, era imposible hablar mal del presidente Benito Juárez. Se comentaba que los escritores que se atrevían a escribir algo adverso a su figura, desafiando la historia oficial, se exponían decía Zubieta y Quevedo: “a los ataques materiales del esbirro y los morales o inmorales del insultador” y se enfrentaban a un aluvión de amenazas, persecuciones y ser señalados como traidores a la patria.

Me llamó mucho la atención para escribir esta colaboración, cuando encontré en un periódico del siglo XIX, que se llamaba La Voz de México del día 22 de julio de 1898, un artículo titulado: “La Prensa Católica y la Manifestación a Juárez”, donde se habla de las actividades que se desarrollaban en aquel año, por la figura patríotica del presidente. En aquella colaboración periodística, el autor, expresa lo siguiente: “Nuestro silencio respecto a Juárez, ha sido impuesto por la fuerza bruta. El liberalismo mexicano ha declarado, con ayuda de la policía, que Juárez está fuera de toda crítica de la Historia. Los famosos proclamadores de la libertad de imprenta y de pensamiento han declarado que juzgar los actos de Juárez es insultar a la nación: y ante este dogma de la inmunidad e intangibilidad histórica de un sujeto, hemos tenido que callar; porque nos parece muy poco donosa una controversia en que a las razones de la crítica se contesta con el palo de gendarme.

Así como el gran poeta español concibió un médico a palos, estos liberales de acá han concebido y realizado el silencio a palos y la gloria a palos.

Callamos, pues, por la obvia razón de que no nos dejan hablar. Se comprende que ese farisaísmo es fértil en sumo grado para la crítica; pero se nos ha puesto una mordaza, se ha declarado delito juzgar la personalidad histórica de Juárez, y no creemos que sea útil para nuestra causa entrar a bartolinas con la historia debajo del brazo. Impotentes los liberales mexicanos para defender en los estrados de la controversia científica la imaginaria grandeza de Juárez, han acudido a los cerrojos de las prisiones para asegurar con ellos el silencio de la historia” (La Voz, 1898).

Mucho se dice que la iglesia católica estaba en contubernio con Díaz, sin embargo el anterior comentario de uno de los periódicos católicos de aquel tiempo, muestra lo contrario o ¿solo sería el tema de Juárez el que provocaba esto? Pero seis años después, en 1904 rescatamos este otro texto en otro periódico.

Francisco Bulnes

Francisco Bulnes, un escritor liberal que para el centenario de Juárez, publica el libro del “El Verdadero Juárez”, es terriblemente perseguido, a tanto que en una carta publicada en el Tiempo dice a la letra: “Yo no me siento vencido, ni me sentiría aún cuando cada molécula del territorio mexicano hiciera una protesta contra mi libro; para mí la lucha comienza y estoy dispuesto a sostenerla; pero como está perfectamente organizada por la intolerancia jacobina el sistema de persecución y de terror para todo aquel que discrepa en lo más mínimo de que Juárez tiene que el Boudha de México y ser culto obligatorio para todos los mexicanos bajo la pena de ser declarado traidor a la Patria (sic)… y haber sido expulsado de la Cámara de Diputados por el crimen de haber escrito un libro que niego la divinidad de un hombre”(El tiempo, 1904).

Indiscutiblemente en todo tiempo, la historia y su narrativa, son manejados impunemente por el sistema político en turno para desvirtuar y hacer prevalecer las ideologías que cimentan los gobiernos.

Fuentes:

1.-La Voz de México, 22 de julio de 1898, pág. 2

2.-El Tiempo, periódico, 1º de septiembre de 1904 pág. 2

Yo, Juan Sayula Cantor.

El amo Torres


Yo vi la batalla de Zacoalco, yo la viví con pasión y temor en días aciagos y llenos de cambios tempestuosos. Que más podíamos hacer los de aquí y demás pueblos, sino aguantar precariedades e injusticias y envolvernos sin querer en el torbellino de lo inevitable.
Mis ojos vieron muchas cosas llenas de dolor, mis oídos escucharon las consignas de que rodara la sangre, sin saber quiénes serían los caídos y la pena de sufrir pérdidas de los más entrañables. Mi condición de necesidad me hizo entrar a la lucha sólo esperando despojarnos de una sumisión a los europeos.
Sin mal no recuerdo, esa batalla fue un domingo del 4 de noviembre de 1810, en la planicie  entre Zacoalco y Catarina, se enfrentó nuestro bando insurgente contra los realistas que venían de Guadalajara. A nosotros nos decían los pícaros o rebeldes, quién sabe por qué. El caso es que mermados en cantidad y en armas, no encontramos más remedio que coger machetes, piedras, hondas y cuanta vara puntiaguda fuera útil, para pelear contra el numeroso contingente que traía el hacendado de Huejotitán, Tomás Ignacio Villaseñor, opositor en la batalla. Por nuestro lado estaba José Antonio Torres, quien ya era de la gente conocida del señor Miguel Hidalgo, desde el levantamiento de septiembre de 1810.
Ya andaba la refrasca por todos lados. Eso no lo iba a detener nadie, así se pensaba por Cocula, Techaluta, Atoyac y hasta en los pueblos ribereños donde los de nuestra misma condición andaban ya alborotados. Atrás del cerro de Zacoalco, ya andaba levantado en armas Antonio Trinidad Vargas, por el rumbo de San Pedro Tesistán.
Algunos sacerdotes se dividieron en los dos frentes, pese a las prohibiciones del obispo Cabañas de excomulgar a cuanto religioso se metiera en el enredo. Por el lado de Jocotepec, se supo que el cura José Pablo Márquez, andaba  tras los tenientes de curas que agarraron la bandera de la rebelión. En Chapala se dijo que agarraron al Padre Robles, mandándolo preso a Guadalajara.
Ya tiene tiempo el rumor que entre el cura Márquez y el hacendado Villaseñor, hicieron sus alianzas para hacerle frente a todo intento de levantamiento en contra de la corona española. Son tantos los recuerdos que están hechos puño en mi cabeza, que con el tiempo he tratado de desenredarlos para tratar de entender tantas confusiones.
Los solares del plan de Catarina y Zacoalco, lugar donde acamparon,  guardaban aun las humedades de las lluvias del temporal anterior y todo anunciaba que sería trabajosa la lucha. El empeño de nuestras gentes pronto acobardó a los orgullosos realistas y criollos, cuando empezó la batalla al sonar la consigna de ¡Viva Nuestra Señora de Guadalupe y mueran los gachupines!
Estaban tan rabiosos los gachupines contra el Mayorazgo de Huejotitán, por su condición de criollo y el habérselos impuesto como líder de la comitiva realista, que se supo después que el peninsular don Pascual Rubio, intentó matarlo a mansalva, fallando en su intento.
Mis compañeros del combate dicen que la batalla duró más de una hora, yo creo que fue más, pero lo suficiente para derrotar a un grupo de orgullosos realistas que antes de pelear ya daban por hecho nuestro fracaso. Se tomaron prisioneros a muchos de ellos y, luego, se supo que a deshoras de la madrugada fueron ejecutados en las orillas de Zacoalco, pese a las prohibiciones del Amo Torres de no hacerlo.
Murió gente de Zacoalco, San Martín de la Cal, Barranca de Santa Clara, Atemajac de la Tablas, Juanacatlán, Techaluta, Amacueca y pueblos de esta demarcación.  A muchos de los nuestros los ejecutaron con saña y maldad, dizque para atemorizar a los alzados y someter el levantamiento. Degüellos, ahorcamientos, fusilamientos, decapitaciones y demás actos, fueron los ocurridos también entre los miembros aprehendidos de un bando y otro. Luego nos llegó la noticia de que El Amo Torres entró con sus ejércitos a Guadalajara, donde el cura Hidalgo los esperaba a sabiendas del triunfo.
Las memorias escritas mencionan a los españoles muertos en Zacoalco, siendo casi la mayoría vecinos de Sayula y fueron: Agustín Pérez de la Lastra, Fernando Fernández, Toribio de la Torre, Ángel Morales, José Isidoro de la Fuente, Agustín Caballero, Dionisio Sáenz, Antonio Fernández Montes, Manuel de la Torre Marroquín, Francisco Antonio Tellaechea, Francisco Hernández Sáenz, Ramón Viaña y Pablo Carrera.
Tan no se dejó la gente de todos estos pueblos que supimos que un mes y trece días posteriores a la batalla de Zacoalco, los indios de San Luis Soyatlán, le escribieron una carta de conocimiento y queja al mismo Hidalgo y para que se enterara el Amo Torres, de que pusiera orden en el cura Márquez de Jocotepec, debido a su intransigencia de cobrar los aranceles eclesiásticos más de lo normal.
Y se fueron más allá, porque les recordaron que muchos habitantes de los pueblos ribereños participaron en la batalla, exponiendo sus vidas, así como cincuenta valientes asistieron a la comitiva que entró triunfante a Guadalajara, acompañando al Amo Torres y demás insurgentes.
Se supo que ese ocurso lo escribió José de los Santos, escribano de Consejo, y que a nombre del Alcalde y del pueblo se firmó el 17 de diciembre de 1810, dejando bien claro que no se toleraría en lo sucesivo el descomedimiento del hermano del párroco, quien tenía en ocasiones la costumbre de cachetear a los feligreses en plena iglesia.
Triste fue nuestro destino en los días sucesivos a la derrota en Puente de Calderón, porque las represalias no se hicieron esperar al iniciar el sometimiento de los pueblos del sur. En febrero de 1811, el General Cruz y el Coronel Rosendo Porlier, acompañados del terrateniente de Huejotitán, con mano dura se hizo saber que “no debe perdonarse la vida a ningún rebelde sea de la clase, condición y edad que fuere”.
Luego supimos los de Zacoalco que al atacar José Santana al pueblo de Jocotepec, se sorprendió al cura Márquez auxiliando a un moribundo y allí se le dio muerte. El presbítero José María Berrueco, quien antes estuvo en ese pueblo y conocido del celoso cura, ya estando en Tlajomulco, se enteró de la noticia y  mandó traer el cuerpo del victimado para darle cristiana sepultura en la parroquia de San Antonio de Padua.
Mi testimonio está exento de intereses personales y doy fe como testigo de lo que vieron mis ojos y escucharon mis oídos. Por ello, es penoso recordar la bárbara ejecución que tuvo el hombre de armas Torres en Guadalajara, al ser vejado con todo lujo de alevosía y rencor vivo al destrozar su humanidad, advirtiendo sus verdugos que era por pago a sus feroces crímenes.
Fue el 23 de mayo de 1812, cuando fue ahorcado y descuartizado su cuerpo por ser acusado de traidor al rey y a la patria. ¿Cuál patria?
En la sentencia de ejecución así reza textualmente: “…condenándolo en consecuencia a ser arrastrado, ahorcado y descuartizado, con confiscación de todos sus bienes, y que manteniéndose el cadáver en el patíbulo hasta las cinco de la tarde se baje a esta hora, y conducido a la plaza nueva de Venegas, se le corte la cabeza y se fije en el centro de ella sobre un palo alto, descuartizándose allí mismo su cuerpo, y remitiéndose el cuarto del brazo derecho al pueblo de Zacoalco, en donde se fijará sobre un madero elevado, otro en la horca de la garita de Mexicaltzingo de esta ciudad por donde entró a invadirla, otro en la del Carmen, salida al rumbo de Tepic y S. Blas, y otra en la del bajío de S. Pedro, que lo es para el puente de Calderón (…) que pasados cuarenta días se bajen los cuartos, y a inmediación de los lugares respectivos, en que se hayan puesto, se quemen en llamas vivas de fuego, esparciéndose las cenizas por el aire; que con testimonio de esta sentencia se pase oficio al subdelegado de S. Pedro Piedra Gorda para que teniendo el reo casa propia en aquel pueblo, y no habiendo perjuicio de tercero por censo u otro derecho real sobre ella, la haga derribar inmediatamente y sembrar de sal, dando cuenta con la diligencia correspondiente”.
Yo, Juan Sayula Cantor, quien dejé mi ombligo al parirme mi madre en este pueblo de San Francisco de Zacoalco, dejo estas palabras para la posteridad.

MANUEL FLORES JIMÉNEZ/ CRONISTA DE JOCOTEPEC, JALISCO.
A 214 años de la batalla de Zacoalco, entre insurgentes y realistas, con algunas referencias del libro “El gobierno insurgente en Guadalajara, 1810-1811”, de José Ramírez Flores.

“Tú reinarás, oh Rey Bendito…”

Historia de este célebre himno en honor de Jesucristo Rey

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Fotomontaje alusivo al título de la entrada, que muestra a Cristo Rey, coronado de espinas pero triunfante, con vestiduras encarnadas y una capa dorada, circundado por la bandera mexicana y por una rama de olivo. Edición por la autora.

Esta hermosa pieza musical, a pesar de ser sumamente famosa y entonada actualmente por los fieles en Misas y procesiones eucarísticas y en las festividades en honor de Cristo Rey –y cómo olvidarlo, en Sahuayo, en el marco de los festejos en honor a San José Sánchez del Río–, tiene una historia muy poco conocida.

Es verdad, asimismo, que nuestros ascendientes ya cantaban esta canción desde los trágicos aunque gloriosos tiempos de la Cristiada y la persecución religiosa, y que de hecho fue gracias a esta gesta que sus versos y su melodía se popularizaron tanto que, hasta nuestros días, es ya un auténtico clásico musical cristero, aún más que otro bastante popular que inicia con las palabras: “Que viva mi Cristo, que viva mi Rey”. Como dato curioso adicional, incluso se le utilizó como tema principal de la música del filme “Padre Pro (Miguel Rico Tavera, 2007), sobre el Beato Miguel Agustín Pro, compuesta por José Luis Guzmán Wolffer. En una escena, poco antes de su martirio, podemos ver al jesuita y a sus compañeros de prisión entonándola, llenos de emoción; y después, durante los créditos, el espectador puede deleitarse con una versión que incluye las dos primeras estrofas.

¿Pero cuáles fueron los orígenes del “Tú reinarás”? ¿Quién fue su compositor? ¿En qué año surgió este hermoso cántico compuesto por estrofas de cuatro versos de nueve sílabas [1], y un estribillo con dos versos de siete sílabas y dos de nueve?

Promocional de la banda sonora original de la película Padre Pro (2007), de la cual el himno «Tú reinarás» es el tema principal.

La canción original, contrariamente a lo que muchos –en especial nosotros, los mexicanos– pensarían, no fue compuesta en lengua española, sino en francés. El creador fue el sacerdote Francois Xavier Moreau en 1882. El himno primigenio, por su parte, se llama “Nous voulons Dieu” –la expresión en idioma galo para “Queremos a Dios”–, y fue compuesto en honor de Nuestra Señora de Lourdes con ocasión de una peregrinación que el presbítero realizó a la Grotte de Massabielle –mejor conocida como la Gruta de Lourdes–, a orillas del río Gave de Pau, Francia.

He aquí la primera estrofa y el estribillo, cuya traducción adjuntamos:

Nous voulons Dieu, Vierge Marie,

Prête l’oreille à nos accents;

Nous t’implorons, Mère chérie,

Viens au secours de tes enfants.

(Refrain)

Bénis, ô tendre Mère,

Ce cri de notre foi :

Nous voulons Dieu ! C’est notre Père,

Nous voulons Dieu ! C’est notre Roi.

Y la traducción al español:

Queremos a Dios, Virgen María,

presta el oído a nuestros acentos,

te imploramos, Madre querida,

ven en ayuda de tus hijos.

(Coro)

Bendice, ¡oh tierna Madre!,

este grito de nuestra fe.

¡Queremos a Dios! Es nuestro Padre.

¡Queremos a Dios! Es nuestro Rey.

El canto, muy pronto, adquirió notable relevancia litúrgica.

A su vez –prueba de su rotundo éxito musical y religioso–, existió una versión italiana del mismo canto, “Noi vogliam Dio, Vergin María”, cuya traducción es casi idéntica a la francesa:

Noi vogliam Dio, Vergin Maria,

benigna ascolta il nostro dir,

noi t’invochiamo, o Madre pia,

dei figli tuoi compi il desir.

(Ritornello)

Deh benedici, o Madre,

al grido della fe’,

noi vogliam Dio, ch’è nostro Padre,

noi vogliam Dio, ch’è nostro Re.

En ambos casos, de cualquier modo, la única diferencia reside en la letra. La melodía es idéntica a la del himno cantado durante la persecución religiosa en México y la Cristiada, y cuyos acordes y notas son familiares para la inmensa mayoría de los católicos de nuestro país.

¿Quién compuso nuestra versión mexicana, la que cantaban los defensores de la fe en el combate y en los campamentos y que, con toda certeza, también salió de las fervientes gargantas de algunos de nuestros Mártires mexicanos, tanto de los que han sido elevados a los altares y los que no (la mayoría)? Sin importar lo exhaustivo de nuestra investigación, no hemos podido encontrar tan preciado dato, como tampoco el año del cual data la letra que conocemos. Quizá fue para los tiempos en los que Su Santidad Pío XI, mediante su Encíclica Quas Primas, instauró la Solemnidad de Cristo Rey en 1925, pero no tenemos ningún documento que avale, sustente o ratifique nuestra hipótesis.

El Papa Pío XI, autor de la Encíclica Quas Primas, a través de la que instituyó la fiesta de Cristo Rey.

Lo que es innegable es que, independientemente del anonimato del compositor de la letra mexicana del “Tú reinarás”, desde aquellos ayeres, ya a mediados de la década de 1920, aquél se convirtió en una canción indispensable para los católicos mexicanos, y en una infaltable para las ceremonias relacionadas con Cristo Rey y con todos los que, independientemente de su edad, sexo o condición, dieron su vida por Él y por la religión católica en nuestra patria. Es maravilloso y sobrecogedor ver que, pese al paso inexorable de las décadas –y dentro de poco, de una centuria–, y de cómo se han modificado las costumbres, este bellísimo himno sigue conservando esa vigencia apabullante, la misma que tuvo un 24 de noviembre, pero de 1927, cuando una ingente multitud acompañó los restos del sacerdote Miguel Agustín Pro Juárez y de su hermano Humberto al panteón de Dolores, en un funeral apoteósico.

Para terminar, por último, compartimos la letra completa de esta canción que los mexicanos, tomando prestada la melodía [3], hemos hecho tan nuestra:

Fieles y dolientes depositan flores en el ataúd del P. Miguel Pro –hoy beatificado– durante su sepelio. Durante éste, innumerables personas entonaron el himno «Tú reinarás». Fotografía: INAH / Archivo del Arzobispado de México.

¡Tú reinarás!, este es el grito
que ardiente exhalan nuestra fe
!Tú reinarás!, oh Rey Bendito
pues Tú dijiste: “¡Reinaré!”

Coro:

Reine Jesús por siempre,
reine Su corazón,
en nuestra patria, en nuestro suelo,
que es de María la nación.

Tu reinarás, dulce esperanza,
que el alma llena de placer;
habrá por fin paz y bonanza,
felicidad habrá doquier

Tu reinarás en este suelo,
te prometemos nuestro amor.
¡Oh buen Jesús!, danos consuelo
en este valle de dolor.

Tú reinarás, reina ya ahora,
en esta casa y población [2],
ten compasión del que te implora
y acude a Ti en la aflicción.

Tú reinarás, toda la vida
trabajaremos con gran fe
en realizar y ver cumplida
la gran promesa: “¡Reinaré!”

Notas:

[1] El eneasílabo es un verso de arte mayor conformado por nueve sílabas, cuyo uso es poco frecuente en español. Cuando se emplea, aparece sobre todo en los estribillos de canciones de tradición oral.

[2] En otras versiones dice: “en toda casa y población”.

[3] Algo idéntico a lo sucedido con la música de la Marcha Real Española (o Marcha de Granaderos), actual Himno Nacional de la madre patria, para dar lugar a la canción que empieza con las palabras “La Virgen María es nuestra protectora” y que, en cierta parte, dice: “Somos cristianos, y somos mexicanos. / ¡Guerra, guerra contra Lucifer!” Al igual que con “Tú reinarás”, no se conoce al autor de la letra.

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Versión de la “Alegoría del sueño de Valverde” de D. Antonio Segoviano (1924) pintada por Tobías Villanueva, guanajuatense. La obra original fue inspirada por el sueño de Monseñor Emeterio Valverde y Téllez acerca cómo visualizaba la victoria de Cristo Rey en la Patria Mexicana. Actualmente la pintura original se encuentra en el Museo del Cerro del Cubilete, y la de Villanueva en la Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús, Fresnillo (Zacatecas).

Fuente:

Tomado de nuestra publicación original del 27 de octubre pasado, con ocasión de la Solemnidad de Cristo Rey –que, en el calendario anterior a las reformas litúrgicas del Concilio Vaticano II, y tal como lo especificó el Papa Pío XI al instituir la fiesta en 1925, se celebra el último domingo de octubre, el inmediatamente anterior a la Solemnidad de Todos los Santos–, en la página Testimonium Martyrum (expresión latina para “Testimonio de los Mártires”). Naturalmente hemos enriquecido el texto para esta entrada.