Jocotepec celebra anualmente, el 4 de julio, la fiesta en honor a “Nuestra Señora del Refugio”.
Esta tradición se remonta al suceso vivido por el señor cura Miguel Arana, quien durante un viaje de cabotaje por el Pacífico enfrentó un ciclón (15 de mayo al 30 de noviembre). La experiencia fue sumamente peligrosa: fuertes vientos, el barco inclinado por la fuerza de las olas, un violento balanceo que causaba náuseas, el estruendo del viento, y la lluvia que aumentaba la confusión al dificultar la visibilidad. El miedo provocado por estas circunstancias adversas hizo temer por la vida del pasaje y por la integridad de la embarcación. Dicho temor resultó justificado, pues terminaron naufragando.
El padre Miguel Arana logró sobrevivir gracias a la experiencia de los marinos, expertos en corrientes marinas, vientos, obtención de víveres e improvisación de plataformas flotantes.
Aquel espantoso peligro lo llevó a elevar fervientes súplicas de auxilio a la Virgen, bajo la advocación de Nuestra Señora del Refugio. Prometió que, si salía con vida, celebraría una fiesta en agradecimiento. Desde entonces, los habitantes de Jocotepec conmemoran que el padre no perdió la vida en aquella tempestad.
Esta fiesta de agradecimiento comenzó probablemente después de 1866, año en que el padre Miguel Arana llegó a Jocotepec para apoyar al señor cura Vicente López de Nava.
Los manuscritos antiguos sostienen que la imagen fue esculpida de un árbol de huaje, y que su aparición fue hace 310 años, hacia 1715, siendo fray Manuel de Mimbela, Obispo de Guadalajara.
Narran los registros de la cofradía que se hizo cargo de su culto, resguardo y hospital, que la imagen pasó por varias vicisitudes, debido a las deficiencias del escultor que la creó y del auxilio posterior para mejorarla por otros.
A fray Miguel Aznar, le correspondió indagar sobre su claro pesimismo, respecto a la aparición de la imagen, quien primero fue nombrada Santo Cristo de la Expiración, luego Señor del Huaje, posteriormente, Señor del Dulce Nombre, para finalmente quedar como Señor del Huaje.
Fray Nicolás de Ornelas, contemporáneo del suceso de la aparición, lo consignó en su obra “Crónicas de la Provincia de Santiago de Jalisco”; de igual manera, fray Matías de Escobar, en su documento “Americana Thebaida”, hizo referencia del Cristo en sus crónicas.
En 1721, Francisco de la Cruz Godoy, natural de Jocotepec, era el mayordomo principal de la cofradía del Santo Cristo, pero la imagen estaba en poder de Lucas Mateo y su esposa Andrea Petrona.
El Museo de Historia de Ocotlán celebró este mes su 50 aniversario con una serie de eventos culturales, académicos y artísticos que reunieron a historiadores, instituciones, estudiantes y ciudadanos interesados en el patrimonio regional.
Fundado el 15 de abril de 1975, el museo ha sido un pilar en la preservación de la historia y tradiciones del municipio y sus alrededores. Para conmemorar medio siglo de labor, se llevó a cabo una ceremonia oficial el pasado fin de semana en sus instalaciones, donde se inauguró una exposición temporal titulada “Ocotlán: Memorias de Medio Siglo”, que recopila documentos, fotografías, objetos y testimonios que narran la evolución social y cultural de la región.
En esta ceremonia cívica, también se develó el nuevo nombre que acompañará desde hoy al Museo de Antropología e Historia de Ocotlán “José María Angulo Sepúlveda”, en reconocimiento a su principal promotor y presidente fundador. Al término del acto se depositó una capsula del tiempo, en donde se colocaron cartas de cientos de niños ocotlenses, documentos, fotografías y diversos objetos que narran la historia de esta institución y que será abierta en el 2050, cuando el museo cumpla 75 años.
Entre los asistentes se encontraban ex presidentes municipales, cronistas de la región, empresarios, familiares de fundadores, ex trabajadores, y socios activos y honorarios del patronato, quienes destacaron la importancia del museo como espacio educativo y de identidad comunitaria.
Las actividades conmemorativas incluyeron también un convivio en el Museo de Arte Sacro, ubicado al interior de la parroquia y concluyó con una ceremonia religiosa de acción de gracias en la Capilla de La Purísima.
Este aniversario no solo marca un hito en la historia del museo, sino que también renueva el compromiso con la divulgación y preservación del legado histórico de Ocotlán para las futuras generaciones.
Fuente: Museo de Historia de Ocotlán, página oficial.
El pasado 25 de enero, el municipio de Jamay, Jalisco, se convirtió en el epicentro de la historia y la cultura regional al albergar la XLIX Reunión Biestatal de la Asociación de Cronistas Jalisco-Michoacán. Este evento, que congregó a cronistas de diversos municipios y regiones, fue una oportunidad para compartir investigaciones, relatos y experiencias en un ambiente de colaboración y aprendizaje.
El Salón Paco Ochoa de la Casa de la Cultura de Jamay fue el escenario donde se presentaron ponencias que destacaron la riqueza histórica y cultural de la región. Los cronistas provenientes de La Palma, Michoacán; Pajacuarán; Tuxpan Jalisco; Jiquilpan; Yurécuaro; Vista Hermosa; Poncitlán; Tlajomulco; Atequiza; Jocotepec; San Antonio Tlayacapan; Chapala; Tuxcueca; Ixtlahuacán; San Miguel de la Paz, Jamay, y Guadalajara, así como invitados de Tlaxcala, compartieron sus conocimientos y perspectivas, enriqueciendo el evento con su diversidad y profundidad.
Entre los destacados ponentes se encontraba Cruz Fernando Bañuelos López, cronista de Jamay, quien presentó una ponencia sobre el “Barrio de San Antonio”, uno de los barrios más emblemáticos del municipio. Las presentaciones también incluyeron temas como “El oficio del historiador” por Francisco Gabriel Montes, presidente de la ACJM, así como “Flotilla de canoas cargueras” por Aida Aguilar, “Batalla de la Trasquila” en Jiquilpan por Salvador Meza Carrazco, y “Pajacuaran” por José Castellanos. Estas ponencias resaltaron la importancia de preservar la historia, no solo en los grandes eventos y figuras, sino también en los actos cotidianos y las tradiciones que conforman la identidad de nuestras comunidades.
La reunión no solo se limitó a las presentaciones. También se llevaron a cabo mesas de trabajo para discutir temas generales y planificar futuras reuniones. Entre las actividades se incluyeron presentaciones de libros y temas de investigación, y se propuso que Jocotepec sea la próxima sede para continuar con el intercambio cultural y académico.
La presencia de los cronistas de Jalisco y Michoacán en Jamay refuerza la identidad y el patrimonio cultural de las localidades involucradas. Este encuentro destacó las tradiciones compartidas, la proximidad a importantes cuerpos de agua, y la gastronomía que nos caracteriza y define como región. La celebración concluyó con un compromiso renovado de seguir trabajando juntos para mantener viva la historia y la cultura de nuestras comunidades.
Mtro. Manuel Flores Jiménez *Cronista de Jocotepec.
Corría el año de 1878, entre los vaivenes políticos como consecuencia de la guerra de Reforma en el país, Porfirio Díaz había hecho ya su pronunciamiento en contra del gobierno juarista, continuando las discrepancias en torno a la lucha por el poder.
En gran parte del territorio nacional prevalecía un ambiente de inseguridad donde los grupos de las gavillas sembraban el temor en los habitantes de todas las regiones, principalmente en los ataques que hacían a las haciendas y a las poblaciones, para saquear con violencia lo que encontraban a su paso.
Algunos de estos grupos de gavilleros provenían de jornaleros que mantenían cierta relación de amistad o parentesco y, que al calor de la efervescencia política de aquellos años, se mezclaron entre sí para delinquir al margen de la poco asertiva aplicación de la justicia que no era tan efectiva. De los míseros salarios que recibían por el pago de un jornal, vieron la facilidad de cambiarse a un bando que se enriquecía con mayor facilidad en las actividades propias de ese oficio.
Dentro del contexto municipal, el Lic. Trinidad Henríquez, Juez 3º. de lo Criminal, suscribió en el acta correspondiente, los hechos acontecidos la noche del 9 de noviembre de 1878, donde la localidad de Jocotepec, Jalisco, sufrió un gran robo, ascendiendo a 37 personas que fueron privadas de algunos de sus bienes. El mencionado juez registró los nombres y las cantidades de las que fueron afectados.
Carmen Rivera y compañía: 500; José B. Balcázar: 1000; Juan Félix y compañía: 967; Jesús Rivera y compañía: 400; Filomeno Chavoya y hermano: 980; Doña Guadalupe Blais: 200; José María Ybarra y Gómez: 300; Luis Loza: 179; José María Palos: 400; Jesús Acosta y compañía: 200; Feliciano Cuéllar: 109; José González: 180; Marcelino García: 90.90; Mariano Patiño: 40; Macario García: 200; Pedro Sánchez: 24; Eufemio Loza: 12.29; Rafael Cuevas: 87; Ignacio Cuevas y Acosta: 280; Pedro González: 1000; Antonio Veitia: 161; Martín Chacón: 9; Nepomuceno Chacón: 19; Agapito Ybarra: 199; Sebastián Ibarra 96; Trinidad Zárate: 100; *Sr. Cura Vicente López de Nava: 14; Jesús Huerta: 36; Jesús Villa: 30; *Pbro. Petronilo Chacón: 900; Doña Estéfana García: 90.29; Francisco G. Gutiérrez: 30; Guadalupe Aceves: 92.29; Pilar Ortega: 6.90; Jesús Flores: 12; Cipriano Rodríguez: 8; Manuel Castillo: 9.
El total de dinero confiscado por los malhechores fue 7,619.79.
Las declaraciones de algunos testigos como José María Palos, decían que el 9 de noviembre fue asaltado y robado el pueblo de Jocotepec; que reconocía algunas prendas rescatadas como propiedad de las señoras García: “dos tapalos de gros, uno plumbago y otro solferino y negro”, confiscados a Saturnino Castillo y Francisco Mesa. Una bola de gamuza amarilla dentro de un baúl (se dice que éste era de José Rivera) y unas botas.
Por su parte, el testigo José Jesús Espinoza, afirmó que el citado Eduardo Ayala, dijo públicamente que le dieran un apoyo económico, que de todos modos vendrían a robar a los más ricos. Que esa noche del asalto andaba revuelto entre los ladrones y les decía que fusilaran a Sánchez.
Por su parte, Eduardo Ayala, avecindado en la hacienda de Potrerillos, señaló que hace tres semanas estuvo en Jocotepec, y fue con el fin de sacar una camisa que tenía empeñada. Que estando en ese pueblo llegaron los ladrones entre ocho y nueve de la noche, en ese momento estaba en la tienda de Jesús Acosta, y otra persona lo vio también. Que “luego se echaron sobre la tienda y al exponerse lo golpearon, le quitaron sus calzones, su frasada y su camisa; que luego que pasó el robo se fue a dormir encuerado como estaba a la casa de Atanasio Chacón. Desde muy temprano se salió y se vino para la hacienda de Potrerillos, y que no conoce a José Sánchez ni tampoco conoció a ninguno de los ladrones”.
En otra declaración el presidente del ayuntamiento de Chapala, dijo que fueron apresados Máximo Castañón por Antonio Veitia en la hacienda de Zapotitán, y Ángel Calderón por Jesús Cuevas y Berrueco, quien le recogió un pantalón, unas pantaloneras, unas bolas de hule y un tranchete. Que tales prendas fueron reconocidas por don José Baltasar y don Feliciano Cuéllar, y eran de las robadas esa noche en el asalto.
Máximo Castañón, afirmó que era viudo de 35 años de edad, jornalero y vecino de Tlajomulco, que nunca había estado preso y que vino a este pueblo a ayudarle a su cuñado Jesús Huerta a recoger sus mazorcas.
Ángel Calderón, vecino de Tonalá, alfarero de 34 años, dijo que nunca había estado preso “y yo soy hombre de bien”; que vino el domingo a vender loza blanca, llegando el sábado como a las seis de la tarde. Entonces lo apresaron cuando traía unas prendas recogidas en la casa de don Marcelino Penando, que eran de él; que la esposa dijo que la había robado. Que para escaparse y no lo mataran se subió a un zalate y se bajó cuando llegó el auxilio para ver si no se habían robado su burro aparejado.
El testigo Feliciano Cuéllar, dijo que radicaba en Jocotepec, de 48 años de edad, casado y comerciante. Al preguntarle sobre qué hacía Ángel Calderón al apresarlo, respondió que lo vio en la plaza “pepenando cosas que largaron los bandidos”. Que eran unas prendas que tenía tapadas con unos manojos de hoja en el zaguán de la casa de don Marcelino García; que lo detuvieron a él, a Pedro García y a Jesús Cuevas y León. Que estaba “pepenando” las prendas en la plaza, frente a la tienda de su propiedad, siendo dos pares de pantalones y unas bolas de hilo que llevaba en la pechera.
Jesús Cuevas y Berrueco, comerciante y viudo de 27 años de edad, dijo que radicaba en Jocotepec. Que andaba ayudando a apagar un incendio la noche del asalto; que oyó un ruido de voces como pleito, corrió y a media plaza estaban don Feliciano Cuéllar, don Jesús de León y don Pedro García que forcejeaban con un hombre. Le dijeron éstos que ese hombre (Ángel Calderón) era uno de los ladrones, que consiguió un lazo y lo amarró poniendo a alguien que lo cuidara; que al registrarlo le encontró un envoltorio con bolas de hilo y un tranchete que traía en la pechera.
Los testimonios de los testigos muestran los nombres de vecinos de otra época y otros rasgos que por su peculiaridad llaman la atención. Ni el mismo párroco Vicente López de Nava y el sacerdote Petronilo Chacón se les escaparon a los gavilleros. A este último lo persiguieron mucho tiempo y estuvo a punto de morir en manos de estos grupos que se disfrazaban de “liberales”, cuando en realidad eran señalados como delincuentes.
No fue así con el sacerdote Bernardo Pérez, quien en otra ocasión fue fusilado a un lado de la puerta mayor, junto con el jefe de armas de la población, don Antonio Cruz Aedo, a quien lo colgaron de la puerta mayor del mismo templo. Los restos del cura López de Nava y del Padre Chacón fueron sepultados en el presbiterio de la capilla del Señor del Huaje, los dos murieron el mismo año.
En el libro titulado “El retrato de Jalisco”, de Carlos Navarro (octubre 2003, Prometeo Editores, Guadalajara, México), se registra un exvoto de agradecimiento de Diego Hernández, fechado en 1862, colección del mencionado autor, y que fue elaborado por el pintor José María Mares, cuya leyenda escrita (se corrige la ortografía para su mejor comprensión) es como sigue.
“En el año de 1862, el día 1º. de noviembre en la noche del mismo día me asaltaron en mi casa Antonio Aedo y otros cinco de su fuerza, y el mismo Aedo me sacó para fusilarme, y forcejeando para que me hincara, aclamé a la Purísima que me diera esfuerzo para suplicarles no me fusilaran, lo que conseguí por la intercesión de tan Divina Señora, y para que conste pongo este mi retablo: Diego Velázquez”.
Y continúa señalando Carlos Navarro que “En los Anales del P. Rivera nos enteramos que el diez de marzo de 1863, el jefe reaccionario Antonio Aedo (no confundir con el culto y arrojado Miguel Cruz Aedo) cae preso de Antonio Rojas en Jocotepec, Jalisco, junto con otras 32 personas, entre ellas el cura Bernabé Pérez, siendo fusilados ese día”.
Aproximadamente trece años después del hecho anterior (1866) es cuando llegó a Jocotepec como vicario el presbítero Miguel M. Arana. En las cajas de la parroquia de Jocotepec, del Archivo Histórico de la Arquidiócesis de Guadalajara, localicé una serie de datos que hablan sobre este acontecimiento descrito con anterioridad en el libro mencionado.
Están consignados en mi libro “Crónicas de San Francisco Xocotepec”, y los transcribo textualmente de la página 165: “Tres años anteriores a la llegada del Sr. Arana, para ser exactos, el diez de marzo de 1863, un grupo de radicales entraron a Jocotepec y fusilaron al Pbro. Bernardo Pérez (no Bernabé), quien tenía una edad de cincuenta años. Este hecho ocurrió “… en el cementerio a un lado de la puerta de la iglesia”; asimismo colgaron al Jefe de Armas Don Antonio Cruz Aedo, de la puerta mayor a la entrada del templo. El Padre Chacón fue sacado golpes de su casa con el intento de fusilarlo, pero al llevarlo al sitio del cementerio pudo escapar de sus verdugos con la ayuda de algunos conocidos.
Este hecho conmocionó a la población por el aprecio que se le tenía al Padre Bernardo Pérez, y ocurrió entre las tres y cuarto de la madrugada cuando la población fue asaltada por el famoso salteador y bandido Antonio Rojas y por Hermenegildo Gómez, los cuales fueron los causantes de muchos atropellos en toda la región. Por más de cuatro horas estuvieron combatiendo las fuerzas opositoras de Rojas contra las del jefe de Armas, Aedo, donde (perdió) la vida el anterior (…) y 32 personas entre soldados y oficiales y tomándose 50 prisioneros, armas y equipo de guerra”. Estos últimos tres o cuatro renglones se registran en el libro “México través de los siglos”. Ensayo histórico, p.134.
Cuando los católicos tapatíos se enfrentaron a la policía y a los federalesen plena calle
Lic. Helena Judith López Alcaraz
Ilustración coloreada del Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe. Fotografía: México en Fotos.
En una fecha como esta, pero de 1926, afuera del Santuario de la Virgen de Guadalupe en Guadalajara, cruce con la avenida Alcalde y la calle Juan Álvarez, en plena vía pública, tuvo lugar una auténtica batalla campal entre los feligreses tapatíos y elementos de la policía y del ejército federal, así como la defensa de la iglesia susodicha. Todo se debió, como sucedió en ciertos lugares del país, a dos factores clave: la oposición terminante del pueblo católico al cierre de los templos luego de la suspensión de cultos y los ánimos ya caldeados y exaltados a raíz de la persecución religiosa sistemática, y para entonces ya legalizada mediante la “Ley Calles”, de que eran objeto parroquianos y sacerdotes.
En el caso de la capital jalisciense, la gente se atrincheró en el Santuario debido al rumor, nada infundado, de que el gobierno acudiría para clausurar el inmueble. La intención de los obispos, en su Carta Pastoral Colectiva del 25 de julio, había sido que las iglesias permanecieran abiertas y que los fieles pudieran seguir orando en ellas, pero el régimen no estaba dispuesto a permitir aquello.
Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe visto desde la calle Pedro Loza casi en su cruce con Juan Álvarez y, afuera, el jardín Alcalde. Todo esto fue escenario del enfrentamiento entre católicos contra militares y policías el 3 de agosto de 1926. Fotografía mejorada por la autora.
La disposición de las autoridades fue clara: cualquier parroquia, oratorio o capilla que fuera abandonado por el sacerdote debía cerrar sus puertas. Esto, en innumerables ocasiones, y a lo ancho y largo de la República, era acompañado por la profanación del sagrado recinto y su apropiación por parte de la milicia federal, que los convertía en cuarteles, armerías, caballerizas y prisiones. A esto había que añadir el robo de vasos sagrados, quema de documentos y la destrucción de sagrarios, altares, bancas, ornamentos e imágenes. Estas últimas solían ser despedazadas o “fusiladas”. A los soldados parecía gustarles practicar o afinar su puntería con las efigies de la Virgen, de los Santos y aun con el mismo cristo del altar.
Por consiguiente, y con base en todo lo anteriormente descrito, no es de extrañar que, ante la posibilidad de que la policía y los soldados acudieran al Santuario guadalupano tapatío para cerrarlo y dedicarse al pillaje y a cometer sacrilegios a diestra y siniestra, los fieles de Guadalajara reaccionaran con ardor y se aprestaran a defenderlo a toda costa. Los hombres llevaron las armas que pudieron, en su mayoría pistolas o algún rifle o carabina. Las féminas y sus hijos, por su parte, se quedaron adentro del templo.
Santuario Guadalupano de Guadalajara visto desde la actual Av. Alcalde. Fotografía tomada en 1913.
Hubo, no obstante, un grupo de chicos que no se metió al Santuario, sino que se dedicó a solicitar –y aun demandar– a los transeúntes que respondieran a la proclama católica por excelencia en aquellos días: “¡Viva Cristo Rey!” o que la gritaran también al pasar frente al edificio. Todo marchaba con relativa calma, con todo y la tensión imperante, hasta que un automóvil transitó por el lugar. Dentro iba un oficial del gobierno, general Lorenzo Muñoz, con rumbo al Hospital militar, cercano al Santuario. Los mozalbetes le requirieron el vítor religioso y, como cabía suponer, el militar se rehusó y ordenó a su chofer que acelerara.
Los chicos no aceptaron la negativa ni que el vehículo siguiera su camino, y arremetieron contra éste con palos y piedras. Como la respuesta violenta de los muchachos no cesaba, el oficial Muñoz mandó al conductor que se detuviera, se apeó del carro y lanzó varios disparos al aire, aunque por la batahola no se distinguió si fue con la intención de hacer blanco o únicamente de asustarlos.
De cualquier forma, los tiros bastaron para enardecer a los presentes. Algunos hombres reaccionaron abriendo fuego detrás de sendos árboles del jardín Alcalde. El oficial no tardó en subir a su coche y, ya en el Hospital militar, vía telefónica, pidió refuerzos a la Jefatura de Operaciones.
Mientras, en el Santuario, la campana mayor fue tocada a rebato. Incontables personas del barrio acudieron al llamado y engrosaron el contingente católico, diseminándose tanto en el interior como en el exterior del templo. El cancel central fue cerrado como medida de defensa, por lo que pudiera ocurrir. Al cabo de un cuarto de hora, las calles cercanas al templo se habían atestado de gente.
Titular de El Informador fechado el 4 de agosto de 1926, un día después de los hechos en el Santuario. Recuadros y edición por la autora.
Treinta minutos después del incidente con el oficial callista, una camioneta de la Secretaría de Guerra arribó al sitio. Veinticinco soldados armados bajaron. De ellos, veinte se distribuyeron en el jardín y cinco, al mando de otro militar, quisieron entrar al Santuario por la fuerza y fueron hacia el cancel central.
De repente, salida de entre la multitud, una señorita se aproximó al jefe de los mílites y, sin pestañear, le hundió un puñal en la espalda. Presas del asombro y el miedo, los soldados no supieron reaccionar para ayudar a su líder, que yacía moribundo y ensangrentado en el piso. La muchacha, con calma que pasmó a los presentes, le quitó su pistola y su espada y se los dio a dos hombres que había dentro del cancel, diciéndoles:
—Tengan para que se defiendan.
Los señores que se hallaban en el atrio del Santuario conminaron a los cinco soldados a que se retiraran, bajo amenaza de dispararles. Los federales obedecieron y se unieron a sus compañeros en el jardín, sólo para abrir fuego, ahora sí, contra los que estaban en el templo y contra la multitud. Una parte muy significativa de los civiles no iba armada, pero los soldados no repararon en ello.
Casi todos los fieles inermes, los que pudieron, se introdujeron a toda prisa en el recinto y en la sacristía del Santuario, al tiempo que la lluvia de balas crecía. Los hombres que sí estaban provistos con armas se organizaron para la defensa en el atrio, las torres y la azotea de la iglesia. Entre ellos pronto destacó, por su liderazgo, el joven atotonilquense Lauro Rocha González, de apenas dieciocho años de edad.
Lauro Rocha González (1908-1936), líder de los defensores del Santuario de Guadalupe y prominente general durante la Cristiada. Mejora y edición por la autora.
Para tornar la situación más compleja, una lluvia torrencial comenzó a caer. Los federales recibieron un refuerzo que llegó por la calle Juan Álvarez. Sin embargo, por la confusión, en un primer momento creyeron que eran personas provenientes de la Capilla de Jesús, localizada unas cuadras hacia el poniente, que habrían de unirse a los defensores del Santuario. Tras matarse entre sí durante un rato, cayeron en la cuenta de su error y concentraron sus energías a atacar a los católicos, si bien, por la excelente disposición y estrategia de éstos, no lograron acercarse ni un poco al templo en un intervalo de una hora, durante la cual el tiroteo fue en extremo virulento.
Rocha, al ver que a los suyos les quedaban pocos cartuchos, dictaminó un cese al fuego. Era mejor, según pensó, guardarlos para más tarde. Los soldados, que para ese momento ya habían sitiado el Santuario, también dejaron de disparar. Ya había caído la noche. Nadie entró ni salió del inmueble en un buen lapso. Adentro, la gente entonó sin cansancio diversos himnos y canciones, entre los que destacaba uno que decía: “Tropas de María, sigan la bandera. No desmaye nadie, ¡vamos a la guerra! ¡Vamos a la guerra!”
A media noche, los federales tuvieron la idea de apagar la energía eléctrica. No faltaron quienes, pese al sitio, aprovecharon las tinieblas para poner pies en polvorosa. Cuentan algunas narraciones orales que algunas personas llevaron alimento a quienes estaban encerrados dentro del Santuario, valiéndose de unos túneles. Según El Informador, algunos corresponsales de éste lograron acercarse al templo y ver cuatro cadáveres yacentes en la calle –entonces llamada Avenida, o por lo menos en el periódico– Pedro Loza, así como a cuatro individuos heridos.
Alboreó el 4 de agosto. Una vez que los católicos se hubieron rendido, pues no quedaba otra alternativa, las mujeres y los niños fueron dejados en libertad, no así los hombres, que fueron arrestados, conducidos al cuartel entre dos filas de soldados armados y recluidos primero en el edificio de Los Dolores, luego –por falta de espacio– en el Cuartel Colorado, localizado la calle Gómez Farías en su cruce con Belisario Domínguez, rumbo a San Pedro Tlaquepaque; y finalmente en la Penitenciaría del Estado, donde actualmente es el Parque de la Revolución –o “Parque Rojo”–. De acuerdo con El Informador, eran casi cuatrocientos. Se les dejó en libertad jornadas después.
Primera plana de El Informador del 5 de agosto de 1926, en el que se informa sobre el desalojo del recinto y la detención de incontables católicos, todos ellos varones.
El Santuario fue desalojado ese día, en tanto que una comisión de damas católicas acudió a hablar con el general de división Jesús María Ferreira, jefe de operaciones militares en Jalisco –quien en abril del año siguiente encabezaría las torturas y asesinato del máximo adalid católico de Occidente, Anacleto González Flores–, para interceder por los detenidos. Asimismo, se comprometieron a parlamentar con algunos grupos católicos para evitar la violencia y, así, que se produjera una trifulca análoga o hasta peor. Por otro lado, se encargaron de que tuvieran qué comer, ya que, a pesar de que sus familiares les enviaban alimentos, los militares no se los entregaban.
El mismo 4 de agosto aconteció algo casi idéntico a la contienda del Santuario tapatío, pero con mayores proporciones al tratarse de una localidad entera, en cierta localidad muy singular del occidente michoacano que, por aquellos ayeres, llevaba el apellido del presidente que gobernó México por más de tres décadas. Allí, a diferencia de lo que pasó en Guadalajara, la gente sí se proveyó de más armas o, cuando menos, de objetos para defenderse y atacar. Mañana podrá leerse al respecto en otra entrada de esta revista.
En Guadalajara, por su parte, el general Ferreira rindió largas declaraciones para el diario El Informador, entre las que subrayó:
“Se dará orden nuevamente de prohibir el uso de armas de fuego y sin distinción de credos religiosos, se castigará a quienes con sus intemperancias, de todo punto injustificadas, alteren la paz pública”.
Ante el adjetivo «injustificadas» que empleó el oficial callista, cabe cuestionar si tal era la coyuntura. La persecución religiosa seguiría demostrando que, al margen de pasiones exaltadas que en ocasiones sí desembocaron en sangrientos sucesos, los fieles católicos mexicanos tenían sobrados motivos para estar indignados y sentirse agraviados por el régimen. Y más cuando comenzaran los encarcelamientos y asesinatos de católicos, y en particular de sacerdotes, a mansalva.
Detalle del Santuario de Guadalupe tapatío en la actualidad. Fotografía: Gobierno de Guadalajara.
Lo acaecido en el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe en Guadalajara fue tan grave que la reyerta aún es citada en el grupo de aquellas que tuvieron lugar en los días posteriores de la suspensión del culto público, junto a Cocula y Sahuayo.
Testimonios orales de la Sra. María del Carmen Ávalos Herrera, abuela paterna de la autora, ya finada, cuyos padres, don Luis G. Ávalos Rosales y doña María Luisa Herrera Mendoza, radicaban a exiguas cuadras del Santuario y vivieron de cerca o fueron testigos de los acontecimientos y vicisitudes de la persecución religiosa en Guadalajara.
Mtro. Manuel Flores Jiménez * Cronista de Jocotepec, Jalisco.
El año del hambre
Veinte años después de fundada la parroquia de Jocotepec, si bien es pertinente recordar que fue el 15 de julio de 1765, una serie de trastornos climáticos ocasionaron en una buena parte del virreinato de la Nueva España, graves problemas en el abastecimiento de alimentos que desencadenaron enormes necesidades en la alimentación en gran parte de la población, por la escasez de productos básicos del campo, principalmente semillas como el maíz y el frijol.
Lo anterior, debido a la crisis ocurrida en los años de 1785 y 1786, donde los historiadores señalan que las causas se debieron a la pérdida de las cosechas, por las heladas y sequías que diezmaron una considerable parte del territorio virreinal provocando la muerte de muchas personas, debido a la falta de alimentos.
El párroco que sucedió en el cargo al primer cura de Jocotepec (Francisco Roca), José Manuel de Santa Cruz y Romerillo, mismo que hizo los arreglos con el terrateniente de Huejotitán, Guadalupe Buenaventura Villaseñor, para el cambio temporal de la parroquia de Ajijic a Jocotepec, le tocó vivir el flagelo de esta calamidad donde perdieron la vida un considerable número de feligreses de esta demarcación religiosa. Hacia el 9 de febrero de 1787, el encargado de la parroquia era José Antonio Martínez Martaraña.
Gran parte de los habitantes de los pueblos de la región, principalmente indígenas, mulatos y de otras castas desprotegidas, fueron los que sufrieron más esa escasez desmedida en la provisión de los granos requeridos para la dieta de sus familias. Aunado a lo anterior, el azote de las epidemias que diezmaron la población durante los siglos XVII Y XVIII, postraron a los habitantes en la desesperación por la coincidencia de tantos males que se conjugaron.
Los únicos hospitales de indios en Jocotepec, que se sabe de su existencia en aquella época eran los del Santo Cristo de la Expiración, (cuyas constituciones fundacionales se establecieron en 1721) y el de la Limpia Concepción, al igual de este último en los pueblos de San Antonio Tlayacapan, Ajijic, San Juan Cosalá, San Cristóbal Tzapotitlan y San Luis Soyatlán. Todos esos hospitales eran sostenidos por los miembros de las cofradías de naturales que poseían ganado mayor y menor, así como tierras para el cultivo. De esa manera realizaban el sostenimiento de sus modestos hospitales.
La historiadora América Molina del Villar (Remedios contra la enfermedad y el hambre, Historia de la vida cotidiana en México, tomo III. FCE/CM) señala que: Debido al hambre muchos indios abandonaron sus pueblos para “mendigar sustento” en la ciudad de México. Una infeliz mujer de Texcoco llegó a la capital con su hijo muerto en los brazos, debido a que por el hambre “se le había secado la leche y de su falta había perecido su hijo”.
En el bando expedido por el virrey el conde de Gálvez, que la autora anterior también cita, se dice que “Con fecha de 23 de abril me participa el alcalde de Apan, que llega a tal extremo la infelicidad y desdicha de los pobres indios empleados en la labor de las haciendas de aquel distrito que cuando al mediodía dejan el trabajo y deberían tomar algún sustento, unos se sientan a descansar, sin tener que llevar a la boca, y otros a quienes estrecha más la necesidad, se van por el campo a buscar yerbas silvestres, para mitigar con ellas el hambre. ¡Ah qué corazón no enternecerá semejante grado de calamidad y miseria”.
De por sí, la parroquia de Jocotepec, que abarcaba todos los pueblos desde San Antonio Tlayacapan hasta San Luis Soyatlán, incluyendo las haciendas de Huejotitán, Potrerillos y San Martín, en los escritos que sus autoridades religiosas comunicaban a los Obispos de Guadalajara, reiteraban con bastante frecuencia de la marcada pobreza que prevalecía en las familias. Asociado a lo anterior, las condiciones mencionadas acrecentaron los problemas que los habitantes vivieron en los años de 1785 y 1786.
América Molina del Villar señala en el documento mencionado que: “Las heladas y la falta de granos habían deteriorado la salud y condiciones de vida de gran parte de los habitantes. La desnutrición, la ingestión de alimentos en descomposición y el hacinamiento propiciaron la aparición de brotes epidémicos. Por ejemplo, en Guadalajara los desnutridos pobres fueron víctima de una terrible enfermedad llamada la bola que provocó la muerte de más de 50 mil personas”.
La historia nos muestra que la humanidad ha transitado por etapas preocupantes de diversa índole en que las epidemias, las condiciones climáticas adversas, el atraso y poca atención médica, la sobreexplotación de los recurso naturales, el saqueo desmedido del agua de los mantos y la contaminación, entre tantos problemas y por mencionar sólo algunos, son factores determinantes que sufren todos los sujetos de las sociedades de todas las culturas, y que ocasionan gravísimos trastornos en un desarrollo responsable y sustentable. Tarea que es de todos.
Las calamidades que vivieron los habitantes de aquellas épocas llamadas el año del hambre, nos recuerdan las ideas del “progreso improductivo”, descrito por el escritor Gabriel Zaid, al ejercer una crítica certera sobre el manejo inconsciente de todos los recursos que tienen bajo sus responsabilidades, tanto autoridades como ciudadanos. Son más los males que ocasiona el llamado progreso porque no se planea para un beneficio colectivo, sino porque la lógica de la empresa es y será siempre el beneficio de unos cuantos, sin importar las consecuencias de las mayorías.
Los versos del poeta Miguel Hernández, en su poema “El hambre”, nos llevan a la reflexión: “Tened presente el hambre, recordad su pasado/ turbio de capataces que pagaban/ en plomo, /Aquel jornal al precio de la sangre cobrado,/ con yugos en el alma,/ con golpes en el lomo (…) / Nosotros no podemos ser ellos,/ los de enfrente,/ los que entienden la vida por un botín sangriento:/ como los tiburones, voracidad y diente, panteras deseosas de un mundo/ siempre hambriento”.
Creo necesaria y urgente la lectura de la encíclica “Laudato si”, del pontífice Francisco, que muestra una realidad tan preocupante sobre nuestra Casa Común, que es la que habitamos todos y que es de todos. Una mirada hacia el respeto que tienen a la naturaleza otras culturas originarias nos será más conscientes de esa latente problemática que va en aumento exponencial.
Todos los derechos reservados de Autor, México 2024. Manuel Flores Jimenez.
Después de rastrear las mínimas informaciones que existen hasta hoy, sobre el primer párroco de Jocotepec, los sacerdotes secularizados que por mandato superior desplazaron a los franciscanos del clero regular, siendo estos los que realizaron el proceso evangelizador en estas tierras ribereñas del lago de Chapala. En base a lo anteriormente mencionado, se escribe esta recreación lo más apegada a la figura del primer párroco, que fue nombrado para dirigir los destinos de la recién fundada parroquia de Jocotepec, ante los conflictos posteriores que surgieron con la feligresía de San Andrés de Ajijic, ante la negativa de devolverles el sitio de antaño de su jurisdicción religiosa, como se aclara a continuación.
Yo, Don Francisco de la Roca Pérez y Guzmán, primer cura propio de la feligresía parroquial de San Francisco Xocotepec, en pleno uso de mis derechos y atribuciones, he venido comisionado a hacerme cargo de las responsabilidades de esta espiritual empresa, con el fin de aligerar las penas y escuchar confesiones, santoliar enfermos en tránsito de muerte con la extremaunción y dar a las bocas la Majestad de la hostia divina, a todas las almas de este pueblo que ahora es parroquia y no Ayuda como lo era antaño de San Andrés de Ajijic. Así lo quiso y lo convino Don Guadalupe Buenaventura de Villaseñor, dueño de la hacienda de Huexotitlan, por el convencimiento que procuró en Don Joseph Manuel de Santa Cruz y Romerillo, Padre Guardián del Convento de Axixic, en el entendimiento de trasladar a Xocotepec, temporalmente, el asiento del control religioso, con la cabal deuda de palabra de poner en Axixic los servicios de un religioso que administrara los servicios religiosos de los feligreses, cosa que me han recriminado incesantemente hasta la fecha sin que yo tenga culpa alguna de no haberse llevado a la postre tal compromiso. Esta demarcación parroquial fue erigida el 15 de julio del año de Nuestro Señor Jesucristo de 1765, consagrándose por tal virtud al Dulce Nombre de María, y que bajo la tutela de nuestro padre San Francisco, pueda orientar sus esfuerzos y desvaríos en pos de lograr mejores fortunas espirituales que las que imperan en la actualidad de estos días trasijados por la pobreza y agobiadas las almas por tanta peste que azota estas tierras húmedas. Mis ojos han visto un pueblo con mayúsculas necesidades, amén de las otras capellanías que abarcan desde San Antonio hasta San Luis, sin dejar en la marginalidad a las haciendas de Huejotitán, El Potrerillo y de San Martín, que es un barrio aledaño y distante de la cabecera de este curato. Complemento subrayar que es, además, bastante populoso en indios, mestizos y mulatos; los de razón, son españoles dueños de esta propiedad que alrededor de la mitad del siglo XVIII, fueron a fundar el pueblo nuevo de San Martín Tesistlán. Debo decir con total apego a mi religiosa condición, que he llevado ordenadamente registradas las partidas de bautismos y defunciones de cuanto vecino ha sido sepultado en estas tierras, benéficas para la salud, así como para el descanso de los desvaríos del espíritu. Con toda puntualidad y exactitud expreso que: “en nueve de julio de mil setecientos sesenta y cinco años, murió en el Pueblo de Xocotepec, de esta feligresía, Doña María Cueva, española, casada que estaba con Joseph Bernardo Chacón, y la enterré en la Santa Yglesia de dicho Pueblo de Xocotepec. La enterré con entierro menor y le administró los sagrados sacramentos de la penitencia, Sagrada Eucaristía y extremaunción, el Br. Don Joseph de Aguilar, como Teniente de Cura, y para que conste lo firmo. Francisco Roca”
Mtro. Manuel Flores Jimenez *cronista de Jocotepec
La tradición sostiene que las imágenes del Señor de Huaje, la del Señor del Monte y la del Cristo Peregrino, fueron esculpidas de un árbol de huaje localizado en un sitio conocido como El Salitre, cerca de San Pedro Tesistán. Este dato está consignado por el Canónigo Luis Enrique Orozco, mismo que redactó la reseña histórica referente a la parroquia de Jocotepec, en la que afirma lo anterior.
En un documento del siglo XVIII, localizado en el Archivo Histórico de la Arquidiócesis de Guadalajara, titulado “Autos pertenecientes al Santo Cristo de la Expiración del Pueblo de Jocotepeque, año de 1721”, se habla del culto a una imagen que es la misma que la del Señor del Huaje.
En el citado manuscrito se hace referencia a una serie de incidencias que se dieron en torno a los trabajos imprecisos al esculpir la imagen; otro problema fue el posesionarse de la imagen por parte del natural Lucas Mateo y su esposa Andrea Petrona, así como a las ciertas suspicacias relacionadas con la promoción del Santo Cristo, por los anteriores, causa por la que vino fray Miguel de Aznar a investigar con detalle el caso.
El Señor del Huaje es una imagen majestuosa que inspira respeto y recogimiento debido a sus dimensiones y a la expresión de su rostro. La gente mayor de San Pedro Tesistán afirma que fueron despojados del Cristo en cuya iglesia estaba el Señor del Huaje, pero a ciencia cierta se desconoce con precisión el nombre del cura de Jocotepec que lo hizo y la fecha; cuando fue llevada la imagen fue colocada en la actual capilla lateral dedicada a la Virgen de Guadalupe, por lo que se supone que fue quizá mucho antes de que estuviera el señor cura Miguel M. Arana como párroco.
Al llegar el anterior sacerdote a Jocotepec (1866), emprendió una serie de obras materiales para que el templo parroquial luciera con mejor decoro. Para tal efecto tuvo que cambiar la imagen del santo patrono, el Señor del Monte, de manera temporal a la antigua capilla de la Purísima Concepción, mientras duraban las labores de construcción.
La tradición oral de los sanpedrenses señalan que el cura de Jocotepec, que como ya se dijo se desconoce quién fue, se trajo la imagen de San Pedro Tesistán a la cabecera de manera temporal, pero que jamás la regresaron ante la insistencia y molestia de sus feligreses. Muchos aspectos de ese incidente no están debidamente aclarados porque no quedó evidencia escrita que aporte información al respecto.
La imagen a la que primero se le nombró como el Santo Cristo de la Expiración y que en tiempos del párroco José Sánchez Contreras, se intentó llamarlo como el Señor del Dulce Nombre, se quedó finalmente con el título del Señor del Huaje, por la preferencia de una considerable cantidad de feligreses del barrio de Nextipac y de los habitantes de Jocotepec, sintiéndose más identificados con ese nombre.
Su festividad fue creciendo al paso de los años de menos a más. Algunas personas especulan que su primera solemnidad se dio en 1942, con los escasos recursos que se agenciaban para realizarla después de que se terminaban las fiestas patronales. Luego, el Pbro. Emeterio Romo, enfrentó el descontento popular y de los cargueros al persuadirlos que se cambiara de enero a la primera semana del mes de mayo, con el fin de no desgastar la economía de la población, ya que se juntaban las dos fiestas consecutivamente. Actualmente, esta fiesta religiosa lleva ya más de ochenta años de celebrarse, con una guardia de hombres y mujeres que custodian la imagen del Señor del Huaje, en su recorrido por las calles de la población, pese al enorme esfuerzo y dificultad de sacar y devolver a su recinto al majestuoso Cristo.