El retorno a las catacumbas

Poema alusivo a la suspensión del culto público decretada por el Episcopado Mexicano en julio de 1926

Lic. Helena Judith López Alcaraz, cronista honoraria adjunta de Sahuayo

Luto general, llanto en los ojos,
filas eternas, las iglesias llenas,
Sagrarios vacíos, la gente de hinojos,
sollozos acerbos, grandísima pena.

Tal sucedió un julio treinta y uno,
en el que suspendieron los cultos;
ya Sacramentos no habría ninguno,
los sacerdotes estarían ocultos.

Fue la medida con que los prelados
protestaron por la nueva “Ley Calles”;
emitió su Carta el Episcopado,
mas dejaron tras de sí profundos ayes.

“No es el entredicho, amados hijos”,
dijeron a los fieles compungidos;
pero en su mente solamente quedó fijo:
no más Misas, confesiones ni Bautismos.

Ni los Óleos Santos al moribundo,
o absolución al pecador contrito;
¡en verdad reinaba pesar profundo,
aflicción sin par, agobio infinito!

Y fueron denudados los altares,
de los tabernáculos se fue Cristo,
entre dolor, lágrimas a mares
y grande sufrimiento, nunca visto.

Amanecieron mudos los badajos,
los tañidos no llamaron a Misa…
y el culto, suspendido de tajo,
tuvo que realizarse… a escondidas.

Fue así como el incruento Sacrificio
tornóse clandestino y a tal grado
que con arresto, cárcel o suplicio
tal “delito” sería castigado.

Mas las familias prestaron, valientes,
para tan sagrado fin sus hogares:
Cristo Rey continuaría presente
entre aquellos mexicanos ejemplares.

En persistente riesgo de traición,
el corazón latiendo con temor,
a merced de súbita delación,
pero siempre con incansable amor.

Se improvisaron los escondites,
a pesar de la persecución cruel;
y fue así como el celestial convite
pervivió para aquel pueblo tan fiel.

Un pueblo que defendió sin ambages
lo que más amaba: su fe, su Dios,
y por Él supieron verter su sangre,
con el gran vítor de postrer adiós.

Tal clamor salía de sus gargantas,
frente al fusil o con dogal al cuello;
era la aclamación bendita y santa,
unida con el último resuello:

“¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la Virgen de Guadalupe!“

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«El General Invencible»

Breve semblanza de Enrique Gorostieta Velarde, primer general en jefe de la Guardia Nacional (Ejército Cristero)

Lic. Helena Judith López Alcaraz, cronista honoraria adjunta de Sahuayo

El próximo 2 de junio se cumplirán 96 años de la muerte del general Enrique Gorostieta Velarde, militar de carrera, condecorado en varias ocasiones, que fue el primer general en jefe del Ejército Cristero y el que logró organizarlo y convertirlo en lo que él nombró como “Guardia Nacional”. Por este motivo, en vista del ya muy cercano aniversario, presentamos una biografía suya, preparada especialmente para la ocasión.

Detalle de un retrato del Gral. Enrique Gorostieta Velarde (1890-1929), editado y mejorado por la autora.

Su nombre completo era Enrique Nicolás José Gorostieta Velarde. Nació el 18 de septiembre de 1890 en Monterrey, Nuevo León. Fue hijo del abogado, político y escritor Enrique Gorostieta González, que fungió como ministro de Porfirio Díaz Mori, y de María Velarde Valdez-Llano, quienes además de nuestro personaje engendraron a Eva María Valentina y a Ana María. Enrique era el hijo menor. Don Enrique Gorostieta Sr., además, colaboraba con periódicos neoloneses destacados como El Horario y Flores y Frutos.

El niño fue bautizado el 19 de abril de 1891, tal como consta en la partida eclesiástica que a continuación transcribimos. La parroquia en la que recibió el primer Sacramento estaba dedicada a Nuestra Señora del Roble.

Fe de Bautismo de Enrique Gorostieta. Resaltados y edición por la autora.

Al margen izquierdo: N° 89 / Enrique Nicolas / José Gorrostieta

Dentro: En la Vicaría del Roble de Monterey, á diez y nueve de Abril / de mil ochocientos noventa y uno, el Canónigo Eleuterio Fernan- / dez, Capellan del Robe bautizó solemnemente á Enrique Ni- / colas José, nació el diez y ocho de Septiembre del año pasado, hi- / jo legítimo de Enrique Gorrostieta y Maria Velarde fueron sus padri- / nos Mauro Sepúlveda y Librada Gonzalez á quienes se les advir- / tió su obligaciín y parentesco espiritual. Y para constancia lo firmo.

Bartolomé García Guerra (Rúbrica)

Su acta de nacimiento, por su parte, dice:

Al margen izquierdo: Enrique / Nicolas / José / Gorostieta

Dentro: Acta 452 cuatrocientos cincuenta y dos. En / la Ciudad de Monterrey á dos de Octubre de / mil ochocientos ochenta noventa, ante mi / el Juez, primero del estado civil, presento el / Señor Licenciado Enrique Gorostieta de treinta y un / años de edad de este origen y vecindad á un niño á quien doy fé haber visto vivo que na- / cio el dia diez y ocho del pasado á las las sie- / te de la mañana en la calle de Matamoros / casa número 88 y se le puso por nombre En- / rique Nicolás José Gorostieta quien es hijo / legítimo suyo y de su esposa la Señora Ma- ria Velarde de veinti y cinco años de edad del / mismo origen; abuelos paternos Don Nico- / las Gorostieta y Doña Soledad Gonzalez y / maternos Don Fernando Velarde y Doña Anto- / nia Valdés. […] de lo que en cumplimiento / de la ley para que surta los efectos civiles / hice constar por la presenta acta que lei al / presentando y testigos Juan Martinez y An- / tonio Jimenez mayores de edad y de esta / vecindad quienes de conformidad firma- / ron los que supieron conmigo el Juez. / Doy fé = Santiago Sainz Rico. = Enrique Gorostieta.

Es copia que certifico.

Santiago Sainz Rico. (Rúbrica)

Al llegar a la juventud, Enrique decidió seguir la carrera de su abuelo paterno, Nicolás Gorostieta. Ingresó al Heroico Colegio Militar, instalado en el castillo de Chapultepec. Fue ahí, de acuerdo con Negrete (2019), “donde se definieron los principales rasgos de su carácter: dominante, impulsivo, aventurero, inteligente, de ideales firmes por los cuales estaba dispuesto a luchar” (p. 35). Como alumno siempre demostró gran aprovechamiento y obtuvo excelentes calificaciones y varias condecoraciones –sin dejar de lado que Asimismo, estudió en la prestigiosa Academia West Point, en Estados Unidos–. . Siendo todavía cadete fue asignado, en 1910, al cuerpo de ingenieros del Ejército Mexicano y luego, el 6 de mayo de 1911, unas semanas antes de la renuncia de Porfirio Díaz Mori, el grado de teniente táctico de artillería.

Ya graduado, con dicho rango, y fiel a sus convicciones y juramento de proteger y respetar la figura del primer mandatario, luchó a las órdenes del general Felipe Ángeles, durante el efímero gobierno maderista. Bajo el mando de Victoriano Huerta, aún siendo Madero presidente, combatió contra Emiliano Zapata en Morelos, contra Pascual Orozco en el Norte y, por último, contra los estadounidenses en Veracruz. Al ascender el colotlense al poder tras el golpe de Estado de febrero de 1913, Gorostieta fue nombrado capitán primero y recibió la Cruz del Mérito Militar de tercera clase. Talentoso estratega y valeroso artillero, defendió exitosamente su natal Monterrey del ataque de Pablo González y tuvo el mérito de ser, a los veinticuatro años, el general brigadier más joven de la historia. Sin embargo, al ser disuelto el Ejército federal en agosto de 1914, con la firma de los tratados de Teoloyucan, su hasta entonces impecable carrera militar se fue a pique.

Enrique Gorostieta, joven, con su uniforme de campaña. Fotografía mejorada y editada por la autora.

Exiliado, trabajó como ingeniero en El Paso, Texas, y luego en La Habana, Cuba. Pudo volver a México en 1921, cuando Álvaro Obregón ya estaba en la presidencia. El 22 de febrero de 1922 se casó con Gertrudis Lasaga Sepúlveda, a la que llamaba “Tulita” de cariño, con quien tuvo cuatro hijos: Enrique, que nació el 23 de septiembre de 1923 y falleció a fines de mayo de 1924; Enrique, nacido el 18 de enero de 1925; Fernando, que vino al mundo en 1926; y Luz María, en 1928, a quien conoció únicamente en fotografía. Por esos años emprendió varios negocios y, a la vez, rechazó la invitación de formar parte en dos rebeliones militares. Alejado de la vida que había conocido por tantos años, probó diversas ocupaciones, desde distribuidor de dulces hasta fabricante de jabones. Él mismo reconocería después que fueron tiempos difíciles, donde la falta de dinero hizo complicada su vida familiar.

El general Enrique Gorostieta y su esposa Gertrudis el día de sus nupcias. Imagen editada, retocada y mejorada por la autora.
Gertrudis Lasaga Sepúlveda, esposa de Gorostieta, su querida «Tulita». Mejora y edición de imagen hechas por la autora.

Cuando estalló la Cristiada, en los últimos meses de 1926 y los primeros de 1927, los alzamientos se dieron de modo espontáneo, sin coordinación ni recursos. Durante muchos meses, se trató de una guerra de guerrillas, con focos de insurrección aquí y allá, y combatientes cuyo número era tan elevado como escasos sus víveres y municiones, inconexa, y, sin dejar de lado la causa principal que se defendía, más idealizada que realista u operativamente factible. La Liga Nacional para la Defensa de la Libertad Religiosa (LNDLR) intentó organizar y dirigir el movimiento, pero no tuvo éxito. En consecuencia, pensó en contratar un militar de carrera que se encargara de convertir las tropas cristeras en un verdadero ejército. El elegido fue Gorostieta, a quien llamaban “el General Invencible”.

Contra todo pronóstico, sin armas ni municiones suficientes, nuestro biografiado convirtió a un puñado de alzados desorganizados y aislados entre sí en un ejército en regla, una fuerza militar formidable de más de veinticinco mil hombres, eficaces, fuertes, organizados, capaces de poner en jaque al régimen de Plutarco Elías Calles, al que llamó «Guardia Nacional». Sobreponiéndose a múltiples obstáculos, gracias a su hábil gestión, la escasez de recursos fue capitalizada en liderazgo, valor y disciplina. La perspectiva de la victoria apareció y fulguró frente a los cristeros. De hecho, al terminar el primer tercio de 1929, ya se habían hecho planes para tomar la ciudad de Guadalajara, para luego pasar a la capital del país. El proyecto, triste e irremisiblemente, se truncó con su muerte.

El general Gorostieta en campaña. Fotografía editada y mejorada por la autora.

El 4 de agosto de 1928, el Generalísimo Cristero escribió desde Los Altos de Jalisco un hermoso Manifiesto a la Nación, firmado como «Enrique Gorostieta Jr.», que iniciaba con estas palabras:

«Hace más de año y medio que el pueblo mexicano, harto ya de la oprobiosa tiranía de Plutarco Elías Calles y sus secuaces, empuñó las armas para reconquistar las libertades que esos déspotas le han arrebatado, especialmente la religiosa y de conciencia. Durante ese largo periodo, los «Libertadores» se han cubierto de gloria y los tiranos no han logrado otra cosa que hundirse más en el cieno y la ignominia, al pretender ahogar en sangre los pujantes esfuerzos de un pueblo que los detesta y que está decidido a castigarlos».

Los «Libertadores» no eran otros que los combatientes cristeros. Gorostieta proseguía su texto resumiendo la índole del movimiento y de los ideales de defensa de la religión, la superioridad de los adversarios en contraposición a la escasez que siempre padecieron los levantados en armas y, de forma especial, el martirio sufrido por incontables mexicanos de toda edad y condición, tanto varones como mujeres –esto lo resaltamos con negritas–:

Manifiesto a la Nación, fechado el 4 de agosto de 1928 (en el segundo aniversario de la defensa de los templos en Sahuayo de Díaz, Michoacán), del general Gorostieta. Subrayados hechos por la autora.

«Cierto es que no se ha obtenido la victoria final, pues son muchos los recursos materiales con que cuentan nuestros opresores, pero también es verdad que así se ha probado al mundo que el pueblo ha empuñado las armas contra sus tiranos, no movido por un transitorio sentimiento de ira y de venganza, sino impulsado y sostenido por altísimos ideales. Los «Libertadores» han derramado generosamente y sin medida su noble sangre; la juventud, la edad viril, la ancianidad y hasta la niñez y la mujer, han escrito brillantísimas páginas que inundarán de gloria a las generaciones que nos sucedan y el triunfo nuestro, en esta lucha sangrienta contra la bárbara disolución bolchevista, será el cauterio para las Américas y tal vez el principio de la curación universal».

Dolor tan intenso, valor tan grande, tan sublime heroísmo, serán inconmovibles bases en que se asienta la futura grandeza de la Patria y ante el magnífico espectáculo que México está ofreciendo al mundo, éste ha prorrumpido en exclamaciones de asombro y ha dado muestras ardientes de admiración, a pesar del silencio con que en la sombra las gloriosas hazañas, la abnegación, la fe, la perseverancia y el heroísmo de los luchadores.

Luego de exponer el plan general del movimiento, sin dejar –es un rasgo llamativo– de tomar en cuenta la posibilidad que también las mujeres mexicanas pudiesen emitir su voto en plebiscitos y referéndums, Gorostieta finalizó su Manifiesto diciendo:

Con mi nuevo carácter [el de Jefe Militar del Movimiento Libertador], nada nuevo tengo que deciros. Seguiré con vosotros como antes; como antes, sufriré con vosotros el hambre y la sed. Como siempre pelearé a vuestro lado. Como siempre exigiré lealtad y obediencia, valor y abnegación. Como antes os ofrezco, llegar hasta el fin y como antes, por único premio: la satisfacción de la dignidad propia y la de haber cumplido con el deber; ánimo, la victoria está cerca y ahora más que antes, esto sí; os exhorto a que a todos los vientos y a toda hora sólo se oiga nuestro grito de guerra: ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la Virgen de Guadalupe! ¡Muera el mal Gobierno!

Dios, Patria y Libertad

Por otro lado, nuestro «General Invencible» era contrario a las negociaciones que los obispos Pascual Díaz y Barreto y Leopoldo Ruiz y Flores, como representantes del ala conciliadora del Episcopado Mexicano, establecieron con el régimen, encabezado, desde el asesinato del presidente reelecto Álvaro Obregón, por el tamaulipeco Emilio Portes Gil. Tales gestiones ponían en entredicho no sólo la lucha cristera y, naturalmente, la victoria de las huestes católicas, sino las vidas y sacrificios de tantos hombres y mujeres a lo largo de casi tres años. En una carta fechada el 16 de mayo de 1929, dirigida a los susodichos prelados, Gorostieta se opuso a aquella idea de modo categórico:

«Desde que comenzó nuestra lucha, no ha dejado de ocuparse periódicamente la prensa nacional, y aun la extranjera, de posibles arreglos entre el llamado gobierno y algún miembro señalado del Episcopado mexicano, para terminar el problema religioso. Siempre que tal noticia ha aparecido han sentido los hombres en lucha que un escalofrío de muerte los invade, peor mil veces que todos los peligros que se han decidido a arrostrar, peor, mucho peor, que todas las amarguras que han debido apurar. Cada vez que la prensa nos dice de un obispo posible parlamentario con el callismo, sentimos como una bofetada en pleno rostro, tanto más dolorosa cuanto que viene de quien podríamos esperar un consuelo, una palabra de aliento en nuestra lucha, aliento y consuelo que con una sola honorabilísima excepción, de nadie hemos recibido […] Ahora que los que dirigimos en el campo necesitamos de un apoyo moral por parte de las fuerzas directoras, de manera especial de las espirituales, vuelve la prensa a esparcir el rumor de posibles pláticas entre el actual Presidente y el Sr. Arzobispo Ruiz y Flores […]».

Aquel «escalofrío de muerte» no era infundado, como tampoco el terrible impacto psicológico ante la idea de que fuesen miembros del mismo Episcopado quienes promovían la componenda y ante las consecuencias nefastas que un pacto traería para los «Libertadores», cuyas vidas no serían respetadas. No olvidemos que, de los treinta y ocho miembros que lo conformaban, sólo tres –José María González y Valencia, José de Jesús Manríquez y Zárate y Leopoldo Lara y Torres– habían aprobado abiertamente el movimiento cristero y reconocido, de manera pública, su licitud moral. Tampoco, por mencionar otro ejemplo, la Iglesia había aceptado brindar capellanes castrenses a las tropas, al grado de que, más bien, algunos sacerdotes habían decidido serlo por cuenta y voluntad propia, según su conciencia.

En adición, en honor a la verdad, Gorostieta les dirigió este acerbo reproche:

«No son en verdad los obispos los que pueden con justicia ostentar (una) representación. Si ellos hubieran vivido entre los fieles, si hubieran sentido en unión de sus compatriotas la constante amenaza de su muerte por sólo confesar su fe, si hubieran corrido, como buenos pastores, la suerte de sus ovejas…Pero no fue así ».

Sólo dos obispos, Francisco Orozco y Jiménez y Amador Velasco, que regían la Arquidiócesis de Guadalajara y la Diócesis de Colima respectivamente, habían permanecido con su grey, con todo lo que aquello implicaba.

Empero, contra y viento y marea, y pese a la oposición de las tropas cristeras, a las que no se tomó en cuenta en ningún momento, las tentativas de acuerdo entre el gobierno y la jerarquía eclesiástica prosiguieron. Por fin, unas semanas antes del armisticio del 21 de junio de 1929, el 2 del mismo mes, Gorostieta fue asesinado en la hoy ex Hacienda El Valle, en las cercanías de Atotonilco El Alto, Jalisco. Algunos miembros de su Estado Mayor murieron también; otros fueron capturados. Ya reunidos frente a los enemigos vencedores, los soldados llegaron con un cadáver al que han despojado de casi todo su vestido y calzado. El mayor federal Plácido Nungaray –a quien podemos ver en la fotografía de abajo– preguntó si lo conocían. Uno de los cristeros se adelantó y dijo: “Es el General Gorostieta”. Ni siquiera los adversarios sabían, hasta el momento, de quién se trataba.

Cuerpo de Gorostieta, ya sin sus botas, fotografiado junto con los oficiales que dirigieron el ataque que condujo a su asesinato en la Hacienda del Valle. Imagen tomada de la página de Facebook Testimonium Martyrum, antes llamada El Plebiscito de los Mártires – Obra dramática.

Hasta la fecha, la sombra de una muy posible traición se cierne sobre su muerte. Lo cierto es que el general Enrique sucumbió haciendo gala de su distintiva intrepidez y hombría, hasta el último suspiro. Sus últimas palabras fueron, cuando un subalterno le preguntó que habrían de hacer ante el ataque federal de que eran víctimas, fue:

“¡Pelear como los valientes y morir como los hombres!”

Y lo cumplió: al ser interpelado con el “¿Quién vive?”, exclamó por vez postrera, como último homenaje y tributo a Aquel por Quien había peleado: “¡Viva Cristo Rey!”

Detalle del cadáver del general Enrique Gorostieta Velarde. Instantánea mejorada, ampliada y editada por la autora.

Su cuerpo, que los federales fotografiaron y condujeron primero a Atotonilco El Alto para ser exhibido y que esto amedrentase a la población, fue sepultado en el Panteón Español, en la Ciudad de México. En su tumba se colocaron, además de las fechas de su nacimiento y su deceso, las palabras:

“Fue cristiano, patriota y caballero. Tuvo un ideal en su vida y por él supo morir. Dios, Patria y Libertad”.

Enrique Gorostieta fue sustituido en el cargo de General en Jefe de la Guardia Nacional, por muy breve tiempo, por el cotijense Jesús Degollado Guízar, quien tuvo que beber el trago amargo de «licenciar» al ejército cristero luego de los supuestos «arreglos».

En 2012, sus restos se trasladaron a Atotonilco el Alto, donde cada año, en su aniversario luctuoso, se le recuerda con eventos conmemorativos y con la celebración de la Santa Misa. La ex Hacienda que lo vio morir actualmente es un museo.

Para darnos una idea de lo mucho que sufrieron los cristeros y sus familias después del “modus moriendi” de 1929, la viuda y los hijos de Gorostieta vivieron ocultos en un sótano durante cuatro años. Como dato adicional, Gertrudis Lasaga murió en 1984, a los ochenta y nueve años de edad.

En 2012, Gorostieta fue llevado a la pantalla grande en el filme Cristiada (en inglés For Greater Glory) e interpretado por el actor cubano Andy García.

Como comentario final cabe mencionar que, durante décadas, su figura estuvo rodeada por la polémica, ya que fue considerado un mero mercenario, contratado para liderar la resistencia católica sin serlo él también, y se llegó a decir que era agnóstico, liberal, anticlerical, ateo o, inclusive, miembro de la masonería, y que fue el trato constante con los cristeros y con la vida de piedad que se llevaba en campaña lo que lo llevó a la conversión y lo transformó en un creyente convencido y devoto. Al publicarse las cartas que dedicó a su esposa durante el curso de la Guerra, en contraste, se descubrió que era profundamente católico y que nunca hubo discordancia entre la conducta del general y la misión para la que lo habían contratado, sino una admirable congruencia.

El mismo Jean Meyer reconoció el error de haberlo mostrado como alguien contrario a la religión en su célebre trilogía de los años 70: no sólo era un hombre profundamente enamorado de su esposa, amante de sus hijos, sino también cabeza de una familia muy católica, practicante, sin excepción, y, en suma, un varón cristiano que aceptó ir al monte a luchar no por obligación, por mera ambición o por dinero, sino por convicción y por deber genuinos.

Urna que contiene los restos de Enrique Gorostieta. Fotografía tomada por Ruta Cristera Sahuayo en el marco de los eventos conmemorativos del 95 aniversario de la muerte del general, en junio de 2024.

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Basado en una semblanza más breve, escrita por la autora de la presente entrada a inicios de abril del corriente, y en una biografía más extensa redactada el 3 de junio de 2019, a su vez complementadas con los libros La Cristiada (tomo III) de Jean Meyer y las Cartas del general Enrique Gorostieta a Gertrudis Lasaga, editado en 2011; el artículo de Marta Elena Negrete intitulado Gorostieta: un cristero agnóstico editado por la revista Estudios Jaliscienses en 2019, así como la investigación documental personal de la autora.

El Arzobispo de Pajacuarán

Breve semblanza de Monseñor José Dolores Mora y del Río

Lic. Helena Judith López Alcaraz, cronista honoraria adjunta de Sahuayo

Detalle de un retrato de Dn. José Mora y del Río (1854-1928). Mejora y edición hecha por la autora.

El Episcopado Mexicano en tiempos de la persecución religiosa estuvo conformado, como cualquier grupo eclesiástico, por personalidades muy diversas. Empero, llama la atención que varios de ellos –de un total de treinta y ocho integrantes– eran originarios de Michoacán: Francisco Orozco y Jiménez, los hermanos Rafael y Antonio Guízar y Valencia, Leopoldo Lara y Torres, José María González y Valencia, Luis María Martínez y Rodríguez… y el hombre que encabezó a aquellos prelados como Arzobispo de México: Monseñor José Mora y del Río, a quien dedicamos esta entrada.

Nuestro biografiado vio la luz en Pajacuarán, Michoacán, el 23 de febrero de 1854 (en todas sus semblanzas se establece que fue el 24, pero el acta bautismal indica que fue el día que especificamos). Fueron sus padres el señor Miguel Mora y la señora Ignacia del Río. Fue bautizado al día siguiente de su nacimiento en la Parroquia de San Cristóbal por el presbítero Pedro Alcántar. Recibió los nombres de José Dolores –aunque siempre sería conocido por el primero–. Así consta en su fe de Bautismo, que a continuación reproducimos y transcribimos:

Fe de Bautismo de Monseñor José Mora y del Río, fechada el 25 de febrero de 1854. Edición hecha por la autora.

Al margen izquierdo: Pueblo de / Pajacuarán / José / Dolores

Dentro: En el año de 1.854, á 25 de Fbro., yo el Br. [1] D. Pedro Al- / cantar Ten.te de C. [2] por el señor Cura Don Pedro Ruvio bauticé / á un infante de este pueblo, de dos dias de nacido, á quien pu- / se por nombre José Dolores, h. l. [3] de D. Miguel Mora y Doña / Ygnacia del Río: padrinos Don Antonio Martinez i Doña / Jesus id. [4] no casados, vecinos de este, á quienes advertí su / obligacion, i para constancia lo firmé. Pedro Alcant.r

A semejanza de incontables clérigos michoacanos de su tiempo –algunos de los cuales, como él, llegarían a ser obispos–, cursó sus primeros estudios levíticos en el Seminario de Zamora. Recibió las órdenes menores y el subdiaconado en 1873. Luego, siendo un óptimo alumno, pasó a radicar a la Ciudad de las Siete Colinas para ingresar al Pontificio Colegio Pío Latino Americano, adonde también concurrieron otros futuros prelados –como Orozco y Jiménez, de Zamora, y González y Valencia, de Cotija–. Allí obtuvo su doctorado en Teología y Derecho Canónico. El 22 de diciembre de 1879, por fin, fue ordenado sacerdote en la Ciudad de México. Ya como presbítero, impartió clases en el Colegio Clerical de Jacona y fue nombrado párroco de esa población –hoy conurbada con Zamora–. Por esos años, en 1884, fue profesor de Amado Nervo, que habría de convertirse en célebre poeta y literato.

El 17 de enero de 1893 fue preconizado como primer obispo de Tehuantepec; el día de San José del mismo año fue consagrado y tomó posesión de su cargo, el cual desempeñó por ocho años. Allí destacó por su gran preocupación por los humildes, y organizó dos «semanas agrícolas» en beneficios de los campesinos: una en 1904 y la otra en 1905.

El 23 de noviembre de 1901 fue trasladado a la Diócesis de Tulancingo, que dirigió a lo largo de casi seis años, hasta que el 15 de septiembre de 1907 se le encomendó velar por la diócesis de León. Dos meses después, el 19 de noviembre, asumió su puesto como el quinto prelado en ocupar dicha sede.

Retrato de Su Excelencia José Mora y del Río como Obispo de la Diócesis de León. Imagen perteneciente a la actual Arquidiócesis leonesa.

Su estadía como obispo de la jurisdicción leonesa no fue prolongada: el 2 de diciembre de 1908, festividad de Santa Bibiana, virgen y mártir, Monseñor José María fue nombrado Arzobispo de la Arquidiócesis de México. Fungiría como tal desde el 12 de febrero de 1909 hasta su deceso, acaecido en 1928.

A él le tocó vivir el ocaso final del Porfiriato, la caída del mandatario oaxaqueño, la convulsa situación política que siguió y, dentro de ésta, en 1911, la fundación del Partido Católico Nacional (PCN), al cual –a semejanza de otros compañeros suyos en el Episcopado– apoyó. Un año antes, en 1910, había bendecido e inaugurado el Colegio del Santísimo Sacramento. Asimismo, en septiembre de 1912, y por instancias suyas, fue fundada en la capital la Asociación de Damas Católicas Mexicanas (ADCM), que habría de convertirse en la UFCM (Unión Femenina Católica Mexicana). La agrupación prosperó notablemente gracias a la guía de Monseñor, quien además fue un gran promotor del catolicismo social que buscaba llevar a la práctica las enseñanzas de la Encíclica Rerum novarum, de Su Santidad León XIII.

José Mora y del Río en sus primeros años como obispo. Fotografía editada y mejorada por la autora.

Después de que Francisco I. Madero fue derrocado y asesinado, al ascender Huerta al poder, José Mora y del Río se encargó de organizar la primera consagración de México al Sagrado Corazón de Jesús, llevada a cabo el 6 de enero de 1914. El hecho de que Victoriano Huerta no se opuso a dicha iniciativa, sino que incluso envió representantes al acto religioso, además del tema del PCN y otros factores, desencadenaron el inicio de una cruel persecución religiosa por parte de los revolucionarios que se levantaron contra el régimen del usurpador de origen colotlense, en especial de los carrancistas –los llamados «constitucionalistas»– que se distinguieron por su inquina contra todo lo que fuera católico.

Cuando fue promulgada la Constitución de 1917, la cual contenía artículos que limitaban y coartaban la práctica de la religión católica y el ejercicio del ministerio sacerdotal, además de prohibir las órdenes monásticas y el culto afuera de los templos –entre otras disposiciones–, D. José Mora y del Río encabezó una enérgica protesta escrita por parte del Episcopado Mexicano. A su descontento se unieron los otros eclesiásticos de su rango. El documento, entre algunos puntos, decía:

“El Código de 1917 hiere los derechos sacratísimos de la Iglesia católica, de la Sociedad mexicana y los individuales de los cristianos, proclama principios contrarios a la verdad enseñada por Jesucristo, la cual forma el tesoro de la Iglesia y el mejor patrimonio de la humanidad; y arranca de cuajo los pocos derechos que la Constitución de 1857 (admitida en sus principios esenciales como ley fundamental por todos los mexicanos) reconoció a la Iglesia como sociedad y a los católicos como individuos”.

La oposición del clero católico a la flamante Carta Magna se fue fortaleciendo los años siguientes, a la par de una persecución religiosa cada vez más sistemática y declarada por parte del gobierno. El conflicto se agravó a pasos agigantados y, eventualmente, llegó al punto de no retorno. 1921 fue, en verdad, un parteaguas que lo demostró de modo fehaciente.

El primer acontecimiento estuvo relacionado, justamente, con Monseñor Mora y del Río: el 6 de febrero, a eso de las 3:40 de la madrugada, una bomba estalló en la puerta del palacio arzobispal de la Ciudad de México, residencia de nuestro personaje. El prelado escuchó el estruendo, pero afortunadamente no sufrió daño alguno. Tampoco hubo heridos que lamentar. Eso no quitó, sin embargo, que la residencia sufriera grandes daños: además de la puerta principal, los cristales del ala izquierda del edificio se rompieron y un transformador de luz se trocó en añicos, al igual que las ventanas de la alcoba del hombre hacia quien iba dirigido el intento de asesinato.

Después del atentado, en los meses posteriores sobrevinieron otros ataques que, como el del 6 de febrero, quedaron impunes: el 1° de mayo, los bolcheviques izaron la bandera rojinegra en la Catedral tapatía. Lo mismo aconteció en la de Morelia. El 8 del mismo mes, en la capital michoacana, los rojos apuñalaron una imagen de la Virgen de Guadalupe. El 4 de junio, hubo otro bombazo en el Arzobispado de Guadalajara –Monseñor Orozco salió ileso–. Y el 14 de noviembre, en la Antigua Basílica –como puede leerse en otra entrada de este blog–, sucedió el intento de destruir la imagen de la Morenita plasmada en el ayate de Juan Diego.

Titular de la primera plana del periódico capitalino Excélsior, del 7 de febrero de 1921, en el que se dio a conocer el atentado dinamitero perpetrado en la residencia de Monseñor Mora y del Río. Edición realizada por la autora.

La guerra entre el gobierno de Álvaro Obregón Salido y la jerarquía eclesiástica había empezado, y ya no habría vuelta atrás. En enero de 1923, a raíz de la bendición de la primera piedra del monumento a Cristo Rey en el cerro del Cubilete, Monseñor Ernesto Filippi, delegado papal, fue expulsado del país. En octubre de 1924 se celebró el Primer Congreso Eucarístico Nacional, que derivó en sanciones para los empleados públicos que participaron y en nuevas hostilidades por parte del régimen, que alegó que la Constitución había sido violada por enésima vez.

Monseñor José Mora y del Río, con su atuendo eclesiástico, en los últimos años de su episcopado. Fotografía mejorada y editada por la autora.

Como cabeza del Episcopado Mexicano, Monseñor Mora y del Río no calló ante el recrudecimiento de las medidas persecutorias del régimen de Plutarco Elías Calles, que tomó posesión de la presidencia el 1 de diciembre de 1924. A finales de 1925 y en los albores de 1926, el cumplimiento estricto de la Carta Magna se dejó sentir con rigor a través de la expulsión de dos centenares de sacerdotes extranjeros y cierre masivo de colegios católicos, seminarios, conventos y hospitales que dependieran de la Iglesias, entre otras medidas. El 3 de febrero, en respuesta a tales atropellos, Monseñor Mora y del Río rindió declaraciones al periodista Ignacio Monroy, de El Universal, las cuales fueron publicadas al día ulterior en el periódico susodicho:

“La doctrina de la Iglesia es invariable, porque es la verdad divinamente revelada. La protesta que los prelados mexicanos formulamos contra la Constitución de 1917 en los artículos que se oponen a la libertad y dogmas religiosos, se mantiene firme. No ha sido modificada sino robustecida, porque deriva de la doctrina de la Iglesia. La información que publicó El Universal de fecha 27 de enero en el sentido de que emprenderá una campaña contra las leyes injustas y contrarias al Derecho Natural, es perfectamente cierta. El Episcopado, clero y católicos, no reconocemos y combatiremos los artículos 3o., 5o., 27 y 130 de la Constitución vigente. Este criterio no podemos, por ningún motivo, variarlo sin hacer traición a nuestra Fe y a nuestra Religión”.

Fragmento de la nota publicada en El Informador, diario tapatío, en el que se dio a conocer la consignación de Monseñor Mora y del Río a raíz de sus declaraciones acerca de los artículos antirreligiosos de la Constitución de 1917. Edición hecha por la autora.

La reacción del secretario de Gobernación, Adalberto Tejeda, no se hizo esperar. Al mismo tiempo que mandó consignar al Arzobispo, expresó que las palabras y actitud del prelado de Pajacuarán entrañaban

una rebeldía contra las leyes fundamentales y las instituciones de la República… El Estado permite que la Iglesia Católica ejerza sus funciones hasta el punto de no constituir un obstáculo para el progreso y desenvolvimiento de nuestro pueblo; pero no puede ni debe tolerar que ‘desconozcan y combatan’ las leyes constitucionales… Tiene el Gobierno la obligación de hacer respetar los postulados que las leyes le imponen y por tanto, el deber y el derecho de imponer su sanción a quienes las vulneren… esta Secretaría ya hace la consignación de los hechos, debidamente documentada, ante el señor Procurador de la República, sin perjuicio de llevar al señor Presidente los datos que ha podido recoger sobre el particular para que, con su superior acuerdo, se dicten las demás medidas que sean necesarias en relación con las actividades que desarrolla un grupo de católicos… en el papel de conspiradores contra el régimen y orden establecidos, a fin de reprimir con la energía que se requiera las actividades que fuera de la Ley pretenden ejercer.

El 21 de abril de 1927, Su Excelencia Mora y del Río pagó el precio del destierro a raíz de nuevas declaraciones, reproducidas en diversos diarios, en las que, sin ambages, defendió el derecho de los católicos a profesar su fe con libertad.

Agotado por largas penalidades, Monseñor José Mora y del Río falleció al cabo de un año de haber abandonado su patria. El deceso tuvo lugar en San Antonio, en Texas, el 22 de abril de 1928. No alcanzó a ver, por consiguiente, el trágico desenlace de la Guerra Cristera y los llamados “arreglos” en junio de 1929.

Sus restos fueron trasladados a México en 1947. Las honras fúnebres correspondientes fueron celebradas el 28 de noviembre en la Catedral Metropolitana. Allí, hasta nuestros días, descansa este valiente prelado.

Detalle de otra fotografía de Mons. José Mora y del Río. Edición y mejora llevadas a cabo por la autora.

Su vida, en honor a la verdad, es recordada como la de un pastor sabio y valiente, cuya labor pastoral y compromiso con la fe marcaron una etapa fundamental pero, al mismo tiempo, en extremo compleja y difícil en la historia de la Iglesia católica en México en tiempos de persecución religiosa.

Como último dato, un colegio en su natal Pajacuarán lleva su nombre.

Notas de la fe de Bautismo:

[1] Bachiller. Título académico de los presbíteros luego de acabar los estudios de Teología.

[2] Teniente de cura. Sacerdote nombrado por el párroco para ayudarlo en los menesteres y trabajos de su cargo. Cura auxiliar. Era lo que ahora se conoce como “vicario”.

[3] Hijo legítimo.

[4] Ídem. El mismo, lo mismo. En este caso se indica que eran los mismos apellidos.

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Bibliografía:

Arquidiócesis de León (2025). Mons. José Mora y del Río. Episcopologio. https://arquileon.org/obispos/mons-jose-mora-y-del-rio/

David, D. (1974). ¡Viva Cristo Rey! La rebelión cristera y el conflicto Iglesia-Estado en México. Austin: University of Texas.

Carmona, D. (2024). José Mora y del Río. Memoria Política de México. https://www.memoriapoliticademexico.org/Biografias/MRJ54.html

Historia Eclesiástica Mexicana (2021). DON JOSÉ MORA Y DEL RÍO, PRECURSOR DEL CATOLICISMO SOCIAL.https://www.facebook.com/103963914718967/photos/a.104141874701171/271043878010969/?type=3

Crónica de un martirio anhelado, presentido… y planeado (II)

Sacrificio del Beato Miguel Agustín Pro (Segunda y última parte)

Lic. Helena Judith López Alcaraz

El P. Miguel Agustín Pro, de rodillas, haciendo su última oración justo antes de ser fusilado.

Acaban de cumplirse, el 23 del actual, hace unos días, un año más de que, en 1927, hace ya 98 años, el padre Pro, jesuita, maestro del disfraz y valientísimo sacerdote celoso por el bien de las almas a pesar de la atroz persecución religiosa, cayó traspasado por la descarga de un pelotón de fusilamiento.

En esta entrega, segunda y última con el título que encabeza el presente texto, ofrecemos la continuación y cierre de la historia de aquel martirio que no sólo había deseado con todas sus fuerzas, sino que, inclusive, lo había presentido y hasta dicho qué haría si llegaba a cumplirse su anhelo.

El Beato Miguel Pro, ya con los brazos abiertos, en el instante en que quiso gritar “¡Viva Cristo Rey!”, antes de que la descarga lo derribara. Imagen: Jesuitas México.

Miguel Agustín Pro había dedicado su vida al servicio de Dios y a la causa de la Iglesia, en un contexto de extrema violencia y odio contra todo aquello que ostentara el adjetivo “católico. La feroz persecución feroz contra la Iglesia católica se hallaba en su punto álgido. Las iglesias estaban cerradas desde el 1 de agosto de 1926, los sacerdotes eran cazados peor que alimañas peligrosas y muchos, a la sazón, ya habían sido asesinados. No obstante, con astucia y audacia, el presbítero había burlado a la policía y al gobierno para que los fieles de la Ciudad de México no se quedaran desamparados espiritual y materialmente. Porque, hay que señalarlo, no se limitó a administrar los Sacramentos sin cansancio, sino que, al haber quedado muchas familias sin sustento, por haber muerto o sido encarcelado el jefe, reunía y pedía víveres para llevárselos y mitigar, en lo posible, sus carencias económicas, en especial en lo tocante al alimento y el vestido.

Pero todo aquello había terminado. Dice la Sagrada Escritura, en el tercer capítulo del libro del Eclesiastés, “todas las cosas tienen su tiempo, todo lo que pasa debajo del sol tiene su hora. Hay tiempo de nacer, y tiempo de morir”. En el caso del que había nacido el 13 de enero de 1891 y que otrora fue novicio en El Llano, cerca de Zamora (Michoacán); del que había hecho el sacrificio de no volver a ver con vida a la autora de sus días para poder completar su formación sacerdotal; del que volvió a su patria justo dos semanas antes de la suspensión del culto público; y del que había arrostrado mil peripecias para no abandonar a su grey, ahora, era el tiempo de morir, de partir hacia la Eternidad.

Al acercarse al paredón de fusilamiento –sólo en ese momento se enteró de la condena que pesaba sobre él–, con la mirada hacia el frente, entrelazó las manos por delante. Su rostro, aunque marcado por las penalidades de los últimos días de la vida en prisión, y ya con la barba crecida por no poder afeitarla, no reflejaba miedo. Por el contrario, el Padre Pro se hallaba sereno, en paz, como si estuviera a punto de cumplir un sueño harto tiempo acariciado.

Fotografía del P. Pro en la noche inmediatamente anterior a su muerte, tomada en los sótanos de la Inspección de Policía. Imagen mejorada por la autora.

Y así era. Aquel miércoles gélido, Miguel Agustín Pro iba a conseguir la gracia que por tanto había implorado a Dios, a Nuestra Señora y –sí, no se lo había guardado ni era un secreto– a aquellos a quienes él quiso solicitarles que pidieran al Señor que se la concediese: el martirio.

Las investigaciones en torno al atentado fallido contra Álvaro Obregón, en el que el clérigo no había tenido nada que ver, no fueron sino un simple trámite con la sentencia ya dictada de antemano por el simple hecho de que él era sacerdote. Al llamarlo para su ajusticiamiento, el agente Mazcorro, jefe de Comisiones de seguridad, no vio salir de la celda más que a un hombre de fe inquebrantable y una profunda humildad, preparado para su encuentro definitivo con Dios.

Otro de los agentes, Valente Quintana, se aproximó al reo poco antes de que éste diera sus últimos pasos. Quizá los sentimientos religiosos afloraron, por un instante efímero, en aquel hombre avezado a capturar católicos. Tal vez fueron meros remordimientos de conciencia, o un desasosiego que quiso calmar. El hecho es que el policía, ya cerca del presbítero que estaba a punto de morir, le pidió perdón.

Y el interpelado, con la misma mansedumbre y sinceridad con que acogía a sus penitentes y atendía a los más desposeídos, le respondió:

—No sólo te perdono, sino que te doy las gracias.

Ficha de arresto del Beato Miguel Agustín Pro, con la huella de su pulgar derecho, elaborada durante la madrugada del 18 de noviembre de 1927, cuando fue aprehendido. Imagen: Casasola por la Cultura.

El trayecto hacia el paredón prosiguió. El padre Pro fue colocado en medio de unas siluetas metálicas con forma humana que servían para practicar el tiro al blanco y puesto a disposición del mayor de la gendarmería montada, Manuel V. Torres, quien, uniformado y con su sable envainado, aguardaba para dar las órdenes correspondientes al pelotón.

Más que acostumbrado a aquellos menesteres, el oficial fue con el sacerdote y le preguntó si tenía alguna última voluntad.

El padre, muy tranquilo, asintió y solicitó que le permitieran rezar. Concedido el permiso, con naturalidad, se puso de hinojos, cruzó los brazos y oró con los ojos cerrados. El mayor Torres se retiró unos pasos.

En derredor, los obturadores de las cámaras fotográficas no dejaban de funcionar. El primer mandatario había convocado a la prensa, a diplomáticos y funcionarios, y también a militares y demás personas allegadas al régimen. Aquel sacerdote estaba en sus garras, y había que liquidarlo con la mayor publicidad posible.

Lo que él no sabía, como tampoco su compinche y paisano Álvaro Obregón, era que aquellas instantáneas tendrían el efecto contrario.

Luego de su oración, el sacerdote oriundo de Guadalupe se levantó. Quedóse en pie, erguido y digno, como un atleta que está a punto de recibir el galardón. Todos los presentes habían podido repetir las palabras del Redentor en la Cruz al contemplar la delgada figura del mártir, vestido con suéter, traje y corbata, aguardando el momento supremo: “Consummatum est”, “Consumado es”.

Grabado que representa el momento preciso en que las balas, dejando tras de sí la estela de pólvora, salieron de los cañones de los rifles para impactar en el cuerpo del P. Pro. A la derecha, a la orden “¡Fuego!”, el mayor Torres ha bajado su sable. Mejora de imagen por la autora.

Sólo restaba proceder al fusilamiento. El mayor Torres quiso vendar los ojos al jesuita, quien se rehusó con amabilidad a la que, a la vez, supo unir la firmeza.

Justo antes de que el militar alzara su sable en el aire, al dar la orden de “¡Posición de tiradores!”, el padre Pro alzó los brazos y los abrió en forma de cruz. En una mano sostenía el rosario que tantas veces había desgranado; en la otra, su crucifijo.

Sonaron las voces de “¡Preparen!” y “¡Apunten!”, acompañadas por el cerrajeo de los máuseres y por el movimiento de éstos siendo levantados y dirigidos hacia el cuerpo del mártir.

Por un segundo, dio la impresión de que el tiempo se detuvo. En aquel instante preciso, a la par que la luz del sol mañanero iluminó la brillante hoja del sable del mayor Torres, el padre Pro llenó de aire sus pulmones para cumplir aquello que le respondió a Jorge Núñez Prida cuando éste le preguntó qué haría si lo arrestaban para matarlo:

«Pediría que me permitieran arrodillarme, tiempo para hacer un acto de contrición, y morir con los brazos en cruz, y gritando…»

—¡Viva Cristo Rey!

Placa que indica el sitio en donde se desplomó el P. Pro. Foto: Milicia.

Y lo hizo. Era la declaración postrimera de su fe y del más grande de sus amores: Dios, por quien ahora entregaba su vida y derramaba su sangre.

—¡Fuego! —bramó el jefe del pelotón.

Sonó la descarga, emergieron la pólvora y las balas… y Miguel Agustín Pro sintió cómo éstas impactaron en su cuerpo, provocándole un dolor indecible. Una de las cámaras captó el instante preciso en el que los tiros perforaron su carne. Era el culmen de su propio Gólgota. Aunque no había querido que lo privaran de la visión, había cerrado los ojos, tal vez como acto reflejo, quizá por la propia flaqueza de la naturaleza humana. A fin de cuentas, aunque era un auténtico santo, no dejaba de estar hecho con el mismo barro de los mortales.

Pintura del P. Pro, de la autoría de la artista Paula en el bosque (Instagram). Resaltan varios detalles: la iglesia de la Sagrada Familia, en la Ciudad de México, donde reposan los restos del mártir; el rosario que éste lleva en la mano; y la escena del fusilamiento.

Derribado por los proyectiles que escupieron los cañones de los fusiles, el mártir fue recibido por la tierra. Un charco escarlata se formó en torno suyo y mojó sus ropas y las piedras. El doctor Horacio Cazale, del Servicio Médico de la policía, se aproximó para certificar su deceso. Pero, como aún respiraba –además de que había que dárselo de rigor–, el sargento de la escolta fue, dirigió un rifle hacia su cabeza y le disparó el tiro de gracia en la sien, del cual brotó la sangre en abundancia.

Eran poco después de las diez y media de la mañana del 23 de noviembre de 1927. Las diversas fuentes indican entre las 10:30 y las 10:38 como la hora en que la carrera terrenal del amado pastor de almas tocó a su desenlace.

Primera plana de El Universal, periódico capitalino, en que se informó –con morboso lujo de detalle– sobre el asesinato del P. Miguel Agustín Pro y sus tres compañeros.


A Calles, que publicitando el ajusticiamiento quiso humillar a la Iglesia, los cálculos le salieron terriblemente. El afrentado fue él, no su víctima. Al día siguiente, 24 de noviembre, una ingente multitud acompañó los despojos del presbítero y de su hermano Humberto al panteón de Dolores, en medio de férvidas oraciones y de cánticos religiosos, entre los que destacó el celebérrimo “Tú reinarás”. Y su padre, don Miguel Pro Romo, principió el Te Deum ante la tumba que recién había acogido el féretro de su tercer hijo, el mayor de los varones, que ahora pertenecía al blanco ejército de los mártires, como dice el mencionado himno de acción de gracias.

Lejos de ser olvidado, el legado de sacrificio y arrojo sin par del padre Miguel Agustín no concluyó con su muerte. Su martirio se convirtió en un símbolo de la resistencia religiosa y de la fidelidad a Cristo Rey. Pese al intento inicial del presidente Calles por hacer de su muerte un escarmiento que nadie olvidase, lejos de amilanarse, los católicos mexicanos encontraron en él una figura luminosa que representaba la lucha por la fe, por la justicia y por la reyecía de Nuestro Señor, así como por la libertad de profesar y practicar la religión que nos trajeron los hispanos allende el mar, y que incontables personas más siguieron defendiendo hasta el punto de morir por ella, por lo que más amaban, por Jesucristo Rey.

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Crónica de un martirio anhelado, presentido… y planeado (I)

El sacrificio del jesuita Miguel Agustín Pro Juárez (Primera parte)

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Edición –hecha por la autora– de la fotografía que muestra el instante preciso en que el P. Miguel Pro, con los brazos en cruz, recibe la descarga de fusilería, el 23 de noviembre de 1927.

Más allá de la obvia referencia al título de la famosa novela de Gabriel García Márquez, consideramos que el epígrafe de la presente entrada no podría haber sido más acertado. Es verdad que, durante los tiempos más crudos de la persecución religiosa, en el trienio sangriento de 1926 a 1929, la idea del martirio no era ajena para los católicos mexicanos. Aquella frase con la que es conocido el adolescente mártir de Sahuayo, San José Sánchez del Río, no fue sino la expresión con la que incontables personas externaron la plena convicción, muy en sintonía con la teología martirial, de que si eran asesinados por odio a la fe obtendrían el más preciado galardón que Dios puede otorgar a un alma cristiana: la salvación eterna, y mejor aún, ipso facto, sin pasar por el Purgatorio.

Entre los mártires mexicanos, en particular entre los que ya han sido elevados a los altares, existen varios casos documentados de que algunos de ellos presintieron con claridad que el ofrecimiento de su vida se avecinaba, o incluso estaba a la puerta. Tampoco es secreto que incontables personas, no sólo los caídos beatificados o canonizados, desearon ardientemente derramar su sangre por la causa de Cristo y de su Iglesia, o tan sólo con tal de demostrar su amor y fidelidad a Él en aquellos tiempos aciagos. Empero, existió un mártir que, digámoslo en honor a la verdad, rebasó cuanto es posible afirmar al respecto de ambas cuestiones, y aún más: llegó al punto de planear qué haría si el régimen lo apresaba para matarlo y –por increíble que se escuche–, lo cumplió al pie de la letra.

Se trata del Beato Miguel Agustín Pro, miembro de la Compañía de Jesús, sobre quien hablamos un poco en septiembre, precisamente con motivo de que, junto con la madre Concepción Acevedo de la Llata, se ofreció formalmente como víctima por la conversión del presidente Plutarco Elías Calles. A lo largo de esta entrega veremos cómo, además de suspirar largo tiempo por el ideal del martirio, lo intuyó con claridad y especificó cómo procedería en aquel instante supremo.

Detalle de una pintura del artista español Raúl Berzosa Fernández, que representa al P. Pro en el momento de esperar los disparos.

En primera instancia, en lo tocante al deseo de morir por Cristo, éste se manifestó en dos vertientes: el primero, en las peticiones que el sacerdote zacatecano hizo a algunos fieles y amigos muy cercanos de que imploraran a Dios que le concediese “su gracia”, como él denominaba al martirio; el segundo, en todas las ocasiones en que en sus cartas, en medio de las asechanzas del régimen y de las barbaries que se suscitaban a lo ancho y largo del país, expuso ideas como las que siguen:

«Las represalias, sobre todo en México [la capital], serán terribles; los primeros serán los que han metido las manos en la cuestión religiosa, y yo he metido hasta el codo. ¡Ojalá me tocara la suerte de ser de los primeros, o… de los últimos, pero ser del número!» (Epístola del 12 de octubre de 1926)

«De todos lados se reciben noticias de atropellos y represalias; las víctimas son muchas; los mártires aumentan cada día… ¡Oh, si me tocara la lotería!» (Principios de noviembre de 1926).

«Es demasiada gracia para un tipo como yo, el merecer honra tan grande como el ser asesinado por Cristo. Aunque fuera de los del montón y de chiripazo… ya me contentaría. Pero no se hizo la miel para la boca de Miguel» (Misiva de algún momento de 1927).

En su lenguaje coloquial, “la lotería” era ganar la gracia del martirio. Y a menudo, como vimos en dos de los ejemplos anteriores, traía a colación el dicho popular alusivo al producto del trabajo de las abejas y el hocico de los asnos. Como es natural, según el padre Pro, él era el burrito y la miel, morir por la religión y por Dios.

Pero no hay que creer que tales ansias –que a más de alguno llegaron a parecer excesivas– habían nacido al calor de los hechos posteriores a agosto de 1926, cuando se recurrió al culto privado y clandestino que el gobierno castigaba con tanto ahínco y crueldad. Ya desde sus tiempos de novicio en El Llano (Michoacán), de 1911 a 1914, lo había dicho, cuando unos compañeros comentaban que ya había pasado el tiempo de los mártires –nunca creyeron seguramente, que estaba a la puerta–:

Detalle de otro retrato del Beato Miguel Pro pintado por Raúl Berzosa. Arriba, sostenida por los ángeles, se lee la proclama «¡Viva Cristo Rey!» Ilustración mejorada por la autora.

“¡Ojalá volviera y me tocara la lotería, aunque fuera de chiripa! ¡Me gustaría ser el mártir de los obreros!”

Como se verá, no era un mero capricho efímero o una ambición improvisada.

Ahora bien, aunque su corazón ardía en aquellos anhelos, no dejó de ser prudente y tomar algunas precauciones para ejercer su ministerio. Nuestro joven sacerdote, a pesar de las prohibiciones, continuó su labor evangelizadora, moviéndose encubierta pero muy ingeniosamente para asistir a los fieles. Para ello, utilizó sus dotes extraordinarias como maestro del disfraz. Sí, no fue el único presbítero que, por aquellos ayeres, alteraba su indumentaria para seguir ejerciendo su ministerio, pero sí el más célebre entre los que procedieron así. Caracterizado de mecánico, limpiabotas, estudiante rico con su perro, joven galante con traje y canotier, indígena vestido con calzón de manta y huaraches de cuero… en fin, de todo lo que se pudiera, siguió oficiando Misa en casas particulares, confesando, dando la extremaunción y repartiendo Comuniones en las que él llamó “Estaciones Eucarísticas”. Y como si tanto trabajo no bastase, se daba tiempo para impartir conferencias a choferes y pláticas a señoritas, por mencionar dos ejemplos.

Fotografía del Beato Miguel Agustín Pro Juárez, editada y mejorada por la autora.

Sin embargo, pese a su agudeza y audacia, la policía no descansaba en su empeño por capturarlo. El mismo padre Pro sabía que su cabeza estaba puesta a precio y que se ofrecía una gratificación a quien lo denunciara. Por ende, humana y cristianamente hablando, no se hacía ilusiones. Una vez, luego de un lance arriesgado, una de las religiosas de la congregación a la que auxiliaba, le dijo:

—¡Padre, esto acabará en el martirio!

Y el aludido, con picardía, repuso:

—¡Hum! No se ha hecho la miel para la boca de Miguel.

Pero casi en seguida, adquiriendo un tono serio, añadió:

—¡Plegue al cielo que yo sea mártir! ¡Pidan mucho a Dios por mí!

Al partir a alguna aventura peligrosa, decía: “¡A ver si por fin alguna vez me es concedida la gracia del martirio!

Otro testigo, en una declaración que recoge el P. Antonio Dragón –quizá el biógrafo más conocido y relevante del Beato–, refiere:

Fotografía del Beato Miguel Pro cuando todavía estudiaba en Bélgica, debido a su destierro forzado (a causa de la persecución religiosa desatada por la revolución carrancista). Imagen mejorada por la autora.

“Desear el martirio era en él como una obsesión. Con frecuencia le oí pedir oraciones para obtener de Dios esa gracia. «Pedid a Dios que me fusilen, decía en su humildad: porque solamente así podré ir al cielo. Pedid a Dios que me envíen a Chihuahua, donde la persecución es más violenta». Yo le respondí que no pedía a Dios tonterías. Si Dios lo quería mártir, bien podía hacerlo morir entre nosotros” (1934, p. 200).

Hasta aquí ya quedó bien establecida la magnitud de las aspiraciones del padre Miguel Pro. Pero ¿qué decir sobre sus “planes” para cuando sobreviniese el codiciado momento?

La respuesta a ello reside en una conversación, sostenida casi en vísperas del sacrificio, con Jorge Núñez Prida. Éste, directamente, le había preguntado:

—¿Qué haría usted si el gobierno lo apresara para matarlo?

Y el clérigo, con sencillez y como quien lo tiene pensado y fraguado con mucha anterioridad, respondió:

Pediría permiso para arrodillarme, tiempo para hacer un acto de contrición, y morir con los brazos en cruz gritando: “¡Viva Cristo Rey!”

Por último, en lo que toca a la corazonada o intuición de que muy pronto sería ultimado, el padre Pro también manifestó ese pensamiento apenas unas jornadas antes de que aconteciera. Veamos cómo pasó todo.

El 6 de diciembre de 1926, Guadalupe García le remitió una medalla religiosa al sacerdote. Precisamente un par de días antes, el 4, el héroe había sido arrestado y encarcelado por primera ocasión, en Santiago Tlatelolco. Hasta allí todo bien.

Cuadro del P. Pro, pintado por el también jesuita Gonzalo Carrasco. Es una de las imágenes más conocidas y difundidas sobre su iconografía.

No obstante, el 16 de noviembre de 1927, justamente la fecha en que se escondió con sus hermanos en la casa de la señora Valdés, su última anfitriona, el padre se presentó en casa de Guadalupe y, sin proferir vocablo alguno, le devolvió la medalla.

«Yo no quería recibirla, nos narra la persona en cuestión; pero él me dijo textualmente estas palabras: “¡Guárdala! ¿para qué quieres que quede sobre un cuerpo destrozado?”»

Este incidente, nos señala el P. Rafael Martínez Torres, “parece un indicio significativo de que el P. Pro conocía por luz sobrenatural que moriría mártir, puesto que precisamente en esos días se le había dado orden de salir del país. La fecha estaba fijada para el día 19, el siguiente a cuando fue aprehendido” (1976, p. 372).

Al día posterior de aquella escena, el futuro mártir celebró el Santo Sacrificio de la Misa por vez postrimera. Y en la madrugada del 18, fue aprehendido por un nutrido grupo de soldados y agentes de la policía secreta.

Sus deseos de sacrificar su existencia terrena por Cristo, harto tiempo acariciados y esperados, estaban por tornarse realidad viva.

¿Cumpliría sus planes de hincarse, orar a Dios y sucumbir con los brazos en cruz mientras pronunciaba el vítor que tantos, en los campos de batalla, ante los rifles o con el dogal al cuello, exhalaban?

Detalle de una fotografía del P. Pro, con apenas unos meses de ordenado, tomada en Enghien, Bélgica, en el mes de diciembre de 1925. Instantánea tomada por uno de sus condiscípulos jesuitas. Imagen editada y mejorada por la autora.

Aunque la contestación a la interrogante ya se conoce, sea por instantáneas, sea por la película de Miguel Rico Tavera (2007) o por alguna otra representación, la abordaremos largo y tendido en la siguiente entrada, cierre y culmen de esta.

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Bibliografía:

Dragón, A. (1934). Por Cristo Rey. El Padre Pro. México: Buena Prensa.

Ramírez Torres, R. (1976). Miguel Agustín Pro. Memorias biográficas. México: Tradición.

“Tú reinarás, oh Rey Bendito…”

Historia de este célebre himno en honor de Jesucristo Rey

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Fotomontaje alusivo al título de la entrada, que muestra a Cristo Rey, coronado de espinas pero triunfante, con vestiduras encarnadas y una capa dorada, circundado por la bandera mexicana y por una rama de olivo. Edición por la autora.

Esta hermosa pieza musical, a pesar de ser sumamente famosa y entonada actualmente por los fieles en Misas y procesiones eucarísticas y en las festividades en honor de Cristo Rey –y cómo olvidarlo, en Sahuayo, en el marco de los festejos en honor a San José Sánchez del Río–, tiene una historia muy poco conocida.

Es verdad, asimismo, que nuestros ascendientes ya cantaban esta canción desde los trágicos aunque gloriosos tiempos de la Cristiada y la persecución religiosa, y que de hecho fue gracias a esta gesta que sus versos y su melodía se popularizaron tanto que, hasta nuestros días, es ya un auténtico clásico musical cristero, aún más que otro bastante popular que inicia con las palabras: “Que viva mi Cristo, que viva mi Rey”. Como dato curioso adicional, incluso se le utilizó como tema principal de la música del filme “Padre Pro (Miguel Rico Tavera, 2007), sobre el Beato Miguel Agustín Pro, compuesta por José Luis Guzmán Wolffer. En una escena, poco antes de su martirio, podemos ver al jesuita y a sus compañeros de prisión entonándola, llenos de emoción; y después, durante los créditos, el espectador puede deleitarse con una versión que incluye las dos primeras estrofas.

¿Pero cuáles fueron los orígenes del “Tú reinarás”? ¿Quién fue su compositor? ¿En qué año surgió este hermoso cántico compuesto por estrofas de cuatro versos de nueve sílabas [1], y un estribillo con dos versos de siete sílabas y dos de nueve?

Promocional de la banda sonora original de la película Padre Pro (2007), de la cual el himno «Tú reinarás» es el tema principal.

La canción original, contrariamente a lo que muchos –en especial nosotros, los mexicanos– pensarían, no fue compuesta en lengua española, sino en francés. El creador fue el sacerdote Francois Xavier Moreau en 1882. El himno primigenio, por su parte, se llama “Nous voulons Dieu” –la expresión en idioma galo para “Queremos a Dios”–, y fue compuesto en honor de Nuestra Señora de Lourdes con ocasión de una peregrinación que el presbítero realizó a la Grotte de Massabielle –mejor conocida como la Gruta de Lourdes–, a orillas del río Gave de Pau, Francia.

He aquí la primera estrofa y el estribillo, cuya traducción adjuntamos:

Nous voulons Dieu, Vierge Marie,

Prête l’oreille à nos accents;

Nous t’implorons, Mère chérie,

Viens au secours de tes enfants.

(Refrain)

Bénis, ô tendre Mère,

Ce cri de notre foi :

Nous voulons Dieu ! C’est notre Père,

Nous voulons Dieu ! C’est notre Roi.

Y la traducción al español:

Queremos a Dios, Virgen María,

presta el oído a nuestros acentos,

te imploramos, Madre querida,

ven en ayuda de tus hijos.

(Coro)

Bendice, ¡oh tierna Madre!,

este grito de nuestra fe.

¡Queremos a Dios! Es nuestro Padre.

¡Queremos a Dios! Es nuestro Rey.

El canto, muy pronto, adquirió notable relevancia litúrgica.

A su vez –prueba de su rotundo éxito musical y religioso–, existió una versión italiana del mismo canto, “Noi vogliam Dio, Vergin María”, cuya traducción es casi idéntica a la francesa:

Noi vogliam Dio, Vergin Maria,

benigna ascolta il nostro dir,

noi t’invochiamo, o Madre pia,

dei figli tuoi compi il desir.

(Ritornello)

Deh benedici, o Madre,

al grido della fe’,

noi vogliam Dio, ch’è nostro Padre,

noi vogliam Dio, ch’è nostro Re.

En ambos casos, de cualquier modo, la única diferencia reside en la letra. La melodía es idéntica a la del himno cantado durante la persecución religiosa en México y la Cristiada, y cuyos acordes y notas son familiares para la inmensa mayoría de los católicos de nuestro país.

¿Quién compuso nuestra versión mexicana, la que cantaban los defensores de la fe en el combate y en los campamentos y que, con toda certeza, también salió de las fervientes gargantas de algunos de nuestros Mártires mexicanos, tanto de los que han sido elevados a los altares y los que no (la mayoría)? Sin importar lo exhaustivo de nuestra investigación, no hemos podido encontrar tan preciado dato, como tampoco el año del cual data la letra que conocemos. Quizá fue para los tiempos en los que Su Santidad Pío XI, mediante su Encíclica Quas Primas, instauró la Solemnidad de Cristo Rey en 1925, pero no tenemos ningún documento que avale, sustente o ratifique nuestra hipótesis.

El Papa Pío XI, autor de la Encíclica Quas Primas, a través de la que instituyó la fiesta de Cristo Rey.

Lo que es innegable es que, independientemente del anonimato del compositor de la letra mexicana del “Tú reinarás”, desde aquellos ayeres, ya a mediados de la década de 1920, aquél se convirtió en una canción indispensable para los católicos mexicanos, y en una infaltable para las ceremonias relacionadas con Cristo Rey y con todos los que, independientemente de su edad, sexo o condición, dieron su vida por Él y por la religión católica en nuestra patria. Es maravilloso y sobrecogedor ver que, pese al paso inexorable de las décadas –y dentro de poco, de una centuria–, y de cómo se han modificado las costumbres, este bellísimo himno sigue conservando esa vigencia apabullante, la misma que tuvo un 24 de noviembre, pero de 1927, cuando una ingente multitud acompañó los restos del sacerdote Miguel Agustín Pro Juárez y de su hermano Humberto al panteón de Dolores, en un funeral apoteósico.

Para terminar, por último, compartimos la letra completa de esta canción que los mexicanos, tomando prestada la melodía [3], hemos hecho tan nuestra:

Fieles y dolientes depositan flores en el ataúd del P. Miguel Pro –hoy beatificado– durante su sepelio. Durante éste, innumerables personas entonaron el himno «Tú reinarás». Fotografía: INAH / Archivo del Arzobispado de México.

¡Tú reinarás!, este es el grito
que ardiente exhalan nuestra fe
!Tú reinarás!, oh Rey Bendito
pues Tú dijiste: “¡Reinaré!”

Coro:

Reine Jesús por siempre,
reine Su corazón,
en nuestra patria, en nuestro suelo,
que es de María la nación.

Tu reinarás, dulce esperanza,
que el alma llena de placer;
habrá por fin paz y bonanza,
felicidad habrá doquier

Tu reinarás en este suelo,
te prometemos nuestro amor.
¡Oh buen Jesús!, danos consuelo
en este valle de dolor.

Tú reinarás, reina ya ahora,
en esta casa y población [2],
ten compasión del que te implora
y acude a Ti en la aflicción.

Tú reinarás, toda la vida
trabajaremos con gran fe
en realizar y ver cumplida
la gran promesa: “¡Reinaré!”

Notas:

[1] El eneasílabo es un verso de arte mayor conformado por nueve sílabas, cuyo uso es poco frecuente en español. Cuando se emplea, aparece sobre todo en los estribillos de canciones de tradición oral.

[2] En otras versiones dice: “en toda casa y población”.

[3] Algo idéntico a lo sucedido con la música de la Marcha Real Española (o Marcha de Granaderos), actual Himno Nacional de la madre patria, para dar lugar a la canción que empieza con las palabras “La Virgen María es nuestra protectora” y que, en cierta parte, dice: “Somos cristianos, y somos mexicanos. / ¡Guerra, guerra contra Lucifer!” Al igual que con “Tú reinarás”, no se conoce al autor de la letra.

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Versión de la “Alegoría del sueño de Valverde” de D. Antonio Segoviano (1924) pintada por Tobías Villanueva, guanajuatense. La obra original fue inspirada por el sueño de Monseñor Emeterio Valverde y Téllez acerca cómo visualizaba la victoria de Cristo Rey en la Patria Mexicana. Actualmente la pintura original se encuentra en el Museo del Cerro del Cubilete, y la de Villanueva en la Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús, Fresnillo (Zacatecas).

Fuente:

Tomado de nuestra publicación original del 27 de octubre pasado, con ocasión de la Solemnidad de Cristo Rey –que, en el calendario anterior a las reformas litúrgicas del Concilio Vaticano II, y tal como lo especificó el Papa Pío XI al instituir la fiesta en 1925, se celebra el último domingo de octubre, el inmediatamente anterior a la Solemnidad de Todos los Santos–, en la página Testimonium Martyrum (expresión latina para “Testimonio de los Mártires”). Naturalmente hemos enriquecido el texto para esta entrada.

Sale a la luz pública Crónicas de Sahuayo III y será presentado este mes de noviembre.

Juan Bruno Hernández *Colaborador

Gracias a la iniciativa del C. Presidente Municipal de Sahuayo,  el Dr. Manuel Gálvez Sánchez, sale a la luz pública el tercer volumen de Crónicas de Sahuayo, coordinado por el maestro Francisco Gabriel Montes Ayala, nuestro director de esta revista electrónica, cronista de Villamar, Venustiano Carranza y coordinador del Consejo de la Crónica de Sahuayo, presidente de la Asociación de Cronistas Jalisco-Michoacán.

El tomo tres de la serie, será presentado el 25 de noviembre en Caballeros de Colón en Sahuayo, ante la sociedad sahuayese y los amantes de la historia y la crónica.

Cabe destacarse que van tres volúmenes que le han dado a Sahuayo importantes aportes a su microhistoria, de esa pequeña parte de la historia nacional que no se sabe mucho. El rescate histórico coordinado por el maestro Francisco Gabriel Montes, ha sido excelente, al reunir a un grupo de jóvenes que se están formando en estas lides de la historia y la crónica. Santiago Manzo Gómez, Helena López Alcaraz ( que por cierto es colaboradora de la revista de Crónicas de la Ciénega) así como también José de Jesús Girarte ( JJ), Ana Karen Ramírez Sánchez, Francisco Jesús Montes Vázquez, Miguel Ceja Sandoval, los cronistas José Castellanos Higareda de Pajacuarán, Salvador Meza Carrazco de Jiquilpan y Hugo de Jesús Gómez, que merece una mención especial ya que al formarse el tercer tomo de Crónicas de Sahuayo, siendo estudiante del doctorado en Historia en la UdeG, fue muerto en un asalto frustrado. Hugo era sin duda alguna, uno de los cronistas de Sahuayo más destacados a su corta edad, que sin duda su partida enluta este tercer tomo.

El contenido de esta nueva publicación versa sobre la cristiada en Sahuayo, donde se presentan varios artículos de este periodo histórico, que hoy se reivindica en esta zona.

El volumen III trae desde documentos inéditos, fotografías y narraciones extraordinarias que no se conocían. Se destaca también, la lista de cristeros que participaron en la guerra en esta zona, así como sacerdotes y mujeres que fueron parte fundamental en la lucha por la defensa de la fe.

Esperamos con ansias el día de la publicación, informando a nuestros lectores, que el libro será obsequiado el día de la presentación, para que estén atentos para llevarse un ejemplar a casa.

También es justo reconocerle al presidente Manuel Gálvez, su compromiso de rescate histórico de su tierra natal Sahuayo.

Víctimas por Calles

Cuando un sacerdote jesuita y una religiosa ofrecieron su vida por la salvación del alma de un presidente

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Collage que ilustra el título de esta entrada, realizado por la autora. El P. Pro figura en el centro por tratarse del personaje que, además de haber sido ya elevado a los altares, ofició la Misa en la que tanto él como la madre Conchita (abajo a la izquierda) ofrecieron su vida por Calles (en la parte superior derecha).

Por increíble que parezca en un primer momento, el título de la presente entrada es correcto y acertado. A estas alturas, como es ya sabido, la terrible persecución religiosa de la pasada centuria en nuestro país produjo caídos a manos llenas. Los mártires, tanto en el sentido estricto eclesiástico como en la concepción católica popular, fueron incontables. Así pues, si lo que hubo con profusión en aquellos tiempos aciagos, máxime bajo la presidencia del personaje mencionado, fueron muertos por su causa. En suma: víctimas de Calles, del tristemente célebre don Plutarco, y de su animadversión anticatólica.

Empero, en menor proporción, aunque resulta igualmente extraordinario o aun incoherente leerlo, también existieron personas que no se limitaron a dar su vida por lo que era más sagrado para ellos, la religión que nos trajeron los hispanos de allende el mar, sino que la oblación de su existencia terrena y de su sangre fue acompañada, con anterioridad, de un expreso ofrecimiento de ambas por una intención muy específica: que el alma del tirano, del nuevo Nerón –como muchos le llamaban, y no sin acierto–, se salvara. Así, al mismo tiempo, convirtiéronse en víctimas por Calles.

Una de esas personas fue un famoso sacerdote perteneciente a la Compañía de Jesús, alegre, dicharachero y sumamente hábil para los disfraces, que en sus años mozos había pisado tierras michoacanas; había estado con los jesuitas de la antigua hacienda de El Llano, cerca de Zamora. El nombre completo de aquel presbítero, zacatecano de origen, era José Ramón Miguel Agustín Pro Juárez, si bien era mejor conocido, simplemente, como el Padre Pro.

Padre Miguel Agustín Pro, vestido de civil, con una niña a la que dio la Primera Comunión. Fotografía editada y mejorada por la autora.

En 1923, una comunidad  de las Religiosas Capuchinas, presidida por sor María Concepción Acevedo y de la Llata, mejor conocida como la Madre Conchita, se había instalado, con permiso de Monseñor José Mora y del Río –Arzobispo de México, oriundo de Pajacuarán, Michoacán–, en el vecindario de Tlalpan, aledaño a la capital. A pesar de la persecución creciente y del peligro que implicaba, la abadesa no mudó ni los hábitos ni la distribución del tiempo en su convento.

Por desgracia, una delación ocasionó el asalto de la policía a la casa en que vivían las religiosas. El cateo fue llevado a cabo por Bandala, uno de los jefes de la policía secreta del Distrito Federal, el 3 de enero de 1927. Con todo y la desagradable experiencia, las monjas no se arredraron: dos días después, 5 de enero, víspera de la Epifanía del Señor, ya se habían instalado en su nuevo domicilio, en plena capital, localizado en la calle Zaragoza, número 68.

Sor Concepción Acevedo de la Llata, mejor conocida como “la madre Conchita”, hacia 1923. Imagen editada y mejorada por la autora.

Poco antes, en 1926, Monseñor Leopoldo Ruiz y Flores –el mismo que con su compañero Díaz y Barreto concertaría los “arreglos”– había suplicado a la madre Conchita que se ofreciera como víctima propiciatoria por Calles, a fin de que Dios cambiara los sentimientos de su corazón y, en consecuencia, diera libertad a la Iglesia. La madre Conchita, teniendo en cuenta la grave responsabilidad que aquello implicaba, se resistió en un principio. Pero la idea se clavó en su pensamiento desde entonces.

La situación propicia para el sacrificio se presentó de forma definitiva con el padre Miguel Pro, quien suspiraba por la idea del martirio y, por convicción y cuenta propia, había ideado ofrecer su vida por el político de Sonora. Incluso había llegado al extremo de aplicar Misas por él. No conforme con lo anterior, sin importarle las continuas asechanzas de los agentes policiacos ni el hecho de que se ofrecía una cuantiosa gratificación a quien facilitara su captura, administraba los Sacramentos de manera incansable e intrépida.

Eventualmente, en medio de tantos afanes apostólicos a lo ancho y largo de la Ciudad de México, el padre Pro y la madre Conchita se conocieron. Corría febrero de 1927, de acuerdo con las remembranzas de la religiosa. Ella refiere así su encuentro:

“No me causó ninguna impresión especial. Reconocí que era un sacerdote que luchaba por la gloria de Dios, por la salvación de las almas, y que no tenía miedo a la cárcel ni a la muerte; pero como esto para nosotras era tan natural, no le hice el menor aprecio”.

A pesar de su primera percepción, la abadesa no tardó en advertir que el sacerdote y ella compartían una cualidad: su disposición para el sacrificio, para el martirio, como forma de alcanzar la santidad. No era, hay que decirlo con llaneza, un pensamiento exclusivo: el pueblo católico mexicano en general sabía, y estaba plenamente convencido de ello, que el martirio era y es una gracia singularísima, que purifica por completo el alma y produce en ella un segundo bautismo, por lo que el mártir, sin pasar un instante por el Purgatorio, va directo al Cielo.

Al margen del ruego de Monseñor Ruiz y Flores, el padre Pro también le planteó a la madre Conchita la idea de que ambos, conjuntamente, ofrecieran su vida por Calles. Ella aceptó con la única condición de que su confesor, el P. Félix de Jesús Rougier –fundador de los Misioneros del Espíritu Santo–, le concediera permiso. Éste fue obtenido.

El lunes 23 de septiembre de 1927, previo acuerdo entre la madre Conchita y el padre Pro, éste fue a celebrarles Misa a las religiosas. Antes de empezar, les suplicó que imploraran al Señor lo aceptase a él como víctima por Calles –las negritas las hemos puesto nosotros–, por los sacerdotes, por el bien de la patria, y añadió, de modo expreso, que él aplicaría el Santo Sacrificio por tal intención. Hay que imaginar cuál fue la reacción de las monjas al escuchar algo así: el eclesiástico zacatecano, sin ambages, estaba ofreciéndose a sí mismo, y pidiendo la muerte, a cambio de que Plutarco Elías Calles no se condenara para siempre.

La madre Conchita, plena y perfectamente consciente de lo que el padre y ella hacían, hizo adornar con flores la capilla y quiso que durante la Misa hubiera cantos sagrados, como en las grandes festividades. El Santo Sacrificio empezó.

El padre Antonio Dragón S. J., uno de los principales biógrafos del Beato Miguel Agustín Pro, cita el testimonio de una religiosa que estuvo presente acerca de la actuación del padre aquella jornada:

«En toda la misa estuvo muy emocionado; se dilató mucho y estuvo llorando durante todo el tiempo, mientras las religiosas estaban cantando. Al terminar la misa, dijo a una de las monjas que aún vive y que puede testificar la verdad: “No sé si sería pura imaginación, o si realmente ha pasado, pero siento claro que nuestro Señor aceptó de plano el ofrecimiento…”.»

El padre Rafael Ramírez Torres confirma estas palabras.

Cedamos la palabra a la misma madre Conchita, que resultó ser la religiosa en cuestión. Para ello citamos las declaraciones que hizo a la revista ¡Extra! en noviembre de 1979:

“En nuestra casa se respiraba el perfume de las flores y se sentía la paz del recogimiento y la oración. Terminó la misa nuestro capellán y a continuación celebró la suya el padre Pro, quien desde el principio comenzó a derramar abundantes lágrimas. Nosotras cantamos el Avemaría y otros motetes. 

A la hora  del Evangelio, el padre Pro dijo unas breves palabras alusivas al solemne ofrecimiento que en su misa hacía a Dios. Y los grandiosos momentos de la Consagración y la Elevación se prolongaron durante un largo cuarto de hora, sacando de vez en cuando su pañuelo para enjugarse los ojos. Comulgamos y terminó la Santa Misa.

Después que dio gracias, el padre Pro me mandó llamar con la madre Cecilia para decirme estas frases que jamás podré olvidar:

—No sé si será porque el oratorio está muy recogido, o porque cantaron  muy bonito o… no sé por qué; pero en el momento que terminé de consumir oí claramente como si alguien me hubiera dicho: ¡Está aceptado el sacrificio!”

El 23 de noviembre de 1927, miércoles, al filo de las 10:30 de la mañana, justo dos meses después de la heroica y fervorosa oblación, la ofrenda fue plenamente aceptada y recogida por Dios. El padre Miguel cayó bajo las balas de los soldados de Calles, por mandato explícito de éste, acusado de planear y participar en el atentado fallido contra Álvaro Obregón Salido, no sin antes encomendarse de hinojos al Creador –delante del mismo pelotón que habría de fusilarlo–, abrir los brazos en cruz y sostener, en cada mano, su crucifijo y su rosario. Las fotografías de la ejecución, tomadas por orden del presidente con la finalidad de humillar y escarnecer en grande a los católicos, al clero católico y a la Iglesia, constituyeron el mejor registro de cómo el Señor no desoyó al valiente clérigo y le otorgó la palma del martirio que tanto anhelaba. Fue beatificado el 25 de septiembre –aniversario del natalicio de quien lo mandó asesinar– de 1988.

Detalle de una de las instantáneas tomadas durante el fusilamiento del Padre Miguel Agustín Pro, el 23 de noviembre de 1927, en el patio de la Inspección de Policía de la Ciudad de México. Imagen del Archivo General de la Nación (AGN).

La madre Conchita, por su parte, sería acusada de ser la autora intelectual del asesinato de Álvaro Obregón, perpetrado el 17 de julio de 1928. Dejando de lado los misterios que rodearon la muerte del estadista reelecto, al principio se le condenó a muerte, pero le conmutaron la pena por veinte años de presidio en la temible cárcel de las Islas Marías. En 1934 abandonó los hábitos y se casó –por entonces al civil– con Carlos Castro Balda, otro de los implicados en el homicidio del otro miembro del dúo sonorense. Tras haber cumplido doce años, cuatro meses y nueve días de prisión, entre un continuo ir y venir de la Penitenciaria del entonces Distrito Federal a las Islas Marías, el presidente Manuel Ávila Camacho le concedió el indulto. Falleció en la Ciudad de México en 1979, a los ochenta y siete años.

La madre Concepción Acevedo de la Llata en las fotografías tomadas para el proceso penal referente al homicidio del general Obregón. Fotografía de Cambridge University Press & Assessment.

Como cierre para nuestro texto, citamos un fragmento del P. Rafael Ramírez al respecto del ofrecimiento:

“Los casos de la Madre Conchita y del P. Pro no fueron excepcionales ni únicos. Familias enteras y muchos cristeros ofrecían en aquellos días sus sufrimientos y sus vidas por la conversión y salvación eterna de los perseguidores; y fue tal la cantidad de oraciones, sacrificios y penitencias que entonces se elevó al cielo por ellos, que llegó a haber una persuasión muy generalizada de que tanto Obregón como Calles irían al cielo a cantar eternamente las maravillosas misericordias de Dios, que mide las cosas desde ángulos de vista muy diversos de los humanos” (p. 378).

María del Carmen Ávalos Herrera, finada, abuela paterna de quien esto escribe, corroboró la existencia de tal creencia al contar, como parte de sus anécdotas y vivencias sobre la persecución religiosa, que mucha gente sí se convenció de que Calles se había salvado, o que por lo menos, siquiera en aquellos ayeres –década de 1940–, se rumoraba que el expresidente se había reconciliado con Dios antes de partir a la Eternidad. “Tantos ofrecimientos por él” se decía, “no debían haber sido en vano”. Después de todo, en incontables ocasiones, en diversas épocas –basta leer el libro Las glorias de María, del eminente San Alfonso María de Ligorio, para comprobarlo–, incluso los pecadores más empedernidos pueden hallar, si abren su alma y su corazón a la gracia, la redención y el perdón. ¿Quién podía asegurar, con tantos sacrificios por el estadista de por medio, que éste no podía correr la misma suerte venturosa?

Aunque actualmente, tanto por testimonios del P. Carlos Heredia S. J., que tuvo trato con Calles en su última enfermedad, como por los documentos y declaraciones orales de que se dispone a la fecha, se tiene claro que el político de Guaymas no se acercó al Creador antes de morir, podemos decir que sólo Él sabe, en Su insondable Sabiduría y Providencia, si el fruto del sacrificio solemne del jesuita mártir y de la antigua religiosa se obtuvo verdaderamente. A nosotros, como humanos, sólo nos queda citar el conocido refrán: la esperanza es lo último que muere.

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Bibliografía:

Dragón, A. (1934). Por Cristo Rey. El Padre Pro. México: Buena Prensa.

Ramírez Rancaño, M. (2014). El asesinato de Álvaro Obregón: la conspiración y la madre Conchita. Instituto de Investigaciones Sociales, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) & Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México (INEHRM). México: Secretaría de Educación Pública.

Ramírez Torres, R. (1976). Miguel Agustín Pro. Memorias biográficas. México: Tradición.

Testimonios orales de María del Carmen Ávalos Herrera.

El prelado cotijense que aprobó la lucha cristera desde las puertas de Roma (IV)

La historia de Monseñor José María González y Valencia. Cuarta y última parte

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Detalle de un retrato de Monseñor José María González y Valencia, Obispo de Durango. Editado y coloreado por la autora. Original en blanco y negro: INAH.

En la anterior entrada, la penúltima de esta serie, abordamos la intervención del egregio Obispo de Durango en el intervalo comprendido entre finales de 1924, cuando le fue conferido tal cargo, a febrero de 1927, cuando publicó su Carta Pastoral en la que, abiertamente, aprobó el movimiento cristero y reconoció su licitud moral. En el presente texto, desenlace de la biografía de nuestro eclesiástico michoacano, hablaremos de su enérgica oposición a la realización de los mal llamados “arreglos” de 1929, que causaron el fin de la Cristiada; de cómo, a raíz de aquéllos, tuvo que permanecer desterrado; de algunos aspectos de su vida al retornar del exilio y, por último, sobre su fallecimiento.

El 7 de octubre de 1927, como contestación a las quejas recibidas de sus diocesanos y de los jefes de la Liga Nacional para la Defensa de la Libertad Religiosa respecto a los rumores, nada infundados, sobre unos posibles acuerdos “no fundados en una efectiva derogación de las leyes” (1967, p. 79, citado por Barquín y Ruiz) entre miembros del Episcopado mexicano –veremos en seguida sus nombres– y el gobierno de Plutarco Elías Calles, el combativo prelado de Cotija escribió su Segunda Carta Pastoral, en la que expresaba, de modo tajante:

“¡No, y mil veces no! Nuestra fe de católicos, nuestro deber de Prelados, nuestra dignidad, el respeto que debemos a las víctimas, el puesto que hemos conquistado ante el mundo, y finalmente la conciencia que tenemos de nuestra fuerza moral y espiritual, que centuplica nuestra misma fuerza física, todo nos hace repetir día a día, momento por momento, las palabras de la Carta Pastoral Colectiva: trabajaremos porque ese decreto y los artículos antirreligiosos de la Constitución sean reformados, y no cejaremos hasta verlo conseguido” (1967, p. 80).

Las negritas son nuestras.

Para Monseñor González, ni la Iglesia ni los fieles debían claudicar en la lucha, y mucho menos pactar con el régimen. Para él, lo mismo que para incontables católicos, y por supuesto para los cristeros, la opción de una componenda era impensable y equivalía no sólo a renunciar a los principios que tanto habían intentado defender, sino a una derrota categórica en todos los sentidos, inclusive el moral y el psicológico. ¿De qué serviría tanto sacrificio y derramamiento de sangre si, al acabar con la resistencia, el gobierno –que militar, legal y políticamente llevaba las de ganar– obtenía lo que quería?

Catedral de Durango, sede de la Diócesis regenteada por Monseñor José María González y Valencia. Fotografía del INAH, mejorada por la autora.

Recordando lo que el Episcopado había suscrito en la Carta Pastoral Colectiva del 25 de julio de 1926, Monseñor José María dijo:

“Contando con el favor de Dios y con vuestra ayuda, trabajaremos para que ese decreto [la Ley Calles] y los artículos antirreligiosos de la Constitución sean reformados y no cejaremos hasta verlo conseguido. ¿Y creéis que íbamos a olvidar esas palabras y a tener hoy por aceptable lo que ayer tuvimos por indigno?” (1967, p. 79).

Referíase, claro, a las leyes inicuas, las cuales, en caso de llegar a un “acuerdo” con el régimen, no serían alteradas ni un ápice, y mucho menos anuladas.

Dos de sus compañeros en el Episcopado, no obstante, no compartían aquella idea ni por asomo. En efecto: se trataba de los dos prelados mencionados al principio de esta serie, los obispos Pascual Díaz y Barreto y Leopoldo Ruiz y Flores. Pero Monseñor González y Valencia no cejó en su posición. Resulta oportuno decir que su actuación no se limitó a la prensa y a los meros vocablos, sino que participó en numerosos eventos de solidaridad al pueblo católico perseguido, en las que aprovechaba para impulsar y fomentar apoyos, sobre todo materiales, para la Liga, cuya participación en la Cristiada fue fundamental en el ámbito bélico. Asimismo, exiliado como estaba en Europa, sin poder pisar su patria, impartió incontables conferencias al respecto durante los tres meses que pasó en Alemania. Así lo refirieron diversos números del diario vaticano L’Osservatore Romano.

Sin embargo, pese a la oposición de incontables católicos y de los tres obispos que estaban a favor de la resistencia armada por parte de aquéllos, las “negociaciones” entre el gobierno del presidente interino Emilio Portes Gil –sucesor de Álvaro Obregón luego de su asesinato en julio de 1928– y los dos eclesiásticos prosiguieron. A los cristeros no se les tomó en cuenta en ningún momento.

El 2 de junio de 1929, el general Enrique Gorostieta Velarde, jefe supremo de los cristeros, fue asesinado en las cercanías de Atotonilco el Alto, Jalisco. El militar neolonés se había opuesto terminantemente a la idea de un pacto pero, como al resto de sus hombres, fue ignorado. Entre tanto, Pascual Díaz y Leopoldo Ruiz continuaron parlamentando.

Los obispos Leopoldo Ruiz y Pascual Díaz, que concretaron el armisticio que puso final a la Guerra Cristera. Imagen editada y mejorada por la autora.

Por fin, el 21 de junio del mismo año, se efectuaron los “arreglos”. Los templos volverían a abrirse y podría haber Sacramentos en ellos otra vez. Los artículos antirreligiosos y anticlericales de la Constitución permanecerían como siempre. Y los cristeros tendrían que entregar las armas y aceptar el supuesto “licenciamiento”, aun a sabiendas de que el gobierno no respetaría sus vidas… como en efecto aconteció. Fue el modus moriendi para una muy significativa porción de los ex combatientes.

Otra de las condiciones para los “arreglos”, que Díaz y Ruiz acabaron por aceptar, fue que tres prelados se quedaran fuera del país por tiempo indefinido. Los nombres no sorprendieron a nadie: José Manríquez y Zárate, Francisco Orozco y Jiménez –V Arzobispo de Guadalajara, perseguido por el régimen desde hacía más de diez años, y que había atendido a sus fieles a salto de mata– y José María González Valencia. Al hallarse ya en el destierro, tanto el primero como el tercero no pudieron retornar a su patria. El segundo sí tuvo que irse.

Monseñor Francisco Orozco y Jiménez (1864-1936), oriundo de Zamora, Michoacán. Su destierro, como el de José María González y Valencia, fue una de las condiciones de la componenda de 1929. Fotografía mejorada por la autora.

Monseñor González y Valencia volvió a México un tiempo después, aunque no nos fue factible hallar la fecha exacta. Con todo, sí se sabe que estuvo presente en un banquete ofrecido a los prelados mexicanos al finalizar la Misa pontifical con que se celebró el Cuarto Centenario de las Apariciones de la Virgen de Guadalupe en el cerro del Tepeyac, el 12 de diciembre de 1931. Cuando llegó su turno al mitrado de Durango para hacer su brindis, pidió oraciones para su compañero y amigo Manríquez y Zárate, cuya expatriación se prolongaría hasta 1944. El 24 de octubre de 1932, le dirigió incluso una carta abierta, en la que le decía:

Monseñor José de Jesús Manríquez y Zárate, amigo de José María González y Valencia, quien, como éste, tuvo que permanecer exiliado a raíz de los “arreglos”.  Fotografía mejorada por la autora.

“¿Qué será de nosotros? ¿Cuál será nuestro porvenir? ¿Veremos el triunfo de la Iglesia, por la que tanto hemos luchado, o bajaremos al sepulcro, sólo con la esperanza de mejores días? Nada de esto sabemos, ni aun podemos siquiera adivinarlo. Una sola cosa debemos tener por cierta, y es que, si somos fieles a nuestra vocación y proseguimos laborando intrépidamente por la fe, no sólo consumaremos felizmente nuestra carrera mortal, sino que aceleraremos para nuestra Patria el día venturoso de la verdadera Libertad” (1967, pp. 96-97).

Después de que estalló la Guerra Civil española en julio de 1936, Monseñor González Valencia fue el primero que externó pública y abiertamente su adhesión al Alzamiento Nacional capitaneado por el general Francisco Franco Bahamonde en contra de la II República, jacobina y masónica. En su Pastoral del Arzobispo de Durango (México) acerca de los actuales acontecimientos de España, fechada el 8 de septiembre del mismo año, el prelado abordó tanto el enfrentamiento en sí como las tentativas de descatolizar la nación hispana a través del comunismo ateo y del marxismo y la matanza de todos aquellos que no aceptaran ambas ideologías.

Interior de una de tantas iglesias quemadas y profanadas en España durante la crudelísima persecución religiosa que alcanzó su clímax en la Guerra Civil española.

He aquí un breve extracto de las palabras de Monseñor:

“En Nuestro propio nombre y en el de Nuestros sacerdotes y fieles, queremos también manifestar nuestro afecto fraternal, honda simpatía, interés vivísimo y cordial a los Obispos españoles, Nuestros muy amados Hermanos, a sus sacerdotes y a sus fieles que están padeciendo tan crueles penas. Hoy más que nunca, en esta hora del martirio, Nos sentimos vinculados con ellos” (1967, p. 104).

A nuestro biografiado se unieron, más tarde, novecientos prelados de diversas latitudes, al reparar en el horroroso cariz anticatólico que tomó la revolución por parte de los republicanos y comunistas y a la tremebunda persecución religiosa, peor aún que la de México, desatada durante aquel trienio sangriento a lo largo y ancho de la Madre Patria.

El 28 de octubre de 1957, junto con su amigo José de Jesús Manríquez, Monseñor José María González celebró sus bodas de oro como presbítero. Le faltaba poco más de un año para partir a la Eternidad.

Aunque es un dato muy poco conocido, Monseñor José María González Valencia entregó su alma al Señor en la actual Capital de la Ciénega de Chapala, la ciudad de Sahuayo, Michoacán –cercana a su natal Cotija–, que aún llevaba el apellido del general y presidente Porfirio Díaz. Era el 27 de enero de 1959. Tenía setenta y cuatro años y cuatro meses de edad.

Plaza principal de Sahuayo, con el templo parroquial de Santo Santiago Apóstol y el Portal Patria. Esta urbe fue la que vio partir de ese mundo a Monseñor González y Valencia. Imagen de México en Fotos.

Cotija y Durango lo lloraron amargamente, por igual, pero también Zamora lamentó su muerte. Además de haber estudiado allí, dado clases y dirigido espiritualmente a los seminaristas, era un hombre muy querido por la gente. Cuantos lo conocieron y trataron lo estimaron enormemente por su carácter espontáneo y jovial, que sabía conjuntar la sencillez y naturalidad con la energía y la eficacia en el actuar, cualidades de las que dio pruebas mientras duró su carrera terrenal.

Un colegio en Victoria de Durango lleva su nombre.

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Bibliografía:

Barquín y Ruiz, A. (1967). José María González Valencia, Arzobispo de Durango. México: Jus.

Meyer, J. (1977). La Cristiada. Tomo I: La guerra de los cristeros. México: Siglo XXI Editores.

El prelado cotijense que aprobó la lucha cristera desde las puertas de Roma (III)

La historia de Monseñor José María González y Valencia. Tercera parte

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Detalle de un retrato de Monseñor González y Valencia, coloreado y mejorado por la autora.

En 1925, en vista del agravamiento de la persecución religiosa bajo el flamante gobierno del sonorense Plutarco Elías Calles, el nuevo Obispo de Durango fue designado por sus compañeros del Episcopado para ir a la Ciudad de las Siete Colinas con el cometido de poner al tanto al Papa Pío XI sobre la precaria situación para los fieles y los sacerdotes y, en general, para el clero católico mexicano. Sería el acompañante de otro eclesiástico de su rango, Monseñor Miguel María de la Mora y de la Mora, a la sazón cabeza de la Diócesis potosina.

La otra misión sería pedirle instrucciones al Pontífice acerca de la defensa de las libertades que se le conculcaban a la Iglesia. El viaje fue realizado, y los lineamientos papales solicitados fueron plasmados en la carta apostólica Paterna sane sollicitudo, fechada el 2 de febrero de 1926, en la que Pío XI mandaba resistir a la persecución de forma pasiva pero firme, manteniéndose al margen de cualquier partido político. La misiva tenía por subtítulo “DE INIQUA CONDICIONE ECCLESIAE IN MEXICO ATQUE DE NORMIS AD CATHOLICAM ACTIONEM IBIDEM PROMOVENDAM”, que traducido del latín al español dice: “Sobre la inicua condición de la Iglesia en México y también sobre las normas respecto a la Acción Católica que, al mismo tiempo, habrán de promoverse”.

Su Santidad Pío XI, Pontífice de 1922 a 1939, autor de la carta apostólica Paterna sane sollicitudo.

A su regreso de Roma, a sabiendas de que la situación empeoraría –los hechos de los primeros meses de 1926 lo ratificaron de forma fehaciente y categórica–, nuestro biografiado reunió a una comisión de teólogos para deliberar sobre cuáles serían las medidas a seguir en caso de que se hiciera efectivo el artículo 130 de la Carta Magna, en el cual –entre muchas cuestiones– se exigía que los presbíteros debían registrarse en un registro municipal o estatal para que se les diera autorización de ejercer su ministerio. El estudio de los teólogos arrojó una negativa ante tal sujeción. Sin tardanza, Monseñor González y Valencia mandó imprimir y distribuir una circular con aquellas pautas entre los sacerdotes de su jurisdicción. Días después, José Amador Velasco y Peña, el prelado de Colima, siguió sus pasos.

El 10 de marzo de 1926, a raíz de haber condenado la persecución en su Sexta Carta Pastoral, Monseñor José de Jesús Manríquez y Zárate, primer Obispo de Huejutla –y ordenado sacerdote junto con Monseñor José María aquel lejano 28 de octubre de 1907–, fue apresado. Su compañero de Cotija no tardó en escribirle una carta abierta en la que externó su adhesión y su apoyo, y que fue publicada en diversos periódicos católicos.

Detalle de un retrato de Monseñor José de Jesús Manríquez y Zárate, amigo y compañero de ordenación de José María González y Valencia, apresado en 1926 por el gobierno de Plutarco Elías Calles. Él fue otro, junto con nuestro biografiado, de los exiguos prelados que aprobaron el movimiento cristero.

Una vez suspendidos los cultos en todo México, Monseñor González y Valencia partió hacia Roma nuevamente. Pero antes de irse, el 17 de septiembre de 1926, redactó una Instrucción Pastoral fechada en la cual encomió la cooperación que las asociaciones católicas habían prestado a la labor de resistencia, cada vez más enérgica, de la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, fundada en la capital del país en marzo de 1925.

La coyuntura posterior al 1 de agosto de 1926, primer día sin Sacramentos en los templos, empeoró con velocidad alarmante. Los recursos pacíficos y legales se agotaron de modo inexorable. Comenzaron a caer las primeras víctimas católicas. Dos eclesiásticos, ambos Obispos, intentaron parlamentar con Calles, y éste lanzó un ultimátum a los católicos: las Cámaras o las armas. El memorial firmado por más de dos millones de creyentes y enviado a las primeras fue tirado a la basura. Los ánimos se exacerbaron sin remedio y, como cabía esperar, cada vez más personas empezaron a pensar en la segunda opción, la que quedaba, dada por el mandatario: la resistencia armada, que pasaría a la Historia con el nombre de Cristiada o Guerra Cristera, este último adjetivo creado por el mismo gobierno, que hizo mofa del grito de los defensores: “¡Viva Cristo Rey!”

A pesar de que estaban de acuerdo con que había que defender la fe y no permitir que ésta se perdiera en México, la postura de los integrantes del Episcopado mexicano sobre el movimiento armado no fue, ni remotamente, unánime. Lo que menos hubo entre ellos fue consenso. Por el contrario, sin demora, la división campeó.

Jean Meyer lo sintetiza de esta forma:

“[…] la mayoría de los prelados, indecisa, dejó en toda libertad a los fieles de defender sus derechos, como mejor les pareciera, una decena les negó el derecho de levantarse, y tres los alentaron a tomar las armas” (1977, p. 19).

Uno de ellos, como veremos, fue nuestro biografiado. Los otros dos fueron Manríquez y Zárate, a quien ya mencionamos, y Leopoldo Lara y Torres, Obispo de Tacámbaro. Hasta finales de 1926, reacios a la idea de una resistencia armada, los tres obispos habían prohibido a sus fieles que recurrieran a dicho recurso. Sin embargo, la gravedad creciente de los sucesos y de la persecución, que no tardó en suscitar mártires a lo ancho y largo del territorio nacional, los condujo a modificar su perspectiva.

En el caso de Monseñor José María, el 11 de febrero de 1927, su postura vino con la emisión de su Primera Carta Pastoral, dada en la Puerta Flaminia, afuera de Roma, en la que dirigió estas palabras a los fieles de su Diócesis:

“Séanos ahora lícito romper el silencio sobre un asunto del cual nos sentimos obligados a hablar. Ya que en nuestra arquidiócesis muchos católicos han apelado al recurso de las armas […] creemos de nuestro deber pastoral afrontar de lleno la cuestión y, asumiendo con plena consciencia la responsabilidad ante Dios y ante la historia, les dedicamos estas palabras: Nos nunca provocamos este movimiento armado. Pero una vez que, agotados todos los medios pacíficos, ese movimiento existe, a nuestros hijos católicos que anden levantados en armas por la defensa de sus derechos sociales y religiosos, después de haberlo pensado largamente ante Dios y de haber consultado a los teólogos más sabios de la ciudad de Roma, debemos decirles: Estad tranquilos en vuestras conciencias y recibid nuestras bendiciones” (citado en Barquín y Ruiz, 1967, pp. 43-44).

Tales enunciados estaban en consonancia con los juicios que, a título personal pero no por ello menos fundamentados, habían efectuado algunos teólogos y moralistas de universidades en Roma, entre ellos los sacerdotes Mariano Cuevas, S. J., y Arthur Vermeersch, de la Gregoriana, célebre por sus dictámenes.

Instantánea de la Puerta Flaminia, desde donde Monseñor González y Valencia emitió la Carta Pastoral en la que declaró la licitud moral de la resistencia armada de los católicos mexicanos. Fotografía: Animuspedia.

El licenciado Anacleto González Flores, paladín católico por excelencia en Jalisco que durante mucho tiempo se resistió a la idea de una defensa armada, no sólo por considerarla infructífera y contraria a sus ideales pacíficos sino por serias dudas morales, tuvo conocimiento de la Carta Pastoral de Monseñor González y Valencia poco antes de morir.

Retrato de Anacleto González Flores, hoy beatificado, que poco antes de su martirio supo de la Carta Pastoral de Monseñor González y Valencia en la que éste aprobaba la resistencia cristera.

En su última noche, del 31 de marzo al 1° de abril de 1927, Anacleto se confesó con un sacerdote anónimo y, luego de recibir la absolución sacramental, estuvo comentando con él el contenido de la Carta Pastoral del esforzado Obispo de Durango, el único que hasta ese momento había hablado favorablemente sobre la lucha cristera de manera abierta y pública.

“Esto es lo que nos faltaba” le dijo al presbítero, aludiendo al documento. “Ahora sí podemos estar tranquilos”.

Y no sólo lo anterior: el verbo del prelado de Cotija encendió el suyo y lo movió a escribir sus últimas palabras para Gladium, el periódico que él editaba:

“Bendición para los valientes, que defienden con las armas en la mano la Iglesia de Dios. Maldición para los que ríen, gozan, se divierten siendo católicos en medio del dolor sin medida, de su Madre […] La sangre de nuestros mártires está pesando inmensamente en la balanza de Dios y de los hombres.

El espectáculo que ofrecen los defensores de la Iglesia es sencillamente sublime. El Cielo los bendice, el mundo los admira, el infierno los ve lleno de rabia y asombro, los verdugos tiemblan. Solamente los cobardes no hacen nada […]” (citado en López Alcaraz, 2023, p. 134).

Y concluía:

“Hoy debemos darle a Dios fuerte testimonio de que de veras somos católicos. Mañana será tarde […] Todavía es tiempo de que todos los católicos cumplan su deber… los cobardes que se despojen de su miedo y todos que se pongan en pie, porque estamos frente al enemigo y debemos cooperar con todas nuestras fuerzas a alcanzar la victoria de Dios y de su Iglesia” (pp. 134-135).

Unas horas más tarde, al filo de las tres de la tarde del 1° de abril, el abogado oriundo de Tepatitlán, hoy beatificado, caía bajo las balas del régimen callista, por odio a la fe, luego de numerosas y atroces torturas, en el patio del Cuartel Colorado en Guadalajara.

Al mismo tiempo, Monseñor José María proseguía su labor de apoyo moral a la Cristiada desde tierras europeas.

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Bibliografía:

Barquín y Ruiz, A. (1967). José María González Valencia, Arzobispo de Durango. México: Jus.

López Alcaraz, H. J. (2023). El Plebiscito de los Mártires: Drama biográfico sobre el Beato Anacleto González Flores. Guadalajara: Edición independiente.

Meyer, J (1977). La Cristiada. Tomo I: La guerra de los cristeros. México: Siglo XXI Editores.

Pío XI (2 de febrero de 1926). PIUS PP. XI. LITTERAE APOSTOLICAE. PATERNA SANE SOLLICITUDO*. Vatican.va.https://www.vatican.va/content/pius-xi/la/apost_letters/documents/hf_p-xi_apl_19260202_paterna-sane-sollicitudo.html