La fiesta de Sahuayo, cómo la conoce la gente, la “fiesta del 12” es una de las más añejas de la región de la Ciénega de Chapala, ya que, siendo el primer santuario guadalupano construido en toda la región, no solo los habitantes locales, sino de toda la zona confluyeron a lo largo, de por lo menos, cien años y que aún continúan viniendo de muchos rumbos a venerar a la guadalupana y por esa conjunción profana y religiosa.
El inicio del templo, data del 12 de diciembre de 1881 en que se puso la primera piedra, siendo señor cura don Macario Saavedra, dejando la responsabilidad al padre don Bernabé Orozco para el cuidado de la construcción. El padre Saavedra murió en Sahuayo en abril de 1885, después de una ardua labor, que dejó obras materiales que perduran, como la cúpula y el crucero del templo de Santiago, también hay que recordar a Saavedra, porque impulsó la primera línea de conducción de redes de agua potable, así como el inicio del templo del Sagrado Corazón y el Santuario (Montes, 2025).
Unos meses después llegó el señor cura Esteban Zepeda Acuña, sahuayense, que se hizo cargo la Parroquia de Santiago y continúo las obras de ambos templos, que estaban bajo el cuidado de sus vicarios (Montes 2025).
El 12 de diciembre de 1886, se realizó la primera festividad, que abarcó los días del 8 al 12 de diciembre, en que desfilaron los gremios de aquel tiempo. El templo, para aquellos días, no tenía bóvedas, pero la suntuosa fiesta fue organizada por los sacerdotes encargados don Bonifacio Alcaraz y don Bernabé Orozco, haciéndose una festividad, que se quedó arraigada en el corazón de lo sahuayenses, que a partir de ese año, se continuaron hasta el día de hoy, con mayor fastuosidad (Montes, 2025).
Fue el Padre don Federico Sánchez, quien hizo las bóvedas y el padre don José Montes, continúo las obras del interior. El padre don Luis Amezcua, al nombrársele como capellán del Santuario, invita al Ing. José Luis Amezcua, sahuayense constructor de templos, a que diseñara las torres y la cúpula y las construyera en la década de los cuarenta. Dentro del Santuario existen obras pictóricas de Rosalío González y de don Luis Sahagún. Uno de los cuadros, retrata precisamente a los sacerdotes que lo largo de la historia construyeron el santuario, don Bernabé Orozco, don Federico Sánchez, don José Montes, y don Luis Amezcua (Urbizu, 1963).
La fiesta, ha crecido con el paso del tiempo y es una de las principales que se realizan en la ciudad, dado que conserva la organización original de hace 139 años. Es admirable, que los sahuayenses sigan una tradición que vive desde el siglo XIX.
Fotografías Roberto Buenrostro Rodríguez.
Referencias:
Montes Francisco G. La grandeza de nuestra historia. Sahuayo Bicentenario. En imprenta. 2025
Francisco García Urbizu. Sahuayo y Zamora. Talleres linotipográficos Guía. 1963
En la entrega pasada les relaté de como encontraron a la Virgen de la Piedrita, quien la encontró, y dónde se ubica actualmente. Hoy tengo la dicha de relatarles los milagros de la Virgen plasmada en piedra.
PRIMER MILAGRO. A Luis Higareda en su propia casa.
Luis tenia un árbol de naranjas en su jardín al entrar a su casa, un día decidió cortar algunas para prepararse un agua; Luis no se percato que en ese árbol estaba escondido un panal de avispas africanas (las avispas africanas están teñidas de un color entre negro y café con un veneno mortal, más dañino que el de una abeja).
Don Luis Higareda, en su casa del Rincón de San Andrés.
Luis, tranquilamente observó las naranjas y con sus dos manos agarro tres, entre esas naranjas estaba el panal de avispas, el cual se lo trajo consigo al jalar el fruto; de pronto un zumbido lo alerto, miro cientos de avispas rodeándolo por todo el cuerpo incluso dentro de su boca; se quedo quieto. Pero, en medio de la desesperación replico dentro de sí.
-Virgencita de la piedrita cúbreme con tu manto, que ninguno de tus animalitos me haga daño.
Fue tanta su fe, que poco a poco las avispas se fueron retirando y Luis respiró profundamente, sano y salvo, sin ningún piquete.
SEGUNDO MILAGRO. A Silvia Higareda, hija de Don Luis Higareda.
Silvia nos narra que un día ella y su esposo Felipe iban a salir fuera a Estados Unidos, en el año 2023. Tenían casi todo listo, pero a Silvia, se le olvido alistar las visas de cada uno con anticipación; por que ella estaba segura del lugar donde las tenia. Cuando Silvia empezó a organizar su documentación, no encontró la visa de su esposo; le ayudaron a buscarla también sus hijas y su papá don Luis por toda la casa. Al no encontrarla, por ningún lado de la casa Silvia acude con desesperación a la Virgen de la piedrita y replico:
“Virgencita de la piedrita ¿por que me haces renegar? ponme donde la visa pueda encontrar “
Silvia ya estaba desesperada por que faltaba poco tiempo para que pasaran por ellos para llevarlos al aeropuerto de la ciudad de Guadalajara. Al verla desesperada su hija Karina le dijo: -Busca de nuevo en el cuarto de mi Bis, arriba del ropero, del buro, de todos lados, tal vez ahí este. Silvia hizo lo que su hija le dijo y con mucha fé repitiendo Virgen de la piedrita iluminame; relatan que como por arte de magia apareció ahí arriba de uno de los roperos.
TERCER MILAGRO. A Sobrina de Don Luis.
Silvia relata que a su prima, ya le habían realizado diferentes estudios en la Ciudad de México y en Estados Unidos, por que no podía caminar. En una ocasión que su sobrina visitó a don Luis en uno de sus viajes a Estados Unidos, él le contó la historia que tenia con Virgen, por lo tanto sus sobrinas le pidieron con mucha devoción a la Virgencita que la hiciera caminar. La fé de estas hermanas trascendió fronteras, y le prometieron que si la hacia caminar ellas la visitarían en persona. Así fue, la sobrina de Don Luis caminó y visitó a la Virgencita, en agradecimiento le compro dos cajas de veladoras.
Estos son algunos de los milagros que se tienen conocimiento que ha hecho la Virgen plasmada en piedra. Esperamos más testimonios, ya que antes de llegar a don Luis la Virgencita estuvo en la comunidad vecina de la Flor del Agua, por un periodo de tiempo largo, aproximadamente 60 años. Seguimos agradeciendo a la familia de Don Luis Higareda, a su hijo Oscar, a su hija Silvia, sus nietas Monica y Karina, por permitirme compartir estos bonitos relatos, esperando que más personas conozcan a la Virgen de la Piedrita, para que no pierdan la fe de que los milagros existen. Culminando este relato, les dejo un dato curioso de Don Luis Higareda; padeció una enfermedad llamada Escoliosis Degenerativa Lumbar; una enfermedad que genera cargas asimétricas en un segmento espinal y consecuentemente en la columna lumbar y se manifiesta en una deformidad tridimensional, es decir, la deformidad de su columna no coincidía con el ritmo de vida que llevaba Don Luis, ya que la padeció aproximadamente 55 años. Es por eso, que tambien los familiares nos narran este fragmento de su vida. En una de sus citas medicas le dijeron que se le había terminado el liquido articular de las rodillas, por lo tanto no podía moverse. Con esta situación; dos personas llegaron a su domicilio, doña Olivia atendía su pequeña tienda de abarrotes, estas personas le dijeron: – Señora cierre su tienda, venimos a hacerle una oración para que tu esposo mejore. Olivia colocó unas tablas con las que cerraba su tienda. – Luis, venimos a hacerte una oración para que te ayudes. Le dijeron. Luis entre sus dolores, y por cortesía; acepto. Luis lo contada de la siguiente manera a su familia: -A mi vida llegaron dos ángeles, me acostaron en la cama y me dijeron que me harían una oración para que me ayudara, al inicio no creí, pensé que estaban locos; pero el loco era yo, cerré los ojos y comenzaron a rezar una oración muy bonita; al cerrar los ojos vi un sepulcro y pensé, a caray me voy a morir, ya viene mi muerte, me vi acostado en ese sepulcro, vi que llego una persona como Dios nuestro señor, y me puso las manos en la columna; a partir de ahí, me levante caminando. Yo platique con Dios y le dije si quieres que te siga enséñame, sé mi maestro, quiero que me des un centro bíblico, tu me enseñaras a leer tu palabra. Así fue, tenia sus centros de oración en las comunidades de la Barranca del Aguacate, la Flor del Agua, el Rincón de San Andrés y en la Parroquia de Guadalupe. Además, sin importar su enfermedad y que sus músculos tensos; sobaba a personas de las anginas, sin costo alguno; solo les decía: -Hagan una oración por mí.
Don Luis; fue un ser humano de fé, y de servicio a su projimo.
EL AUTOR de este relato cuenta con 10 años de edad y esta concluyendo su educación primaria. Es cronista de Sahuayo y miembro de la SMHAG y de la Asociación de Cronistas Jalisco Michoacán.
Breve semblanza de Monseñor José Dolores Mora y del Río
Lic. Helena Judith López Alcaraz, cronista honoraria adjunta de Sahuayo
Detalle de un retrato de Dn. José Mora y del Río (1854-1928). Mejora y edición hecha por la autora.
El Episcopado Mexicano en tiempos de la persecución religiosa estuvo conformado, como cualquier grupo eclesiástico, por personalidades muy diversas. Empero, llama la atención que varios de ellos –de un total de treinta y ocho integrantes– eran originarios de Michoacán: Francisco Orozco y Jiménez, los hermanos Rafael y Antonio Guízar y Valencia, Leopoldo Lara y Torres, José María González y Valencia, Luis María Martínez y Rodríguez… y el hombre que encabezó a aquellos prelados como Arzobispo de México: Monseñor José Mora y del Río, a quien dedicamos esta entrada.
Nuestro biografiado vio la luz en Pajacuarán, Michoacán, el 23 de febrero de 1854 (en todas sus semblanzas se establece que fue el 24, pero el acta bautismal indica que fue el día que especificamos). Fueron sus padres el señor Miguel Mora y la señora Ignacia del Río. Fue bautizado al día siguiente de su nacimiento en la Parroquia de San Cristóbal por el presbítero Pedro Alcántar. Recibió los nombres de José Dolores –aunque siempre sería conocido por el primero–. Así consta en su fe de Bautismo, que a continuación reproducimos y transcribimos:
Fe de Bautismo de Monseñor José Mora y del Río, fechada el 25 de febrero de 1854. Edición hecha por la autora.
Al margen izquierdo: Pueblo de / Pajacuarán / José / Dolores
Dentro: En el año de 1.854, á 25 de Fbro., yo el Br. [1] D. Pedro Al- / cantar Ten.te de C. [2] por el señor Cura Don Pedro Ruvio bauticé / á un infante de este pueblo, de dos dias de nacido, á quien pu- / se por nombre José Dolores, h. l. [3] de D. Miguel Mora y Doña / Ygnacia del Río: padrinos Don Antonio Martinez i Doña / Jesus id. [4] no casados, vecinos de este, á quienes advertí su / obligacion, i para constancia lo firmé. Pedro Alcant.r
A semejanza de incontables clérigos michoacanos de su tiempo –algunos de los cuales, como él, llegarían a ser obispos–, cursó sus primeros estudios levíticos en el Seminario de Zamora. Recibió las órdenes menores y el subdiaconado en 1873. Luego, siendo un óptimo alumno, pasó a radicar a la Ciudad de las Siete Colinas para ingresar al Pontificio Colegio Pío Latino Americano, adonde también concurrieron otros futuros prelados –como Orozco y Jiménez, de Zamora, y González y Valencia, de Cotija–. Allí obtuvo su doctorado en Teología y Derecho Canónico. El 22 de diciembre de 1879, por fin, fue ordenado sacerdote en la Ciudad de México. Ya como presbítero, impartió clases en el Colegio Clerical de Jacona y fue nombrado párroco de esa población –hoy conurbada con Zamora–. Por esos años, en 1884, fue profesor de Amado Nervo, que habría de convertirse en célebre poeta y literato.
El 17 de enero de 1893 fue preconizado como primer obispo de Tehuantepec; el día de San José del mismo año fue consagrado y tomó posesión de su cargo, el cual desempeñó por ocho años. Allí destacó por su gran preocupación por los humildes, y organizó dos «semanas agrícolas» en beneficios de los campesinos: una en 1904 y la otra en 1905.
El 23 de noviembre de 1901 fue trasladado a la Diócesis de Tulancingo, que dirigió a lo largo de casi seis años, hasta que el 15 de septiembre de 1907 se le encomendó velar por la diócesis de León. Dos meses después, el 19 de noviembre, asumió su puesto como el quinto prelado en ocupar dicha sede.
Retrato de Su Excelencia José Mora y del Río como Obispo de la Diócesis de León. Imagen perteneciente a la actual Arquidiócesis leonesa.
Su estadía como obispo de la jurisdicción leonesa no fue prolongada: el 2 de diciembre de 1908, festividad de Santa Bibiana, virgen y mártir, Monseñor José María fue nombrado Arzobispo de la Arquidiócesis de México. Fungiría como tal desde el 12 de febrero de 1909 hasta su deceso, acaecido en 1928.
A él le tocó vivir el ocaso final del Porfiriato, la caída del mandatario oaxaqueño, la convulsa situación política que siguió y, dentro de ésta, en 1911, la fundación del Partido Católico Nacional (PCN), al cual –a semejanza de otros compañeros suyos en el Episcopado– apoyó. Un año antes, en 1910, había bendecido e inaugurado el Colegio del Santísimo Sacramento. Asimismo, en septiembre de 1912, y por instancias suyas, fue fundada en la capital la Asociación de Damas Católicas Mexicanas (ADCM), que habría de convertirse en la UFCM (Unión Femenina Católica Mexicana). La agrupación prosperó notablemente gracias a la guía de Monseñor, quien además fue un gran promotor del catolicismo social que buscaba llevar a la práctica las enseñanzas de la Encíclica Rerum novarum, de Su Santidad León XIII.
José Mora y del Río en sus primeros años como obispo. Fotografía editada y mejorada por la autora.
Después de que Francisco I. Madero fue derrocado y asesinado, al ascender Huerta al poder, José Mora y del Río se encargó de organizar la primera consagración de México al Sagrado Corazón de Jesús, llevada a cabo el 6 de enero de 1914. El hecho de que Victoriano Huerta no se opuso a dicha iniciativa, sino que incluso envió representantes al acto religioso, además del tema del PCN y otros factores, desencadenaron el inicio de una cruel persecución religiosa por parte de los revolucionarios que se levantaron contra el régimen del usurpador de origen colotlense, en especial de los carrancistas –los llamados «constitucionalistas»– que se distinguieron por su inquina contra todo lo que fuera católico.
Cuando fue promulgada la Constitución de 1917, la cual contenía artículos que limitaban y coartaban la práctica de la religión católica y el ejercicio del ministerio sacerdotal, además de prohibir las órdenes monásticas y el culto afuera de los templos –entre otras disposiciones–, D. José Mora y del Río encabezó una enérgica protesta escrita por parte del Episcopado Mexicano. A su descontento se unieron los otros eclesiásticos de su rango. El documento, entre algunos puntos, decía:
“El Código de 1917 hiere los derechos sacratísimos de la Iglesia católica, de la Sociedad mexicana y los individuales de los cristianos, proclama principios contrarios a la verdad enseñada por Jesucristo, la cual forma el tesoro de la Iglesia y el mejor patrimonio de la humanidad; y arranca de cuajo los pocos derechos que la Constitución de 1857 (admitida en sus principios esenciales como ley fundamental por todos los mexicanos) reconoció a la Iglesia como sociedad y a los católicos como individuos”.
La oposición del clero católico a la flamante Carta Magna se fue fortaleciendo los años siguientes, a la par de una persecución religiosa cada vez más sistemática y declarada por parte del gobierno. El conflicto se agravó a pasos agigantados y, eventualmente, llegó al punto de no retorno. 1921 fue, en verdad, un parteaguas que lo demostró de modo fehaciente.
El primer acontecimiento estuvo relacionado, justamente, con Monseñor Mora y del Río: el 6 de febrero, a eso de las 3:40 de la madrugada, una bomba estalló en la puerta del palacio arzobispal de la Ciudad de México, residencia de nuestro personaje. El prelado escuchó el estruendo, pero afortunadamente no sufrió daño alguno. Tampoco hubo heridos que lamentar. Eso no quitó, sin embargo, que la residencia sufriera grandes daños: además de la puerta principal, los cristales del ala izquierda del edificio se rompieron y un transformador de luz se trocó en añicos, al igual que las ventanas de la alcoba del hombre hacia quien iba dirigido el intento de asesinato.
Después del atentado, en los meses posteriores sobrevinieron otros ataques que, como el del 6 de febrero, quedaron impunes: el 1° de mayo, los bolcheviques izaron la bandera rojinegra en la Catedral tapatía. Lo mismo aconteció en la de Morelia. El 8 del mismo mes, en la capital michoacana, los rojos apuñalaron una imagen de la Virgen de Guadalupe. El 4 de junio, hubo otro bombazo en el Arzobispado de Guadalajara –Monseñor Orozco salió ileso–. Y el 14 de noviembre, en la Antigua Basílica –como puede leerse en otra entrada de este blog–, sucedió el intento de destruir la imagen de la Morenita plasmada en el ayate de Juan Diego.
Titular de la primera plana del periódico capitalino Excélsior, del 7 de febrero de 1921, en el que se dio a conocer el atentado dinamitero perpetrado en la residencia de Monseñor Mora y del Río. Edición realizada por la autora.
La guerra entre el gobierno de Álvaro Obregón Salido y la jerarquía eclesiástica había empezado, y ya no habría vuelta atrás. En enero de 1923, a raíz de la bendición de la primera piedra del monumento a Cristo Rey en el cerro del Cubilete, Monseñor Ernesto Filippi, delegado papal, fue expulsado del país. En octubre de 1924 se celebró el Primer Congreso Eucarístico Nacional, que derivó en sanciones para los empleados públicos que participaron y en nuevas hostilidades por parte del régimen, que alegó que la Constitución había sido violada por enésima vez.
Monseñor José Mora y del Río, con su atuendo eclesiástico, en los últimos años de su episcopado. Fotografía mejorada y editada por la autora.
Como cabeza del Episcopado Mexicano, Monseñor Mora y del Río no calló ante el recrudecimiento de las medidas persecutorias del régimen de Plutarco Elías Calles, que tomó posesión de la presidencia el 1 de diciembre de 1924. A finales de 1925 y en los albores de 1926, el cumplimiento estricto de la Carta Magna se dejó sentir con rigor a través de la expulsión de dos centenares de sacerdotes extranjeros y cierre masivo de colegios católicos, seminarios, conventos y hospitales que dependieran de la Iglesias, entre otras medidas. El 3 de febrero, en respuesta a tales atropellos, Monseñor Mora y del Río rindió declaraciones al periodista Ignacio Monroy, de El Universal, las cuales fueron publicadas al día ulterior en el periódico susodicho:
“La doctrina de la Iglesia es invariable, porque es la verdad divinamente revelada. La protesta que los prelados mexicanos formulamos contra la Constitución de 1917 en los artículos que se oponen a la libertad y dogmas religiosos, se mantiene firme. No ha sido modificada sino robustecida, porque deriva de la doctrina de la Iglesia. La información que publicó El Universal de fecha 27 de enero en el sentido de que emprenderá una campaña contra las leyes injustas y contrarias al Derecho Natural, es perfectamente cierta. El Episcopado, clero y católicos, no reconocemos y combatiremos los artículos 3o., 5o., 27 y 130 de la Constitución vigente. Este criterio no podemos, por ningún motivo, variarlo sin hacer traición a nuestra Fe y a nuestra Religión”.
Fragmento de la nota publicada en El Informador, diario tapatío, en el que se dio a conocer la consignación de Monseñor Mora y del Río a raíz de sus declaraciones acerca de los artículos antirreligiosos de la Constitución de 1917. Edición hecha por la autora.
La reacción del secretario de Gobernación, Adalberto Tejeda, no se hizo esperar. Al mismo tiempo que mandó consignar al Arzobispo, expresó que las palabras y actitud del prelado de Pajacuarán entrañaban
una rebeldía contra las leyes fundamentales y las instituciones de la República… El Estado permite que la Iglesia Católica ejerza sus funciones hasta el punto de no constituir un obstáculo para el progreso y desenvolvimiento de nuestro pueblo; pero no puede ni debe tolerar que ‘desconozcan y combatan’ las leyes constitucionales… Tiene el Gobierno la obligación de hacer respetar los postulados que las leyes le imponen y por tanto, el deber y el derecho de imponer su sanción a quienes las vulneren… esta Secretaría ya hace la consignación de los hechos, debidamente documentada, ante el señor Procurador de la República, sin perjuicio de llevar al señor Presidente los datos que ha podido recoger sobre el particular para que, con su superior acuerdo, se dicten las demás medidas que sean necesarias en relación con las actividades que desarrolla un grupo de católicos… en el papel de conspiradores contra el régimen y orden establecidos, a fin de reprimir con la energía que se requiera las actividades que fuera de la Ley pretenden ejercer.
El 21 de abril de 1927, Su Excelencia Mora y del Río pagó el precio del destierro a raíz de nuevas declaraciones, reproducidas en diversos diarios, en las que, sin ambages, defendió el derecho de los católicos a profesar su fe con libertad.
Agotado por largas penalidades, Monseñor José Mora y del Río falleció al cabo de un año de haber abandonado su patria. El deceso tuvo lugar en San Antonio, en Texas, el 22 de abril de 1928. No alcanzó a ver, por consiguiente, el trágico desenlace de la Guerra Cristera y los llamados “arreglos” en junio de 1929.
Sus restos fueron trasladados a México en 1947. Las honras fúnebres correspondientes fueron celebradas el 28 de noviembre en la Catedral Metropolitana. Allí, hasta nuestros días, descansa este valiente prelado.
Detalle de otra fotografía de Mons. José Mora y del Río. Edición y mejora llevadas a cabo por la autora.
Su vida, en honor a la verdad, es recordada como la de un pastor sabio y valiente, cuya labor pastoral y compromiso con la fe marcaron una etapa fundamental pero, al mismo tiempo, en extremo compleja y difícil en la historia de la Iglesia católica en México en tiempos de persecución religiosa.
Como último dato, un colegio en su natal Pajacuarán lleva su nombre.
Notas de la fe de Bautismo:
[1] Bachiller. Título académico de los presbíteros luego de acabar los estudios de Teología.
[2] Teniente de cura. Sacerdote nombrado por el párroco para ayudarlo en los menesteres y trabajos de su cargo. Cura auxiliar. Era lo que ahora se conoce como “vicario”.
[3] Hijo legítimo.
[4] Ídem. El mismo, lo mismo. En este caso se indica que eran los mismos apellidos.
Lic. Helena Judith López Alcaraz, cronista honoraria adjunta de Sahuayo
Collage alusivo a la muerte de los 27 Mártires Cristeros de Sahuayo. Podemos ver, a la izquierda, a Jacobita Zepeda del Toro; a la derecha, la fotografía que les tomaron a los casi treinta defensores de la fe luego de que los mataron, con la notaría de la Parroquia de Santo Santiago de fondo; y en la mitad superior, el recinto religioso por excelencia de Sahuayo, aún con una sola torre. Fotomontaje realizado por la autora.
Fueron ultimados uno a uno, sin proceso legal, sin la formación del habitual cuadro de fusilamiento, a tiros de pistola, en el atrio de la Parroquia dedicada al Patrón Santiago, a plena luz del día. Una fotografía, perteneciente al valiosísimo Archivo Guerrero de Sahuayo, inmortalizó la magnitud y la índole tremebunda del sacrificio cruento de casi treinta almas. La historia, a estas alturas, ya es bastante conocida, pero no podíamos dejar pasar este mes sin hablar del tema, y más si tomamos en cuenta la cercanía del 97 [1] aniversario de este acontecimiento, tan emblemático como trágico, dentro de la historia cristera de Sahuayo y, en sí, de todo su devenir temporal. Ninguno de los asesinados era sahuayense, pero todos murieron ante la aterrorizada mirada de quienes sí lo eran.
Fue allí, en esta heroica y católica villa del estado de Michoacán, que a la sazón llevaba el apellido de don Porfirio, que tuvo lugar la muerte de los que, hasta la fecha, en honor a la verdad y con profundo cariño y devoción, y sin prevenir el juicio eclesiástico, son llamados los 27 mártires de Sahuayo.
Y algo más: aquel asesinato colectivo ya había sido predicho por una anciana sahuayense que ya en vida gozó de fama de santidad entre sus coterráneos y que, de acuerdo con los testimonios orales del pueblo de Sahuayo, era favorecida con revelaciones privadas por parte de Dios. Una de las pruebas de ello reside en su recuperación milagrosa después de haber sufrido por años de una enfermedad que la había postrado en cama por muchos años. Pues bien: según el informe médico del Dr. Amadeo Gálvez –una de las calles de Sahuayo, paralela al bulevar Lázaro Cárdenas, lleva su nombre–, ratificado por el juramento de varios sacerdotes sahuayenses, Jacobita pudo caminar de un día a otro, tras aquella prolongada parálisis, sin tomar ningún medicamento.
Plaza de Sahuayo de Díaz en 1924, ya en tiempos de persecución religiosa. A la izquierda podemos ver la Parroquia de Santo Santiago Apóstol, escenario de la matanza de los cristeros. A la derecha se alza el Portal Patria, o de los Arregui, que empezó a ser edificado precisamente ese año, y fue obra del ingeniero José Luis del mismo apellido. Imagen perteneciente al Archivo Guerrero, ampliada y editada por la autora.
Según los relatos sobre Jacobita, lo último que predijo fue:
«He visto correr ríos de sangre por las calles de Sahuayo».
Más allá de lo tétrica o truculenta que puede parecer esa imagen, la profecía se cumplió al pie de la letra.
¿Pero cómo? ¿De quiénes fue aquella efusión?
La historia de Mártires de Sahuayo, para no hacer más largo el relato, comienza con un grupo de treinta y cinco cristeros que fueron hechos prisioneros en una cueva llamada El Moral, cerca de Cotija de la Paz, el 20 de marzo de 1927. Los comandaban David Galván y Celso Valdovinos. Se habían refugiado allí debido a que dos de sus compañeros, Juan Aguilar y Jesús Zambrano, habían caído heridos, y creyeron que era un buen sitio para atenderlos. Pero los federales, comandados por el coronel Leopoldo Aguayo, dieron con su escondite improvisado.
Cristeros comandados por Celso Valdovinos –al centro, sentado–. Detrás de él, de pie, Manuel Andrade, y a su diestra, con camisa oscura, David Galván, el mismo que en la foto de la masacre fue retratado junto a los dos jovencitos supervivientes (datos de Alfredo Vega). Algunos de los cristeros de esta fotografía murieron aquel 21 de marzo. Ampliación y edición de imagen realizadas por la autora.
Desde el mediodía del 19 de marzo, festividad de San José, a eso de las dos de la tarde, hasta el atardecer del 20, se entabló un arduo combate. Los esfuerzos de los callistas por sacarlos con vida fueron inútiles, como lo fueron también sus tentativas de matarlos, hasta que tuvieron una idea: torturarlos con humo hasta que, presas de una asfixia inminente, se vieran obligados a salir. Así pues, encendieron una lumbrera con hierbas de olor fuerte y chiles en gran cantidad a la entrada de la cueva.
A los cristeros no les quedó más remedio que salir, ya que la humareda picante y maloliente los estaba ahogando. Conducidos a Cotija, los ataron de dos en dos. Tres de ellos fueron pasados por las armas poco después de su aprehensión y dos lograron ingeniárselas para escapar. El resto, un total de treinta,fue conducido a pie hasta Jiquilpan de Juárez por sus captores y encerrado en un calabozo. Al día siguiente, por fin, los llevaron a Sahuayo, al templo parroquial, donde los recluyeron en el bautisterio –la misma prisión de San José Sánchez del Río–. Eso fue como a las once de la mañana.
No tardaron en llegar los oficiales del gobierno para interrogarlos acerca del movimiento de resistencia en el cual participaban. Ninguno quiso decir nada. Los amenazaron con fusilarlos si no cedían. Pero fue inútil, ya que preferían morir que traicionar a la santa Causa que defendían. Todos, como si se hubieran puesto de acuerdo, empezaron a gritar vivas a Cristo Rey y la Virgen de Guadalupe.Entonces, un teniente llamado Sidronio sacó su pistola y se apostó en una de las puertas que dan al atrio, donde nadie lo veía.
Otro militar señaló a uno de los cristeros y le dijo que saliera.
“¡Que venga uno de los prisioneros!” fue la orden.
Obediente y mansamente, así lo hizo aquel hombre valeroso. Y de inmediato cayó abatido por un disparo que el teniente le descargó por la espalda. Luego llamaron al siguiente cristero.
“¡Que venga otro!” llamó el militar.
El interpelado salió… Vino otro balazo y el correspondiente tiro de gracia.
La escena empezó a repetirse una y otra vez, deforma ininterrumpida. Los cristeros empezaron a gritar “¡Viva Cristo Rey!” antes de desplomarse al lado de sus compañeros muertos. La cifra de cadáveres ensangrentados comenzó a crecer, hasta sumar veintisiete. Uno de los caídos fue Jesús Zambrano, uno de los heridos de la cueva.
Cuando hubieron arrancado la vida a los casi treinta cristeros, éstos fueron irreverente y toscamente alineados en dos hileras y el líder de la tropa, David Galván, así como dos cristeros muy jovencitos, Félix Barajas y Claudio Becerra, fueron fotografiados con ellos, al fondo. En la instantánea inmortal aparecen también, en la parte superior izquierda, algunos oficiales y soldados del gobierno.
La fotografía de los veintisiete cristeros ejecutados, con los jovencitos Barajas y Becerra junto a David Galván, que los asesinos mandaron tomar luego de acomodar los cuerpos exánimes en el atrio. Edición y mejora de imagen realizada por la autora.
De pronto, como si el Cielo lamentara la tragedia, empezó a llover de forma torrencial. Cuentan las anécdotas y la historia sahuayenses que jamás había caído una lluvia tan fuerte como aquella. El viento y el agua movieron unos arbustos de buganvilias que estaban en el atrio, convertido en nuevo coliseo, digno de la época de los césares romanos.
Las flores, con sus delgados pétalos de color rojo, magenta y violeta, lozanas e innumerables, cayeron sobre aquellos cuerpos sin vida. El líquido que caía del firmamento se mezcló con la sangre fresca de los caídos, lavó los cadáveres, corrió por las lozas del atrio, bajó por las escaleras que están en la esquina de Madero e Insurgentes y empezó a escurrir, a semejanza de la de Cristo en la cumbre del Gólgota –se nos tendrá que dispensar la comparación, pero creemos que puede dar una idea del hecho–, por esta última calle, hacia el oriente del pueblo.
Al cabo de un rato, aquellos héroes, a quien el fervor popular empezó a llamar mártires desde el primer momento, fueron amontonados en una carreta y conducidos al entonces cementerio municipal, donde se les sepultó en una fosa común.
Leamos el testimonio directo de Claudio Becerra, uno de los dos supervivientes de aquella masacre:
“A la una de la tarde del propio día [21], es decir dos horas después de nuestra llegada a Sahuayo, fuimos llamados por orden de lista, que antes habían forjado los callistas, e inmediatamente fusilados en el atrio del mismo templo. Después de la matanza […], formaron a los muertos en dos hileras, en el pavimento del atrio y retratados juntamente con el jefe de nombre David Galván. Tres quedamos con vida, ya que se la reservaron a nuestro jefe cristero y a dos muchachos, siendo yo uno de ellos, escapándonos los dos jovencitos por nuestra tierna edad. Los tres supervivientes fuimos llevados a Zamora, Michoacán. La noche de nuestro arribo a Zamora, fusilaron a nuestro jefe. Otro día mi compañero y yo fuimos llamados a declarar. Nos tuvieron presos ocho días, al cabo de los cuales nos condujeron a México, dejándonos en la Inspección General de Policía y al tercer día a la escuela correccional, de donde me fugué”.
El Informador, periódico de Guadalajara, tampoco se quedó atrás a la hora de hablar de los cristeros ejecutados. Incluso dieron fe del acontecimiento en primera plana, en los siguientes términos –respetamos la ortografía original–:
Primera plana de El Informador, fechada el 23 de marzo de 1928, en donde –con inexactitud numérica, sin especificar que fue en Sahuayo– se notificó de la ejecución de los 27 cristeros. Edición y resaltado hechos por la autora.
«SE FUSILO A 36 ALZADOS CERCA DE COTIJA, MICH. Fueron capturados en el interior de la cueva de Los Morales por las tropas. ESTAS LOS TENIAN SITIADOS DESDE AYER. Esta cueva, que era un refugio seguro para los rebeldes, va a ser dinamitada.
El Teniente Coronel Leopoldo Aguayo, Segundo Jefe del 85° regimiento, por medio de un telegrama que envió al Sr. General don Andrés Figueroa, Jefe de las Operaciones Militares en el Estado, le da cuenta de un combate en la Cueva del Moral, manifestando lo siguiente:
«Hónrome en comunicar a Ud. con satisfacción que, como indiqué, en mi mensaje anterior, tuve sitiada La Cueva del Moral y ayer a las once horas se entabló nutrido tiroteo por haber querido escapar los rebeldes allí sitiados, acosados por el hambre y la sed. Les puse un plazo que terminó hasta hoy a las cinco horas para que se rindieran y en caso contrario volaría la cueva. Hoy rindiéronseme treinta y seis hombres, encabezados por David Galván, Celso Valdovinos y tres capitanes. Recogí veintiuna armas con buena dotación de parque y pistolas»».
A eso sigue un fragmento en el que el citado coronel refirió haberse llevado a los cristeros a Cotija, pero nada dice del sitio concreto en el que se les mató.
La noticia, que continúa en la quinta página de la edición de aquel día, viernes 23 de marzo de 1928, añade:
«Ese núcleo rebelde estaba compuesto de cuarenta individuos, cuatro de los cuales fueron muertos el día veinte cuando pretendían romper el sitio que habíaseles formado y el resto quedó prisionero. No logró escaparse ni uno solo.
LOS 36 FUERON EJECUTADOS – El señor general Fox ha dado órdenes para la ejecución inmediata de todos los jefes rebeldes y los que les seguían, ya que, según dijo el alto jefe militar, esos individuos se habían convertido en salteadores de caminos que asolaban la región de Cotija, Jiquilpan y Sahuayo, cuyos habitantes, agregó, se encuentran de plácemes por el exterminio de ese núcleo y ahora la calma ha renacido».
Quinta página de la edición de El Informador con fecha del 23 de marzo de 1928, donde se transcriben las declaraciones de las autoridades militares de Michoacán en las que éstas refieren su versión del asesinato de los cristeros que nos ocupan. Edición y resaltados hechos por la autora.
Evidentemente que el ejército contó su propia versión de lo ocurrido, ya que, por lo menos en Sahuayo, no reinó ni por asomo el júbilo luego de que fue perpetrada la carnicería en el atrio. Hay que recordar que los testimonios y la historiografía coinciden en que la futura Capital de la Ciénega fue un auténtico bastión cristero, donde todos, sin distinción de edad o condición, apoyaban la resistencia católica. El mismo Luis González y González lo confirma:
«Aunque se dice que los ricachones locales, por pura avaricia, no eran simpatizantes, se guardaron su antipatía mientras duró la lucha. Allí hasta los niños fueron anticallistas» (1979, p. 155).
Los restos de los veintisiete Mártires Cristeros de Sahuayo fueron exhumados gracias a las gestiones del P. Miguel Serrato Laguardia, a quien se debe también la edificación de las célebres Catacumbas del templo del Sagrado Corazón de Jesús en Sahuayo y el traslado del cuerpo de San José Sánchez del Río en 1945. Es en dichas criptas donde reposan estos valientes defensores de la fe que, sin ser originarios de esta extraordinaria localidad, pusieron en alto su nombre dentro de la historiografía martirial mexicana. Allí también descansa Jacobita Zepeda.
He aquí, por último, el listado con el nombre y origen de cada una de aquellas veintisiete víctimas, que los sahuayenses han tenido cuidado de conservar:
«1. Miguel Contreras, de Quitupan; 2. Celedonio Capistrán, de Santa Fe, Jal.; 3. Manuel López, de Quitupan, Jal.; 4. Francisco Orozco, de Piedra Grande, Mich.; 5. Juan Orozco, de Piedra Grande, Mich.; 6. Demetrio Ochoa, de Los Llanitos, Mich.; 7. y 8. Enrique Valencia y Ramón Zepeda, de El Zapote, Mich.; 9. David Zepeda, de Los Llanitos, Mich.; 10. Juan Salceda, de la Calera, Mich.; 11. Rafael Barajas (el primero), de Agua Blanca, Mich.; 12. Rafael Barajas (el segundo), de Agua Blanca, Mich.; 13. Juan Muratalla, de el Agua Blanca, Mich.; 14. Jesús Zambrano, del Moral, Mich.; 15. Rafael Galván, de Poca Sangre, Mich.; 16. Tomás Guerrero, de Pueblo Nuevo, Jal.; 17. Antonio Valdovinos, de San Antonio, Jal.; 18. Antonio López, de La Carámicua, Mich.; 19. Jesús López, hijo de Antonio, de La Carámicua, Mich.; 20. Wenceslao López, de La Carámicua, Mich.; 21. Reinaldo Álvarez, de Cotija, Mich.; 22. Paulo Barajas, de Cotija, Mich.; 23. Epifanio López, de El Quringual; 24. Juan Capistrán, de Santa Fe, Jal.; 25. Abraham González, de Quitupán, Jal.; 26. Aurelio Cárdenas (se ignora); 27. Don José, el Secretario, de Los Altos, Jal.»
Como último dato, la masacre fue recreada en 2021 para el documental polaco Joselito: Dejando Huella, de la mano del historiador Bartosz Kaczorowski y el director Pawel Janik, cuyo estreno se aplazó indefinidamente debido al conflicto bélico que ya es más que conocido en Europa.
Recreación cinematográfica de la masacre de los veintisiete Mártires Cristeros de Sahuayo y de la portentosa lluvia llevada por Dwa Promienie en 2021. Fotografía del perfil del Ing. Santiago Manzo.
[1] Las crónicas y testimonios indican que fue en el año 1927, pero tanto los partes oficiales como el periódico tapatío El Informador señalan que el asesinato de los 27 cristeros tuvo lugar en 1928.
Generalidades históricas de la conversión administrativa de la actual Capital de la Ciénega en municipio (1825)
Lic. Helena Judith López Alcaraz, cronista honoraria adjunta de Sahuayo
Fotomontaje (hecho por la autora) alusivo al título de esta entrada, que muestra la calle La Palma, actualmente Madero, en los labores del siglo XX.
En tan sólo unos días, la Atenas de Michoacán –otro sobrenombre, muy bien ganado, con el que se conoce a esta singularísima localidad– celebrará su bicentenario de haber alcanzado el rango de municipio. Quien esto escribe no tuvo la fortuna de ser sahuayense por nacimiento, pero sí de serlo ya de corazón y por adopción, y por ende quiso dedicar, de forma un poco anticipada, algunos párrafos al respecto de este importante suceso y de los que rodearon dicha modificación política, un 15 de marzo, pero de 1825, mediante la Ley 40 emitida por el Congreso del Michoacán de aquel tiempo y que, como dato interesante, fue la primera ley territorial de dicha entidad en la época independiente.
Luego de la Guerra de Independencia, en la que el prócer de La Palma Don Marcos Victoriano Castellanos Mendoza, presbítero insurgente, tuvo un papel muy relevante, Sahuayo fue testigo de la restauración –dentro de lo que cabía– de la vida cotidiana. Luis González y González, en su magnífica y prolijamente glosada monografía, nos dice que la Parroquia de Sahuayo había perdido bastantes habitantes, pero también que, a pesar de los numerosos decesos, «su población se había duplicado» (1979, p. 99), esto para 1821. En la cabecera, la cifra de pobladores llegó al punto de triplicarse, si bien «luego volvió a reducirse y quedar en unos tres mil habitantes» (p. 100). Para ese instante, en lo eclesiástico, la vida sahuayense era presidida por el párroco don Manuel Osio y Barboza, sucesor de Juan Miguel Cano. El P. Osio, de hecho, fue señor cura de Sahuayo durante treinta y tres años, desde el 24 de febrero de 1799 hasta el 17 de mayo de 1832.
Pero el ámbito demográfico no fue el único que sufrió modificaciones. El mismo autor expone que aquella población michoacana también se vio beneficiada en lo político a raíz de la independencia, alcanzada en septiembre de 1821. Después del efímero imperio de Don Agustín de Iturbide y Arámburu –que en honor a la verdad fue, coloquial pero no menos acertadamente hablando, una «llamarada de petate»–, que exhaló su último suspiro el 19 de marzo de 1823, México se convirtió en una República federal y adoptó, para tales efectos, la flamante Carta Magna de 1824, promulgada en octubre de ese año. En consecuencia, el resto de las Entidades federativas recién formadas adoptó su propia Constitución (González y González, 1979, p. 100). A Michoacán le llegó su turno en 1825, específicamente el 19 de julio. Según el nuevo documento, la capital sería Valladolid y el Estado se fraccionaría en cuatro departamentos, uno por cada punto cardinal, a saber: Norte, o de la capital; Poniente, o de Zamora; Sur, o de Uruapan; y Oriente, o de Zitácuaro. En octubre de aquel mismo año, Antonio de Castro tomaría posesión de su cargo como primer gobernador michoacano.
Portada de las Actas y Decretos del Congreso Constituyente del Estado de Michoacán 1824-1825.Portada de la primera Constitución Política del Estado de Michoacán.
Ahora bien, nos especifica el cronista e historiador sanjosefino, en el caso del departamento de Zamora salieron cinco partidos: el de la cabecera, homónima, y los de Tlazazalca, Puruándiro, La Piedad y Jiquilpan. Eventualmente, los partidos se fragmentaron en municipios: el de Jiquilpan, que es de nuestro mayor interés, dio lugar a cuatro: el de la cabecera, también con el mismo nombre, y los de Cotija, Guarachita… y nuestro Sahuayo. Para colofón, algunos de los recién formados municipios se subdividieron en cabeceras municipales y tenencias. Sahuayo, además de ayuntamiento, recibió dos tenencias: Cojumatlán y San Pedro, mientras que a éstos dos últimos se les asignó jefatura. Todo esto para reemplazar los antiguos cabildos indígenas (p. 100).
Como último dato, Sahuayo tardaría más de sesenta años en ser elevado al rango de Villa. Esto acontecería en 1891, cuando a su toponimia se añadió el apellido paterno del primer mandatario en turno, Porfirio Díaz Mori.
La muerte del bandolero José Inés Chávez García (Segunda y última parte)
Lic. Helena Judith López Alcaraz, cronista honoraria adjunta de Sahuayo
A la derecha, con su sombrero ancho y carrilleras cruzadas al pecho, José Inés Chávez García. Fotografía de Degollado a través del tiempo, editada y mejorada por la autora.
Es una verdad universal que cuando ya se sienten «pasos en la azotea», como dice la expresión popular, las cosas se ven de forma muy distinta. Entonces desaparecen, cual volutas de humo, los honores, el poder, la fuerza, y son reemplazadas por el natural temor a la muerte y a lo que pasa después de ella. Y para Inés Chávez no fue la excepción. En la anterior entrada dejamos al facineroso de Godino en los momentos en que fue visitado por el Dr. José María Barragán y éste, aunque amenazado por los subalternos del moribundo, dio su dictamen: el «Atila del Bajío» estaba desahuciado, y no le faltaba mucho para exhalar el último suspiro.
De acuerdo con lo narrado por el P. Esquivel, en medio de la ominosa atmósfera que indicaba a todas luces que la muerte pronto se apersonaría para cortar la vida del temido general con su implacable guadaña, alguien consiguió aproximarse al bandido agonizante y sudoroso, que respiraba afanosamente, y decirle:
—Mi general, yo lo veo bastante mal. ¿Por qué no manda llamar a un sacerdote?
Tomando en cuenta el cruento historial de Chávez, no era la mejor idea del mundo. En Churintzio, por ejemplo, hizo apresar al presbítero local, y hasta hizo que le ataran las manos a la espalda y le pusieran una soga al cuello con el objetivo de amedrentar a las mujeres que frecuentaban la iglesia y poder demandar dinero a cambio de no matarlo.
Detalle de una fotografía de Inés Chávez (al centro) con sus lugartenientes. Edición y mejora de imagen por la autora.
El mismo José Inés era sabedor de la larga lista de atrocidades que pesaban sobre su conciencia, porque repuso:
—Yo no creo que alcance perdón, dicen que soy un diablo.
«Por sus frutos los conoceréis», sentenció Jesucristo, tal como lo plasma el Evangelio según San Mateo. También dijo que «Un árbol bueno no dar llevar frutos malos, ni un árbol malo frutos buenos». Hasta el mismo Inés Chávez lo sabía. Más que un «Cada quien como se sienta», bien podría habérsele aplicado la lapidaria frase «Mentira no es».
El hombre que le sugirió llamar a un sacerdote, quien residía en la Aduana Vieja con los señores que alguna vez fueron propietarios de la Hacienda de San Antonio Carupo, se limitó a expresar:
—Recuerde, mi general, que la misericordia de Dios es infinita.
Numerosos autores píos, incluyendo Santos, han explicado que lo es, si hay arrepentimiento y contrición.
Inés Chávez, de momento, pidió un vaso con agua. Bebió algunos sorbos, y todavía con el traste en la mano, solicitó:
—Díganle al señor cura que venga.
El susodicho sacerdote era el P. Francisco Luna Pérez, un varón virtuoso y en extremo caritativo, que no contento con haber dotado de templo y torre a sus fieles y auxiliarlos espiritualmente siempre que lo requerían, los socorría en todas sus necesidades materiales, al grado de comprarles cobijas para que no pasaran frío y de entregar a los más desposeídos, íntegras, las cosechas que obtenía de los terrenos que alguna vez habían pertenecido a su madre.
Cuando le explicaron la situación, el P. Luna no vaciló en acudir y recorrer los aproximadamente ochenta metros que separaban la puerta del curato del lugar en el que yacía Inés Chávez en su camilla. Antes de acercarse quiso ratificar si el enfermo deseaba confesarse, a lo que éste contestó de manera afirmativa.
Al verlo in articulo mortis, el P. Luna mandó a su acompañante, el señor Mario Cerda, que fuera al curato y llamara a los vicarios, a fin de que le llevaran el Sagrado Viático y los Santos Óleos para darle la Extremaunción. Mientras cumplían el encargo, el sacerdote mandó a quienes se hallaban cerca que se apartaran. Los testigos, incluso de lejos, pudieron ver que Inés Chávez se confesó y recibió la absolución.
Casi en seguida arribaron los vicarios, Raúl Manzo González y Enrique Pineda. El primero le administró el Viático y el segundo lo ungió. Acabado todo esto, los tres eclesiásticos se retiraron, y entró el doctor Barragán, quien dictaminó que cambiaran de sitio a Chávez, metiéndolo al cuarto de la presidencia. Allí, entre la puerta y la primera ventana hacia el sur, nuestro personaje expiró.
Eran las 5:30 de la tarde. Ni la misma tropa, o el «estado mayor», se dieron cuenta. Sólo lo supieron, en ese instante, las tres personas que se encontraban presentes: el médico que lo atendió, el alcalde Vicente Guillén y su secretario, Lorenzo Salazar.
Así fue como acabó sus días «el Atila del Michoacán», a quien Luis González y González no dudó en describir como sigue:
“Nunca creció […] Fue bajito y malvado. Lo adornaban muchas virtudes animales y algunos vicios humanos” (1968, p. 162).
Tenía apenas veintinueve años de edad. Lo sepultaron en un terreno que era propiedad de Pedro Ortiz, al oriente de Purépero, en un paraje llamado El Baluarte, dentro del Cerro de la Alberca.
Al mes siguiente de su muerte, la dispersión de la gavilla chavista era prácticamente total. Algunos de sus seguidores se dispersaron, y otros prefirieron aceptar la amnistía que les ofrecía el Gobernador del Estado, Pascual Ortiz Rubio.
El 14 de noviembre de 1918, diversos diarios del país, máxime los del Occidente, dieron fe del fallecimiento de nuestro personaje en diversos términos:
Primera plana de El Pueblo, fechada el 14 de noviembre de 1918, donde se comunicó oficialmente la muerte de Inés Chávez. Edición por la autora.
«CHÁVEZ GARCÍA MURIÓ A CAUSA DE LA EPIDEMIA, EN MICHOACÁN. […] Una de las más abominables plagas que han venido azotando al país en el Estado de Michoacán: el feroz vándalo José Inés Chávez García, terror de los pueblos débiles y de las rancherías abandonas y solitarias, acaba de morir. […] el «General en Jefe» del más salvaje núcleo rebelde del país se despidió para siempre de este mundo con fecha 11 de los corrientes, en la población de Purépero, Estado de Michoacán» (El Pueblo).
Telegramas en los que se dio aviso al Despacho de Guerra y Marina y al presidente Carranza sobre el deceso de Inés Chávez. Periódico El Pueblo. Edición por la autora.
«JOSE I. CHAVEZ GARCIA FUE AJUSTICIADO POR LA INFLUENZA. * * * […] La epidemia de «influenza española», que se ha desarrollado en Michoacán en forma realmente alarmante, se ha encargado de castigar a los rebeldes que encabeza José Inés Chávez García, y según telegramas que el señor general de división Manuel M. Diéguez, jefe de las operaciones en el Centro y Noreste del país, envió a la Secretaría de Guerra y Marina, y que están fechados en Uruapam, el mismo José Inés el temible cabecilla que tanto daño causó a la región michoacana, y tantas lágrimas y su derramar a los tranquilos y laboriosos habitantes de aquella comarca, acaba de morir, víctima de la enfermedad reinante» (Excélsior).
Nota del diario capitalino Excélsior acerca del fallecimiento del temible bandido de Godino. En este caso, la influenza es descrita como brazo justiciero. Edición por la autora.
«SE HA CONFIRMADO PLENAMENTE LA MUERTE DEL CABECILLA JOSE INES GARCIA CHAVEZ. Oficialmente se dió a conocer la noticia. Algunos particulares recibieron ayer mensajes procedentes de diversas poblaciones del Estado de Michoacán, en que se daba la noticia de la muerte del famoso cabecilla José Inés García Chávez, ocurrida en Purépero, a causa de la influenza española» (El Informador).
Breve nota en El Informador, con telegrama de Jesús Ferreira incluido, que comunica la muerte de Inés Chávez. Edición por la autora.
«MURIO DE INFLUENZA J. I. CHAVEZ GARCIA. Anoche, a las siete, se nos informó por teléfono, de las oficinas de la Secretaría de Guerra, que en ese departamento de Estado se acababa de recibir un telegrama firmado por el señor general Diéguez, en el que daba cuenta de que tenía informes referentes a que el bandolero José Inés Chávez García murió el día once de los corrientes, en la población de Puréparo [sic], Michoacán, víctima de la «influenza española»» (El Demócrata).
Algunos en primera plana, otros en la segunda página, algunos más se limitaron a hablar del tema en alguna pequeña nota. Pero se trataba de una noticia que no podía ser omitida.
A su vez, distintas personalidades militares abordaron la cuestión. Citamos a Manuel Macario Diéguez y los documentos telegráficos referidos:
General Manuel M. Diéguez, designado por el Varón de Cuatro Ciénegas para sofocar la campaña de Inés Chávez en Michoacán en 1918, y quien notificó el fallecimiento de aquél, por telegrama, desde Uruapan. Imagen editada y mejorada por la autora.
«Uruápam, 13 de noviembre de 1918. «Oficial Mayor Encargado del Despacho de Guerra y Marina. —México, D. F. «Con profunda satisfacción comunícole que el día 11 murió en Purépero, Michoacán, el bandolero Chávez García, víctima de la Influenza española.» Atentamente. General en Jefe de las Operaciones— M. M. Diéguez.»
«Uruápam, 13 de noviembre de 1918. «Presidente de la República.— Número 4,240.— Tengo el honor de poner en el superior conocimiento de usted que en este momento acabo de recibir un mensaje del señor general J. M. Ferreira, fechado en Zamora, Michoacán, en que me comunica que está confirmado que el día 11 murió bandido García Chávez, víctima de la «influenza española.»— Respetuosamente. General M. M. DIEGUEZ.» (Respetamos ortografía, signos de puntuación y falta de tildes).
Pascual Ortiz Rubio tampoco se quedó atrás en la labor de comunicar al primer mandatario, Venustiano Carranza, que el criminal había muerto en el territorio de la entidad que regenteaba:
«Morelia, 13 de noviembre—4 p.m. Presidente Carranza.— Con verdadero placer hónrome en comunicarle que general J. M. Ferreira me comunica desde Zamora, Michoacán, telegráficamente, confirmada muerte terrible bandido Inés Chávez García.—Salúdolo respetuosamente. El Gobernador Constitucional del E., P. ORTIZ RUBIO.»
En el caso del mensaje que envió Jesús María Ferreira, las palabras fueron las siguientes:
«ZAMORA, 13 de noviembre. Sr. Gral. J. J. Méndez.—Urgente. Con gusto comunico a Ud. que se ha confirmado la muerte en Purépero, del bandolero García Chávez, de influenza española. Salúdolo. Gral. J. M. Ferreira.»
Más allá de que la influenza española hiciera lo que muchos en su tiempo desearon hacer, y de cuánta alegría causó su partida, es llamativo leer que, con todo y el daño que provocó a diestra y siniestra, José Inés Chávez alcanzó a recibir los Sacramentos. Ante esto, es natural pensar «¡Hasta suerte tuvo el desdichado!» y cuestionarnos qué fue lo que pudo haberle valido la oportunidad de recibir el perdón – el divino, no el humano– por sus culpas y tropelías, de ser confortado por los auxilios espirituales de la religión cristiana, y más tomando en consideración a cuántas personas, independientemente de su sexo o edad, él mismo quitó dicha posibilidad. Y más cuando reparamos en que Inés Chávez, a diferencia de otros personajes, no fue liberal o anticlerical desde sus años mozos. Más aún: era piadoso, devoto, católico practicante.
Leamos los testimonios de las personas que lo trataron en su juventud:
“Inés, desde chico, acostumbraba mandar a todos los que jugábamos con él, pronto se enseñó a leer y escribir. Ya más grandecito era el que guiaba el Vía crucis en los viernes de Cuaresma en la capilla de Godino, porque no teníamos sacerdote allí, guiaba también los rosarios y el padre de la Presa de Herrera lo nombró celador del Apostolado de la Oración, y portando él mismo el estandarte del Sagrado Corazón, llevaba mucha gente a hacer los viernes primeros a la Presa de Herrera”.
Casi parece que estamos hablando de una persona completamente distinta. Y bueno, aunque no es el caso, ya que toda nuestra entrada se ha centrado en el mismo hombre, el cambio había sido radical. En consecuencia, aflora una pregunta inquietante: ¿cómo se producido semejante alteración? ¿En qué momento un chico que encabezaba las devociones de su ranchito, que hasta pertenecía a un grupo parroquial, y que fue promotor de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús?
La respuesta que dan los mismos testigos es esta:
“Se echó a perder cuando anduvo con Joaquín Amaro, el que desde que fue su jefe directo se convirtió en su ángel negro”.
Es verdad que otra versión de la modificación tan drástica de su conducta indica que Inés Chávez no era cruel en sus comienzos como revolucionario pero que, luego de haberse curado de una enfermedad grave, adoptó la táctica de asolar los poblados a sangre, fuego y dinero, esto último mediante los clásicos préstamos o rescates forzosos. Pero adjudicar su funesta transformación a haberse juntado con Joaquín Amaro Domínguez no es, ni remotamente, algo descabellado o fuera de lugar. El susodicho militar fue conocido por su sadismo, su inquina hacia el clero y los católicos y, en suma, por ser un perseguidor de la Iglesia a ultranza. En Zamora, entre diversas providencias, apoyó la confiscación y embargo de los bienes eclesiásticos, mandó suspender la edificación del Santuario Diocesano de Nuestra Señora de Guadalupe –la Catedral Inconclusa– e hizo exclaustrar a las religiosas capuchinas.
Retrato de José Inés Chávez García. Fotografía editada y mejorada por la autora.
El hecho específico es que, en efecto, Chávez sí anduvo bajo las órdenes de «El Indio» Amaro, y que, como éste y tantísimos cabecillas y bandidos que se hicieron llamar «revolucionarios», aprovechó la prolongación del levantamiento armado para obtener beneficios personales y dar rienda suelta no únicamente a su sed de riqueza y de efusión de sangre, sino, también, al odio antirreligioso que, en incontables ocasiones, rayó en la vesania y en la locura febril.
También es cierto que, por muchos años, el hecho de que el bandolero de Godino se había reconciliado con Dios antes de partir al más allá no fue más que un mero rumor, algo que «se decía por allí» pero de lo que no había pruebas claras. Tan fue así que según los relatos orales de María Luisa Herrera Mendoza, transmitidos a su hija María del Carmen Ávalos Herrera, abuela paterna de quien esto escribe, consignan la historia de una anciana anónima que, al enterarse de las hablillas referentes a la confesión final de Chávez, exclamó:
«Si al morirme llego al Cielo, y Chávez entró allí, ¡del Cielo me salgo!»
Así de malvado había sido. Dice otro refrán: «Cría fama, y échate a dormir». En el caso de Inés Chávez, no sólo era la fama.
Las declaraciones escritas del P. Esquivel arrojaron luz sobre la cuestión y resolvieron el misterio. Ahora, como quedó ya asentado, sabemos a ciencia cierta que José Inés Chávez García sí recibió los Sacramentos antes de morir, lo cual, aunque sólo el Creador lo sepa, abre la posibilidad a que incluso alguien como él haya podido salvarse. Probablemente Dios se haya valido de la influenza española para brindarle tiempo para arrepentirse y acercarse a Él, algo que habría sido imposible si hubiese muerto al fragor de un combate o asesinado en venganza de tantas familias destruidas, tantas mujeres mancilladas, tantas localidades y villas asoladas.
Sin duda que, aunque no lo comprendamos, el Señor no mide los acontecimientos como lo hacemos nosotros. Solamente Él sabe por qué las cosas acontecen de una manera y no de otra.
Citamos las palabras del resumo biográfico de Degollado a través del tiempo:
“¿Quizá las oraciones de su madre y las prácticas piadosas que él mismo tuvo, en sus primeros años, cuando guiaba viacrucis y rosarios en Godino, le sirvieron para que la misericordia infinita de Dios le perdonara sus innumerables delitos, como lo hizo Jesús, al borrar los crímenes del ladrón arrepentido en la cima del Calvario?”
Esto, sin embargo, no debe movernos a olvidar la justicia y la historia de todas las víctimas de las que, antes de que la influenza española lo derrotara indefectiblemente y le diera un pasaporte a la Eternidad, fue fautor y causante.
Degollado a través del tiempo. Apuntes biográficos de José Inés Chávez García. No hemos podido localizar al autor.
Gómez-Dantés O. El “trancazo”, la pandemia de 1918 en México. Salud Publica Mex [Internet]. 29 de agosto de 2020 [citado 23 de febrero de 2025];62(5, sep-oct):593-7. Disponible en: https://www.saludpublica.mx/index.php/spm/article/view/11613
González y González, L. (1968). Pueblo en vilo: Michohistoria de San José de Gracia. México: El Colegio de México.
Ochoa Serrano, Á. (2006). Inés Chávez, muerto. Dos textos del Padre Esquivel. Revista Relaciones.
Testimonios orales de María del Carmen Ávalos Herrera, q.e.p.d., cuya madre radicó en Zamora en los tiempos de la Revolución y atestiguó tanto los atropellos de las tropas carrancistas en contra de todo lo que fuese católico como la presencia y crueldad de Joaquín Amaro. Asimismo, la Sra. Carmen relataba varias anécdotas relativas a Inés Chávez García.
La muerte del bandolero José Inés Chávez García(Primera parte)
Lic. Helena Judith López Alcaraz, cronista honoraria adjunta de Sahuayo
Detalle de una fotografía del temido José Inés Chávez García. Mejora y edición por la autora.
Los grupos de defensa social de los diversos pueblos que asoló –el listado es sumamente largo– no pudieron acabar con él. Tampoco el gobierno federal. Mucho menos los civiles entre los que lo único que sembró fue el horror, la sangre y la barbarie. José Inés Chávez García, que vio la luz primera el 19 de abril de 1889, se ganó muy merecidamente el mote de «El Atila de Michoacán» o «El Atila del Bajío». Creemos que huelga explicar el sobrenombre. Bastaba que los pobladores de algún sitio supiesen que las hordas que él lideraba se aproximaban al lugar, para que el terror cundiera y se esparciera como reguero de pólvora, como chispas en un cañaveral. A la irrupción de Chávez seguían incontables crímenes, entre asesinatos en masa, violaciones y saqueos, sin faltar los incendios de viviendas y la profanación de la iglesia o capilla local. Aquellos bandoleros, verdaderamente, hacían gala de sadismo y perversidad.
La entrada de hoy no se detendrá en los detalles de aquellas morbosas incursiones, sino en cómo fue que la carrera en este mundo de aquel bárbaro personaje, que da la impresión de haber salido de alguna novela sangrienta, tocó a su desenlace inexorable. Inés Chávez era, en verdad, un bandido imparable. Tratar de resistir contra él era imposible, como si se tratara de contener un incendio en un pajar o detener, en el estío de 2024, las aguas que se desbordaron e inundaron diversos terrenos y parajes de la Ciénega de Chapala cuando arreció el temporal. Pero fue vencido. Más aún, murió, y no en el paredón de fusilamiento, ni ahorcado o acuchillado, como tantas de sus víctimas en presencia suya.
Cabe que nos preguntemos a quién correspondió el logro de haberle puesto un alto a sus tropelías. Tal hazaña, como ya lo adelantó el epígrafe de nuestro texto, fue de la influenza española. El testimonio escrito del sacerdote Francisco Esquivel en 1973, el de otros testigos oculares del desenlace del facineroso originario del rancho Godino (Puruándiro, Michoacán) y lo consignado en los periódicos de la época, indican que el deceso aconteció en noviembre de 1918, a causa de la enfermedad que, tras llegar a México un mes antes, causó la muerte de incontables personas. Y ni siquiera Inés Chávez, con su poderío de barbarie y fechorías, pudo librarse de sus garras. A la postre, la naturaleza humana y su flaqueza ante las patologías nos demuestran que nuestra vida en la tierra es endeble y puede apagarse, a semejanza de una candela, con el más leve soplo.
El «Atila de Michocán», al centro y con la pierna izquierda cruzada sobre la derecha, acompañado por su séquito de lugartenientes. Edición de imagen por la autora.
Pero dejémonos de preámbulos y veamos cómo y en dónde aconteció.
Durante buena porción de 1918, Inés Chávez dominó buena parte del estado de Michoacán, incluyendo la zona de la Ciénega. A fines de marzo, cayó sobre Cotija de la Paz, en mayo hincó sus dientes sobre San José de Gracia y, en junio, sobre Pátzcuaro. Garciadiego Dantán menciona que, a diferencia de sus inicios como bandolero, el facineroso comandaba «un ejército más regular, con cierta organización militar, que se desplazaba de un lugar a otro según las exigencias de la campaña» (2010, p. 865). Todo eso mientras, aplicándole unos versos dedicados a otro facineroso, Luis B. Gutiérrez alias «El Chivo Encantado», recorría esas tierras dejando en todas las partes la miseria y el dolor (p. 217).
Aquello, por fortuna, no habría de durar para siempre. Reza un dicho que «todo cae por su propio peso» y, en este caso, por la iniquidad. Ni siquiera los perversos, aunque por mucho tiempo hagan lo que les plazca, pueden escaparse de las consecuencias de sus actos de modo indefinido. Al acercarse el último cuatrimestre de 1918, la fuerza de Chávez empezó a declinar. Fue en Peribán donde, pese a todos los estragos que provocó, se vio sitiado por los coroneles Bonifacio Moreno y Pruneda, hasta que sufrió –¡por fin!– su primera y única derrota, de la que ya no se recuperaría. Allí perdió, además, a uno de sus principales lugartenientes, el coronel Rafael «El Mocho» Nares, tan sanguinario como su jefe. Chávez, empero, no conoció el término de sus desmanes en aquella jornada, 24 de agosto de 1918.
Plaza de Peribán, Michoacán, el pueblo que presenció la caída militar de Inés Chávez García. Fotografía editada y mejorada por la autora.
Un corrido de Chavinda, proporcionado por el profesor Alfonso del Río, así lo cuenta:
Señores, tengan presente lo que en Peribán pasó: Hubo un combate sangriento «El mocho Nares» murió.
Bajó Nares con su gente a almorzar a ese pueblito: -Orita les dan caliente, nomás se esperan tantito.
Bajó Nares con su gente y a nadie le dijo nada, y Pineda con su gente ya le tenía su emboscada.
De repente un fuerte trueno por todo el pueblo se oía, un grito: «¡Viva el Gobierno! ¡Muera Inés Chávez García!»
Con sus hordas deshechas, el facineroso se encaminó a Purépero. Allí lo encontraría la muerte, destino ineludible del género humano. Para cuando se dirigía a aquel pueblo, ya había contraído la gripe que a tantos llevó al sepulcro. Muchos de sus hombres, contagiados, sucumbieron a la enfermedad antes que él. «Se amanecía con dolor de cabeza, venían la fiebre y las hemorragias, y había que cuidarse unos seis días porque si se levantaba antes de tiempo, recaía con neumonía, y de la recaída nadie se salvaba» (González y González, 1968, p. 165).
Ya cuando se hallaba cerca de Purépero, uno de los señores principales, Jesús Duarte, salió a hablar con él para pedirle que no dañara a la población y que, a cambio, él conseguiría dinero entre los vecinos y pastura para la caballada.
Para ese instante, «El Terror de Michoacán» ya no podía ni mantenerse en pie: en una camilla, fue conducido a la plaza municipal y colocado bajo la sombra de un trueno, mas pronto se lo llevaron al portal de la presidencia municipal y, por último, al interior del edificio, donde se produciría el deceso.
Tan mal se sentía ya José Inés, que hicieron llamar a un médico. Acudió el Dr. José María Barragán, quien tras haberlo examinado se percató de la gravedad del caso.
Plaza y portales de Purépero, Michoacán. Por aquí pasó Inés Chávez, ya enfermo de gripe española y en camilla, poco antes de morir. Imagen editada y mejorada por la autora.
Los chavistas no anduvieron con sutilezas y lo amenazaron:
— Mire, dotorcito —le dijeron—, si no lo alivia, lo tronamos.
Tampoco el médico le dio rodeos al asunto. Sin temor, replicó:
—Yo no soy Dios para hacer milagros, la fiebre española es mortal y como no guardó ningunos cuidados, va a ser difícil que se alivie luego, yo de mi parte haré lo que pueda, por de pronto surtan esta receta —y se las dio.
El facultativo se marchó de la habitación con el convencimiento de que Chávez expiraría en poco tiempo.
Pero aún faltaba para que eso sucediese. De ello nos ocuparemos en la siguiente entrada, la segunda y última.
Lic. Helena Judith López Alcaraz, cronista honoraria adjunta de Sahuayo
Detalle de una fotografía de Monseñor Francisco Orozco y Jiménez (1864-1936), V Arzobispo de Guadalajara. Mejora y edición por la autora.
Hace apenas unos días, el 18 de febrero, se cumplieron 89 años de que, en 1936, pasó a la Eternidad el valiente prelado que regenteó la Arquidiócesis tapatía por poco más de veintitrés años, incluyendo los tiempos más álgidos de la persecución religiosa: Monseñor José Francisco de Paula Ponciano de Jesús Orozco y Jiménez. Fue el quinto prelado en ocupar este cargo, y además perteneció a la Academia Mexicana de la Historia, a la que ingresó en 1921.
Creemos que hablar de la muerte de un personaje implica, por justicia, hablar sobre su vida. Y el caso del preclaro varón que nos ocupa no es una excepción.
Francisco Orozco y Jiménez vio la luz primera el 19 de noviembre de 1864 en Zamora, Michoacán. Sus padres fueron José María Orozco Cepeda y Mariana Jiménez Fernández. Como muchos eclesiásticos mexicanos destacados de su tiempo, cursó estudios en el Colegio Pío Latino en la ciudad de Roma, hasta que fue ordenado sacerdote en 1887. Fungió como Obispo de Chiapas de 1902 a 1912, donde el gobierno liberal lo calificó, injustamente, de rebelde y levantisco, al grado de apodarlo “Chamula”, por su defensa de los habitantes indígenas de su Diócesis.
El Papa San Pío X lo trasladó a la Arquidiócesis de Guadalajara, adonde arribó el 9 de febrero de 1913, el mismo día en el que, en la capital del país, se desataba la Decena Trágica. Al ser firme y valiente defensor de la fe, muy pronto enfrentó problemas con las autoridades jacobinas, y en 1914 fue desterrado, en el primero de cinco exilios. En 1917 emitió una Carta Pastoral en la que, uniéndose a los otros Príncipes de la Iglesia en México, condenó los artículos de la Constitución que atentaban contra la libertad de los católicos, de los sacerdotes y de la institución eclesiástica. Esto supuso el cierre de los templos en los que fue leída, así como el encarcelamientos de clérigos y seglares católicos, y más tarde, en 1918, un nuevo destierro.
El 18 de enero de 1921, entre otros actos pastorales, efectuó la Coronación Pontificia de la Santísima Virgen de la Expectación –nombre litúrgico de Nuestra Señora de Zapopan– Generala de Jalisco y Patrona de la Arquidiócesis de Guadalajara.
Otro retrato de Monseñor Francisco Orozco y Jiménez, que lo muestra ataviado como correspondía a su cargo. Imagen editada y mejorada por la autora.
Ya durante la Guerra Cristera, no aprobó abiertamente la resistencia armada de los católicos, pero tampoco los condenó. Y de todos los miembros del Episcopado, junto con el Obispo de Colima, fue el único que, poniendo el ejemplo a sus presbíteros, se quedó con sus fieles, viviendo a salto de mata para continuarlos auxiliando espiritualmente. A pesar de ello, el régimen lo calumnió y acusó de ser uno de los dirigentes cristeros. Fue uno de los hombres más buscados de Jalisco en aquel entonces. A muchos católicos jaliscienses, inclusive bajo tortura, se les exigía que revelaran su paradero, pero nadie lo delató jamás, y el mismo régimen nunca pudo capturarlo durante el tiempo que duró la Cristiada.
Cuando se llevaron a cabo los mal llamados “arreglos” entre el Estado y la Iglesia, Monseñor Francisco tuvo que partir al destierro. Éste fue, justamente, una de las condiciones para la negociación, si es que cabe aplicarle tal calificativo. Junto con él, dos obispos que ya se hallaban en el exilio se vieron obligados a no poner un pie en México: José María González y Valencia y José de Jesús Manríquez y Zárate. A diferencia de Monseñor Francisco, ellos sí apoyaron abierta y públicamente la lucha de los cristeros.
Francisco Orozco y Jiménez en la década de 1920, ya cuando el conflicto entre la Iglesia y el Estado comenzaba a recrudecer de forma irreversible. Fotografía editada y mejorada por la autora.
Debilitado por las persecuciones y por cinco destierros –de allí la comparación con el prelado de Alejandría que usamos en el título, quien también vivió lo mismo, en la misma cantidad de ocasiones–, el prelado de origen michoacano retornó a Guadalajara durante el gobierno de Lázaro Cárdenas del Río, jiquilpense, quien a pesar de sus ideas y proyectos socialistas y comunistas le permitió volver a la sede de la amada Arquidiócesis.
Para el momento de su ansiado regreso, después de las incontables penalidades sufridas, el intrépido Arzobispo ya se hallaba enfermo. Tampoco le había faltado sufrir renovados atentados contra su vida. Por fin, contrajo una infección que le laceró el hígado y le oscureció el corazón. Tal patología, aunada a la fragilidad natural y a su edad, lo llevaría al sepulcro.
Francisco Orozco y Jiménez en sus últimos años. Fotografía editada y mejorada por la autora.
El 2 de febrero de 1936, el ilustre eclesiástico entró en agonía. Sus feligreses se enteraron de su gravedad hasta dos semanas después, por medio de boletines médicos que fueron fijados en las puertas de los templos. Cada fiel tapatío se enteró, así, del doloroso final de su esforzado pastor.
A las 6:45 de la tarde del 18 de febrero, a los 71 años y 3 meses exactos de edad, más un día, aquel siervo bueno y fiel, Francisco Orozco y Jiménez, V Arzobispo de Guadalajara, dejó de existir para la vida terrena. El primer mensaje que salió del Arzobispado se dirigió al Papa Pío XI, en los siguientes términos: «Grandísima pena comunico hoy murió Arzobispo Orozco».
Su funeral fue uno de los más apoteósicos que se han vivido y visto en Guadalajara, al grado que se estima que aproximadamente una cuarta de la población de la urbe participó. Antes de las exequias, fue velado en el Sagrario Metropolitano, en tanto que la ceremonia de cuerpo presente tuvo lugar en la Catedral. El cortejo fue multitudinario: había tanta gente que era imposible que más dolientes ingresaran.
Así lucía la Avenida Alcalde en el momento en el que el ataúd con el cuerpo del Arzobispo –véase la carroza– avanzaba camino hacia el panteón de Santa Paula, donde se le sepultaría. Imagen editada y mejorada por la autora.
El cadáver de Monseñor Francisco fue llevado por toda la Avenida Alcalde, con dirección al Santuario de Guadalupe, hasta la esquina de la calle Juan Álvarez. De allí la comitiva dio vuelta, rumbo al cementerio de Santa Paula –mejor conocido como panteón de Belén–, donde se procedió a la inhumación.
Féretro de Monseñor Francisco Orozco y Jiménez poco antes de entrar a su sepultura. Fotografía editada y mejorada por la autora.
Actualmente, los restos mortales del Atanasio del siglo XX reposan en la Catedral tapatía, en la capilla del Santísimo Sacramento, bajo un mausoleo que muestra al León de Lucerna.
Como último dato, nuestro personaje está en proceso de beatificación. Ya fue declarado Siervo de Dios, pero los trámites para que continúe el procedimiento, como en el caso de tantos varones y mujeres ilustres, continúan estancados.
Semblanza de Monseñor Francisco Orozco y Jiménez redactada para una serie de biografías de personajes de la persecución religiosa y la Guerra Cristera, en colaboración con Ruta Cristera Sahuayo.
Testimonios orales de María del Carmen Ávalos Herrera, q.e.p.d.
Camberos Vizcaíno, V. (1966). Francisco Orozco y Jiménez: biografía. México: Jus.
Francisco Gabriel Montes Ayala *Coordinador del Consejo de la Crónica de Sahuayo
Una de la comunidades de origen español, es San Andrés, que hacia el año de 1730 aparece como una estancia de ganado mayor y menor, muy cerca de los límites de la comunidad indígena de Sahuayo. Lo encontramos con diversos nombres, el primero encontrado en los sacramentales de la parroquia de Santiago Sahuayo, es como El Cerrito de San Andrés, luego lo encontramos como San Andrés y finalmente como Rincón de San Andrés.
El Rincón, registraba en los censos parroquiales las familias Victoria, Ceja, Sandoval, Ochoa, Figueroa, Guerrero, Torres, López, Mojica, Valencia, Espinoza, Amezcua, Escobedo, Navarro a mediados del siglo XVIII.
En la época de la guerra de independencia, el padre Pablo Victoria, nacido en aquella comunidad, a la sazón capellán de la Hacienda de La Palma, hizo que se levantara en armas el hacendado Luis Macías Mendoza. El padre Victoria, fue tomado preso por la acordada de Sahuayo, en el camino entre La Palma y Sahuayo a la altura del Ojo de Agua, según su expediente criminal levantado por el gobierno virreinal, fue llevado preso a la cárcel de Belén, donde muere el año de 1813.
Otro insurgente importantísimo nacido en San Andrés, es Ignacio Navarro Victoria, sobrino del padre Pablo, quien llegó ha ser un caudillo importante en la zona del bajío, donde alcanzó fama y todavía en 1817 era combatido por las fuerzas realistas.
El Rincón de San Andrés, es una población conurbada con Sahuayo, y que hace algunos años, ys es un importante centro recreativo por el parque al que visitan miles de personas durante el año; es una comunidad apacible, con un templo dedicado a San Andrés, construido por el señor cura José Alvarez, y está sujets la comunidad católica a la Parroquia de Guadalupe de Sahuayo.
El Rincón de San Andrés, es una de las comunidades más avanzadas de las que tiene el municipio de Sahuayo en cuestión de infraestructura.
Vale la pena visitar esta comunidad que es una de las más grandes de la municipalidad de Sahuayo.
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El pasado 25 de enero, el municipio de Jamay, Jalisco, se convirtió en el epicentro de la historia y la cultura regional al albergar la XLIX Reunión Biestatal de la Asociación de Cronistas Jalisco-Michoacán. Este evento, que congregó a cronistas de diversos municipios y regiones, fue una oportunidad para compartir investigaciones, relatos y experiencias en un ambiente de colaboración y aprendizaje.
El Salón Paco Ochoa de la Casa de la Cultura de Jamay fue el escenario donde se presentaron ponencias que destacaron la riqueza histórica y cultural de la región. Los cronistas provenientes de La Palma, Michoacán; Pajacuarán; Tuxpan Jalisco; Jiquilpan; Yurécuaro; Vista Hermosa; Poncitlán; Tlajomulco; Atequiza; Jocotepec; San Antonio Tlayacapan; Chapala; Tuxcueca; Ixtlahuacán; San Miguel de la Paz, Jamay, y Guadalajara, así como invitados de Tlaxcala, compartieron sus conocimientos y perspectivas, enriqueciendo el evento con su diversidad y profundidad.
Entre los destacados ponentes se encontraba Cruz Fernando Bañuelos López, cronista de Jamay, quien presentó una ponencia sobre el “Barrio de San Antonio”, uno de los barrios más emblemáticos del municipio. Las presentaciones también incluyeron temas como “El oficio del historiador” por Francisco Gabriel Montes, presidente de la ACJM, así como “Flotilla de canoas cargueras” por Aida Aguilar, “Batalla de la Trasquila” en Jiquilpan por Salvador Meza Carrazco, y “Pajacuaran” por José Castellanos. Estas ponencias resaltaron la importancia de preservar la historia, no solo en los grandes eventos y figuras, sino también en los actos cotidianos y las tradiciones que conforman la identidad de nuestras comunidades.
La reunión no solo se limitó a las presentaciones. También se llevaron a cabo mesas de trabajo para discutir temas generales y planificar futuras reuniones. Entre las actividades se incluyeron presentaciones de libros y temas de investigación, y se propuso que Jocotepec sea la próxima sede para continuar con el intercambio cultural y académico.
La presencia de los cronistas de Jalisco y Michoacán en Jamay refuerza la identidad y el patrimonio cultural de las localidades involucradas. Este encuentro destacó las tradiciones compartidas, la proximidad a importantes cuerpos de agua, y la gastronomía que nos caracteriza y define como región. La celebración concluyó con un compromiso renovado de seguir trabajando juntos para mantener viva la historia y la cultura de nuestras comunidades.