El retorno a las catacumbas

Poema alusivo a la suspensión del culto público decretada por el Episcopado Mexicano en julio de 1926

Lic. Helena Judith López Alcaraz, cronista honoraria adjunta de Sahuayo

Luto general, llanto en los ojos,
filas eternas, las iglesias llenas,
Sagrarios vacíos, la gente de hinojos,
sollozos acerbos, grandísima pena.

Tal sucedió un julio treinta y uno,
en el que suspendieron los cultos;
ya Sacramentos no habría ninguno,
los sacerdotes estarían ocultos.

Fue la medida con que los prelados
protestaron por la nueva “Ley Calles”;
emitió su Carta el Episcopado,
mas dejaron tras de sí profundos ayes.

“No es el entredicho, amados hijos”,
dijeron a los fieles compungidos;
pero en su mente solamente quedó fijo:
no más Misas, confesiones ni Bautismos.

Ni los Óleos Santos al moribundo,
o absolución al pecador contrito;
¡en verdad reinaba pesar profundo,
aflicción sin par, agobio infinito!

Y fueron denudados los altares,
de los tabernáculos se fue Cristo,
entre dolor, lágrimas a mares
y grande sufrimiento, nunca visto.

Amanecieron mudos los badajos,
los tañidos no llamaron a Misa…
y el culto, suspendido de tajo,
tuvo que realizarse… a escondidas.

Fue así como el incruento Sacrificio
tornóse clandestino y a tal grado
que con arresto, cárcel o suplicio
tal “delito” sería castigado.

Mas las familias prestaron, valientes,
para tan sagrado fin sus hogares:
Cristo Rey continuaría presente
entre aquellos mexicanos ejemplares.

En persistente riesgo de traición,
el corazón latiendo con temor,
a merced de súbita delación,
pero siempre con incansable amor.

Se improvisaron los escondites,
a pesar de la persecución cruel;
y fue así como el celestial convite
pervivió para aquel pueblo tan fiel.

Un pueblo que defendió sin ambages
lo que más amaba: su fe, su Dios,
y por Él supieron verter su sangre,
con el gran vítor de postrer adiós.

Tal clamor salía de sus gargantas,
frente al fusil o con dogal al cuello;
era la aclamación bendita y santa,
unida con el último resuello:

“¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la Virgen de Guadalupe!“

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El prelado cotijense que aprobó la lucha cristera desde las puertas de Roma (III)

La historia de Monseñor José María González y Valencia. Tercera parte

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Detalle de un retrato de Monseñor González y Valencia, coloreado y mejorado por la autora.

En 1925, en vista del agravamiento de la persecución religiosa bajo el flamante gobierno del sonorense Plutarco Elías Calles, el nuevo Obispo de Durango fue designado por sus compañeros del Episcopado para ir a la Ciudad de las Siete Colinas con el cometido de poner al tanto al Papa Pío XI sobre la precaria situación para los fieles y los sacerdotes y, en general, para el clero católico mexicano. Sería el acompañante de otro eclesiástico de su rango, Monseñor Miguel María de la Mora y de la Mora, a la sazón cabeza de la Diócesis potosina.

La otra misión sería pedirle instrucciones al Pontífice acerca de la defensa de las libertades que se le conculcaban a la Iglesia. El viaje fue realizado, y los lineamientos papales solicitados fueron plasmados en la carta apostólica Paterna sane sollicitudo, fechada el 2 de febrero de 1926, en la que Pío XI mandaba resistir a la persecución de forma pasiva pero firme, manteniéndose al margen de cualquier partido político. La misiva tenía por subtítulo “DE INIQUA CONDICIONE ECCLESIAE IN MEXICO ATQUE DE NORMIS AD CATHOLICAM ACTIONEM IBIDEM PROMOVENDAM”, que traducido del latín al español dice: “Sobre la inicua condición de la Iglesia en México y también sobre las normas respecto a la Acción Católica que, al mismo tiempo, habrán de promoverse”.

Su Santidad Pío XI, Pontífice de 1922 a 1939, autor de la carta apostólica Paterna sane sollicitudo.

A su regreso de Roma, a sabiendas de que la situación empeoraría –los hechos de los primeros meses de 1926 lo ratificaron de forma fehaciente y categórica–, nuestro biografiado reunió a una comisión de teólogos para deliberar sobre cuáles serían las medidas a seguir en caso de que se hiciera efectivo el artículo 130 de la Carta Magna, en el cual –entre muchas cuestiones– se exigía que los presbíteros debían registrarse en un registro municipal o estatal para que se les diera autorización de ejercer su ministerio. El estudio de los teólogos arrojó una negativa ante tal sujeción. Sin tardanza, Monseñor González y Valencia mandó imprimir y distribuir una circular con aquellas pautas entre los sacerdotes de su jurisdicción. Días después, José Amador Velasco y Peña, el prelado de Colima, siguió sus pasos.

El 10 de marzo de 1926, a raíz de haber condenado la persecución en su Sexta Carta Pastoral, Monseñor José de Jesús Manríquez y Zárate, primer Obispo de Huejutla –y ordenado sacerdote junto con Monseñor José María aquel lejano 28 de octubre de 1907–, fue apresado. Su compañero de Cotija no tardó en escribirle una carta abierta en la que externó su adhesión y su apoyo, y que fue publicada en diversos periódicos católicos.

Detalle de un retrato de Monseñor José de Jesús Manríquez y Zárate, amigo y compañero de ordenación de José María González y Valencia, apresado en 1926 por el gobierno de Plutarco Elías Calles. Él fue otro, junto con nuestro biografiado, de los exiguos prelados que aprobaron el movimiento cristero.

Una vez suspendidos los cultos en todo México, Monseñor González y Valencia partió hacia Roma nuevamente. Pero antes de irse, el 17 de septiembre de 1926, redactó una Instrucción Pastoral fechada en la cual encomió la cooperación que las asociaciones católicas habían prestado a la labor de resistencia, cada vez más enérgica, de la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, fundada en la capital del país en marzo de 1925.

La coyuntura posterior al 1 de agosto de 1926, primer día sin Sacramentos en los templos, empeoró con velocidad alarmante. Los recursos pacíficos y legales se agotaron de modo inexorable. Comenzaron a caer las primeras víctimas católicas. Dos eclesiásticos, ambos Obispos, intentaron parlamentar con Calles, y éste lanzó un ultimátum a los católicos: las Cámaras o las armas. El memorial firmado por más de dos millones de creyentes y enviado a las primeras fue tirado a la basura. Los ánimos se exacerbaron sin remedio y, como cabía esperar, cada vez más personas empezaron a pensar en la segunda opción, la que quedaba, dada por el mandatario: la resistencia armada, que pasaría a la Historia con el nombre de Cristiada o Guerra Cristera, este último adjetivo creado por el mismo gobierno, que hizo mofa del grito de los defensores: “¡Viva Cristo Rey!”

A pesar de que estaban de acuerdo con que había que defender la fe y no permitir que ésta se perdiera en México, la postura de los integrantes del Episcopado mexicano sobre el movimiento armado no fue, ni remotamente, unánime. Lo que menos hubo entre ellos fue consenso. Por el contrario, sin demora, la división campeó.

Jean Meyer lo sintetiza de esta forma:

“[…] la mayoría de los prelados, indecisa, dejó en toda libertad a los fieles de defender sus derechos, como mejor les pareciera, una decena les negó el derecho de levantarse, y tres los alentaron a tomar las armas” (1977, p. 19).

Uno de ellos, como veremos, fue nuestro biografiado. Los otros dos fueron Manríquez y Zárate, a quien ya mencionamos, y Leopoldo Lara y Torres, Obispo de Tacámbaro. Hasta finales de 1926, reacios a la idea de una resistencia armada, los tres obispos habían prohibido a sus fieles que recurrieran a dicho recurso. Sin embargo, la gravedad creciente de los sucesos y de la persecución, que no tardó en suscitar mártires a lo ancho y largo del territorio nacional, los condujo a modificar su perspectiva.

En el caso de Monseñor José María, el 11 de febrero de 1927, su postura vino con la emisión de su Primera Carta Pastoral, dada en la Puerta Flaminia, afuera de Roma, en la que dirigió estas palabras a los fieles de su Diócesis:

“Séanos ahora lícito romper el silencio sobre un asunto del cual nos sentimos obligados a hablar. Ya que en nuestra arquidiócesis muchos católicos han apelado al recurso de las armas […] creemos de nuestro deber pastoral afrontar de lleno la cuestión y, asumiendo con plena consciencia la responsabilidad ante Dios y ante la historia, les dedicamos estas palabras: Nos nunca provocamos este movimiento armado. Pero una vez que, agotados todos los medios pacíficos, ese movimiento existe, a nuestros hijos católicos que anden levantados en armas por la defensa de sus derechos sociales y religiosos, después de haberlo pensado largamente ante Dios y de haber consultado a los teólogos más sabios de la ciudad de Roma, debemos decirles: Estad tranquilos en vuestras conciencias y recibid nuestras bendiciones” (citado en Barquín y Ruiz, 1967, pp. 43-44).

Tales enunciados estaban en consonancia con los juicios que, a título personal pero no por ello menos fundamentados, habían efectuado algunos teólogos y moralistas de universidades en Roma, entre ellos los sacerdotes Mariano Cuevas, S. J., y Arthur Vermeersch, de la Gregoriana, célebre por sus dictámenes.

Instantánea de la Puerta Flaminia, desde donde Monseñor González y Valencia emitió la Carta Pastoral en la que declaró la licitud moral de la resistencia armada de los católicos mexicanos. Fotografía: Animuspedia.

El licenciado Anacleto González Flores, paladín católico por excelencia en Jalisco que durante mucho tiempo se resistió a la idea de una defensa armada, no sólo por considerarla infructífera y contraria a sus ideales pacíficos sino por serias dudas morales, tuvo conocimiento de la Carta Pastoral de Monseñor González y Valencia poco antes de morir.

Retrato de Anacleto González Flores, hoy beatificado, que poco antes de su martirio supo de la Carta Pastoral de Monseñor González y Valencia en la que éste aprobaba la resistencia cristera.

En su última noche, del 31 de marzo al 1° de abril de 1927, Anacleto se confesó con un sacerdote anónimo y, luego de recibir la absolución sacramental, estuvo comentando con él el contenido de la Carta Pastoral del esforzado Obispo de Durango, el único que hasta ese momento había hablado favorablemente sobre la lucha cristera de manera abierta y pública.

“Esto es lo que nos faltaba” le dijo al presbítero, aludiendo al documento. “Ahora sí podemos estar tranquilos”.

Y no sólo lo anterior: el verbo del prelado de Cotija encendió el suyo y lo movió a escribir sus últimas palabras para Gladium, el periódico que él editaba:

“Bendición para los valientes, que defienden con las armas en la mano la Iglesia de Dios. Maldición para los que ríen, gozan, se divierten siendo católicos en medio del dolor sin medida, de su Madre […] La sangre de nuestros mártires está pesando inmensamente en la balanza de Dios y de los hombres.

El espectáculo que ofrecen los defensores de la Iglesia es sencillamente sublime. El Cielo los bendice, el mundo los admira, el infierno los ve lleno de rabia y asombro, los verdugos tiemblan. Solamente los cobardes no hacen nada […]” (citado en López Alcaraz, 2023, p. 134).

Y concluía:

“Hoy debemos darle a Dios fuerte testimonio de que de veras somos católicos. Mañana será tarde […] Todavía es tiempo de que todos los católicos cumplan su deber… los cobardes que se despojen de su miedo y todos que se pongan en pie, porque estamos frente al enemigo y debemos cooperar con todas nuestras fuerzas a alcanzar la victoria de Dios y de su Iglesia” (pp. 134-135).

Unas horas más tarde, al filo de las tres de la tarde del 1° de abril, el abogado oriundo de Tepatitlán, hoy beatificado, caía bajo las balas del régimen callista, por odio a la fe, luego de numerosas y atroces torturas, en el patio del Cuartel Colorado en Guadalajara.

Al mismo tiempo, Monseñor José María proseguía su labor de apoyo moral a la Cristiada desde tierras europeas.

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Bibliografía:

Barquín y Ruiz, A. (1967). José María González Valencia, Arzobispo de Durango. México: Jus.

López Alcaraz, H. J. (2023). El Plebiscito de los Mártires: Drama biográfico sobre el Beato Anacleto González Flores. Guadalajara: Edición independiente.

Meyer, J (1977). La Cristiada. Tomo I: La guerra de los cristeros. México: Siglo XXI Editores.

Pío XI (2 de febrero de 1926). PIUS PP. XI. LITTERAE APOSTOLICAE. PATERNA SANE SOLLICITUDO*. Vatican.va.https://www.vatican.va/content/pius-xi/la/apost_letters/documents/hf_p-xi_apl_19260202_paterna-sane-sollicitudo.html

“Yo no, las cosas de Dios, sólo Él”

Asesinato de don José Sánchez Ramírez en Sahuayo de Díaz, Michoacán

Lic. Helena Judith López Alcaraz

En una fecha como esta, pero de 1926, hace 98 años, en el interior de la Parroquia de Santo Santiago Apóstol, fue ultimado don José Sánchez Ramírez, líder de la Liga Defensora de la Libertad Religiosa en Sahuayo, militante de la Acción Católica, expresidente municipal de aquella población y hermano de Ignacio de Jesús, futuro general cristero de la región. Sus “delitos” fueron ser un católico renombrado en la localidad, haberse negado a hacerse cargo del templo en cumplimiento de la orden del general callista Tranquilino Mendoza Barragán y no querer, en consecuencia, tomar parte en los inventarios que había decretado el régimen.

Su respuesta, lacónica pero terminante, fue:

“Yo no, las cosas de Dios, sólo Él”.

Don José y don Ignacio de Jesús Sánchez Ramírez, hermanos de sangre y valientes defensores de la fe católica en Sahuayo. El primero murió asesinado el 5 de agosto de 1926; el segundo, fue uno de los jefes cristeros más destacados de la región colindante a aquella heroica localidad. Fotografías mejoradas y editadas por la autora.

Compartimos con ustedes la respectiva transcripción del acta que da fe de su muerte. Se respeta la falta de signos de puntuación. Hay que tomar en cuenta que las actas en Sahuayo, a la sazón, ya no se escribían por completo con puño y letra, sino que se llenaba un formulario ya establecido.

Interior de la Parroquia de Santo Santiago Apóstol en Sahuayo, escenario de la muerte violenta de don José Sánchez Ramírez. Fotografía tomada por la autora en agosto de 2022.

Pasemos de lleno a la transcripción:

«Al margen izquierdo: Acta N° 164

Defunción de José Sánchez, edad 42 años, de Heridas con arma de fuego

Derechos $ (No se indica)

Dentro: Número 164 ciento sesenta y cuatro. En la Villa de Sahuayo, del Estado de Michoacán, a las 15 quince horas del día 6 de agosto de 1926 mil novecientos veintiseis José María Pérez compareció en esta oficina dando cuenta de que ayer a las 23 horas y en el atrio del templo parroquial falleció por heridas de arma de fuego sin asistencia médica José Sánchez, originario de este pueblo de 42 cuarenta y dos años de edad de raza blanca estado civil casado con Concepción Amezcua, de oficio Comerciante, habiendo sido hijo el finado de Clemente Sánchez finado y de María Ramírez que vive.

Cerciorado el suscrito de la verdad del fallecimiento mencionado a solicitud de los interesados, se libró orden para que el cadáver se inhume en el Panteón Municipal de este lugar; y para constancia se levanta esta nota de la que fueron testigos los ciudadanos Luis y Santiago Gómez, mayores de edad, vecinos de este pueblo y sin parentesco con el finado: quienes impuestos de su contenido, se manifestaron conformes y firman los que intervinieron y saben hacerlo. Ismael L. Silva . – María Vallejo . – Rubricados. Es copia tomada de su original.»

Acta de defunción de don José Sánchez Ramírez, fechada el 6 de agosto de 1926. Resaltados y edición por la autora.

Otra versión de los hechos señala que don José fue pasado por las armas en el atrio de la Parroquia de Santo Santiago Apóstol, al igual que otras personas. Esto está en consonancia con lo especificado en el acta de defunción. Sin embargo, tanto los testimonios orales de los sahuayenses, no menos valiosos, como la escultura que se resguarda cerca de las célebres catacumbas del templo del Sagrado Corazón de Jesús coinciden con lo narrado al principio: que aquel valiente católico, hombre de una pieza, fue ejecutado de un balazo en el pecho en el interior del recinto sagrado dedicado al Protomártir del Colegio Apostólico. La efigie mencionada es de la autoría del talentoso escultor sahuayense Adolfo Cisneros y, precisamente, representa a don Ignacio Sánchez Ramírez sosteniendo el cadáver de su hermano José, con un orificio de bala en el tórax.

Cuenta don Alfredo Vega Pulido, miembro de la Vanguardia de los Vasallos de Cristo Rey en Sahuayo, y propagador de la memoria histórica cristera en la hoy Capital de la Ciénega, que don Ignacio dijo en aquel terrible momento:

«Señor, acepta la sangre de un cristero más, derramada por el amor y haz que por ella tu reinado sea una realidad en nuestro México».

Él mismo contribuiría a luchar por ese reinado, al ser un famoso y magnífico líder de la resistencia armada de los católicos sahuayenses.

Detalle de la escultura de don Adolfo Cisneros que muestra a don Ignacio Sánchez Ramírez sosteniendo el cuerpo exánime, con el balazo que le quitó la vida –nótese cómo brota la sangre del mismo–, mientras mira a lo alto. Fotografía de don Santiago Manzo Gómez.

Los restos de don José yacen, en espera de la resurrección de la carne, en las criptas antedichas.

© 2024. Todos los derechos reservados, hecha la excepción de las dos fotografías tomadas del perfil de don Santiago M. Gómez, otro gran difusor de la historia de la Cristiada en nuestro amado Sahuayo.

Breve pero impactante instante del sacrificio de don José Sánchez Ramírez. Nuestro personaje fue interpretado por el Ing. Santiago Manzo Gómez, para un documental polaco hecho por Dwa Promienie – wolontariat misyjny (cuya producción, lamentablemente, quedó interrumpida de forma indefinida a raíz del conflicto bélico Rusia-Ucrania). Agradecemos la fotografía.

Fuentes:

Laureán Cervantes, L. (2016). El niño testigo de Cristo Rey. España: Buena Tinta.

Munari, T. (2004). José Sánchez del Río, el Beato Mártir de Sahuayo. México: Edixa Editores.

Investigación y visita de la autora en las catacumbas del Sagrado Corazón de Jesús en Sahuayo.

Testimonios y aportaciones históricas de Santiago Manzo Gómez y Alfredo Vega.

Heroica defensa de los templos en Sahuayo de Díaz

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Fotomontaje alusivo al título de esta entrada. De izquierda a derecha, de arriba abajo, podemos ver el interior de la Parroquia de Santo Santiago Apóstol, el Santuario de Guadalupe –con su segunda torre en construcción–, la plaza principal de Sahuayo de Díaz –escenario principal de la lucha entre los sahuayenses y la tropa federal–, el templo parroquial desde fuera, en contra esquina; y el templo del Sagrado Corazón de Jesús y, a un lado, el otrora Colegio de San Luis Gonzaga.

Lo ocurrido en la entonces Villa de Sahuayo de Díaz, Michoacán, un día como hoy, pero de 1926, hace ya 98 años –¡cómo vuela el tiempo!–, es sin lugar a dudas un caso emblemático y cardinal en la historia de la Cristiada y de la persecución religiosa, no sólo a nivel regional y estatal –en este ámbito fue único–, sino nacional. Se trata del relato de cómo un pueblo salió a defender sus templos y llegó al extremo de enfrentarse a la soldadesca bien armada con tal de impedir –hasta donde pudieron, porque al final sí sucedió– que los cerraran, convirtieran en caballeriza y, en suma, profanaran.

Leamos cómo aconteció.

En Sahuayo, las tres jornadas que siguieron a la suspensión de cultos decretada por el Episcopado Mexicano en su Carta Pastoral Colectiva fechada el 25 de julio de 1926, al igual que en el resto del país, se caracterizaron por la zozobra, la tristeza y el miedo. Los templos seguían abiertos para que los fieles, al menos, pudieran orar en ellos, en particular el Santo Rosario de manera colectiva. Era lo único que les quedaba, y eso mientras el gobierno lo permitiera, porque en diversos lugares tanto la milicia como la policía procedieron a cerrarlos de manera forzosa. Fueron célebres los casos del templo del Dulce Nombre de Jesús –Capilla de Jesús– y el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe en Guadalajara, el 31 de julio y el 3 de agosto respectivamente, y el del templo de San Miguel Arcángel en Cocula, también el 3 de agosto, donde se produjeron genuinas reyertas entre los fieles y los ejecutores de la ley.

¿Cuánto duraría aquella situación de incertidumbre, de espada de Damocles, de persecución continua, de tabernáculos vacíos? Nadie lo sabía. Por el momento, la gente de Sahuayo continuó yendo a la Parroquia, al Santuario y al templo del Sagrado Corazón para rezar y elevar sus plegarias al Todopoderoso.

Parroquia de Santo Santiago en Sahuayo, tomada precisamente un día antes de la gran fiesta dedicada al Protomártir del Colegio Apostólico, el 24 de julio de 1923. Foto Guerrero.

No era más que la calma relativa que suele preceder a las grandes tempestades. Los hechos tomaron un curso inesperado el 4 de agosto de 1926. Era miércoles. Casi a las once de la mañana, unos vigías vieron, por el camino que conducía a Jiquilpan de Juárez, a una partida de soldados federales que se dirigía a toda prisa a Sahuayo. Todos sabían lo que aquello significaba: la clausura de las iglesias y su consecuente profanación y transformación en cuartel, como estaba a la orden del día a lo ancho y largo del país. Era de sobra conocido que las huestes callistas solían hacer gala de odio contra los recintos sagrados y cuanto había en ellos, tal como habían procedido sus antecesores en la Revolución –máxime los carrancistas–, y justo como actuarían los milicianos rojos durante la Guerra civil de 1936 a 1939 en la madre patria.

Entrada de Jiquilpan de Juárez a Sahuayo de Díaz en 1923. Por allí entraron las tropas federales el 4 de agosto de 1926. Fotografía del Archivo Guerrero, coloreada por la autora.

Los sahuayenses, católicos hasta la médula, se enardecieron: no estaban dispuestos a permitir semejante atropello. Quizá sus actos, como ya había sucedido desde tiempos del Porfiriato, les granjearían epítetos como “mochos” y “fanáticos”, pero no les importó ni un ápice. Los ánimos, en adición, ya estaban caldeados a raíz de los sucesos más recientes, de los cuales no haber podido acudir a Misa el pasado 1 de agosto era, para muchos, la gota previa a aquella que derramaría el vaso, el último tirón previo a que la cuerda se rompiera.

Con el tiempo encima, y como pudieron, los habitantes de Sahuayo se aprestaron a la defensa. Las campanas de las iglesias fueron tocadas a rebato, con la desesperación matizando cada golpe del badajo. Todos acudieron al llamado del frenético tañer. Los hombres llevaban escopetas, alguna pistola, machetes y piedras; las mujeres cargaban cal viva y chile molido en sus rebozos.

Imagen coloreada que muestra la Parroquia de Santo Santiago Apóstol y calle Obregón –actualmente Francisco I. Madero– en Sahuayo. Tomada de la página de Facebook Testimonium Martyrum –expresión latina para «Testimonio de los Mártires»–, de la autora de la entrada.

Los miembros de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana se atrincheraron en la parte alta de los tres templos. El Santuario de Guadalupe fue defendido por Abraham Mireles y José Trinidad Flores Espinosa –el joven que, más tarde, se uniría a Joselito en su empresa de unirse a las huestes cristeras–. En la defensa del templo del Sagrado Corazón, a su vez, destacó la señora Dolores –mejor conocida por su hipocorístico, Lola– Gudiño, quien, armada con una pistola, encaró al diputado federal por el distrito de Jiquilpan, Rafael Picazo Sánchez, a quien llamó, por las claras, “desgraciado perseguidor de la religión de sus padres”.

Otra denodada mujer, María Arregui, también enfrentó a las tropas. Al grito estentóreo de “¡Viva Cristo Rey!”, tanto ella como Lola Gudiño vaciaron las cargas de sus pistolas. Nada las arredraba. En el acto, dispuestos a no dejarse vencer por dos féminas, algunos miembros de la milicia se abalanzaron contra María Arregui y la hicieron perder el conocimiento a fuerza de golpes.

María Arregui, valiente defensora de los templos sahuayenses el 4 de agosto de 1926. Fotografía tomada de la página de Facebook Testimonium Martyrum y mejorada por Laura del Río García.

Un valeroso hombre llamado Amado Ceja se opuso, con valentía, a que cerraran la parroquia. Cuando se acercaron los soldados a fin de intentarlo, aquel varón los encaró y les dijo: “Señores, la casa de Dios se respeta”. No pudo impedir lo inevitable: recibió, por la espalda, un balazo en la cabeza, que dejó un orificio en su sombrero –el cual su familia conservó–.

Como resultado de la reyerta fallecieron, por heridas de arma de fuego: Jesús Sánchez Santillán, Manuel Núñez, un niño de ocho años llamado Guillermo Yeo y la niña Rafaela Melgoza. Asimismo, el padre Ignacio Sánchez Sánchez –tío paterno de San José Sánchez del Río– recibió un tiro en la pierna.

Poco después arribaron los soldados a la plaza. Los lideraba el general Tranquilino Mendoza. Los militares echaron los caballos sobre la multitud, que se había lanzado contra ellos con las pocas armas de que disponían, y la obligaron a dispersarse. En seguida se dividieron en tres grupos; cada uno se encargaría de apoderarse de una iglesia, como en efecto sucedió.

Acta de defunción del niño Guillermo Yeo Núñez, fallecido a raíz del combate entre sahuayenses y militares callistas el 4 de agosto de 1926. Resaltados y edición por la autora.

Los sahuayenses pelearon con bravura y arrojo y resistieron hasta el final, pero no pudieron impedir que sus templos cayeran en poder del gobierno callista. Esa noche, como todos temían, la Parroquia de Santiago fue convertida en cuartel, establo –incluso, eventualmente, en la gallera del diputado Picazo, y ya conocemos el final de ese asunto, con San José Sánchez del Río–, armería y prisión. Lo mismo ocurrió en las otras dos iglesias.

La Guerra Cristera en Sahuayo, bajo la dirección de don Ignacio de Jesús Sánchez Ramírez, presidente de la Adoración Nocturna Mexicana en la villa, estaba a punto de estallar.

Interior del templo de Santo Santiago Apóstol en los tiempos de la persecución religiosa, antes de la suspensión de cultos de 1926. Después de los sucesos del 4 de agosto de 1926, el inmueble fue profanado. El diputado Picazo llegó a tener allí su caballo y sus finos gallos de pelea.

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Bibliografía:

Laureán Cervantes, L. (2016). El niño testigo de Cristo Rey. España: Buena Tinta.

Munari, T. (2004). José Sánchez del Río, el Beato Mártir de Sahuayo. México: Edixa Editores.

Aportaciones históricas de Alfredo Vega.

Defensa, reyerta y sitio en el Santuario de Guadalupe

Cuando los católicos tapatíos se enfrentaron a la policía y a los federales en plena calle

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Ilustración coloreada del Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe. Fotografía: México en Fotos.

En una fecha como esta, pero de 1926, afuera del Santuario de la Virgen de Guadalupe en Guadalajara, cruce con la avenida Alcalde y la calle Juan Álvarez, en plena vía pública, tuvo lugar una auténtica batalla campal entre los feligreses tapatíos y elementos de la policía y del ejército federal, así como la defensa de la iglesia susodicha. Todo se debió, como sucedió en ciertos lugares del país, a dos factores clave: la oposición terminante del pueblo católico al cierre de los templos luego de la suspensión de cultos y los ánimos ya caldeados y exaltados a raíz de la persecución religiosa sistemática, y para entonces ya legalizada mediante la “Ley Calles”, de que eran objeto parroquianos y sacerdotes.

En el caso de la capital jalisciense, la gente se atrincheró en el Santuario debido al rumor, nada infundado, de que el gobierno acudiría para clausurar el inmueble. La intención de los obispos, en su Carta Pastoral Colectiva del 25 de julio, había sido que las iglesias permanecieran abiertas y que los fieles pudieran seguir orando en ellas, pero el régimen no estaba dispuesto a permitir aquello.

Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe visto desde la calle Pedro Loza casi en su cruce con Juan Álvarez y, afuera, el jardín Alcalde. Todo esto fue escenario del enfrentamiento entre católicos contra militares y policías el 3 de agosto de 1926. Fotografía mejorada por la autora.

La disposición de las autoridades fue clara: cualquier parroquia, oratorio o capilla que fuera abandonado por el sacerdote debía cerrar sus puertas. Esto, en innumerables ocasiones, y a lo ancho y largo de la República, era acompañado por la profanación del sagrado recinto y su apropiación por parte de la milicia federal, que los convertía en cuarteles, armerías, caballerizas y prisiones. A esto había que añadir el robo de vasos sagrados, quema de documentos y la destrucción de sagrarios, altares, bancas, ornamentos e imágenes. Estas últimas solían ser despedazadas o “fusiladas”. A los soldados parecía gustarles practicar o afinar su puntería con las efigies de la Virgen, de los Santos y aun con el mismo cristo del altar.

Por consiguiente, y con base en todo lo anteriormente descrito, no es de extrañar que, ante la posibilidad de que la policía y los soldados acudieran al Santuario guadalupano tapatío para cerrarlo y dedicarse al pillaje y a cometer sacrilegios a diestra y siniestra, los fieles de Guadalajara reaccionaran con ardor y se aprestaran a defenderlo a toda costa. Los hombres llevaron las armas que pudieron, en su mayoría pistolas o algún rifle o carabina. Las féminas y sus hijos, por su parte, se quedaron adentro del templo.

Santuario Guadalupano de Guadalajara visto desde la actual Av. Alcalde. Fotografía tomada en 1913.

Hubo, no obstante, un grupo de chicos que no se metió al Santuario, sino que se dedicó a solicitar –y aun demandar– a los transeúntes que respondieran a la proclama católica por excelencia en aquellos días: “¡Viva Cristo Rey!” o que la gritaran también al pasar frente al edificio. Todo marchaba con relativa calma, con todo y la tensión imperante, hasta que un automóvil transitó por el lugar. Dentro iba un oficial del gobierno, general Lorenzo Muñoz, con rumbo al Hospital militar, cercano al Santuario. Los mozalbetes le requirieron el vítor religioso y, como cabía suponer, el militar se rehusó y ordenó a su chofer que acelerara.

Los chicos no aceptaron la negativa ni que el vehículo siguiera su camino, y arremetieron contra éste con palos y piedras. Como la respuesta violenta de los muchachos no cesaba, el oficial Muñoz mandó al conductor que se detuviera, se apeó del carro y lanzó varios disparos al aire, aunque por la batahola no se distinguió si fue con la intención de hacer blanco o únicamente de asustarlos.

De cualquier forma, los tiros bastaron para enardecer a los presentes. Algunos hombres reaccionaron abriendo fuego detrás de sendos árboles del jardín Alcalde. El oficial no tardó en subir a su coche y, ya en el Hospital militar, vía telefónica, pidió refuerzos a la Jefatura de Operaciones.

Mientras, en el Santuario, la campana mayor fue tocada a rebato. Incontables personas del barrio acudieron al llamado y engrosaron el contingente católico, diseminándose tanto en el interior como en el exterior del templo. El cancel central fue cerrado como medida de defensa, por lo que pudiera ocurrir. Al cabo de un cuarto de hora, las calles cercanas al templo se habían atestado de gente.

Titular de El Informador fechado el 4 de agosto de 1926, un día después de los hechos en el Santuario. Recuadros y edición por la autora.

Treinta minutos después del incidente con el oficial callista, una camioneta de la Secretaría de Guerra arribó al sitio. Veinticinco soldados armados bajaron. De ellos, veinte se distribuyeron en el jardín y cinco, al mando de otro militar, quisieron entrar al Santuario por la fuerza y fueron hacia el cancel central.

De repente, salida de entre la multitud, una señorita se aproximó al jefe de los mílites y, sin pestañear, le hundió un puñal en la espalda. Presas del asombro y el miedo, los soldados no supieron reaccionar para ayudar a su líder, que yacía moribundo y ensangrentado en el piso. La muchacha, con calma que pasmó a los presentes, le quitó su pistola y su espada y se los dio a dos hombres que había dentro del cancel, diciéndoles:

—Tengan para que se defiendan.

Los señores que se hallaban en el atrio del Santuario conminaron a los cinco soldados a que se retiraran, bajo amenaza de dispararles. Los federales obedecieron y se unieron a sus compañeros en el jardín, sólo para abrir fuego, ahora sí, contra los que estaban en el templo y contra la multitud. Una parte muy significativa de los civiles no iba armada, pero los soldados no repararon en ello.

Casi todos los fieles inermes, los que pudieron, se introdujeron a toda prisa en el recinto y en la sacristía del Santuario, al tiempo que la lluvia de balas crecía. Los hombres que sí estaban provistos con armas se organizaron para la defensa en el atrio, las torres y la azotea de la iglesia. Entre ellos pronto destacó, por su liderazgo, el joven atotonilquense Lauro Rocha González, de apenas dieciocho años de edad.

Lauro Rocha González (1908-1936), líder de los defensores del Santuario de Guadalupe y prominente general durante la Cristiada. Mejora y edición por la autora.

Para tornar la situación más compleja, una lluvia torrencial comenzó a caer. Los federales recibieron un refuerzo que llegó por la calle Juan Álvarez. Sin embargo, por la confusión, en un primer momento creyeron que eran personas provenientes de la Capilla de Jesús, localizada unas cuadras hacia el poniente, que habrían de unirse a los defensores del Santuario. Tras matarse entre sí durante un rato, cayeron en la cuenta de su error y concentraron sus energías a atacar a los católicos, si bien, por la excelente disposición y estrategia de éstos, no lograron acercarse ni un poco al templo en un intervalo de una hora, durante la cual el tiroteo fue en extremo virulento.

Rocha, al ver que a los suyos les quedaban pocos cartuchos, dictaminó un cese al fuego. Era mejor, según pensó, guardarlos para más tarde. Los soldados, que para ese momento ya habían sitiado el Santuario, también dejaron de disparar. Ya había caído la noche. Nadie entró ni salió del inmueble en un buen lapso. Adentro, la gente entonó sin cansancio diversos himnos y canciones, entre los que destacaba uno que decía: “Tropas de María, sigan la bandera. No desmaye nadie, ¡vamos a la guerra! ¡Vamos a la guerra!”

A media noche, los federales tuvieron la idea de apagar la energía eléctrica. No faltaron quienes, pese al sitio, aprovecharon las tinieblas para poner pies en polvorosa. Cuentan algunas narraciones orales que algunas personas llevaron alimento a quienes estaban encerrados dentro del Santuario, valiéndose de unos túneles. Según El Informador, algunos corresponsales de éste lograron acercarse al templo y ver cuatro cadáveres yacentes en la calle –entonces llamada Avenida, o por lo menos en el periódico– Pedro Loza, así como a cuatro individuos heridos.

Alboreó el 4 de agosto. Una vez que los católicos se hubieron rendido, pues no quedaba otra alternativa, las mujeres y los niños fueron dejados en libertad, no así los hombres, que fueron arrestados, conducidos al cuartel entre dos filas de soldados armados y recluidos primero en el edificio de Los Dolores, luego –por falta de espacio– en el Cuartel Colorado, localizado la calle Gómez Farías en su cruce con Belisario Domínguez, rumbo a San Pedro Tlaquepaque; y finalmente en la Penitenciaría del Estado, donde actualmente es el Parque de la Revolución –o “Parque Rojo”–. De acuerdo con El Informador, eran casi cuatrocientos. Se les dejó en libertad jornadas después.

Primera plana de El Informador del 5 de agosto de 1926, en el que se informa sobre el desalojo del recinto y la detención de incontables católicos, todos ellos varones.

El Santuario fue desalojado ese día, en tanto que una comisión de damas católicas acudió a hablar con el general de división Jesús María Ferreira, jefe de operaciones militares en Jalisco –quien en abril del año siguiente encabezaría las torturas y asesinato del máximo adalid católico de Occidente, Anacleto González Flores–, para interceder por los detenidos. Asimismo, se comprometieron a parlamentar con algunos grupos católicos para evitar la violencia y, así, que se produjera una trifulca análoga o hasta peor. Por otro lado, se encargaron de que tuvieran qué comer, ya que, a pesar de que sus familiares les enviaban alimentos, los militares no se los entregaban.

El mismo 4 de agosto aconteció algo casi idéntico a la contienda del Santuario tapatío, pero con mayores proporciones al tratarse de una localidad entera, en cierta localidad muy singular del occidente michoacano que, por aquellos ayeres, llevaba el apellido del presidente que gobernó México por más de tres décadas. Allí, a diferencia de lo que pasó en Guadalajara, la gente sí se proveyó de más armas o, cuando menos, de objetos para defenderse y atacar. Mañana podrá leerse al respecto en otra entrada de esta revista.

En Guadalajara, por su parte, el general Ferreira rindió largas declaraciones para el diario El Informador, entre las que subrayó:

“Se dará orden nuevamente de prohibir el uso de armas de fuego y sin distinción de credos religiosos, se castigará a quienes con sus intemperancias, de todo punto injustificadas, alteren la paz pública”.

Ante el adjetivo «injustificadas» que empleó el oficial callista, cabe cuestionar si tal era la coyuntura. La persecución religiosa seguiría demostrando que, al margen de pasiones exaltadas que en ocasiones sí desembocaron en sangrientos sucesos, los fieles católicos mexicanos tenían sobrados motivos para estar indignados y sentirse agraviados por el régimen. Y más cuando comenzaran los encarcelamientos y asesinatos de católicos, y en particular de sacerdotes, a mansalva.

Detalle del Santuario de Guadalupe tapatío en la actualidad. Fotografía: Gobierno de Guadalajara.

Lo acaecido en el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe en Guadalajara fue tan grave que la reyerta aún es citada en el grupo de aquellas que tuvieron lugar en los días posteriores de la suspensión del culto público, junto a Cocula y Sahuayo.

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Fuentes:

Diario El Informador.

Relato del general Jesús Degollado Guízar.

Testimonios orales de la Sra. María del Carmen Ávalos Herrera, abuela paterna de la autora, ya finada, cuyos padres, don Luis G. Ávalos Rosales y doña María Luisa Herrera Mendoza, radicaban a exiguas cuadras del Santuario y vivieron de cerca o fueron testigos de los acontecimientos y vicisitudes de la persecución religiosa en Guadalajara.

El armisticio que puso final a la Guerra Cristera (1926-1929)

Los mal llamados “arreglos” del 21 de junio de 1929

Lic. Helena Judith López Alcaraz

En un par de días más, el 21 de junio, se cumplirán 95 años de la jornada en que la Cristiada llegó a su término oficial a través de los llamados “arreglos” entre el presidente interino Emilio Portes Gil y los prelados Leopoldo Ruiz y Flores (1865-1941) y Pascual Díaz y Barreto (1876-1936), obispos de Morelia y Tabasco respectivamente, representantes del grupo conciliador del Episcopado Mexicano. Dichos prelados habían intentado llegar a un acuerdo con el régimen perseguidor desde su inicio y tratado de trabar negociaciones tanto con Plutarco Elías Calles como con Álvaro Obregón.

En la posibilidad del susodicho pacto, el Estado veía la oportunidad para sojuzgar definitivamente a la Iglesia y acabar con el levantamiento de los cristeros, que para ese momento ya era una guerra en toda forma. Además, aquéllos habían sufrido un fuerte golpe moral y militar al haber pedido recientemente a su Jefe supremo, el general neoleonés Enrique Gorostieta Velarde, el 2 del mismo mes y año. En su lugar, Jesús Degollado Guízar tomó el mando.

Emilio Portes Gil, presidente interino de México, quien llevó a cabo los “arreglos” del 21 de junio de 1929.

El 5 de junio, los obispos ya mencionados departieron largamente con Portes Gil. Se convino que pronto se reanudaría el culto, se devolverían los templos y objetos que se encontraran dentro de ellos, y que, supuestamente, se decretaría la amnistía a los cristeros levantados, si aceptaban licenciarse adecuadamente. El 12 de junio hubo otra reunión, donde ambas partes prometieron presentar, el 13, las bases del acuerdo.

Así sucedió. Aquella jornada, el mandatario interino expuso una proposición que no cedía, ni un ápice, en lo ya planteado por Calles. La Constitución no sería alterada, ni siquiera una coma. En la práctica, sólo se volverían a abrir las iglesias y los sacerdotes podrían volver a impartir los Sacramentos en ellos. El único logro, en sí, sería la restauración de la vida eclesial. Los problemas de fondo quedaron fuera de la mesa de negociaciones. Los jerarcas católicos, a la hora de la hora, no pudieron conseguir ninguna prerrogativa a favor. El gobierno llevaba la ventaja.

Leopoldo Ruiz y Flores y Pascual Díaz y Barreto, los obispos que gestionaron los “arreglos”. Muchos católicos no vacilaron en llamarlos “componenderos”, y con tal calificativo fueron llamados desde entonces.

El 21 de junio, por fin, se concretaron los “arreglos”, con lo que, oficialmente, la Guerra Cristera había acabado. Ese mismo día se difundieron los “acuerdos” logrados en las entrevistas descritas, y el periódico capitalino El Universal encabezó así su edición: “El conflicto religioso terminó ya”. Y en El Informador, diario tapatío, se añadió lo siguiente: “Artículos de la ley que han sido mal comprendidos, han sido aclarados”.

Primera plana de la edición del 22 de junio de 1929 de El Informador, en el que se anuncia el término del conflicto religioso. Los hechos no tardarían en demostrar la falsedad del pacto y del mismo titular.

En páginas interiores de El Universal, por su parte, apareció el siguiente comunicado firmado por Monseñor Ruiz y Flores:

Fragmento de la primera plana de la edición de El Informador del 22 de junio de 1929. Resaltados por la autora.

“El obispo Díaz y yo hemos tenido varias conferencias con el C. Presidente de la República y sus resultados se ponen de manifiesto en las declaraciones que hoy expidió. Me satisface manifestar que todas las conversaciones se han significado por un espíritu de mutua buena voluntad y respeto. Como consecuencia de dichas declaraciones hechas por el C. Presidente, el clero mexicano reanudará los servicios religiosos de acuerdo con las leyes vigentes. Yo abrigo la esperanza que la reanudación de los servicios religiosos pueda conducir al pueblo mexicano, animado por un espíritu de buena voluntad, a cooperar en todos los esfuerzos morales que se hagan para beneficio de todos los de la tierra de nuestros mayores. México, D.F., 21 de junio de 1929. Leopoldo Ruiz y Flores, Arzobispo de Michoacán y Delegado Apostólico.”

Palabras casi análogas también se publicaron en El Informador, como podrá apreciar el lector en una de las ilustraciones de la entrada que nos ocupa.

Estos “arreglos” –no tiene por qué sorprendernos–, como quedó más que manifiesto y diáfano, constituyeron una auténtica farsa, con todo y los repiques de campanas y los cohetes lanzados para celebrar el fin de la guerra. Incontables personas creyeron que los obispos no sólo habían actuado con exceso de buena fe, sino que habían pecado de ingenuos, por mencionar un epíteto más gentil. Otros creían que fueron un par de tontos que se habían dejado engañar.

Se les llamó “componenderos” y, es preciso expresarlo, muchos no vacilaron en afirmar que eran traidores. Fueron baldones con los que tendrían que cargar el resto de su existencia. Independientemente del juicio de Dios, que cada ser humano enfrenta después de la muerte, así se les consideró en su tiempo. Eso sin mencionar que una de las condiciones para los susodichos “acuerdos” fue que tres prelados salieran del país: Francisco Orozco y Jiménez, José de Jesús Manríquez y Zárate y José María González y Valencia, obispos de Guadalajara, Huejutla y Durango, respectivamente. Tanto Ruiz y Flores como Díaz y Barreto lo aceptaron.

Era como haber retornado a las circunstancias previas a la suspensión de cultos, al punto de partida de la fase más álgida del conflicto. Fue la instauración de lo que se denominó modus vivendi, aunque para los cristeros fue, en realidad, el modus moriendi.

Ellos, principal carne de cañón en el asunto, tuvieron que deponer las armas, aun sabiendo que el gobierno no cumpliría la palabra dada de respetar sus vidas. Muy pronto comenzaron a cazarlos de forma sistemática, al grado de que se ha llegado a decir que murieron más jefes cristeros después de la componenda que durante la guerra misma. De nada sirvió que ellos hubiesen cumplido con su parte de un trato en el cual no participaron.

No por nada, en honor a la verdad, muchos sintieron que los habían vendido y traicionado miserablemente. Ni siquiera se les tomó en cuenta en las tentativas de entendimiento con el gobierno, como si no hubiesen existido. Incontables católicos, en particular los más comprometidos con la resistencia, compartieron su parecer. Los antiguos cristeros que sí alcanzaron a escaparse de la matanza tuvieron que abandonar sus lugares de origen y empezar de nuevo en otro lugar. Otros emigraron a los Estados Unidos.

Tales fueron las primeras muestras de “buena voluntad” del gobierno que, a todas luces, había salido triunfante. Poco después de un mes de llevados a cabo los “arreglos”, el 27 de julio –otras fuentes indican el 27 de junio–, los masones dieron un gran banquete al presidente Portes Gil, quien, en el brindis, les dirigió las palabras que siguen:

“Mientras el clero fue rebelde a las Instituciones y a las Leyes, el Gobierno de la República estuvo en el deber de combatirlo… Ahora, queridos hermanos, el clero ha reconocido plenamente al Estado. Y ha declarado sin tapujos: que se somete estrictamente a las Leyes. Y yo no podía negar a los católicos el derecho que tienen de someterse a las Leyes… La lucha [sin embargo] es eterna. La lucha se inició hace veinte siglos. Yo protesto ante la masonería que, mientras yo esté en el Gobierno, se cumplirá estrictamente con esa legislación.

En México, el Estado y la masonería, en los últimos años, han sido una misma cosa: dos entidades que marchan aparejadas, porque los hombres que en los últimos años han estado en el poder, han sabido siempre solidarizarse con los principios revolucionarios de la masonería” (citado en Scharlman, 2012, p. 628).

Licenciamiento de los cristeros en Jacona, Michoacán, en agosto de 1929. Imagen mejorada por la autora.

En lo tocante al culto, las Misas retornaron, los presbíteros dejaron su vida de forajidos y los templos fueron devueltos poco a poco –no todos, eso sí; algunos siguieron, y continúan hasta nuestros días, siendo utilizados como dependencias gubernamentales, bibliotecas, etcétera–. Pero no hay que creer que los sacramentos volvieron a impartirse allí de inmediato. En el caso de Sahuayo de Díaz, Michoacán, por ejemplo, el templo parroquial de Santo Santiago Apóstol fue devuelto formalmente el 19 de julio de 1929, prácticamente un mes después de los “arreglos”.

Y, a pesar de ello, no significó que se reanudara el culto. Tuvieron que pasar algunos días más para celebrar Misa y para que la cura de almas reiniciara. Primero hubo confesiones en masa, semejantes a las de los últimos días de julio de 1926. Luego, los bautismos. Por último, casamientos. Los trámites para la supuesta vuelta a la normalidad eran largos. En adición, había otro problema que resolver: la limpieza y rehabilitación del recinto sagrado, que había servido como cuartel, caballeriza y armería desde agosto de 1926. Aun así, la entrega efectiva de los templos sahuayenses demoró hasta los primeros días de agosto de 1929.

Sin embargo, no pasó mucho tiempo para que la persecución religiosa se recrudeciera, máxime en entidades como Veracruz, Chihuahua y Tabasco. En 1931, y sólo por mencionar un ejemplo, un sacerdote –el hoy Beato Ángel Darío Acosta Zurita– sería asesinado dentro de la Catedral veracruzana. Más tarde, el acoso y asechanzas de las autoridades se intensificaron en el ámbito escolar, al grado de que inspectores eran enviados a las escuelas, incluso a las particulares, para verificar que no se enseñara religión, so pena de cárcel para el docente encargado y otras sanciones para el plantel. Y esto sólo era una parte. Para 1934, al promoverse el socialismo y el comunismo, se suscitó incluso el asesinato de católicos por parte de los llamados «camisas rojas» afuera de una iglesia de Coyoacán, en la Ciudad de México.

El vil armisticio de 1929, como quedó probado desde el comienzo, bien mereció que, hasta la fecha, se hable de él con comillas, o añadiendo el vocablo “llamados”, para poner en duda su veracidad o bien, tal cual, para externar una burla, lo mismo que ellos fueron: una mofa para el pueblo católico mexicano en la cual se pagó un precio altísimo a cambio de prácticamente nada. No en vano Jean Meyer, el famoso historiador de Niza, intituló así uno de sus libros: «Si “arreglos” pueden llamarse».

Fotografías tomadas de Vintage Image Photos y de Relatos e Historias de México.

Fuentes:

Carmona Dávila, D. (2024). Finaliza la guerra cristera sin pacto alguno del gobierno con el Vaticano, únicamente los actos del clero se ajustarán a las leyes vigentes. 21 de junio de 1929. Memoria Política de México. https://www.memoriapoliticademexico.org/Efemerides/6/21061929.html

Laureán Cervantes, L. (2016). El niño testigo de Cristo Rey. España: Buena Tinta.

Scharlman, J. (2012). México, tierra de volcanes. México: Porrúa.

Un éxito el I Congreso Nacional Cristero convocado en Sahuayo por Abogados Cristianos

Juan Bruno Hernández *colaborador

Sahuayo 21 de octubre de 2023.- Se llevó a cabo el I congreso nacional cristero en esta ciudad, que convocó a la sociedad civil, que se congregó en la casa social de la parroquia del Sagrado Corazón de Jesús. Al acto inaugural se dieron cita el Alcalde de Sahuayo, el doctor Manuel Gálvez Sánchez, así como también el diputado federal Rodrígo Sánchez Zepeda, y el señor cura del Sagrado Corazón, Manuel Zendejas, que hablaron sobre este congreso y la revolución cristera y la oportunidad de conocer más del tema, así como el compromiso de los católicos en la lucha por la libertad de creencia y de culto.

Una serie de ponencias se hicieron a lo largo del día, así como la presencia de testigos presenciales de la gesta cristera; se dieron cita organizaciones de la sociedad civil, se ofrecieron al público souvenirs, libros y recuerdos. Seis conferencias magistrales se tuvieron, la primera fue del Padre Luis Laurean sobre San José Sánchez del Río, posteriormente se hizo la ponencia, Panorama Nacional en la Cristeada por el Maestro Guillermo Torres; luego el Panorama Guanajuato por Saúl Manuel, así como el Panorama Jalisco por Francisco Sánchez y finalmente el Panorama Michoacán por el historiador Francisco Gabriel Montes Ayala.

Así mismo el Lic. Carlos Ramírez, director Jurídico en México de la Asociación de Abogados Cristianos, presentó la iniciativa de Memoria Histórica de la Cristeada, para su aprobación en el poder legislativo de México. Participaron Caballeros de Colón; Asociación de Cronistas Jalisco-Michoacán; Guardia Nacional Cristera; Guardia Cristera de Michocán sede Región Ciénega de Chapala; Vasallos de Cristo Rey y otras organizaciones como Promo Radio.

Al final, se realizó la misa y una peregrinación del Sagrado Corazón, a Cristo Rey y luego a la ruta del martirio, cerca del panteón municipal con las reliquias de mártires, como San José Sánchez González, y del beato Anacleto González Flores y otros mártires de la guerra cristera en México.

Foto histórica de cristeros, años después.

En los años sesenta se reunieron un grupo de cristeros entre Jefes y oficiales y ex combatientes en la hacienda de Las Puentes, del municipio de Jiquilpan, propiedad de la familia Gálvez; fotografía proporcionada por Alfredo Vega de Sahuayo, Michoacán.

De izquierda a derecha 1 Alfredo Galvez Villaseñor, 2 Salvador Gálvez, 3 Jose Luis Herrera, 4 Adan Gálvez, 5 Aurelio Gómez Gálvez, 6 Guillermo Sánchez del Rio, 7 Bernardo González Cárdenas, 8 Jesús Gómez Galvez, 11 Miguel Sánchez del Rio, Hernano de joselito. 12 General Cristero Ignacio de Jesús Sánchez Ramirez, 14 Gollo Galvez,15 Luís Gonzalez y González, 16 padre Federico Gonzalez Cárdenas,17 Manuel Galvez, 19 José Gomez Gálvez, 20 Miguel Picazo, hermano de Rafael Picazo, 21 Don Luís Luna, 23 José Anaya, 25 Jesus Galvez Riquitus.

Jefes, oficiales y combatientes cristeros años después