Crónica de un martirio anhelado, presentido… y planeado (II)

Sacrificio del Beato Miguel Agustín Pro (Segunda y última parte)

Lic. Helena Judith López Alcaraz

El P. Miguel Agustín Pro, de rodillas, haciendo su última oración justo antes de ser fusilado.

Acaban de cumplirse, el 23 del actual, hace unos días, un año más de que, en 1927, hace ya 98 años, el padre Pro, jesuita, maestro del disfraz y valientísimo sacerdote celoso por el bien de las almas a pesar de la atroz persecución religiosa, cayó traspasado por la descarga de un pelotón de fusilamiento.

En esta entrega, segunda y última con el título que encabeza el presente texto, ofrecemos la continuación y cierre de la historia de aquel martirio que no sólo había deseado con todas sus fuerzas, sino que, inclusive, lo había presentido y hasta dicho qué haría si llegaba a cumplirse su anhelo.

El Beato Miguel Pro, ya con los brazos abiertos, en el instante en que quiso gritar “¡Viva Cristo Rey!”, antes de que la descarga lo derribara. Imagen: Jesuitas México.

Miguel Agustín Pro había dedicado su vida al servicio de Dios y a la causa de la Iglesia, en un contexto de extrema violencia y odio contra todo aquello que ostentara el adjetivo “católico. La feroz persecución feroz contra la Iglesia católica se hallaba en su punto álgido. Las iglesias estaban cerradas desde el 1 de agosto de 1926, los sacerdotes eran cazados peor que alimañas peligrosas y muchos, a la sazón, ya habían sido asesinados. No obstante, con astucia y audacia, el presbítero había burlado a la policía y al gobierno para que los fieles de la Ciudad de México no se quedaran desamparados espiritual y materialmente. Porque, hay que señalarlo, no se limitó a administrar los Sacramentos sin cansancio, sino que, al haber quedado muchas familias sin sustento, por haber muerto o sido encarcelado el jefe, reunía y pedía víveres para llevárselos y mitigar, en lo posible, sus carencias económicas, en especial en lo tocante al alimento y el vestido.

Pero todo aquello había terminado. Dice la Sagrada Escritura, en el tercer capítulo del libro del Eclesiastés, “todas las cosas tienen su tiempo, todo lo que pasa debajo del sol tiene su hora. Hay tiempo de nacer, y tiempo de morir”. En el caso del que había nacido el 13 de enero de 1891 y que otrora fue novicio en El Llano, cerca de Zamora (Michoacán); del que había hecho el sacrificio de no volver a ver con vida a la autora de sus días para poder completar su formación sacerdotal; del que volvió a su patria justo dos semanas antes de la suspensión del culto público; y del que había arrostrado mil peripecias para no abandonar a su grey, ahora, era el tiempo de morir, de partir hacia la Eternidad.

Al acercarse al paredón de fusilamiento –sólo en ese momento se enteró de la condena que pesaba sobre él–, con la mirada hacia el frente, entrelazó las manos por delante. Su rostro, aunque marcado por las penalidades de los últimos días de la vida en prisión, y ya con la barba crecida por no poder afeitarla, no reflejaba miedo. Por el contrario, el Padre Pro se hallaba sereno, en paz, como si estuviera a punto de cumplir un sueño harto tiempo acariciado.

Fotografía del P. Pro en la noche inmediatamente anterior a su muerte, tomada en los sótanos de la Inspección de Policía. Imagen mejorada por la autora.

Y así era. Aquel miércoles gélido, Miguel Agustín Pro iba a conseguir la gracia que por tanto había implorado a Dios, a Nuestra Señora y –sí, no se lo había guardado ni era un secreto– a aquellos a quienes él quiso solicitarles que pidieran al Señor que se la concediese: el martirio.

Las investigaciones en torno al atentado fallido contra Álvaro Obregón, en el que el clérigo no había tenido nada que ver, no fueron sino un simple trámite con la sentencia ya dictada de antemano por el simple hecho de que él era sacerdote. Al llamarlo para su ajusticiamiento, el agente Mazcorro, jefe de Comisiones de seguridad, no vio salir de la celda más que a un hombre de fe inquebrantable y una profunda humildad, preparado para su encuentro definitivo con Dios.

Otro de los agentes, Valente Quintana, se aproximó al reo poco antes de que éste diera sus últimos pasos. Quizá los sentimientos religiosos afloraron, por un instante efímero, en aquel hombre avezado a capturar católicos. Tal vez fueron meros remordimientos de conciencia, o un desasosiego que quiso calmar. El hecho es que el policía, ya cerca del presbítero que estaba a punto de morir, le pidió perdón.

Y el interpelado, con la misma mansedumbre y sinceridad con que acogía a sus penitentes y atendía a los más desposeídos, le respondió:

—No sólo te perdono, sino que te doy las gracias.

Ficha de arresto del Beato Miguel Agustín Pro, con la huella de su pulgar derecho, elaborada durante la madrugada del 18 de noviembre de 1927, cuando fue aprehendido. Imagen: Casasola por la Cultura.

El trayecto hacia el paredón prosiguió. El padre Pro fue colocado en medio de unas siluetas metálicas con forma humana que servían para practicar el tiro al blanco y puesto a disposición del mayor de la gendarmería montada, Manuel V. Torres, quien, uniformado y con su sable envainado, aguardaba para dar las órdenes correspondientes al pelotón.

Más que acostumbrado a aquellos menesteres, el oficial fue con el sacerdote y le preguntó si tenía alguna última voluntad.

El padre, muy tranquilo, asintió y solicitó que le permitieran rezar. Concedido el permiso, con naturalidad, se puso de hinojos, cruzó los brazos y oró con los ojos cerrados. El mayor Torres se retiró unos pasos.

En derredor, los obturadores de las cámaras fotográficas no dejaban de funcionar. El primer mandatario había convocado a la prensa, a diplomáticos y funcionarios, y también a militares y demás personas allegadas al régimen. Aquel sacerdote estaba en sus garras, y había que liquidarlo con la mayor publicidad posible.

Lo que él no sabía, como tampoco su compinche y paisano Álvaro Obregón, era que aquellas instantáneas tendrían el efecto contrario.

Luego de su oración, el sacerdote oriundo de Guadalupe se levantó. Quedóse en pie, erguido y digno, como un atleta que está a punto de recibir el galardón. Todos los presentes habían podido repetir las palabras del Redentor en la Cruz al contemplar la delgada figura del mártir, vestido con suéter, traje y corbata, aguardando el momento supremo: “Consummatum est”, “Consumado es”.

Grabado que representa el momento preciso en que las balas, dejando tras de sí la estela de pólvora, salieron de los cañones de los rifles para impactar en el cuerpo del P. Pro. A la derecha, a la orden “¡Fuego!”, el mayor Torres ha bajado su sable. Mejora de imagen por la autora.

Sólo restaba proceder al fusilamiento. El mayor Torres quiso vendar los ojos al jesuita, quien se rehusó con amabilidad a la que, a la vez, supo unir la firmeza.

Justo antes de que el militar alzara su sable en el aire, al dar la orden de “¡Posición de tiradores!”, el padre Pro alzó los brazos y los abrió en forma de cruz. En una mano sostenía el rosario que tantas veces había desgranado; en la otra, su crucifijo.

Sonaron las voces de “¡Preparen!” y “¡Apunten!”, acompañadas por el cerrajeo de los máuseres y por el movimiento de éstos siendo levantados y dirigidos hacia el cuerpo del mártir.

Por un segundo, dio la impresión de que el tiempo se detuvo. En aquel instante preciso, a la par que la luz del sol mañanero iluminó la brillante hoja del sable del mayor Torres, el padre Pro llenó de aire sus pulmones para cumplir aquello que le respondió a Jorge Núñez Prida cuando éste le preguntó qué haría si lo arrestaban para matarlo:

«Pediría que me permitieran arrodillarme, tiempo para hacer un acto de contrición, y morir con los brazos en cruz, y gritando…»

—¡Viva Cristo Rey!

Placa que indica el sitio en donde se desplomó el P. Pro. Foto: Milicia.

Y lo hizo. Era la declaración postrimera de su fe y del más grande de sus amores: Dios, por quien ahora entregaba su vida y derramaba su sangre.

—¡Fuego! —bramó el jefe del pelotón.

Sonó la descarga, emergieron la pólvora y las balas… y Miguel Agustín Pro sintió cómo éstas impactaron en su cuerpo, provocándole un dolor indecible. Una de las cámaras captó el instante preciso en el que los tiros perforaron su carne. Era el culmen de su propio Gólgota. Aunque no había querido que lo privaran de la visión, había cerrado los ojos, tal vez como acto reflejo, quizá por la propia flaqueza de la naturaleza humana. A fin de cuentas, aunque era un auténtico santo, no dejaba de estar hecho con el mismo barro de los mortales.

Pintura del P. Pro, de la autoría de la artista Paula en el bosque (Instagram). Resaltan varios detalles: la iglesia de la Sagrada Familia, en la Ciudad de México, donde reposan los restos del mártir; el rosario que éste lleva en la mano; y la escena del fusilamiento.

Derribado por los proyectiles que escupieron los cañones de los fusiles, el mártir fue recibido por la tierra. Un charco escarlata se formó en torno suyo y mojó sus ropas y las piedras. El doctor Horacio Cazale, del Servicio Médico de la policía, se aproximó para certificar su deceso. Pero, como aún respiraba –además de que había que dárselo de rigor–, el sargento de la escolta fue, dirigió un rifle hacia su cabeza y le disparó el tiro de gracia en la sien, del cual brotó la sangre en abundancia.

Eran poco después de las diez y media de la mañana del 23 de noviembre de 1927. Las diversas fuentes indican entre las 10:30 y las 10:38 como la hora en que la carrera terrenal del amado pastor de almas tocó a su desenlace.

Primera plana de El Universal, periódico capitalino, en que se informó –con morboso lujo de detalle– sobre el asesinato del P. Miguel Agustín Pro y sus tres compañeros.


A Calles, que publicitando el ajusticiamiento quiso humillar a la Iglesia, los cálculos le salieron terriblemente. El afrentado fue él, no su víctima. Al día siguiente, 24 de noviembre, una ingente multitud acompañó los despojos del presbítero y de su hermano Humberto al panteón de Dolores, en medio de férvidas oraciones y de cánticos religiosos, entre los que destacó el celebérrimo “Tú reinarás”. Y su padre, don Miguel Pro Romo, principió el Te Deum ante la tumba que recién había acogido el féretro de su tercer hijo, el mayor de los varones, que ahora pertenecía al blanco ejército de los mártires, como dice el mencionado himno de acción de gracias.

Lejos de ser olvidado, el legado de sacrificio y arrojo sin par del padre Miguel Agustín no concluyó con su muerte. Su martirio se convirtió en un símbolo de la resistencia religiosa y de la fidelidad a Cristo Rey. Pese al intento inicial del presidente Calles por hacer de su muerte un escarmiento que nadie olvidase, lejos de amilanarse, los católicos mexicanos encontraron en él una figura luminosa que representaba la lucha por la fe, por la justicia y por la reyecía de Nuestro Señor, así como por la libertad de profesar y practicar la religión que nos trajeron los hispanos allende el mar, y que incontables personas más siguieron defendiendo hasta el punto de morir por ella, por lo que más amaban, por Jesucristo Rey.

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“Que es de María la Nación…” (II)

La Coronación Pontificia de la Santísima Virgen de Guadalupe (Segunda parte)

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Portada alusiva al título y al tema de la entrada. Al fondo, la Colegiata de Guadalupe, antigua Basílica; y en el centro, flanqueada por la bandera mexicana y por la corona que se impuso a la venerada imagen que Dios pintó en el ayate de Juan Diego, Nuestra Señora de Guadalupe. Edición de imagen por la autora.

Una vez que el arreglo y remodelación de la Colegiata de Nuestra Señora tocó a su desenlace, y que Antonio Plancarte y Labastida anunció la tan ansiada fecha de la Coronación Pontificia, tanto D. Próspero María Alarcón y Sánchez, a la sazón Arzobispo de México, como los otros prelados de la República, participaron a sus diocesanos la fausta y acariciada noticia, a la par que, como lo ameritaba la ocasión, giraron los respectivos programas para las fiestas que habrían de prepararse. Como parte esencial se difundió la siguiente oración:

“¡Salve, Augusta Reina de los Mexicanos! Madre Santísima de Guadalupe ¡Salve! Ruega por tu Nación para conseguir lo que Tú, Madre nuestra, creas más conveniente pedir. ¡Ave María!”

El 31 de mayo de 1895, día en que a la sazón –antes de las reformas litúrgicas de la década de 1960– se celebraba la fiesta de Santa María, Reina, Monseñor Alarcón publicó un pastoral convocatoria en la que decía que uno de los designios para la Coronación era “contribuír [sic] a que se estreche con nuevos vínculos de religiosa atención la verdadera fraternidad que debe existir entre los diferentes pueblos de este Nuevo Mundo con la nación mexicana” (citado en Cuevas, 2003, p. 415). No en vano poco después, tal como se dijo en el periódico poblano El Amigo de la Verdad, en la página 3 de su edición del 19 de octubre del mismo año –esto es, una semana después del evento–, comenzó a cundir el rumor de que se quería declarar a la Virgen de Guadalupe como Patrona de las Américas y de que los prelados mexicanos pensaban, seriamente, en solicitar al Papa la declaración correspondiente.

Monseñor D. Próspero María Alarcón, Arzobispo de México cuando se efectuó la Coronación Pontificia de la Virgen de Guadalupe. Imagen: Lugares INAH.

Más allá de habladurías –que jamás faltan–, fundadas o no, los preparativos para la Coronación se llevaron a cabo. Para disponer los ánimos de los fieles a la celebración de la grandiosa solemnidad, los eclesiásticos mexicanos dirigieron a los fieles de sus Diócesis respectivas una Carta Pastoral, en que les encarecían el imponderable beneficio que, en todos los sentidos, recibiría la nación con la Coronación de la Patrona y Madre de los mexicanos; y les proponían devotos ejercicios, rezos, obras de piedad y demás providencias para preparar no sólo el ánimo, sino el alma y el espíritu, para el suceso largamente ansiado.

En Morelia, el 15 de agosto, Monseñor Ignacio Arciga decretó que habría un solemne novenario de Misas en las diversas parroquias y en la Catedral. El 14 de septiembre, El Amigo de la Verdad anunció que en Puebla, por mencionar un caso, se celebraría en dicha Diócesis una Misa solemne en la Catedral y en todos los templos de la jurisdicción, a la par que a las 10 de la mañana, hora de México, se verificaría un repicar general de las campanas para anunciar que la Coronación había sido efectuada (tomo VII, número 49). Tales fueron las indicaciones de D. Francisco Melitón Vargas.

Fragmento del programa de festividades religiosas que se llevarían a cabo en Puebla con motivo de la Coronación Pontificia de la Virgen de Guadalupe, emitido por Monseñor Francisco Vargas, y publicado el 14 de septiembre de 1895 en El Amigo de la Verdad. Edición y resaltados por la autora.

Algo similar decretó Monseñor Atenógenes Silva, cabeza de la Diócesis colimense, y dio a conocer que el Santo Padre había concedido la posibilidad de ganar una indulgencia plenaria a todos los fieles que, cumpliendo las condiciones habituales, rezaran ante una imagen de la Guadalupana y tomaran en cuenta las intenciones del Papa (Álbum de la coronación de la Sma. Virgen de Guadalupe, 1895, p. 16).

Este es sólo tres de los incontables ejemplos de cómo cada región eclesiástica de la República se dispuso para los festejos en honor de Aquella que, oficialmente, sería coronada como Soberana de la Nación. Fue un clarísimo mentís a las declaraciones vertidas en la primera plana del capitalino El Diario del Hogar, en su edición del 6 de octubre de 1895: en ellas se garantizaba que “el espíritu religioso puede subsistir y seguramente subsiste en muchas conciencias sinceras, pero el espíritu fanático va desapareciendo rápidamente. Lo prueba de un modo claro es casi fracaso de la coronación” (p. 1, año XV, número 18). A los católicos no les importaban, ni remotamente, las críticas acerbas de los liberales, masones y jacobinos.

Para ellos sólo eran realidad las siguientes palabras, con las que principiaba la introducción del Álbum de la coronación que se imprimió poco más tarde:

“Pronto, con el favor de Dios, será coronada la Virgen Santísima de Guadalupe, por / la fé y la piedad de un pueblo, que apenas nació ayer y ya se ha abrevado con las / amargas aguas de todos los dolores y todos los desengaños; que en ménos de un si- / glo ha sido atribulado con todas las aflicciones, con que otros pueblos no han sido / probados sino en el transcurso de muchos siglos. Llena está de lágrimas, pero tam- / bien de enseñanzas, la escuela del dolor: no hay oración más intensa ni más férvida, / que la que se levanta desde el profundo y pavoroso abismo de la desolación.

Al elevarlo hoy México, implorando el socorro de la Virgen Poderosa, levanta / su rostro bañado con las lágrimas del dolor de su pasado y de los terrores de su / porvenir. La Coronación de la Santísima Virgen de Tepeyac, será el acto más solemne de su / piedad y el más grandioso suceso en sus anales religiosos. La plegaria que la nación mexicana / elevará á la Virgen Santísima al coronarla, será el suspiro inmenso de su ternura, que después / de repercutir en los cristales de sus lagos y en las crestas de sus montañas se irá difundiendo so- / bre las olas de ambos mares; el himno interminable de su amor, que resonando de corazón en / corazón sobre las generaciones futuras, llegará hasta los lindes de la eternidad” (1895, p. 9).

El 28 de septiembre de 1895, el Abad Plancarte y Labastida, designado como tal desde el mes de junio anterior, tomó posesión de su flamante cargo ante la venerada imagen. Esto fue a petición de los demás miembros del Episcopado Mexicano; a juicio de Gutiérrez Casillas, así le recompensaron “sus personales merecimientos y el haber llevado a término las obras del santuario” (1984, p. 363).

Antonio Plancarte y Labastida (1840-1898), que fue nombrado Abad de la Colegiata de Guadalupe con motivo de la Coronación Pontificia.

Un par de jornadas después, al alba del 30 de septiembre, el portentoso ayate de Juan Diego fue conducido y puesto en el trono dispuesto para la que, al cabo del magnífico docenario, sería coronada oficial y canónicamente como Reina de México, para demostrar, en efecto, “que es de María la Nación”. Un acontecimiento imprevisto vino a revivir las álgidas discusiones entre los antiaparicionistas y quienes sí creían, con todo fervor, en los milagrosos hechos de diciembre de 1531: con gran pasmo, se observó […] que la corona de diez rayos o puntas de oro, que desde el principio cubría su cabeza, había desaparecido, pero sin ninguna huella de raspadura u otra violenta acción humana” (Gutiérrez Casillas, 1984, p. 363). Era como si Dios mismo, Quien pintó aquel incomparable y celestial cuadro, hubiese esperado a la Coronación Pontificia para remover la corona primigenia que, como Soberana que es, Él le había colocado a la Bienaventurada siempre Virgen María.

Al enterarse de aquel suceso, nos sigue contando José Gutiérrez Casillas, “no faltó quien contra el testimonio de todos los escritores guadalupanos y dictamen de 1751 [aún en vida de Boturini, el autor original del proyecto de coronar a Nuestra Señora de Guadalupe (1)] del pintor Cabrera, y en oposición a todas las copias y estampas conocidas, dijera que jamás se había probado la existencia de corona en el cuadro” (p. 363). Otros fueron más lejos y sostuvieron, hasta el cansancio y sin disponer de pruebas, que alguna mano atrevida había borrado la corona.

Lo que indiscutible, subraya Gutiérrez, es que la imagen de la Morenita sí la tuvo, y también que entonces, cuando la Coronación Pontificia estaba a la puerta, ya no la tenía. Pero, según lo explica el autor, no se esclareció la forma –humanamente hablando, por supuesto– en que desapareció, ni el momento preciso en que eso ocurrió.

Al margen de las exaltadas disputas, el santuario fue bendecido el 1 de octubre de 1895 por Monseñor Alarcón, quien consagró el altar mayor con los ritos de rigor –el lector puede averiguar un poco al respecto en la entrada “León a los pies de Nuestra Señora”–. Con ello se inauguraron las festividades.

Altar mayor y trono de la Santísima Virgen de Guadalupe, dispuestos para la Coronación Pontificia, el día en que el primero fue consagrado, 1 de octubre de 1895. Imagen tomada del Álbum de la coronación de la Sma. Virgen de Guadalupe y mejorada y editada por la autora.

Sólo cuatro prelados no asistieron a la Coronación. El Amigo de la Verdad, en su edición del 19 de octubre, especificó sus nombres: Pedro Loza y Pardavé, José María Cázares y Martínez (Obispo de Zamora), Herculano López de la Mora (de Sonora). Pero también, hay que reconocerlo, proveyó el listado de todos los Príncipes de la Iglesia que sí fueron y que, para no cansar al lector, no transcribimos; mejor incluimos el fragmento del facsímil.

Listado de los Obispos –y su respectiva jurisdicción eclesiástica– que concurrieron a la Coronación Pontificia de la Virgen de Guadalupe, publicado por El Amigo de la Verdad una semana después del evento. En la columna de al lado se menciona, por su parte, la idea de declarar a la Guadalupana como Patrona de las Américas, que ya desde entonces comenzó a circular. Edición y recuadros por la autora.

El 12 de octubre de 1895, incluso antes de la aurora, las calles de la Ciudad de México se fueron llenando de asistentes de forma paulatina, los cuales, emocionados, se encaminaron hacia la Colegiata. No faltaron feligreses que habían arribado desde la víspera.

A las cuatro de la madrugada ya había una nutrida multitud junto a la reja, y media hora después el P. Alberto Cuscó Mir celebró la Misa. Cuando acabó el Santo Sacrificio, ya la luz del alba comenzaba a pintar, con sus bellos matices, los muros del recinto sagrado y todo en derredor. Para aquel instante, la Villa se encontraba pletórica de gente. A las siete de la mañana, una hora antes de la que se había previsto para iniciar la egregia ceremonia, ya no se podía dar un paso cerca del templo.

Aprobación y bendición autógrafas de D. Próspero María Alarcón para la publicación del Álbum de la coronación de la Sma. Virgen de Guadalupe. Mejora de imagen por la autora.

A aquella muchedumbre, finalmente, se sumaba “la que habían transportado ciento diez coches desde el Distrito Federal, de los que sesenta y seis eran de primera clase y cuarenta y tres de segunda, doscientos cincuenta y seis carruajes particulares; ciento y tantos de alquiler: varios guayines; numerosos carros y carretas y las innumerables personas, que ya por devoción, ya por falta de vehículo, emprendían la marcha a pie” (Álbum de la coronación de la Sma. Virgen de Guadalupe, 1895, p. 83).

Colegiata de Guadalupe, antigua Basílica, donde se realizó la Coronación Pontificia de la Morenita del Tepeyac. Así lucía en 1895, precisamente ese año. Imagen tomada del Álbum de la coronación de la Sma. Virgen de Guadalupe y mejorada y editada por la autora.

El mismo Álbum nos dice que, casi al tiempo que llegaban los vehículos,

“entraron por la puerta que se designó para dar entrada a los sacerdotes, que es la del ábside, doce caballeros, previamente nombrados por el Ilustrísimo Señor Abad para hacer la recepción en las respectivas puertas, en cada una de las cuales estaba un comisionado, un Sacerdote y un gendarme para conservar el orden en el templo […]. Estos Señores vestían de rigurosa etiqueta, y en el ojal del frac llevaban un distintivo que consistía en una medalla, que tenía en el anverso la Imagen de Guadalupe, y en el reverso San Felipe de Jesús; suspendida de una roseta de color morado y café” (p. 83).

A las siete y media, aproximadamente, los Obispos y Arzobispos se apersonaron en la Colegiata y empezaron a entrar por la puerta de honor, es decir, la del Colegio de Infantes. Los carruajes en los que iban se aproximaron con suma dificultad, ya que, aunque estaba destinada exclusivamente para ellos, el Cuerpo diplomático, madrinas, bienhechores, notarios y parte del servicio especial del Coro, la multitud de fieles de toda edad y condición social que pretendía introducirse en el templo era incalculable. Todos se esforzaban por ingresar por donde se pudiera, sin importar cómo.

Por último, por la puerta antedicha, entró una representación de indígenas de Cuautitlán, de donde era originario Juan Diego –para entonces no elevado a los altares–, compuesta por veintiocho integrantes: cada uno representaba a una de las Diócesis mexicanas. Dicha iniciativa, con aprobación del Abad Plancarte, había sido de D. Ramón Ibarra y González, Obispo de Chilapa.

Monseñor Ramón Ibarra y González, Obispo de Chilapa, autor de la idea de que veintiocho indígenas oriundos de Cuautitlán, lugar de nacimiento del vidente y mensajero de Nuestra Señora de Guadalupe, representaran a las Diócesis mexicanas en la ceremonia de la Coronación Pontificia. Retrato editado y mejorado por la autora.

La expectación se agigantaba, como también la emoción –y aun la ansiedad– de los presentes. El incontenible fervor y el piadoso entusiasmo de los católicos mexicanos que se habían dado cita para ser parte del acontecimiento llenaban la atmósfera y, simultáneamente, latían al unísono en los corazones de todos y de cada uno.

Faltaba media hora para que la ceremonia de la Coronación Pontificia de Santa María de Guadalupe tuviera lugar.

De ello, como broche de oro para esta serie, hablaremos en la tercera y última entrega.

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Bibliografía:

Adame Goddard, Jorge (2008). Significado de la coronación de la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe en 1895. Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM. Recuperado de https://repositorio.unam.mx/contenidos/5006158

Cuevas, M. (2003) Historia de la Iglesia en México. Tomo V. México: Porrúa.

Gutiérrez Casillas, J. (1984). Historia de la Iglesia Católica en México. México: Porrúa.

Sánchez y de Mendizábal, M. A. (17 de diciembre de 2023). La corona de Santa María de Guadalupe. Centro de Estudios Guadalupanos. UPAEP. https://historicoupress.upaep.mx/index.php/opinion/editoriales/desarrollo-humano-y-social/6957-la-corona-de-santa-maria-de-guadalupe

Traslosheros, J. E. (2002). Señora de la historia, Madre mestiza, Reina de México. La coronación de la Virgen de Guadalupe y su actualización como mito fundacional de la patria, 1895. Signos históricos. 4(7). https://signoshistoricos.izt.uam.mx/index.php/historicos/article/view/89

Álbum de la coronación de la Sma. Virgen de Guadalupe. Reseña del suceso más notable acaecido en el Nuevo Mundo. Noticia histórica de la milagrosa aparición y del Santuario de Guadalupe. Desde la primera ermita hasta la dedicación de la suntuosa basílica. Culto tributado a la Santísima Virgen desde el siglo XVI hasta nuestros días (1895). Imprenta “El Tiempo” de Victoriano Agüeros. Digitalizado por la Universidad Autónoma de Nuevo León.

Periódico El Amigo de la Verdad, de la ciudad de Puebla de los Ángeles. Ediciones del 14 de septiembre y del 19 de octubre de 1895.

Periódico El Diario del Hogar, de la Ciudad de México. Edición del 6 de octubre de 1895.

“Que es de María la Nación…” (I)

La Coronación Pontificia de la Santísima Virgen de Guadalupe (Primera parte)

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Fotomontaje que alude al título de esta entrada, conformado por la corona que se otorgó a la Virgen de Guadalupe, un fragmento de la venerada imagen y, al fondo, la antigua Basílica. Edición por la autora.

Para ningún mexicano es secreto que la Santísima Virgen, en su advocación de Guadalupe, es la soberana indiscutible de nuestro país y de nuestro terruño, al cual dejó su sagrada imagen. Desde que se apareció en el cerro del Tepeyac, en el lejano año de 1531, su importancia ha sido tal que la cultura mexicana, unión de españoles e indígenas, no puede comprenderse sin Ella y su portentosa intervención. No en vano los cristeros e incontables católicos entonaban con fervor aquellos versos del estribillo del celebérrimo himno “Tú reinarás” en el que afirmaban, con conmovedora convicción, que la Nación Mexicana le pertenece no sólo al Rey, el Hijo, sino también a la Reina, Su Madre:

“Reine Jesús por siempre,

reine Su Corazón,

en nuestra patria, en nuestro suelo,

que es de María la Nación”.

En el ocaso del siglo XIX, ya bajo el mandato de don Porfirio Díaz Mori, los católicos mexicanos sintieron el deseo de ratificar e institucionalizar el reinado de la querida y venerada Morenita en nuestra patria con todas las ceremonias canónicas requeridas. No fue, como señala Traslosheros (2002), el anhelo de unos cuantos, sino de la Iglesia mexicana en general, representada por sus prelados y feligresía (p. 105).

La idea no era nueva, cabe aclararlo: ya desde el siglo XVIII, el viajero e historiador italiano Lorenzo Boturini Benaduci (1698-1755), ferviente promotor de la devoción a la Guadalupana en la Nueva España, había gestionado el permiso del Vaticano, llevado a cabo la petición correspondiente el 18 de julio de 1738 y conseguido el decreto necesario en 1740. Por desgracia, Boturini fue terriblemente perseguido por el virrey Pedro de Cebrián y Agustín (1687-1752), V conde de Fuenclara, y eventualmente arrestado y deportado a España en 1743. Un año antes de su muerte, en 1754, el Papa Benedicto XIV emitió el Breve Non est quidem, por el que la Santa Sede reconocía a Nuestra Señora de Guadalupe como patrona universal de la Nueva España, en respuesta a la solicitud del jesuita criollo Juan Francisco López (Escamilla González, 2010, p. 254). Pero la Coronación no se efectuó, y Boturini murió sumido en la pobreza en mayo de 1755.

Lorenzo Boturini, autor original de la idea de coronar canónicamente la bendita imagen de Nuestra Señora de Guadalupe. Tristemente su iniciativa no tuvo éxito.

A pesar de la educación laicista y de corte netamente positivista que proliferó en las escuelas oficiales durante el Porfiriato, la intensidad de la vida católico en México se dejó sentir con renovado vigor. La frecuencia creciente en la recepción de los Sacramentos, el aumento de asociaciones piadosas y la intensificación de la piedad en templos y hogares que permitió la política de tolerancia del presidente Díaz se vio fortalecida por aquel anhelo, acariciado desde tiempos pasados. A decir del padre jesuita Mariano Francisco Cuevas García, tanto el pueblo mexicano como el sentido católico de la nación en sí “necesitaba ya una explosión de devoción y de afecto […]. En estos casos, por un impulso de sangre, México dirige sus miradas instintivamente hacia el Tepeyac” (2003, p. 413). Había sonado el momento de retomar el sueño fallido de Boturini.

Según Gutiérrez Casillas (1984), la idea de coronar solemnemente a la Guadalupana fue revivida en 1885. Mariano Cuevas menciona, por su parte, que esto se suscitó poco después, en 1886, a raíz de que en Jacona (Michoacán), perteneciente a la Diócesis de Zamora, se había llevado a cabo la coronación de Nuestra Señora de la Esperanza. Allí, de acuerdo con Cuevas, “varios eclesiásticos allí presentes, entre ellos el Sr. Arzobispo Labastida, tuvieron o renovaron el deseo de que la Virgen Santísima de Guadalupe fuera canónicamente coronada con todo el esplendor que podía esperarse del entusiasmo y magnanimidad del pueblo mexicano” (2003, p. 413).

La solicitud formal fue enviada a la Ciudad de las Siete Colinas el 24 de septiembre de 1886, a nombre del Episcopado Mexicano y suscrita por tres personajes notables dentro de aquél y de la jerarquía eclesiástica de nuestro país en general en aquel instante: el Arzobispo de México, Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos; el Arzobispo de Michoacán, José Ignacio Árciga, XXXIII Obispo de Morelia; y el II Arzobispo de Guadalajara, Pedro Loza y Pardavé. Por aquellos ayeres el Sumo Pontífice era Gioacchino Vincenzo Pecci, que había tomado el nombre de León XIII y que, hasta la fecha, es recordado como el Papa de la doctrina social de la Iglesia y como el autor de la famosa Encíclica Rerum Novarum (1891), acerca de las condiciones de los trabajadores.

Su Santidad León XIII (1810-1903), quien aprobó la Coronación Pontificia de la Guadalupana en febrero de 1887.

Sólo un obispo mexicano, nos dice Gutiérrez Casillas (1984, p. 362), no otorgó su consentimiento para el proyecto de la Coronación: Eduardo Sánchez Camacho, obispo de Tamaulipas. Cuevas, por el contrario, omite la cuestión. La oposición de Sánchez causó escándalo tanto entre sus compañeros del Episcopado como entre los fieles, y se sumó a una larga lista de acciones que, en honor a la verdad, no correspondían a la de un obispo católico que salvaguardara la fe cristiana, a la misma jerarquía y a la Iglesia misma: no sólo había condenado las peregrinaciones al Tepeyac y las apariciones, sino que, asimismo, no vaciló en llamar “valientes soldados, hombres ilustrados” a los masones, enemigos jurados del catolicismo. Éstos, inclusive, lo habían felicitado en varias ocasiones.

Dejando lo anterior de soslayo, y sin importar lo acontecido, el mensaje arribó a Roma. La contestación del Vicario de Cristo fue bastante rápida. El 8 de febrero de 1887, el Papa expidió en Roma el Breve por el cual autorizaba la Coronación Pontificia. Transcribimos enseguida la traducción al español:

“Se nos ha presentado la relación de que todos los fieles de la Nación Mexicana veneran desde hace mucho tiempo, con singulares muestras de piedad y confianza, a la bienaventurada Virgen María bajo el título de Guadalupe; y con mucho empeño desde el año de 1740 habían suplicado al Cabildo Vaticano que la Imagen célebre en prodigios, fuese condecorada con corona de oro; pero las circunstancias civiles de México habían sido tales, que hasta ahora no ha podido tributarse este solemne obsequio de culto y devoción. Al presente, empero, los arzobispos y obispos de la Nación Mexicana, secundando los deseos de los fieles que les están encomendados, en la ocasión de que nos vamos a celebrar el quincuagésimo aniversario de nuestra Primera Misa, habiéndonos rogado con muchas instancias que para el próximo mes de diciembre les demos facultad de decorar a la supradicha dicha imagen con preciosa diadema, en Nuestro nombre y con Nuestra autoridad hemos benignamente acordado acceder a esta súplica […]. En virtud de Nuestra apostólica autoridad, por el tenor de las presentes, concedemos que el arzobispo de México, o uno de los obispos de la Nación Mexicana elegido por él, en cualquier día del próximo mes de diciembre, y observando lo que por derecho debe observarse, imponga solemnemente en Nuestro nombre y con Nuestra autoridad la corona de oro a la mencionada imagen de la bienaventurada Virgen María de Guadalupe” (citado por Gutiérrez Casillas, 1984, p. 362).

Sin embargo, en términos eclesiásticos y canónicos, para los príncipes de la Iglesia Católica en México no bastaba con realizar la Coronación, sino también que se concediera un nuevo oficio litúrgico para celebrar anualmente a la Virgen de Guadalupe. Así pues, con ello en mente, el 27 de noviembre de 1889, D. Pedro Loza dio los primeros pasos para la consecución de dicho oficio.

Monseñor Pedro Loza y Pardavé, Arzobispo de Guadalajara, uno de los principales gestores del proyecto de la Coronación Pontificia de la Guadalupana ante la Santa Sede. Imagen mejorada por la autora.

Al margen de la incredulidad que las apariciones suscitaron en muchos creyentes, al grado de que el connotado historiador católico Joaquín García Icazbalceta se coronó como cabeza del movimiento antiaparicionista, las gestiones tanto para el oficio guadalupano como para la Coronación Pontificia prosiguieron. El 12 de febrero de 1882, los Obispos mexicanos se dirigieron oficialmente a la Santa Sede en demanda del Oficio ya descrito, en el que –explicaron– “más explícitamente constara la aparición y origen de la venerada imagen” (Gutiérrez Casillas, 1984, p. 361). Los adversarios de la autenticidad del suceso guadalupano no se quedaron de brazos cruzados: a su vez, enviaron al Vaticano las objeciones correspondientes en lengua latina, incontables cartas y hasta un agente que litigara en favor suyo. Los prelados, como respuesta, comisionaron al P. Francisco Plancarte Navarrete para rebatir los razonamientos antiaparicionistas.

Joaquín Icazbalceta, gran opositor de las apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe.

Después de una prolongada expectación de catorce meses, durante los cuales los cardenales consideraron y sopesaron la cuestión, el ansiado decreto fue emitido. Era el 6 de marzo de 1894. En el documento se aprobaba, íntegro, el ambicionado oficio.

Mientras tanto, de forma simultánea, el proyecto de la Coronación había seguido en pie, pero sin consumarse todavía. A pesar de que, como ya vimos, Su Santidad León XIII había dado su venia, lamentablemente hubo un obstáculo más, de índole más humana y subjetiva, que pausó la iniciativa: la idea de renovar y ensanchar la Colegiata de Guadalupe, regenteada por D. Antonio Plancarte y Labastida, que había cursado estudios en el Seminario Tridentino de Morelia.

Mariano Cuevas, que vivió aquellos acontecimientos –el tomo quinto de su obra Historia de la Iglesia en México fue publicado originalmente en plena persecución religiosa, en 1926–, no tiene reparo en afirmar que, si bien “el celo y abnegación demostrados por D. Antonio […] en la colecta de fondos y dirección de los trabajos de la Colegiata, fueron ciertamente notorios y edificantísimos”, el decorado final “resultó heterogéneo, exótico, lúgubre, y en su conjunto inferior al antiguo que para entonces se inutilizaba” (2003, p. 413).

Colegiata de Guadalupe (antigua Basílica) en una pintura de Luis Coto, año 1859. Su primera piedra fue colocada el 12 de marzo de 1695. En 1904 sería elevada al rango de Basílica. Fue allí donde, el 14 de noviembre de 1921, la bendita imagen sufrió el célebre atentado dinamitero.

En opinión de este historiador eclesiástico, la remodelación no sólo significó un gasto innecesario, sino un lamentable motivo para diferir por siete años la Coronación Pontificia de la Virgen de Guadalupe. A su juicio, más habría valido gastar los recursos recaudados para edificar otro templo, o al menos una capilla, en la cumbre del cerrito del Tepeyac (2003, p. 413). Gutiérrez Casillas, en contraste, considera que la intención de Plancarte y Labastida fue buena, y que todo se hizo “para que la solemnidad de la coronación correspondiera a la grandeza del proyecto, que era el hacer a la Madre de Dios, bajo su advocación nacional, un obsequio de culto y devoción”, de allí que “se pensó en reformar con esplendidez su santuario” (1984, p. 363). Siete años, siete meses y siete días –¿mera casualidad de las cifras o una coincidencia divina?– tuvo que permanecer la sagrada imagen en la iglesia de Capuchinas, aguardando pacientemente –y con ella, todo el pueblo católico mexicano– la conclusión de las obras. Fueron siete años “que los mexicanos nos parecieron siglos” subraya Cuevas (p. 413).

Antonio Plancarte y Labastida, encargado de la Colegiata de Nuestra Señora de Guadalupe, cuya remodelación demoró la Coronación Pontificia de la Guadalupana por siete años.

Zanjado el asunto de la Colegiata, en abril de 1895, los trabajos finalizaron. El camino quedó libre –¡por fin!– para la Coronación Pontificia de la Santísima Virgen de Guadalupe. Labastida fue quien anunció la fecha de la magna jornada: el 12 de octubre, el Día de la Raza y de la Hispanidad y festividad de Nuestra Señora del Pilar, de aquel mismo año.

De los preparativos para aquel día y los pormenores del mismo, que bien vale la pena rescatar con el mayor cuidado y esmero posibles, nos ocuparemos en otra entrada.

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Bibliografía:

Cuevas, M. (2003) Historia de la Iglesia en México. Tomo V. México: Porrúa.

Escamilla González, I. (2010). La piedad indiscreta: Lorenzo Boturini y la fallida coronación de la Virgen de Guadalupe. En: Francisco Javier Cervantes Bello (coord.), La Iglesia en Nueva España. Relaciones económicas e interacciones políticas. Benemérita Universidad Autónoma de Puebla – Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades. pp. 229-555.

Gutiérrez Casillas, J. (1984). Historia de la Iglesia Católica en México. México: Porrúa.

Ramos Aguirre, F. (14 de febrero de 2022). Eduardo Sánchez Camacho, obispo, liberal y anti-guadalupano. Paso Libre-Grecu (Grupo de Reflexión sobre Economía y Cultura). https://pasolibre.grecu.mx/eduardo-sanchez-camacho-obispo-liberal-y-anti-guadalupano/

Sánchez y de Mendizábal, M. A. (17 de diciembre de 2023). La corona de Santa María de Guadalupe. Centro de Estudios Guadalupanos. UPAEP. https://historicoupress.upaep.mx/index.php/opinion/editoriales/desarrollo-humano-y-social/6957-la-corona-de-santa-maria-de-guadalupe

Traslosheros, J. E. (2002). Señora de la historia, Madre mestiza, Reina de México. La coronación de la Virgen de Guadalupe y su actualización como mito fundacional de la patria, 1895. Signos históricos. 4(7). https://signoshistoricos.izt.uam.mx/index.php/historicos/article/view/89

Alfaro anuncia que no habrá regreso a clases.

Imelda Acuña Aguirre **Colaboradora

Las medidas que se han tomado para ser llevados a los estados con menos tasa de contagios y muertes del país, de regresar el 1 de junio, no es una señal para bajar la guardia.

El ciclo continuará a distancia a través de las herramientas virtuales como Recrea Digital y Aprende en Casa, así como las clases por televisión y la estrategia definida por las propias escuelas.

La realidad marcará la ruta en el estado de Jalisco. Aún faltan decisiones que tomar a nivel nacional y en todo el mundo, pero dijo Alfaro

compartiremos estas definiciones con los gobernadores de la Alianza Centro-Bajío-Occidente, con quienes estamos en consenso.

Compartiremos estas definiciones con los gobernadores de la Alianza Centro-Bajio-Occidente, con quienes estamos en consenso.

Mantener las actividades educativas a distancia no solo aleja los contagios a 2.4 millones de jaliscienses, sino que también disminuye el 36 % la movilidad. Seguira este ritmo que dará pie a la segunda agenda prioritaria después de la salud: la reactivación económica.

Si las condiciones de la pandemia lo permiten, estara listo Jalisco para que el nuevo ciclo escolar sea presencial el 24 de agosto y a partir de julio en la educación por cuatrimestres.

Pero, si es necesario, también estaremos preparados para continuar como estamos, dijo Alfaro

Pero si es necesario, también estaremos preparados para continuar como estamos

ENRIQUE ALFARO