Previo a la conquista. Antropofagía, esclavitud y sometimiento en el México prehispánico.

Francisco Gabriel Montes Ayala

“Moctezuma a quien muchos llaman emperador, dominaba en calidad de Tecutli de una de tantas ciudades, la más extraña, la más bella y la más poderosa por la descollante aptitud de guerra de sus fundadores” dice Pereyra. Y es que Moctezuma el gran Tlatoani de México, no había logrado nunca unificar el territorio que dominaban. Faltaban aprestos de guerra, no había animales de carga, no había sustento alimenticio y solo existía el trabajo de subsistencia y la guerra. No había la metalurgia para fabricar armas con hierro.

Se sabe hoy,  que grandes epidemias habían mermaban las naciones, las hambrunas habían acabado con grandes centros habitacionales y ceremoniales. Las ciudades estado que allí estaban hacían la guerra entre ellas, sojuzgaban y dominaban a otras, las guerras entre unos y otros eran muy frecuentes, incluso entre las mismas naciones, se hacían guerras civiles, intestinas entre ellos por dominio, por poder. Se puede decir que la guerra y el sometimiento era la tónica en la zona más «civilizada».  Los desiertos, las llanuras más allá de las ciudades había tribus nómadas, cazadoras y recolectoras.  El territorio de aquel tiempo que se considera “civilizado” era una pequeña proporción de lo que llegó a ser la Nueva España.

Había en el centro del país, en México-Tenochtitlan, un señorío independiente el de Texcoco y otro menor,  el de Tlacopan o Tacuba. Tenochtitlan que ya se había unido a Tlatelolco, y estaban atados los anteriores en una alianza y sujetos a Moctezuma en lo militar. Las conquistas daban tres tipos de tributarios. Los que voluntariamente se unían, los que tenían menos independencia y los sometidos. La esclavitud transitoria o permanente existía de manera vitalicia o hereditaria y era uno de los fines de las conquistas.

Los nobles dedicados al ejercicio de las armas, necesitaban de esclavos, albañiles, cargadores, servicio domestico, que se prestaba juntamente con sus hijas, primas, hermanas. El desarrollo del comercio ocupaba de hombres como bestias de carga que llevaban de aquí, allá, todo. Los comerciantes, “conducían así recuas de hombres cargados de mantas pintadas, artefactos de valor; también iban esclavos que, con los otros artículos, servían para adquirir cacao, vainilla, liquidámbar y cuantos productos daban las tierras calientes” afirma Carlos Pereyra.

Fuera de los dominios estaban numerosos señoríos independientes y libres, como Tlaxcala,  que era enemiga a muerte de los mexicanos y otras que generaban odio y que no podían manifestarlos por miedo al acoso y sometimiento. Moctezuma gobernaba no con el cetro y la corona, sino con el terror.

Había en cada pueblo y cada señorío, sacrificios humanos,  no existía un pueblo, por más pequeño que este estuviera, que los españoles no encontraran sangre fresca, miembros de cuerpos despedazados y aún cadáveres enteros a quienes solo habían arrancado el corazón. 

Cada sacrificio no solo daba sangre a los Dioses, sino que después arrancaban los muslos, los brazos, las piernas y se los comían como si hubieran sido reses recién matadas. Era un matadero para alimentar la población. Era la única forma de obtener proteínas.

En Tenochtitlan, los sacrificios eran peores y la antropofagia, era mayor. Muertos los hombres y sacrificados, su sangre era embarrada en las paredes del templo, los sacerdotes bebían la sangre del descorazonado y se emdarrubaba las melenas con ella y el hedor era insoportable de la sangre podrida que se acumulaba; las piernas y los brazos, eran utilizados para comer, el torso era entregado a los animales enjaulados que tenían para la guerra, la insalubridad en la ciudad reinaba por doquier. Para los cientos de espectadores que esperaban comer un poco de carne, era necesario sacrificar a muchos hombres,  para satisfacer el hambre.

El culpable de todo era Huichilobos, como le llamaron los españoles. Pero eso es otra historia.

El párroco insurgente de Sahuayo

Historia del P. Marcos Castellanos Mendoza, sacerdote y héroe de la Guerra de Independencia en la Ciénega de Chapala

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Padre Marcos Castellanos Mendoza (1747-1826), presbítero insurgente oriundo de La Palma, Michoacán, bautizado en Sahuayo y más tarde cura de dicha población.

Un municipio del hermoso estado de Michoacán, cuya cabecera es la localidad de San José de Gracia, lleva su nombre. Su vida y trayectoria, que comenzaron en La Palma, que entonces pertenecía a territorio sahuayense, le valieron no sólo tal reconocimiento toponímico, sino que su nombre quedase inscrito en el nutrido grupo de presbíteros mexicanos que participaron en la insurrección armada de 1810.

Se trata de Marcos Castellanos Mendoza, nacido el 4 de marzo de 1747 cerca de la hoy Capital de la Ciénega, en La Palma, Michoacán, en la ribera chapálica. De hecho, por aquellos ayeres, La Palma pertenecía a Sahuayo. Fueron sus padres don José Antonio Castellanos y doña Mariana Mendoza, miembros de las familias fundadoras y terratenientes de la población, poseedores de la media hacienda de La Palma. Así lo relata el connotado cronista Francisco Gabriel Montes Ayala. Ambos eran españoles. El otro dueño de la media hacienda era Luis Macías, con quien Marcos Castellanos entablaría amistad posteriormente.

La Palma de Jesús, Michoacán, cuna del sacerdote y héroe Marcos Castellanos.

El recién nacido fue bautizado el 20 de marzo de 1747, a los dieciséis días de su venida al mundo, en la Parroquia de Santiago Apóstol en Sahuayo con los nombres de Marcos Victoriano –“Bictoriano” en su fe de Bautismo–. En la partida eclesiástica se estipula que era “español, de La Palma”. El sacerdote que lo bautizó se llamaba Juan Benito Gudiño.

Su padrino del primer Sacramento, Juan Ángel Gamarra, era un adinerado y próspero comerciante de Zamora –su acta bautismal ratifica que allí residía– y fungió cómo alcalde más de una vez. Fue él quien lo mandó a estudiar al Seminario de Valladolid, donde conoció a Miguel Hidalgo y Costilla y José María Morelos y Pavón, futuros clérigos y jefes insurgentes como él.

Fe de Bautismo de don Marcos Castellanos. Recuadros para resaltar colocados por la autora.

Ya ordenado presbítero, Marcos Castellanos fue designado a la Parroquia de Sahuayo, la misma en la que había sido regenerado con las aguas bautismales. Ejerció su labor pastoral de 1789 a 1799. También fue párroco en su natal La Palma, donde se encargó de la edificación de la capilla dedicada al Sagrado Corazón de Jesús, como lo consigna Francisco Montes Ayala.

En 1797, el obispo Fray Juan Miguel de San Miguel, obispo de Valladolid, le ordenó que fuera a Cojumatlán, otra comunidad de la Ciénega, con el objetivo de dirigir la construcción de un templo. El mismo Castellanos así lo narra al mismo prelado:

“Mi muy venerado Prelado y Señor… siendo de su superior agrado [que me encargue del redificio de la iglesia de Cojumatlán] no tendré embarazo, antes bien será de mi mayor complacencia, pues estando tan próximo a venir ya el cura propio de este partido, ser yo afecto a aquella iglesia inmediata a la hacienda de La Palma en donde tengo mis capellanías, y hallarme con veinte y más años de administración continua, redundará en muchos beneficios de aquella feligresía, así por la brevedad con que exigiré la fábrica [del templo] como por darles misa uno u otro día festivo, y juntamente administrar en aquellas distancias el santo sacramento de la penitencia. Hice saber y entregué en propia mano a don Francisco Orozco el nombramiento que hizo V. S. I. para mayordomo del redificio de la iglesia de Guarachita, también de este partido, quien lo aceptó gustoso” (citado por González y González, 1979, p. 67).

Así, Marcos Castellanos pasó a desempeñar su ministerio en la parroquia de Cojumatlán, que recién había sido erigida como vicaría fija. Quedó a las órdenes del señor cura Juan Miguel Cano.

Su trabajo en tierras cojumatlenses, genuina y realmente basado en el apoyo a su feligresía, se caracterizó por un notable e incansable apoyo el ámbito espiritual y, no menos importante para él, en el material. El eclesiástico recién arribado se destacó por su compromiso con el bienestar de los habitantes de la zona, en particular los indígenas, promoviendo valores como la solidaridad y la justicia social, pero sin dejar de lado la faceta religiosa y la cura de almas. Era, podemos decirlo en honor a la verdad, un sacerdote sumamente entregado a su grey.

Para septiembre de 1810, el padre Castellanos ya tenía sesenta y tres años. Había cumplido sus deberes ejemplarmente –y lo haría hasta su muerte–, al grado de desvivirse por sus fieles. Preocupado por la situación, pese a su nula preparación militar, se lanzó a la aventura insurgente. Compartió sus inquietudes con otros parroquianos aguayenses y junto con Luis Macías –el otro propietario de la media hacienda– y el capellán de La Palma, Pablo Victoria, puso en armas a un nutrido grupo de indígenas regionales.

Luis González y González (1979, p. 90) menciona que el otrora cura párroco de Sahuayo estaba convencido de que la América Septentrional estaba sometida a la avaricia y la política hispanas –no olvidemos que era criollo–, y creía fervientemente que había que defender aquella “preciosa perla de la corona española”, uno de tantos epítetos que se le daban a México.

Al ser derrotado y muerto Luis Macías, a cuyo lado peleó desde el principio don Marcos, en 1813, en La Barca, el presbítero tomó la dirección de la hueste que combatía en la ribera de Chapala, específicamente en la isla de Mezcala, adonde había partido en 1812. Poseedor de desconocida pero notable pericia militar, supo aprovechar la valentía de sus hombres y su habilidad en el arte de navegar en canoa. Otros dos dirigentes importantes al lado de Castellanos fueron Encarnación Rosas y José Santana.

En su lucha contra los realistas, Castellanos sorteó ataques, bloqueos y la devastación de cosechas y de poblados ordenada y ejecutada por las tropas fieles a la Corona Española a fin de cortar las fuentes de abasto para los insurrectos. Con todo, bien acuartelados en Mezcala, los insurgentes liderados por él resistieron ardua e incansablemente hasta 1816.

Aquella situación no podía mantenerse de forma perpetua e indefinida. La lucha llegó a su desenlace con la capitulación de Castellanos y los insurgentes, diezmados por las enfermedades, el hambre y el cansancio. El 25 de noviembre de 1816 se llevaron a cabo los acuerdos y el armisticio.

Vista de la Isla de Mezcala, en la ribera del Lago de Chapala, escenario de la resistencia insurgente liderada por don Marcos Castellanos.

José de la Cruz, gobernador de la Nueva Galicia, estableció las bases de la rendición con Santana. Cuatro fueron los principales acuerdos a los que llegaron primero éste y, posteriormente Castellanos: que fueran reconstruidos los pueblos ribereños arrasados durante los cuatro años de conflictos bélicos, entre ellos Mezcala –que había sido pasado bajo el fuego y destruido casi por completo–; eximir a los mezcalenses “de los aranceles parroquiales”; restituir a Castellanos como párroco de la región; y a Santana darle el cargo de Gobernador de Mezcala y de San Pedro Itzican con grado de Teniente Coronel (2011, p. 256).

Luego del perdón concedido por el gobierno realista, el padre Castellanos retomó su carrera eclesiástica y se hizo cargo de su nuevo destino, Ajijic –entonces escrito Axixic–, Jalisco, perteneciente a la Parroquia de Jocotepec. Allí residiría hasta su fallecimiento.

Siendo ya un anciano casi septuagenario, llevó una vida paupérrima, llena de penalidades y carencias. Francisco Montes Ayala, en su libro Marcos Castellanos, criollo de La Palma, refiere que a menudo enviaba cartas al entonces Obispo tapatío, Juan Cruz Ruiz de Cabañas, y que, en una de ellas, le expuso:

“…en ocasión de la pobreza que me embarga, le solicito ayuda debido a que hoy vivo en la ancianidad y esta villa es pobre, por eso, muchas veces he vivido momentos terribles, porque mi desayuno muchas veces ha sido un mendrugo de pan y un poco de atole que en caridad me regalan los vecinos”.

En otra misiva al mismo Obispo, Castellanos se expresó en los siguientes términos:

Excelentísimo e ilustrísimo señor doctor don Juan Cruz Ruiz de Cabañas

Xocotepec, agosto 19 de 1819

Mi muy venerado prelado

Hace un mes y diez días que el señor cura de este partido me puso de ministro en el pueblo de Ajijic, lo que no he participado a su excelencia ilustrísima por ver cómo me probaba. Hágolo ahora diciéndole que estoy a gusto por los muchos favores que del señor cura recibo, pues a pesar de que este pueblo se compone de puros indios y por lo mismo son muy cortas sus obvenciones, ha procurado sostenerme. Acabo de saber que a dicho señor se le ha dado el curato de Tapalpa y con esto pienso quedar otra vez en el aire.

Dios haga su santísima voluntad y le preste vida a su señoría ilustrísima para mi amparo, lo que incesantemente pide en sus cortas oraciones su más rendido súbdito que su pie besa.

Marcos Castellanos [rúbrica]”

Obispo Juan Cruz Ruiz de Cabañas, destinatario de las epístolas en las que Marcos Castellanos le pidió auxilio debido a la gran estrechez económica que sufrió en sus últimos años.

No obstante, ni lo anterior ni su salud, cada vez más deteriorada, causaron un detrimento en su celo pastoral. Prueba de ello reside en la información contenida en un informe del párroco de Jocotepec, fechado el 13 de julio de 1820.

Este documento, dirigido al obispo Cabañas por el párroco de Jocotepec nos puede ilustrar, de primera mano, cómo fueron las condiciones pastorales y económicas de la última parroquia en la que sirvió Marcos Castellanos, dedicada al Señor del Monte:

Excelentísimo e ilustrísimo señor doctor don Juan Cruz Ruiz y Cabañas

Señor

A la superior orden de vuestra excelencia ilustrísima que con fecha 15 de junio me dirigió, no he podido cumplirla con brevedad como yo deseaba y dar razón a vuestra excelencia ilustrísima de todo lo que en esa superior orden se pide, lo que hago ahora respondiendo a lo más reservado; lo que falte [lo enviaré] para cuanto antes.

Remito a vuestra excelencia ilustrísima los padrones de toda esta feligresía y una lista por separado de todos los que han faltado al cumplimiento de la Iglesia, en la que no todos los de ella han faltado por renuencia, aunque sí los más, pues en una es por sus cortedades y asistencia en su trabajo, prometiéndome el hacerlo cuanto antes, y no cesan de llegar a confesarse, y creo que en todo el mes de julio quedaran sólo los muy rebeldes y contumaces. He cumplido en exhortarlos y amonestarlos.

Las costumbres de esta feligresía en lo general son cristianas y en pocos reinan algunos escándalos causados ya de la embriaguez y ya de concubinatos, en particular reina en los más de los indios la embriaguez.

Las iglesias así de esta parroquia como las de los pueblos de indios en lo material están buenas, ningunos fondos encuentro en ellas, sólo en la parroquial el de fábrica, que es muy escaso, cofradías ningunas.

La iglesia parroquial tiene ahora lo muy preciso de ornamentos, aunque viejos, y vasos sagrados para celebrar y administrar los sacramentos. Las de los pueblos y capillas de haciendas tienen lo preciso para celebrar. Eclesiásticos hay en esta feligresía tres: el padre don Marcos Castellanos en la ayuda de parroquia de Ajijic, administrando; el padre [no dice su nombre] capellán de Huejotitán, que administra toda la hacienda, ordenado a título de administración, su edad cuarenta y cinco años, sus licencias me dice tiene orden de refrendarlas, la ocupación de los dos lo ya referido, y ser asistentes en el confesionario y bien de las almas, pues el padre capellán no obstante estar algo enfermo, me ha servido y me sirve en cuanto lo ocupo, y si no fuera por él ahora que he estado solo, seguramente hubiera faltado yo en mucho y hubieran padecido bastante los feligreses. La vida y costumbres de ambos no tienen qué reprender.

Lo más pronto que pueda concluiré en dar razón a vuestra excelencia ilustrísima de lo demás que me falta.

Dios guarde a vuestra excelencia ilustrísima muchos años.

Jocotepec, julio 13 de 1820

Su más humilde y rendido súbdito que besa la mano a vuestra excelencia ilustrísima

José Reyes Ibarra [rúbrica]

En ambas transcripciones, cuyos facsímiles fueron facilitados en fotocopia para ser publicados en el Boletín Eclesiástico de la Arquidiócesis de Guadalajara por el presbítero Jesús de León Arteaga, se ha actualizado la ortografía, anotado la puntuación y conservado sólo los arcaísmos de fácil comprensión. Las abreviaturas fueron desenlazadas.

Marcos Castellanos murió sumido en las tinieblas del olvido y de la miseria, el 7 de febrero de 1826. Sus deudos no alcanzaron a reunir la suma necesaria para comprarle un ataúd de madera, y fue sepultado gratuitamente. Ni siquiera hizo testamento, de tan pobre que había quedado.

Sus reposan en Jocotepec, en la misma entidad. Una placa, colocada por el Ayuntamiento local, así lo ratifica.

Placa que da fe de la localidad en que descansan los restos mortales de Marcos Castellanos.

Fuentes consultadas

Acosta Rico, F. (6 de febrero de 2019). Efemérides: Muere en Ajijic el insurgente Marcos Castellanos. Crónica Jalisco. https://www.cronicajalisco.com/notas/2019/91914.html

Arquidiócesis de Guadalajara (1 de abril de 2011). Billete de Marcos Castellanos al obispo Cabañas. En: Boletín Eclesiástico de la Arquidiócesis de Guadalajara. Año CXXII, número 4.

Bastos Amigo, S. & Muñoz Morán, Ó. (abril de 2011) Los insurgentes de Mezcala (1812-1816). Conflictos internos y externos ante la celebración del bicentenario. Cuadernos de Marte. Revista latinoamericana de Sociología de la Guerra. 1(1). https://publicaciones.sociales.uba.ar/index.php/cuadernosdemarte/article/view/738

González y González, L. (1979). Sahuayo. México: Colegio de México.

Montes Ayala, F. G. (1999). Marcos Castellanos, criollo de la Palma. México: ABC Sahuayo.

La epidemia de influenza en 1918 en Jocotepec.

Mtro. Manuel Flores Jiménez  * Cronista de Jocotepec, Jal.,


Ochenta y cinco años después del juramento al Señor del Monte (8 noviembre 1833), Jocotepec y su región se vio asolado por una peligrosa epidemia de influenza, llamada “la fiebre española”. Aunque no eran las fiebres palúdicas nombradas tercianas y cuartanas, pero sí eran parecidas las que la quebrantada salud de los feligreses de este pueblo padecieron a causa de este mal.
Esto ocurrió a fines del año de 1918, cuando aún estaba vigente la efervescencia de los grupos revolucionarios que transitaban por este pueblo de paso. Durante este año ocuparon el cargo de presidente municipal Rafael González, Vicente Urzúa y Arnulfo Olmedo, siendo éste último el que comunicó al gobierno estatal, el 3 de octubre de ese año, que en el mes de septiembre de 1918, no ocurrió “ninguna enfermedad epidémica en las personas, ni epizootia en los animales”.
Pero tres semanas después (24 octubre 1918), el mismo munícipe notificaba al Gobernador del Estado de Jalisco que “se está desarrollando en este municipio la influenza española de manera alarmante”. En un corto lapso de veintiún días se desarrolló esta epidemia en forma severa, sabiéndose que causó la pérdida de vidas humanas en todo el municipio. Ante la alarmante y crítica situación que provocó esta enfermedad, el entonces párroco don Justo Teófilo Araiza, convocó a toda la población y autoridades del gobierno civil para que se realizara la renovación del juramento firmado el 8 de noviembre de 1833.
Se invitó a tan significativo acto a algunos sacerdotes que habían estado años atrás como párrocos y vicarios, entre los que se pueden citar a Eduardo Aguilar, Juan Nepomuceno Martín (quien después de haber sido cura en este pueblo, años después asumió el cargo de Abad de la basílica de San Juan de los Lagos, donde también fue canónigo el Pbro. José Sánchez Contreras), Emigdio Carrillo, José Refugio Orozco y Pedro Sánchez, quienes según datos reseñados en la Novena y Triduo al Señor del Monte, firmaron el acta de tal renovación en la que estuvieron presentes y registraron su rúbrica los representantes de los agricultores, pescadores, herreros, panaderos, obrajeros, así como los miembros de asociaciones religiosas de la parroquia como la Vela Perpetua, Hijas de María, Apostolado de la Oración, Catecismo y otros más.
Este acontecimiento tuvo lugar el 6 de diciembre de 1918, y quedó registrado en una imagen fotográfica, para luego elaborar una pintura de gran tamaño donde quedaron plasmadas las figuras de algunos de los firmantes, entre los que se destacan Eulogio Vergara, Guadalupe Ibarra, Juan Ibarra, José Ibarra, Manuel Olmedo, Juan Zenteno, José Torres, José Corona, Vicente Mora, José O. Rivera, Bernardo Cuevas, Faustino Ibarra, Simón Navarro, Antonio Ibarra O, Miguel Solís León, Rafael Rodríguez, Juan Sánchez, José García Arechavala, Mariano Luvián, Antonio Elvira, J. Jesús Ramírez, Faustino Rodríguez, Donaciano Olmedo, Aureliano Gálvez, Diego Pérez, Hilario Aldana.
Esta pintura es de gran valor estimativo por el contenido que representa. Se encuentra en el templo parroquial de Jocotepec, y una copia de ella se realizó en un muro del interior del restaurante La Carreta, a iniciativa de su propietario, Catarino Olmedo Ramos. El ejecutor de dicho mural fue Isidro Xilonxóchitl (Xilotl), de San Juan Cosalá.

8 de junio de 1956. Bendición de la primera piedra del altar del templo dedicado al Sagrado Corazón de Jesús en Jiquilpan

Un día como hoy, pero de 1956, hace 68 años, en Jiquilpan de Juárez, Michoacán, se efectuó la solemne fiesta del Sagrado Corazón de Jesús. Asimismo, se aprovechó tan magna festividad litúrgica para llevar a cabo la bendición de la primera piedra del altar edificado en dicho recinto.

Original impreso del recuerdo de la festividad en honor al Sagrado Corazón en Jiquilpan, el 8 de junio de 1956.

Se conserva un Recuerdo que, a la letra, dice:

RECUERDO / de la / SOLEMNE FESTIVIDAD / DEL SACRATÍSIMO / CORAZÓN DE JESÚS / y de la / Bendición de la / PRIMERA PIEDRA que se colocará en el Altar construido en su Templo.

Católicos:

Nuestros templos son la Casa de Dios, la imagen del Cielo y en ambos es adorado el / mismo Dios, colocado sobre el Altar el mismo Corazón Divino y se repiten las mismas alabanzas.

El altar debe ser decente, hermoso y majestuoso, porque significa a Cristo, que tiene su / trono en el Tabernáculo y nos dice: “He aquí el Corazón que tanto amo a los hombres, que nada / ha perdonado hasta agotarse y consumirse para demostrarles su amor. En agradecimiento no recibo / de la mayor parte más que ingratitudes por los desprecios…y frialdades que tienen para Mí”.

Correspondamos al amor del Corazón Eucarístico de Jesús, tributándole culto de Adora- / ción y Reparación y levantemos su Trono en medio de nosotros”.

Jiquilpan, Mich., a 8 de junio de 1956.

El Capellán, / El Párroco,

Pbro. J. Jesús Ceja. / Carlos Verduzco.

Misa Solemne –llamada «de tres padres», con presbítero, diácono y subdiácono, o bien, con sacerdotes que hacían el papel de estos dos últimos– en el interior del templo del Sagrado Corazón en Jiquilpan, todavía sin su altar.

El P. José de Jesús Ceja, hijo de don Arcadio Ceja y de doña Refugio Torres, nació en Jiquilpan el 8 de septiembre de 1888 y fue bautizado a los tres días por el presbítero Cayetano García. Fue el responsable de la edificación de las torres y, como ya se dijo, del nuevo altar. Una de sus preocupaciones pastorales fue la atención a los enfermos más desposeídos. Para ello, empleó la medicina homeopática. Un sinnúmero de personas humildes lo buscaban para solicitar sus atinados servicios homeopáticos, en su propio domicilio. Murió el día 17 de enero de 1984 y sus restos descansan en “su templo”, el del Sagrado Corazón de Jiquilpan.

A su vez, el P. Carlos Verduzco, a raíz de la erupción del Paricutín, gestionó la reparación de la Parroquia de San Francisco de Asís, a fin de derrumbar y ensanchar una parte de la misma, y al mismo tiempo, negoció con el gobierno la devolución del templo del Sagrado Corazón.

Interior del templo consagrado al Sagrado Corazón en Jiquilpan. Nótense la imagen, en lo alto, y el púlpito, a la izquierda. Créditos de fotografía: JiquilpanPM.

Información e imágenes recabadas de Jiquilpan y su historia, página de Facebook. Quien esto escribe ha hecho algunas adaptaciones al texto y a la transcripción –las diagonales indican cambio de renglón–. También se han mejorado las imágenes.

Lic. Helena Judith López Alcaraz.

7 de junio de 1840. Nacimiento de la Emperatriz Carlota de México

En una fecha como esta, pero de 1840, hace 184 años, en el palacio de Laeken, en Bruselas, vio la luz primera María Carlota Amelia (Amalia en algunas biografías) Victoria Clementina Leopoldina, mejor conocida por su segundo nombre, princesa de Bélgica, y luego Emperatriz de México al lado del austriaco Maximiliano de Habsburgo, con quien contraría matrimonio el 27 de julio de 1857. Sus padres fueron Leopoldo l, rey de Bélgica, y de la princesa María Luisa de Orleans.

Emperatriz Carlota, hija de Leopoldo I de Bélgica y María Luisa de Orleans, nacida el 7 de junio de 1840.

De ella fue la Guardia Belga que, el 11 de abril de 1865, fue vencida por las huestes republicana del general Nicolás Régules Cano en Tacámbaro, Michoacán. La historia de esta batalla, así como del oficial –español que adoptó a México como su patria– puede leerse en otra de las entradas de Crónicas de la Ciénega.

Carlota, cuyo trágico destino es de sobra conocido, vivió hasta la edad de ochenta y seis años. Falleció, viuda y bajo las sombras de la locura, el 19 de enero de 1927, en el Castillo de Bouchout, en su natal Bélgica.

Lic. Helena Judith López Alcaraz.

El magnánimo general montijano

La historia del español que peleó en cuatro guerras mexicanas y dio su apellido al poblado michoacano de Cojumatlán

Lic. Helena Judith López Alcaraz

General Nicolás Régules Cano. Fotografía mejorada por la autora.

Francisco Javier Mina ha pasado a la historia como el célebre militar español que dejó su patria, se embarcó y vino a México para luchar por la causa independentista. Sin embargo, ya entrado el siglo XIX, a mediados, hubo también otro hombre oriundo de la madre patria que, por diversas circunstancias y por decisiones que él mismo tomó, prestó su espada no en uno, sino en cuatro conflictos bélicos en nuestro suelo.

Se trata de Nicolás Régules Cano, nacido en Quintanilla Sopeña, Merindad de Montija (provincia de Burgos), España, el 10 de septiembre de 1826. Fue hijo de Leonardo de Régules y María Rita Cano. Cursó sus primeros estudios en Segovia y en Alcalá de Henares.

A los quince años, Nicolás se inscribió en la Escuela de Caballería de Segovia, en su país natal. Allí adquirió notables conocimientos sobre estrategia militar y manejo de armas, que posteriormente pondría en práctica en México, adónde arribó, procedente de La Habana, Cuba, en 1846. Venía ya como veterano de las guerras carlistas.

En dicho año, el 13 de mayo, Estados Unidos le declaró la guerra a México. Régules tenía apenas veinte años y ostentaba el cargo de Capitán de Escuadrón en el Ejército Isabelino. Sin demora, el joven se sumó a las filas del Ejército Mexicano con el grado de Capitán de Caballería, a fin de pelear contra los invasores estadounidenses.

Nicolás Régules fue un personaje de gran relevancia militar y política a lo largo de los enfrentamientos entre liberales y conservadores suscitados entre 1855 y 1862, concretamente la Revolución de Ayutla, bajo las órdenes del general Epitacio Huerta, y la Guerra de Reforma –también llamada “de Tres Años”–. En ambos casos, Régules combatió por la causa liberal. Después de todo, tales ideas eran las que lo habían orillado a salir de España.

En 1858, Nicolás Régules contrajo matrimonio –civil, el canónico sería hasta 1870– con María de la Soledad Solórzano Ayala, hija de Manuel Solórzano e Irene Ayala, ambos de Morelia. Para el momento del casamiento, el novio era Teniente Coronel de Caballería y Comandante Militar de Morelia. Tanto su puesto como su participación activa en la Guerra de Reforma –la llamada “de Tres Años”– significaron, como cabía suponer, que estuviera lejos de su hogar. En dicho lapso, Régules no visitó a su familia.

Se conserva, a propósito de ello, el fragmento de una carta que su esposa Soledad le dirigió el 8 de marzo de 1860:

Retrato de doña Soledad Solórzano, esposa del general Nicolás Régules, en la portada de El Álbum de la Mujer (año 2, tomo 2, número 9), fechado el 2 de marzo de 1894.

“A pesar de que ya han transcurrido veinte meses sin verte y que siento que la energía de mi alma me abandona, alabo tu determinación de no volver á ésta sino cuando quites á los Reaccionarios los elementos que llevaste de aquí. Dios te prestará su ayuda, por que [sic] la causa que defiendes es santa, pues su triunfo redundar en beneficio de la humanidad”. (p. 217)

Dentro de la Guerra de Reforma y de la Intervención de las tropas galas, vale la pena detenernos en tres sucesos en el cual Régules tuvo una actuación más que destacada. En el primero, la Batalla de Silao, acontecido el 10 de agosto de 1860, nuestro biografiado intervino de forma decisiva al lado del también General Jesús González Ortega. Éste le otorgó el grado de General de Brigada por méritos de guerra.

Retrato y firma del general Régules.

Poco después, Régules participó en la batalla de Calpulalpan, el segundo acontecimiento al que aludimos. La Intervención Francesa había iniciado. A este último respecto, al principio, el general Nicolás había solicitado y conseguido de Benito Juárez su retiro del Ejército, al no querer pelear contra sus compatriotas ibéricos. No obstante, cuando se rompieron los Tratados de la Soledad y Francia atacó sola a México, Régules se lanzó a la defensa de su patria adoptiva.

Para el momento del que vamos a ocuparnos, corría ya mayo de 1863. Habiendo quedado sitiados los republicanos en Puebla, donde se hallaba Régules al mando de la 3ª Brigada, él y sus hombres se arriesgaron a salir el día 14 de ese mes, con el objetivo de conseguir harina de un depósito localizado junto a la línea enemiga. La empresa fue un éxito. Por otro lado, Régules se opuso audaz y categóricamente a la rendición. Es posible que haya podido huir antes de caer prisionero, ya que su nombre no está incluido en las listas de jefes y oficiales que tomaron los franceses.

El tercer y último suceso tuvo lugar en abril de 1865, ya en pleno Imperio Mexicano, cuando el batallón comandado por el general Régules derrotó a la Guardia belga de la Emperatriz Carlota, comandada por el Mayor Tydgadt, en la Batalla de Tacámbaro (Michoacán), el día 11. El oficial montijano, comisionado para enfrentar a la Guardia, hizo gala de ecuanimidad y disciplina durante todo el combate.

Batalla de Tacámbaro. Défense héroïque du bataillon belgue commandé par le major Tydgadt dans Tacamburo, le 11 avril 1865. (D’après le croquis de M. A. Martin). Ilustración de Godefroy Durand datada el 17 de junio de 1865.

Los belgas, antes de la batalla, habían capturado y encerrado tanto a doña María Solórzano como a los tres hijos que habían engendrado hasta entonces, con el lógico propósito de usarlos como rehenes –la denuncia y arresto de la señora y sus vástagos fue llevada a cabo por un médico que acompañaba a la columna belga y que, luego de la refriega, fue asesinado–. Peor aún: los pusieron en la línea de fuego, a guisa de escudos humanos, para obligar a capitular a Régules. Ellos, para su seguridad, se refugiaron en el ex convento de San Francisco, en el mismo Tacámbaro.

Régules, contrariamente a lo que pensaban los enemigos, no cayó en el ardid, pese al peligro que ello implicaba para sus seres queridos. Antes bien, ordenó que los dos mil elementos juaristas que estaban a sus órdenes atacaran.

Durante lo más álgido del combate, los belgas emplearon el escudo humano de que disponían, tal como estaba previsto. No faltó quien sugiriera a Régules que se detuviera el ataque contra los adversarios, para evitar que las balas pudieran alcanzar a su esposa e hijos, mas él se limitó a arengarlos en los siguientes términos: “¡Señores, cada uno a sus puestos, a cumplir con su deber, primero es la Patria!”

No pasó mucho tiempo para que los juaristas inclinaran la balanza a su favor y los imperialistas se vieran cercados. El fuego comenzó a devorar la iglesia del convento. Régules decidió enviar a un conjunto de parlamentarios, a quienes los belgas dieron la bienvenida con disparos.

El incendio fue extendiéndose de modo imparable, hasta que se desplomó el techo de la iglesia. Desesperados, los imperialistas se refugiaron en la sacristía – que ya comenzaba a arder también–. Entre la humareda, el general Régules entró a caballo, envuelto en un sarape para protegerse de las llamas, y conminó a los belgas a rendirse, lo cual hicieron. La batalla acabó oficialmente, y Régules pudo rescatar a los suyos sanos y salvos.

Todos, imperialistas y juaristas, esperaban que Régules tomara venganza por la aprehensión de su familia y por el riesgo mortal que ésta había corrido. En vista de lo ocurrido, Régules podría haber mandado fusilar sin dilación a aquellos militares. Sin embargo, actuando con magnanimidad pocas veces vista en un oficial durante aquellos tiempos, actuó de la forma contraria. Casi parece un relato salido de alguna narración literaria. Contra todas las expectativas, les perdonó a todos la vida y los entregó como prisioneros al general Vicente Riva Palacio, quien los intercambiaría por republicanos en poder de los franceses en la población de Acutzingo, Michoacán el 5 de diciembre de 1865.

General Vicente Riva Palacio, que hizo efectivo el perdón otorgado por Régules a los imperialistas en Tacámbaro.

El excelente desempeño de Régules al frente de las tropas liberales le granjeó un raudo y consistente ascenso dentro de las huestes mexicanas. Tan sólo antes de cumplir los treinta años, fue condecorado por Benito Juárez con el grado de general de división y luego nombrado Jefe del Ejército del Centro.

Pintura sobre la batalla de Tacámbaro, que al parecer representa el indulto otorgado por Régules y ratificado por Riva Palacio.

En 1866, aún todavía durante el Imperio, Régules fue nombrado gobernador del estado de Michoacán. El 28 de mayo de 1870, en Morelia, él y doña Soledad se casaron por la Iglesia, en una casa particular. El sacerdote Nicanor Torres, con anuencia del presbítero rector del Curato del Sagrario Metropolitano, ratificó su unión y fue testigo de sus votos.

Constancia eclesiástica del matrimonio canónico de don Nicolás Régules, General de División, y doña Soledad Solórzano. Señalamientos en rojo por la autora.

En 1876, al triunfo de la rebelión de Tuxtepec liderada por el también general Porfirio Díaz Mori, el protagonista de esta semblanza salvó la vida al presidente Sebastián Lerdo de Tejada, rescatándolo de los adeptos del oaxaqueño y embarcándolo hacia Estados Unidos. Ya para 1877, durante el mandato de Manuel González –el interludio entre el primer gobierno de Díaz y el prolongado periodo de reelección tras reelección–, fue vicepresidente de la Alta Corte de Justicia Militar.

Al volver el otrora Héroe del 2 de abril a la silla presidencial, Régules planeó levantarse en armas contra él, apoyado por otros políticos y militares liberales. Un mensaje telegráfico fue enviado a la policía de la capital con los nombres de los sospechosos de sedición contra el régimen porfirista, y no tardó en consumarse la detención de cuatro de ellos: el general Nicolás Régules Cano, Carlos Fuero Unda, el Coronel José Vicente Villada y el abogado Francisco Hernández y Hernández. Todos fueron trasladados a Veracruz, recluidos en la prisión de San Juan de Ulúa y acusados formalmente del delito de conspiración ante el juez de distrito.

Prisión de San Juan de Ulúa, en el puerto de Veracruz, adonde fueron conducidos el general Régules y sus compañeros luego de su frustrado intento de rebelarse contra la primera reelección del presidente Díaz.

Unos años más tarde, en 1882, el general Nicolás Régules Cano se retiró del servicio militar activo. Viudo desde el 5 de febrero de 1884, falleció en la Ciudad de México el 9 de enero de 1895. Tenía sesenta y ocho años de edad. La inhumación se verificó en el Panteón del Tepeyac, en la Villa de Guadalupe, en la misma capital. En las exequias estuvieron presentes comisiones en representación del Congreso Federal, de la Suprema Corte de Justicia Militar, los cuerpos que estaban en guarnición en la capital y, por supuesto, del Gobierno de Michoacán.

El 20 de julio de 1909, ya en el declive del régimen de Don Porfirio, una tenencia de la Ciénega de Chapala, limítrofe al este con Sahuayo de Díaz, y de hecho perteneciente a éste, fue elevada al rango de municipio con el nombre de “Régules” en honor del general de Quintanilla. Su primer alcalde fue Julián Santiago Ortiz. Hoy en día tanto su cabecera, con su hermoso templo de color rojo oscuro dedicado al Señor del Perdón, como el municipio, lleva el nombre de Cojumatlán de Régules, perenne recuerdo del oficial que, aunque de sangre española, formó parte significativa de la Historia mexicana a lo largo de varias décadas.

Calle Cuauhtémoc, en Régules, Michoacán. Como puede advertirse, el templo del Señor del Perdón aún no tiene sus torres. Fotografía de Chumato.com

Como nota final, cada 10 de septiembre es fiesta local en Tacámbaro, escenario de la famosa batalla en la que Régules demostró su clemencia. Al festejo acuden las autoridades civiles y el pueblo entero, para honrar al varón que libró a la población de los soldados de Bélgica.

Fuentes consultadas

Carmona Dávila, D. (2024). El general republicano Nicolás Régules no toma venganza y perdona la vida a prisioneros belgas imperialistas que se le rinden. Memoria Política de México. https://www.memoriapoliticademexico.org/Efemerides/4/11041865-GR-PB.html

Secretaría de la Defensa Nacional (1 de abril de 2019). 11 de abril de 1865, Batalla de Tacámbaro. Gobierno de México. https://www.gob.mx/sedena/documentos/11-de-abril-de-1865-batalla-de-tacambaro

Sin autor asignado (1961). Liberales ilustres mexicanos de la Reforma y la Intervención. Colección Digital UANL. México: Talleres Gráficos de la Nación. pp. 216-220, 350-354.

Sin autor (s. f.). El General Nicolás de Régules Cano, un montijano héroe de México del siglo XIX, nacido en Quintanilla Sopeña. Crónicas de las Merindades. https://cronicadelasmerindades.com/el-general-nicolas-de-regules-cano-un-montijano-heroe-de-mexico-del-siglo-xix-nacido-en-quintanilla-sopena/

Taylor Hanson, L. D. (1987). Voluntarios extranjeros en los ejércitos liberales mexicanos, 1854-1867. Historia mexicana, 37(2), 205-237. https://historiamexicana.colmex.mx/index.php/RHM/article/view/1998

El primer párroco de Jocotepec, Jalisco

«Las Notas del Cronista»📜 ✒️

Kiosko y torre del templo de Jocotepec, Jal.


Después de rastrear las mínimas informaciones que existen hasta hoy, sobre el primer párroco de Jocotepec, los sacerdotes secularizados que por mandato superior desplazaron a los franciscanos del clero regular, siendo estos los que realizaron el proceso evangelizador en estas tierras ribereñas del lago de Chapala.
En base a lo anteriormente mencionado, se escribe esta recreación lo más apegada a la figura del primer párroco, que fue nombrado para dirigir los destinos de la recién fundada parroquia de Jocotepec, ante los conflictos posteriores que surgieron con la feligresía de San Andrés de Ajijic, ante la negativa de devolverles el sitio de antaño de su jurisdicción religiosa, como se aclara a continuación.

Yo, Don Francisco de la Roca Pérez y Guzmán, primer cura propio de la feligresía parroquial de San Francisco Xocotepec, en pleno uso de mis derechos y atribuciones, he venido comisionado a hacerme cargo de las responsabilidades de esta espiritual empresa, con el fin de aligerar las penas y escuchar confesiones, santoliar enfermos en tránsito de muerte con la extremaunción y dar a las bocas la Majestad de la hostia divina, a todas las almas de este pueblo que ahora es parroquia y no Ayuda como lo era antaño de San Andrés de Ajijic.
Así lo quiso y lo convino Don Guadalupe Buenaventura de Villaseñor, dueño de la hacienda de Huexotitlan, por el convencimiento que procuró en Don Joseph Manuel de Santa Cruz y Romerillo, Padre Guardián del Convento de Axixic, en el entendimiento de trasladar a Xocotepec, temporalmente, el asiento del control religioso, con la cabal deuda de palabra de poner en Axixic los servicios de un religioso que administrara los servicios religiosos de los feligreses, cosa que me han recriminado incesantemente hasta la fecha sin que yo tenga culpa alguna de no haberse llevado a la postre tal compromiso.
Esta demarcación parroquial fue erigida el 15 de julio del año de Nuestro Señor Jesucristo de 1765, consagrándose por tal virtud al Dulce Nombre de María, y que bajo la tutela de nuestro padre San Francisco, pueda orientar sus esfuerzos y desvaríos en pos de lograr mejores fortunas espirituales que las que imperan en la actualidad de estos días trasijados por la pobreza y agobiadas las almas por tanta peste que azota estas tierras húmedas.
Mis ojos han visto un pueblo con mayúsculas necesidades, amén de las otras capellanías que abarcan desde San Antonio hasta San Luis, sin dejar en la marginalidad a las haciendas de Huejotitán, El Potrerillo y de San Martín, que es un barrio aledaño y distante de la cabecera de este curato.
Complemento subrayar que es, además, bastante populoso en indios, mestizos y mulatos; los de razón, son españoles dueños de esta propiedad que alrededor de la mitad del siglo XVIII, fueron a fundar el pueblo nuevo de San Martín Tesistlán.
Debo decir con total apego a mi religiosa condición, que he llevado ordenadamente registradas las partidas de bautismos y defunciones de cuanto vecino ha sido sepultado en estas tierras, benéficas para la salud, así como para el descanso de los desvaríos del espíritu. Con toda puntualidad y exactitud expreso que: “en nueve de julio de mil setecientos sesenta y cinco años, murió en el Pueblo de Xocotepec, de esta feligresía, Doña María Cueva, española, casada que estaba con Joseph Bernardo Chacón, y la enterré en la Santa Yglesia de dicho Pueblo de Xocotepec. La enterré con entierro menor y le administró los sagrados sacramentos de la penitencia, Sagrada Eucaristía y extremaunción, el Br. Don Joseph de Aguilar, como Teniente de Cura, y para que conste lo firmo.
Francisco Roca”


MANUEL FLORES JIMÉNEZ

CRONISTA DE JOCOTEPEC, JALISCO.

CulturaJocotepec

Sismos del 3, 18 y 22 de junio de 1932 en Jalisco y Colima

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Mapa que ilustra los sismos ocurridos el 3 y 18 de junio de 1932, y cómo ambos afectaron los estados de Jalisco y Colima. Créditos a su autor (tomado de Wikipedia).

El 3 de junio de 1932, a las 4:38 de la madrugada –hora de Tacubaya–, en las costas de Jalisco y Colima se registró el terremoto de mayor magnitud de la centuria pasada en nuestro país. El movimiento telúrico, que alcanzó 8.2 grados en la escala de Ritcher, significó el deceso de cuatrocientas personas. Asimismo, destruyó la ciudad de Colima, el puerto de Manzanillo y zonas colindantes. Así lo especifica un registro histórico de los sismos publicado por el Servicio Sismológico Nacional (SSN).

De acuerdo con la Revista de la Universidad de México, el Instituto de Geología comisionó al ingeniero Jorge L. Cumming para que efectuara un recuento de los daños e investigara si el origen del temblor y sus réplicas fueron de índole tectónica o bien, si fueron causadas por el volcán de Colima.

También en Autlán se dejó sentir con gran intensidad el terremoto.

Al poco tiempo, como cabía suponer por la fuerza del sismo, éste llegó a la capital de la Nación. Allí, venturosamente, los daños fueron materiales, saber: tuberías rotas, derrumbes, construcciones agrietadas y automóviles destruidos por los derrumbes y demás, sin ninguna víctima mortal.

Templo de la Merced, en Colima, después del sismo del 18 de junio de 1932. Nótese la cúpula derrumbada.

En Guadalajara, en contraste, la situación fue completamente distinta. Cuatro temblores consecutivos dejaron sentir su energía. El segundo fue tan fuerte que las campanas de los templos comenzaron a tañer, a la par que las construcciones crujían al compás del sismo. En adición, los postes telegráficos y de electricidad se sacudieron dejando incomunicada la ciudad de Colima. Según la crónica de El Universal, se pudo ver cómo cambiaba de color la atmosfera del volcán.

Otra fotografía del templo de la Merced en la capital de Colima y de los estragos que en él causó el temblor del 18 de junio. Imagen del ingeniero Jorge L. Cumming.

Tal como lo consigna una instantánea, los colimenses corrieron por las calles, aterrorizados por el terremoto. Otros, al calor de los naturales ataques de pánico, y como era costumbre, se ponían de hinojos en plena calle y rezaban fervorosa e insistentemente, implorando misericordia a Dios.

Tan sólo dos semanas y un día después, el 18 de junio, a las 4:13 de la mañana, otro terremoto se produjo en el interior de las capitales de ambos estados, Colima y Guadalajara, provocando daños adicionales. Para colofón, el 22 del mismo mes, apenas cuatro días más tarde, un sismo de magnitud 6.9 provocó un tsunami devastador que alcanzó cerca de diez metros de altura, que causó destrozos un tramo de veinticinco kilómetros de costa y costó la vida de, al menos, setenta y cinco personas en Cuyutlán, Colima.

El pueblo colimote, arrodillado en plena calle, implora la piedad divina ante el sismo del 18 de junio de 1932. Foto de la mediateca del INAH.

La zona más afectada por este tsunami fue la comprendida desde Cuyutlán –al oeste de la entidad colimense– hasta las salinas situadas en la costa al sur de Tecomán, Colima. Por la dirección que tomaron los árboles y postes arrasados frente a la playa de Palo Verde y Guazango, según el Centro Nacional de Prevención de Desastres (CONAPRED), que el centro de propagación de las olas estuvo situado a unos diez kilómetros al sur-suroeste de Boca de Pascuales, que es la desembocadura del río de Armería.

Daños en Cuyutlán, Colima, a raíz del tsunami desatado por el temblor del 22 de junio de 1932.

Fuentes consultadas:

CONAPRED (7 de junio de 2019). El sismo de Barra de Navidad de 1932, el más grande que se registró en México en la era instrumental. Gobierno de México. https://www.gob.mx/cenapred/articulos/el-sismo-de-barra-de-navidad-de-1932-el-mas-grande-que-se-registro-en-mexico-en-la-era-instrumental

Cendejas, M. (4 de junio de 2023). Mochilazo en el tiempo. Hace 91 años un sismo de 8.2 sacudió a Colima y Jalisco. El Universal. https://www.eluniversal.com.mx/opinion/mochilazo-en-el-tiempo/hace-91-anos-un-sismo-de-82-sacudio-a-colima-y-jalisco/?outputType=amp

Cumming, J. L. (mayo de 1933). Los terremotos de junio de 1932 en los estados de Colima y Jalisco. Revista de la Universidad de México. 68-104. https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/20996990-012a-4a1c-95cc-caaee592e027/los-terremotos-de-junio-de-1932-en-los-estados-de-colima-y-jalisco

“¡Viva la religión y mueran los protestantes (o el mal gobierno)!”

La primera vez que la Ciénega luchó por el catolicismo con las armas: antecedentes, desarrollo y desenlace del movimiento religionero (1873-1876)

Imagen que ilustra la guerra religionera en la página CR Comunicación, dentro del apartado de «Guerras olvidadas de México».

Diversos historiadores señalan que existe un profundo vínculo entre el levantamiento cristero, que se suscitó en México entre 1926 y 1929, y entre el alzamiento de la Vendée, que tuvo lugar en la región homónima durante la Francia del Terror, entre 1793 y 1796. Ambas guerras se produjeron, en esencia, a raíz de una persecución religiosa sistemática, instaurada tanto social como legal y jurídicamente, en contra del catolicismo. Ambas enfrentaron a las huestes de los gobiernos entonces en vigor contra innumerables fieles católicos, en su mayoría campesinos o gente de pueblo. Ambas, como se puede intuir por los párrafos anteriores, tomaron carices tan graves que su duración, lejos de ser efímera, llegó a sumar tres años de lucha cruenta. Ambas, en suma, fueron movimientos de resistencia católica popular en contra de Estados liberales e, incluso, netamente jacobinos.

Pues bien: después de la guerra vandeana en Francia, pero antes de la Cristiada, durante la segunda mitad del siglo XIX, la nación mexicana fue escenario de otro conflicto bélico de prácticamente tres años –llama la atención la coincidencia de las cifras– originado por cuestiones religiosas y, como en los otros dos, por decretos anticlericales y aun antirreligiosos. Se trata de la llamada guerra religionera –en su momento veremos el porqué del nombre–, cuyos protagonistas y participantes fueron llamados “protocristeros” por Álvaro Ochoa, pionero en los estudios sobre este tema, durante la década de los ochenta de la centuria anterior (Íñiguez Mendoza, 2023, p. 1704).

Aunque afortunadamente ya existe una mayor cantidad de información acerca de este alzamiento, se trata de un evento que, a la fecha, ha sido poco estudiado e investigado. En el presente texto buscaremos abordarlo de forma breve –en tanto sea factible, y reparando en las similitudes y vínculos con la guerra Cristera– pero sustancial y, desde luego, contextualizar los sucesos en el territorio michoacano, máxime el de la Ciénega.

La génesis del alzamiento religionero se remonta, según Íñiguez Mendoza –que ha profundizado en la cuestión en una espléndida tesis doctoral–, al menos hasta la década de 1830, cuando, en un alzamiento que detonó en 1833, en Morelia, se lanzó por primera ocasión un lema que se volvería sumamente distintivo: “Religión y fueros” (2023, p. 1706). Para 1850, y tanto durante la guerra de Reforma y la Intervención Francesa, tales motines se fortalecieron y hallaron un terreno propicio para el estallido definitivo en 1875.

¿Pero a qué se debió esto último? El asunto ha hecho correr ríos de tinta, y un escrito como el que nos ocupa no posee ni la índole ni la extensión para tratarlo, así que procuraremos sintetizarlo para proporcionar una idea general. Ya desde 1833, a través de gestiones dirigidas por Valentín Gómez Farías, se pretendió privar a la Iglesia Católica de su influencia  en la sociedad y, tanto en las leyes como en la práctica, sojuzgarla al férreo control del Estado. Para ello, se trazaron los siguientes objetivos: despojarla de sus bienes y convertir éstos en propiedad gubernamental, secularizar o arrancar de las manos eclesiásticas la instrucción y la labor educativa emprendida desde hacía tres siglos, suprimir las órdenes religiosas y monásticas y, por último, controlar y nacionalizar al clero.

Los liberales y jacobinos, de la mano de la masonería, efectuaron largas y repetidas tentativas de implantar sus proyectos, pero éstas se toparon con la resistencia del pueblo y con numerosas protestas. No obstante, la situación no podía perpetuarse así indefinidamente. Tras el último mandato de Antonio López de Santa Anna, la revolución de Ayutla preparó el camino para la ansiada reforma, dispuesta en tres actos: las leyes preparatorias de una nueva Constitución, la promulgación de dicha Carta Magna el 5 de febrero de 1857 y las leyes posteriores a ella (Gutiérrez Casillas, 1984, p. 297).

La guerra de Reforma puso de manifiesto el odio de la facción dominante, los liberales, al clero católico y al mismo catolicismo. Prueba de ello reside en que, de 1855 a 1867, fueron asesinados trece sacerdotes –y estos sólo de quienes se conserva el nombre o dónde ejercían su ministerio–: Juan N. Ávalos; el párroco de Burras, Guanajuato; Francisco Flores Saucedo, Práxedes García, Francisco García Ortega, Gabino Gutiérrez, Mariano Mejía, fray Juan Narváez, Félix Ojeda, Bernabé Pérez, Manuel Villaseñor; el vicario de Aguascalientes; y el señor cura de Romita, Guanajuato. Dos de estos homicidios fueron perpetrados por dos famosos generales: Ramón Corona y Jesús González Ortega. A lo anterior hay que añadir saqueos y demoliciones de templos, conventos derribados para abrir calles a través de ellos –el del Carmen, en Guadalajara, por ejemplo–, confiscaciones de seminarios y robos dentro de las iglesias

Por fin, al caer el Imperio de Maximiliano y al triunfo de los radicales en 1867, se instauró la llamada República Restaurada. De nada sirvió que, según señala Íñiguez Mendoza, entre ese año y el deceso de Juárez en 1872, “las tensiones entre Iglesia, Estado y población vivieron una especie de interludio” (2023, p. 1708). Al presidente de sangre zapoteca le llovieron críticas de sus compañeros y afines más extremistas.

Al fallecer el oaxaqueño, ascendió al poder Sebastián Lerdo de Tejada. Tanto Michoacán como el resto de México se vieron envueltos en una renovada ola de persecución religiosa, sin precedente alguno. A partir de 1873, se tomaron diversas medidas a este respecto: enésima expulsión de los jesuitas, a título personal, no como congregación religiosa; arresto de numerosos sacerdotes extranjeros y exilio de muchos de ellos, entre otros. Asimismo, la capital de la Nación fue testigo de un inusitado operativo policial: casi cuatrocientas cincuenta religiosas –o exreligiosas según las legislaciones vigentes– de distintas órdenes fueron sacadas a la calle durante la noche del 20 de mayo de aquel año. Apenas unos días antes, el 13, un decreto prohibió toda manifestación religiosa realizada fuera de los templos. Se llegó, inclusive, a vedar el tañido de las campanas de los templos. La indignación de los mexicanos fue apabullante.

Sebastián Lerdo de Tejada, bajo cuyo mandato estalló la guerra de los religioneros.

El clímax llegó cuando las leyes de Reforma se añadieron a la Carta Magna. Tal acción, propugnada por el mismo Lerdo de Tejada en septiembre de 1874, se oficializó el 14 de diciembre posterior. Se trató de la Ley de Adiciones y Reformas a la Constitución de 1857, mejor conocida como “Ley Orgánica”. Finalmente, también en ese mes, se decretó la extinción de la orden de las Hermanas de la Caridad, quienes gozaban de formidable popularidad por sus actividades hospitalarias y educativas. El repudio de la sociedad fue enorme. Incluso un liberal puro como Ciro B. Ceballos, contrario a lo que podría pensarse, admitiría el dolor que tal medida había causado en gran parte de la sociedad

Los fieles católicos, sintiéndose cada vez más agraviados, criticaron las medidas tomadas en la prensa y solicitaron permiso para seguir mostrando su fe públicamente. Todo fue infructuoso. Los ánimos se fueron caldeando cada vez más, al punto de que varios alcaldes de sendos municipios michoacanos requirieron el envío de fuerzas armadas para refrenar a los pobladores.

La legislación que desató, por la oposición de los católicos mexicanos decimonónicos, la guerra que nos ocupa. Imagen tomada de Mexicana, página de la Secretaría de Cultura.

La violencia sólo generó más violencia, como cabía suponer. En noviembre de 1873, en tres poblaciones del Estado de México, Zinacantepec, Temascaltepec y Tejupilco, y el pueblo jalisciense de Ahualulco en marzo de 1874, se produjeron revueltas sangrientas en medio de una confusa mezcla de elementos políticos y religiosos, y una vehemente mezcla de antiprotestantismo y antiliberalismo, cuyos resultados fueron los asesinatos de funcionarios municipales en el primer caso, y de un pastor protestante en el segundo, por multitudes exaltadas.

Para noviembre de 1873, la violencia no pudo contenerse más. El primer alzamiento fue en San Miguel Zinacantepec, en donde el ayuntamiento había sido destituido por negarse a rendir la protesta obligatoria de la Ley Orgánica. Los nuevos funcionarios fueron ultimados al grito de “¡Mueran los protestantes!”, bajo el cargo de maltratar a dos indígenas ebrios. A su vez, los indios irrumpieron en Tejupilco, distrito de Temascaltepec, añadiendo a la proclama citada, al principio, “¡Viva la religión!” En ambos casos se procedió al fusilamiento sumario de incontables indígenas. En las versiones oficiales se culpó a dos sacerdotes de azuzar a los indios en contra de las autoridades y de los vecinos de sectas protestantes, por lo que fueron detenidos y procesados.

De cualquier forma, los acontecimientos descritos no fueron más que el preludio de la guerra religionera propiamente dicha. Los auténticos comienzos de ésta se suscitaron, justamente, en el noroeste michoacano, en Zamora. La noche del 12 de diciembre de 1873, al mismo clamor de “¡Viva la religión y mueran los protestantes!”, algunos revoltosos zamoranos dirigieron improperios contra las autoridades, lanzaron disparos y quisieron forzar las puertas de las casas de aquéllas.

La segunda localidad de Michoacán que se sumó al conflicto fue Sahuayo, donde aquél dio principio, formalmente, el 23 de enero de 1874, cuando Sabás Osio tomó posesión como presidente municipal, Jesús Macías y Tomás Ibarra como regidores y Manuel Zepeda como receptor interino. Aquel grupo había determinado reemplazar al anterior que, a semejanza de los munícipes de otros sitios, se oponía tajantemente a la Ley Orgánica.

El arribo de los sahuayenses enfurecidos fue presto, más que el incendio de un cañaveral seco. Todos gritaban la consigna consabida. Osio trató de utilizar la fuerza en contra de la multitud. La reyerta, como en agosto de 1926, se trabó en serio. Alejo Gálvez quedó agonizante, el pueblo de Sahuayo convertido en una fiera… y los recién electos munícipes, para sorpresa de ninguno, se volvieron invisibles. La oportuna intervención del obispo de Zamora, José Antonio de la Peña, contribuyó a apagar lo que podría haber sido una insurrección masiva.

Parroquia de Santiago Apóstol en Sahuayo. Para finales del siglo XIX, la centuria en la que tuvo lugar el alzamiento religionero, el recinto contaba con una única torre de estilo Minarete, que medía cuarenta y siete metros de altura.

La mayoría de los sahuayses acató la disposición episcopal de mantener la paz, no así, empero, media centena de ellos. El 15 de febrero de 1874, encabezados por Florencio Gálvez, los cincuenta hombres de la futura Capital de la Ciénega se lanzaron a la lucha armada. La jornada posterior, entraron en la hacienda de La Palma y mataron al encargado del orden (González y González, 1979, p. 114). Su grito de guerra, así como el “Dieu et Roi!” de la Vendée y el “¡Viva Cristo Rey!” de la Cristiada, fue en esencia “¡Viva la religión!”, de allí que los alzados –como los de otros lugares de México– fueran conocidos como “religioneros”, así como sus descendientes del siglo XX, comandados por el general Ignacio de Jesús Sánchez Ramírez –entre otros– serían llamados “cristeros”.

El movimiento religionero alcanzó proporciones y fuerza considerables en Sahuayo, así como pasaría también en la Cristera. La derrota de Gálvez en La Calzonuda no ayudó a la extinción del foco rebelde, tal vez porque los vecinos ocultaron a los religioneros sahuayenses, cuyo jefe ganó aún más simpatía gracias a la conducta de Osio, que multó a fray Miguel del Castillo, entonces párroco de Sahuayo, por llevar el Santísimo Sacramento en la vía pública. La denuncia de agitador que se le efectuó ante los poderes estatales no tuvo aplicación, como tampoco la averiguación encomendada al juez de Jiquilpan, porque el fraile huyó de Sahuayo.

Mientras tanto, el contingente religionero creció en el occidente de Michoacán. La gente los llamaba así, o “relingos”. Luis González y González (1979) especifica que el clero, ciertamente, no los empujó a la lucha (p. 115) Las jurisdicciones de Sahuayo y Jiquilpan albergaron nutridos grupos religioneros. Entre los líderes más destacados, originarios de esa región, se encontraron el ya mencionado Florencio Gálvez, Francisco Gutiérrez –alias “El Nopal”–, Félix Vargas, Ignacio Ochoa y el jiquilpense Eulogio Cárdenas –tío abuelo del futuro general y presidente de la República, Lázaro Cárdenas del Río, también originario de la localidad vecina de Sahuayo–. Ya en el contexto del resto del Estado, sonaban los nombres de Socorro Reyes, Abraham Castañeda, Casimiro Alonso, Antonio Resa –o Reza, dependiendo de la fuente– y Juan de Dios Rodríguez. Cabe mencionar que muchos de ellos, y otros más, ya poseían cierta experiencia bélica, adquirida durante la Intervención o durante los combates contra Juárez entre 1870 y 1871. Ahora bien, de acuerdo con González (1979), Gutiérrez tal vez no deba ser considerado relingo (p. 115), ya que tanto él como su hueste de prófugos de la cárcel jiquilpense se dedicó a robar y asesinar, sembrando el terror, al grado de que pereció a manos de Ochoa, comprometido en verdad con la causa religiosa.

En cuanto a motivaciones ideológicas, de acuerdo con Íñiguez Mendoza (2023), en Michoacán era patente la diferenciación de esta sublevación como un desafío popular a la nueva legislación de mayo y septiembre de 1873, a la que ya aludimos, la que exigía una nueva protesta constitucional (p. 1717). Era a estos “protestantes” a quienes se combatía, y no a los creyentes no católicos, como había ocurrido en Ahualulco. Prueba de ello reside en que, cuando Socorro Reyes irrumpió en Quiroga, cerca de Uruapan, con menos de veinte hombres –un total de dieciocho–, clamaba, de modo más matizado y concreto: “¡Viva la religión, mueran los empleados!”, esto es, quienes trabajaban para el Gobierno. Ellos eran, verdaderamente, contra quienes se concentraba la animadversión de la gente, pues se les conceptualizaba como satélites del jaconibismo, abanderados y ejecutores del anticlericalismo y el aborrecimiento que los poderosos profesaban a la Iglesia, a los miembros de su jerarquía y a las prácticas religiosas católicas. Muy pronto, los mueras a los protestantes fueron reemplazados por otros al mal gobierno.

Para marzo de 1875, la guerra religiosa dejaba en varios puntos de Guanajuato, Jalisco y Michoacán, poblaciones en llamas, por allá muertos, ranchos y haciendas paralizadas, mientras que los peones, “por no morir de miseria, van a engrosar las filas de los rebeldes” (Ochoa, 1993, p. 155). En abril del mismo año, el encargado militar de Michoacán y secretario de guerra reprendió vía telegráfica al general Nicolás de Régules –el mismo que daría su apellido a la localidad de Cojumatlán, cercana a Sahuayo–.

Los levantamientos religioneros, al inicio aislados, se fortalecieron y pasaron de ser guerrillas a un movimiento más en forma que mantuvo en continua tensión al gobierno. Entre el ocaso de 1875 y los albores de 1876, la asonada había probado ser lo suficientemente peligrosa para motivar al gobierno de Lerdo de Tejada a enviar uno de los generales republicanos más célebres de la época, Mariano Escobedo, a combatir a los insurrectos. Íñiguez expone que “la estrategia básica de Escobedo fue hacer participar a los habitantes de los lugares asolados por los religioneros en su propia defensa” (2023, p. 1726), así como a colaborar con el régimen. A dichos pobladores no les quedó más remedio que participar en el procedimiento, ya fuera que apoyaran a los religioneros o no. Sin embargo, de acuerdo con González (1979), “la consecuencia fue la humillación del ilustre divisionario, que no puedo hacer nada contra las guerrillas sin plan, sin persistencia, sin orden y sin armas” (p. 116).

Pero aquella coyuntura no podía prolongarse indefinidamente. Durante el transcurso de 1876, los grupos en pie de lucha sufrieron estragos y comenzaron a disolverse, y muchos cabecillas fueron pasados por las armas. Para colofón, las gavillas no conseguían conservar las ciudades o villas que se hallaban en su poder, ni existía entre ellos un proyecto formal de nación o gobierno, con miras de reemplazar a los liberales. Y la jerarquía eclesiástica, a la que se habían lanzado a defender, no los respaldaba, sino que instaba a los fieles a una resistencia pasiva, más de carácter espiritual –otra similitud con la Cristiada del 26 al 29 del siglo XX–, que se transformaría en el modus operandi de los prelados y del clero católico mexicano en general durante el Porfiriato e incluso ya durante la persecución de las décadas de 1910 y 1920. Ni siquiera valió, para lo contrario, el hecho de que en el obispado de José Antonio de la Peña se localizara uno de los epicentros del pronunciamiento.

Eventualmente, los religioneros perdieron el apoyo de la prensa católica, tanto a nivel estatal como nacional. Para finales de 1876, con muchos de sus jefes muertos o prisioneros e incontables desertores, la decadencia de la lucha era ineludible. Pronto habría de extinguirse para abrir paso a la revuelta de Tuxtepec, encabezada por el general Porfirio Díaz Mori. Algunos jefes religioneros, más sagaces u oportunistas, se adhirieron al oficial. A partir de julio de 1876, las adhesiones fueron patentes. Ya para enero de 1877, Eulogio Cárdenas llevó a cabo su entrada triunfal a Cotija, en tanto que Ignacio Ochoa andaba por Zamora haciendo gala del triunfo porfirista. Antonio Reza y Francisco Gutiérrez se incorporaron a las filas de don Porfirio. Incluso la prensa católica, tanto moreliana como nacional, celebró la unión de facciones tan opuestas, con la esperanza de que, al ganar Díaz el poder, aunque mediante un golpe de Estado, permitiría la democracia y –¿por qué no?– una modificación de la actitud del gobierno hacia la Iglesia.

Primer artículo del Plan de Tuxtepec, que significó el fin del movimiento religionero. Hay que notar lo irónico de que muchos que participaron en éste se unieran a Díaz, cuando la ley del 14 de diciembre del 74 había sido motivo de oposición en muchas localidades, incluyendo Sahuayo.

Cuando el plan del oaxaqueño opositor, primero de Juárez y después de Lerdo, triunfó avasalladoramente y le abrió paso a la presidencia, la guerra religionera se apagó por completo. El movimiento ya no tenía razón de ser, puesto que Díaz, a pesar de ser liberal y masón –como la mayor parte de los políticos–, emprendió una ya conocida estrategia de conciliación con la Iglesia que, a la postre y a pesar de la oposición de los liberales más radicales y los jacobinos, se mantendría a lo largo de sus tres décadas de gobierno. La jerarquía eclesial, por su parte, instaría al pueblo a abandonar cualquier postura combativa y a abocarse únicamente al crecimiento de la espiritualidad personal, la recepción de Sacramentos, la participación en asociaciones piadosas y las devociones en el seno de la familia. En dicho ámbito, las aguas volverían a agitarse hasta los tiempos de la Revolución, específicamente tras la caída y asesinato de Francisco I. Madero en febrero de 1913.

Pero esa, como suele decirse, ya es otra historia.

Lic. Helena Judith López Alcaraz.

Bibliografía

González y González, L. (1979). Sahuayo. México: El Colegio de México.

Gutiérrez Casillas, J. (1984). Historia de la Iglesia Católica en México. México: Porrúa.

Íñiguez Mendoza, Ulises. (2023). Los religioneros contra la República Restaurada: “¡Viva la religión y mueran los protestantes!”. Historia mexicana72(4), 1703-1736. Epub. 08 de mayo de 2023.https://doi.org/10.24201/hm.v72i4.4622

Meyer, J. (1973) La Cristiada. Tomo I: La guerra de los cristeros. México: Siglo XXI Editores.

Ochoa Serrano, A. (1993). Tres corridos cristeros del noroeste michoacano. Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad. 153-165. https://colmich.repositorioinstitucional.mx/jspui/bitstream/1016/57/1/OchoaAlvaro1993.pdf

Los espejos indígenas. Cae la leyenda negra.

*El espejo del Cerro Loco en la Ciénega de Chapala.

Francisco Gabriel Montes Ayala

La leyenda negra contra España, afirma que los españoles cambiaban espejos por oro, que despojaban a los indígenas de sus pertenencias, siendo falsa la información, pues los naturales ya hacían y conocían los espejos con una talla perfecta, que según estudiosos podía llevar de 800 a 1200 horas de trabajo de tallado.

Fray Bernardino de Sahagún, nos cuenta en su Libro XI lo siguiente: «Hay en esta tierra piedras de que se hacen espejos; hay venas de estas piedras y minas de donde se sacan. Unas de estas son blancas y de ellas se hacen buenos espejos, (y) son estos espejos de señores y señoras; cuando están en piedra parecen pedazos de metal; cuando los labran y pulen son muy hermosos, muy lisos, sin raza ninguna, son preciosos y hacen la cara muy al propio.

Hay otras piedras de este metal que son negras cuando las labran y pulen; hácense unos espejos de ellas que representan a la cara muy al revés de lo que es: hacen la cara grande y disforme y todas las particularidades del rostro muy disforme. Lábranse estos espejos de muchas figuras unas redondas y otros triangulados, etc. » Tal es el relato del Fray Bernardino,

El investigador Pedro Barrera, dice: «te comentamos que las civilizaciones que habitaban en la región de Mesoamerica compartían tradiciones, calendario, ubicación de monumentos y dioses similares. Incluso, la técnica de siembra conjunta de maíz y frijol, es una muestra de conocimientos compartidos. Uno de los objetos en común que se utilizaron para definir esta región fue el hallazgo de espejos. Eso sí, estos espejos no eran utilizados para verse, arreglarse u otro uso cosmético.«

El espejo del Cerro Loco en La Palma de Jesús, Michoacán. Hace ya muchos años que investigando en el Cerro Loco un lugar muy cercano a La Palma, descubri un espejo de Pedernal, o Tzinapo, redondo, completamente liso y plano, encontraba muy cercano al cerro en una tumba. El espejo tiene un diámetro de 4 y medio centímetros. Refleja la imagen real, tal como se ve y estando en un lugar iluminado es totalmente visible lo que refleja .