El Arzobispo de Pajacuarán

Breve semblanza de Monseñor José Dolores Mora y del Río

Lic. Helena Judith López Alcaraz, cronista honoraria adjunta de Sahuayo

Detalle de un retrato de Dn. José Mora y del Río (1854-1928). Mejora y edición hecha por la autora.

El Episcopado Mexicano en tiempos de la persecución religiosa estuvo conformado, como cualquier grupo eclesiástico, por personalidades muy diversas. Empero, llama la atención que varios de ellos –de un total de treinta y ocho integrantes– eran originarios de Michoacán: Francisco Orozco y Jiménez, los hermanos Rafael y Antonio Guízar y Valencia, Leopoldo Lara y Torres, José María González y Valencia, Luis María Martínez y Rodríguez… y el hombre que encabezó a aquellos prelados como Arzobispo de México: Monseñor José Mora y del Río, a quien dedicamos esta entrada.

Nuestro biografiado vio la luz en Pajacuarán, Michoacán, el 23 de febrero de 1854 (en todas sus semblanzas se establece que fue el 24, pero el acta bautismal indica que fue el día que especificamos). Fueron sus padres el señor Miguel Mora y la señora Ignacia del Río. Fue bautizado al día siguiente de su nacimiento en la Parroquia de San Cristóbal por el presbítero Pedro Alcántar. Recibió los nombres de José Dolores –aunque siempre sería conocido por el primero–. Así consta en su fe de Bautismo, que a continuación reproducimos y transcribimos:

Fe de Bautismo de Monseñor José Mora y del Río, fechada el 25 de febrero de 1854. Edición hecha por la autora.

Al margen izquierdo: Pueblo de / Pajacuarán / José / Dolores

Dentro: En el año de 1.854, á 25 de Fbro., yo el Br. [1] D. Pedro Al- / cantar Ten.te de C. [2] por el señor Cura Don Pedro Ruvio bauticé / á un infante de este pueblo, de dos dias de nacido, á quien pu- / se por nombre José Dolores, h. l. [3] de D. Miguel Mora y Doña / Ygnacia del Río: padrinos Don Antonio Martinez i Doña / Jesus id. [4] no casados, vecinos de este, á quienes advertí su / obligacion, i para constancia lo firmé. Pedro Alcant.r

A semejanza de incontables clérigos michoacanos de su tiempo –algunos de los cuales, como él, llegarían a ser obispos–, cursó sus primeros estudios levíticos en el Seminario de Zamora. Recibió las órdenes menores y el subdiaconado en 1873. Luego, siendo un óptimo alumno, pasó a radicar a la Ciudad de las Siete Colinas para ingresar al Pontificio Colegio Pío Latino Americano, adonde también concurrieron otros futuros prelados –como Orozco y Jiménez, de Zamora, y González y Valencia, de Cotija–. Allí obtuvo su doctorado en Teología y Derecho Canónico. El 22 de diciembre de 1879, por fin, fue ordenado sacerdote en la Ciudad de México. Ya como presbítero, impartió clases en el Colegio Clerical de Jacona y fue nombrado párroco de esa población –hoy conurbada con Zamora–. Por esos años, en 1884, fue profesor de Amado Nervo, que habría de convertirse en célebre poeta y literato.

El 17 de enero de 1893 fue preconizado como primer obispo de Tehuantepec; el día de San José del mismo año fue consagrado y tomó posesión de su cargo, el cual desempeñó por ocho años. Allí destacó por su gran preocupación por los humildes, y organizó dos «semanas agrícolas» en beneficios de los campesinos: una en 1904 y la otra en 1905.

El 23 de noviembre de 1901 fue trasladado a la Diócesis de Tulancingo, que dirigió a lo largo de casi seis años, hasta que el 15 de septiembre de 1907 se le encomendó velar por la diócesis de León. Dos meses después, el 19 de noviembre, asumió su puesto como el quinto prelado en ocupar dicha sede.

Retrato de Su Excelencia José Mora y del Río como Obispo de la Diócesis de León. Imagen perteneciente a la actual Arquidiócesis leonesa.

Su estadía como obispo de la jurisdicción leonesa no fue prolongada: el 2 de diciembre de 1908, festividad de Santa Bibiana, virgen y mártir, Monseñor José María fue nombrado Arzobispo de la Arquidiócesis de México. Fungiría como tal desde el 12 de febrero de 1909 hasta su deceso, acaecido en 1928.

A él le tocó vivir el ocaso final del Porfiriato, la caída del mandatario oaxaqueño, la convulsa situación política que siguió y, dentro de ésta, en 1911, la fundación del Partido Católico Nacional (PCN), al cual –a semejanza de otros compañeros suyos en el Episcopado– apoyó. Un año antes, en 1910, había bendecido e inaugurado el Colegio del Santísimo Sacramento. Asimismo, en septiembre de 1912, y por instancias suyas, fue fundada en la capital la Asociación de Damas Católicas Mexicanas (ADCM), que habría de convertirse en la UFCM (Unión Femenina Católica Mexicana). La agrupación prosperó notablemente gracias a la guía de Monseñor, quien además fue un gran promotor del catolicismo social que buscaba llevar a la práctica las enseñanzas de la Encíclica Rerum novarum, de Su Santidad León XIII.

José Mora y del Río en sus primeros años como obispo. Fotografía editada y mejorada por la autora.

Después de que Francisco I. Madero fue derrocado y asesinado, al ascender Huerta al poder, José Mora y del Río se encargó de organizar la primera consagración de México al Sagrado Corazón de Jesús, llevada a cabo el 6 de enero de 1914. El hecho de que Victoriano Huerta no se opuso a dicha iniciativa, sino que incluso envió representantes al acto religioso, además del tema del PCN y otros factores, desencadenaron el inicio de una cruel persecución religiosa por parte de los revolucionarios que se levantaron contra el régimen del usurpador de origen colotlense, en especial de los carrancistas –los llamados «constitucionalistas»– que se distinguieron por su inquina contra todo lo que fuera católico.

Cuando fue promulgada la Constitución de 1917, la cual contenía artículos que limitaban y coartaban la práctica de la religión católica y el ejercicio del ministerio sacerdotal, además de prohibir las órdenes monásticas y el culto afuera de los templos –entre otras disposiciones–, D. José Mora y del Río encabezó una enérgica protesta escrita por parte del Episcopado Mexicano. A su descontento se unieron los otros eclesiásticos de su rango. El documento, entre algunos puntos, decía:

“El Código de 1917 hiere los derechos sacratísimos de la Iglesia católica, de la Sociedad mexicana y los individuales de los cristianos, proclama principios contrarios a la verdad enseñada por Jesucristo, la cual forma el tesoro de la Iglesia y el mejor patrimonio de la humanidad; y arranca de cuajo los pocos derechos que la Constitución de 1857 (admitida en sus principios esenciales como ley fundamental por todos los mexicanos) reconoció a la Iglesia como sociedad y a los católicos como individuos”.

La oposición del clero católico a la flamante Carta Magna se fue fortaleciendo los años siguientes, a la par de una persecución religiosa cada vez más sistemática y declarada por parte del gobierno. El conflicto se agravó a pasos agigantados y, eventualmente, llegó al punto de no retorno. 1921 fue, en verdad, un parteaguas que lo demostró de modo fehaciente.

El primer acontecimiento estuvo relacionado, justamente, con Monseñor Mora y del Río: el 6 de febrero, a eso de las 3:40 de la madrugada, una bomba estalló en la puerta del palacio arzobispal de la Ciudad de México, residencia de nuestro personaje. El prelado escuchó el estruendo, pero afortunadamente no sufrió daño alguno. Tampoco hubo heridos que lamentar. Eso no quitó, sin embargo, que la residencia sufriera grandes daños: además de la puerta principal, los cristales del ala izquierda del edificio se rompieron y un transformador de luz se trocó en añicos, al igual que las ventanas de la alcoba del hombre hacia quien iba dirigido el intento de asesinato.

Después del atentado, en los meses posteriores sobrevinieron otros ataques que, como el del 6 de febrero, quedaron impunes: el 1° de mayo, los bolcheviques izaron la bandera rojinegra en la Catedral tapatía. Lo mismo aconteció en la de Morelia. El 8 del mismo mes, en la capital michoacana, los rojos apuñalaron una imagen de la Virgen de Guadalupe. El 4 de junio, hubo otro bombazo en el Arzobispado de Guadalajara –Monseñor Orozco salió ileso–. Y el 14 de noviembre, en la Antigua Basílica –como puede leerse en otra entrada de este blog–, sucedió el intento de destruir la imagen de la Morenita plasmada en el ayate de Juan Diego.

Titular de la primera plana del periódico capitalino Excélsior, del 7 de febrero de 1921, en el que se dio a conocer el atentado dinamitero perpetrado en la residencia de Monseñor Mora y del Río. Edición realizada por la autora.

La guerra entre el gobierno de Álvaro Obregón Salido y la jerarquía eclesiástica había empezado, y ya no habría vuelta atrás. En enero de 1923, a raíz de la bendición de la primera piedra del monumento a Cristo Rey en el cerro del Cubilete, Monseñor Ernesto Filippi, delegado papal, fue expulsado del país. En octubre de 1924 se celebró el Primer Congreso Eucarístico Nacional, que derivó en sanciones para los empleados públicos que participaron y en nuevas hostilidades por parte del régimen, que alegó que la Constitución había sido violada por enésima vez.

Monseñor José Mora y del Río, con su atuendo eclesiástico, en los últimos años de su episcopado. Fotografía mejorada y editada por la autora.

Como cabeza del Episcopado Mexicano, Monseñor Mora y del Río no calló ante el recrudecimiento de las medidas persecutorias del régimen de Plutarco Elías Calles, que tomó posesión de la presidencia el 1 de diciembre de 1924. A finales de 1925 y en los albores de 1926, el cumplimiento estricto de la Carta Magna se dejó sentir con rigor a través de la expulsión de dos centenares de sacerdotes extranjeros y cierre masivo de colegios católicos, seminarios, conventos y hospitales que dependieran de la Iglesias, entre otras medidas. El 3 de febrero, en respuesta a tales atropellos, Monseñor Mora y del Río rindió declaraciones al periodista Ignacio Monroy, de El Universal, las cuales fueron publicadas al día ulterior en el periódico susodicho:

“La doctrina de la Iglesia es invariable, porque es la verdad divinamente revelada. La protesta que los prelados mexicanos formulamos contra la Constitución de 1917 en los artículos que se oponen a la libertad y dogmas religiosos, se mantiene firme. No ha sido modificada sino robustecida, porque deriva de la doctrina de la Iglesia. La información que publicó El Universal de fecha 27 de enero en el sentido de que emprenderá una campaña contra las leyes injustas y contrarias al Derecho Natural, es perfectamente cierta. El Episcopado, clero y católicos, no reconocemos y combatiremos los artículos 3o., 5o., 27 y 130 de la Constitución vigente. Este criterio no podemos, por ningún motivo, variarlo sin hacer traición a nuestra Fe y a nuestra Religión”.

Fragmento de la nota publicada en El Informador, diario tapatío, en el que se dio a conocer la consignación de Monseñor Mora y del Río a raíz de sus declaraciones acerca de los artículos antirreligiosos de la Constitución de 1917. Edición hecha por la autora.

La reacción del secretario de Gobernación, Adalberto Tejeda, no se hizo esperar. Al mismo tiempo que mandó consignar al Arzobispo, expresó que las palabras y actitud del prelado de Pajacuarán entrañaban

una rebeldía contra las leyes fundamentales y las instituciones de la República… El Estado permite que la Iglesia Católica ejerza sus funciones hasta el punto de no constituir un obstáculo para el progreso y desenvolvimiento de nuestro pueblo; pero no puede ni debe tolerar que ‘desconozcan y combatan’ las leyes constitucionales… Tiene el Gobierno la obligación de hacer respetar los postulados que las leyes le imponen y por tanto, el deber y el derecho de imponer su sanción a quienes las vulneren… esta Secretaría ya hace la consignación de los hechos, debidamente documentada, ante el señor Procurador de la República, sin perjuicio de llevar al señor Presidente los datos que ha podido recoger sobre el particular para que, con su superior acuerdo, se dicten las demás medidas que sean necesarias en relación con las actividades que desarrolla un grupo de católicos… en el papel de conspiradores contra el régimen y orden establecidos, a fin de reprimir con la energía que se requiera las actividades que fuera de la Ley pretenden ejercer.

El 21 de abril de 1927, Su Excelencia Mora y del Río pagó el precio del destierro a raíz de nuevas declaraciones, reproducidas en diversos diarios, en las que, sin ambages, defendió el derecho de los católicos a profesar su fe con libertad.

Agotado por largas penalidades, Monseñor José Mora y del Río falleció al cabo de un año de haber abandonado su patria. El deceso tuvo lugar en San Antonio, en Texas, el 22 de abril de 1928. No alcanzó a ver, por consiguiente, el trágico desenlace de la Guerra Cristera y los llamados “arreglos” en junio de 1929.

Sus restos fueron trasladados a México en 1947. Las honras fúnebres correspondientes fueron celebradas el 28 de noviembre en la Catedral Metropolitana. Allí, hasta nuestros días, descansa este valiente prelado.

Detalle de otra fotografía de Mons. José Mora y del Río. Edición y mejora llevadas a cabo por la autora.

Su vida, en honor a la verdad, es recordada como la de un pastor sabio y valiente, cuya labor pastoral y compromiso con la fe marcaron una etapa fundamental pero, al mismo tiempo, en extremo compleja y difícil en la historia de la Iglesia católica en México en tiempos de persecución religiosa.

Como último dato, un colegio en su natal Pajacuarán lleva su nombre.

Notas de la fe de Bautismo:

[1] Bachiller. Título académico de los presbíteros luego de acabar los estudios de Teología.

[2] Teniente de cura. Sacerdote nombrado por el párroco para ayudarlo en los menesteres y trabajos de su cargo. Cura auxiliar. Era lo que ahora se conoce como “vicario”.

[3] Hijo legítimo.

[4] Ídem. El mismo, lo mismo. En este caso se indica que eran los mismos apellidos.

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Bibliografía:

Arquidiócesis de León (2025). Mons. José Mora y del Río. Episcopologio. https://arquileon.org/obispos/mons-jose-mora-y-del-rio/

David, D. (1974). ¡Viva Cristo Rey! La rebelión cristera y el conflicto Iglesia-Estado en México. Austin: University of Texas.

Carmona, D. (2024). José Mora y del Río. Memoria Política de México. https://www.memoriapoliticademexico.org/Biografias/MRJ54.html

Historia Eclesiástica Mexicana (2021). DON JOSÉ MORA Y DEL RÍO, PRECURSOR DEL CATOLICISMO SOCIAL.https://www.facebook.com/103963914718967/photos/a.104141874701171/271043878010969/?type=3

El “Atanasio del siglo XX”

Semblanza de Monseñor Francisco Orozco y Jiménez

Lic. Helena Judith López Alcaraz, cronista honoraria adjunta de Sahuayo

Detalle de una fotografía de Monseñor Francisco Orozco y Jiménez (1864-1936), V Arzobispo de Guadalajara. Mejora y edición por la autora.

Hace apenas unos días, el 18 de febrero, se cumplieron 89 años de que, en 1936, pasó a la Eternidad el valiente prelado que regenteó la Arquidiócesis tapatía por poco más de veintitrés años, incluyendo los tiempos más álgidos de la persecución religiosa: Monseñor José Francisco de Paula Ponciano de Jesús Orozco y Jiménez. Fue el quinto prelado en ocupar este cargo, y además perteneció a la Academia Mexicana de la Historia, a la que ingresó en 1921.

Creemos que hablar de la muerte de un personaje implica, por justicia, hablar sobre su vida. Y el caso del preclaro varón que nos ocupa no es una excepción.

Francisco Orozco y Jiménez vio la luz primera el 19 de noviembre de 1864 en Zamora, Michoacán. Sus padres fueron José María Orozco Cepeda y Mariana Jiménez Fernández. Como muchos eclesiásticos mexicanos destacados de su tiempo, cursó estudios en el Colegio Pío Latino en la ciudad de Roma, hasta que fue ordenado sacerdote en 1887. Fungió como Obispo de Chiapas de 1902 a 1912, donde el gobierno liberal lo calificó, injustamente, de rebelde y levantisco, al grado de apodarlo “Chamula”, por su defensa de los habitantes indígenas de su Diócesis.

El Papa San Pío X lo trasladó a la Arquidiócesis de Guadalajara, adonde arribó el 9 de febrero de 1913, el mismo día en el que, en la capital del país, se desataba la Decena Trágica. Al ser firme y valiente defensor de la fe, muy pronto enfrentó problemas con las autoridades jacobinas, y en 1914 fue desterrado, en el primero de cinco exilios. En 1917 emitió una Carta Pastoral en la que, uniéndose a los otros Príncipes de la Iglesia en México, condenó los artículos de la Constitución que atentaban contra la libertad de los católicos, de los sacerdotes y de la institución eclesiástica. Esto supuso el cierre de los templos en los que fue leída, así como el encarcelamientos de clérigos y seglares católicos, y más tarde, en 1918, un nuevo destierro.

El 18 de enero de 1921, entre otros actos pastorales, efectuó la Coronación Pontificia de la Santísima Virgen de la Expectación –nombre litúrgico de Nuestra Señora de Zapopan– Generala de Jalisco y Patrona de la Arquidiócesis de Guadalajara.

Otro retrato de Monseñor Francisco Orozco y Jiménez, que lo muestra ataviado como correspondía a su cargo. Imagen editada y mejorada por la autora.

Ya durante la Guerra Cristera, no aprobó abiertamente la resistencia armada de los católicos, pero tampoco los condenó. Y de todos los miembros del Episcopado, junto con el Obispo de Colima, fue el único que, poniendo el ejemplo a sus presbíteros, se quedó con sus fieles, viviendo a salto de mata para continuarlos auxiliando espiritualmente. A pesar de ello, el régimen lo calumnió y acusó de ser uno de los dirigentes cristeros. Fue uno de los hombres más buscados de Jalisco en aquel entonces. A muchos católicos jaliscienses, inclusive bajo tortura, se les exigía que revelaran su paradero, pero nadie lo delató jamás, y el mismo régimen nunca pudo capturarlo durante el tiempo que duró la Cristiada.

Cuando se llevaron a cabo los mal llamados “arreglos” entre el Estado y la Iglesia, Monseñor Francisco tuvo que partir al destierro. Éste fue, justamente, una de las condiciones para la negociación, si es que cabe aplicarle tal calificativo. Junto con él, dos obispos que ya se hallaban en el exilio se vieron obligados a no poner un pie en México: José María González y Valencia y José de Jesús Manríquez y Zárate. A diferencia de Monseñor Francisco, ellos sí apoyaron abierta y públicamente la lucha de los cristeros.

Francisco Orozco y Jiménez en la década de 1920, ya cuando el conflicto entre la Iglesia y el Estado comenzaba a recrudecer de forma irreversible. Fotografía editada y mejorada por la autora.

Debilitado por las persecuciones y por cinco destierros –de allí la comparación con el prelado de Alejandría que usamos en el título, quien también vivió lo mismo, en la misma cantidad de ocasiones–, el prelado de origen michoacano retornó a Guadalajara durante el gobierno de Lázaro Cárdenas del Río, jiquilpense, quien a pesar de sus ideas y proyectos socialistas y comunistas le permitió volver a la sede de la amada Arquidiócesis.

Para el momento de su ansiado regreso, después de las incontables penalidades sufridas, el intrépido Arzobispo ya se hallaba enfermo. Tampoco le había faltado sufrir renovados atentados contra su vida. Por fin, contrajo una infección que le laceró el hígado y le oscureció el corazón. Tal patología, aunada a la fragilidad natural y a su edad, lo llevaría al sepulcro.

Francisco Orozco y Jiménez en sus últimos años. Fotografía editada y mejorada por la autora.

El 2 de febrero de 1936, el ilustre eclesiástico entró en agonía. Sus feligreses se enteraron de su gravedad hasta dos semanas después, por medio de boletines médicos que fueron fijados en las puertas de los templos. Cada fiel tapatío se enteró, así, del doloroso final de su esforzado pastor.

A las 6:45 de la tarde del 18 de febrero, a los 71 años y 3 meses exactos de edad, más un día, aquel siervo bueno y fiel, Francisco Orozco y Jiménez, V Arzobispo de Guadalajara, dejó de existir para la vida terrena. El primer mensaje que salió del Arzobispado se dirigió al Papa Pío XI, en los siguientes términos: «Grandísima pena comunico hoy murió Arzobispo Orozco».

Su funeral fue uno de los más apoteósicos que se han vivido y visto en Guadalajara, al grado que se estima que aproximadamente una cuarta de la población de la urbe participó. Antes de las exequias, fue velado en el Sagrario Metropolitano, en tanto que la ceremonia de cuerpo presente tuvo lugar en la Catedral. El cortejo fue multitudinario: había tanta gente que era imposible que más dolientes ingresaran.

Así lucía la Avenida Alcalde en el momento en el que el ataúd con el cuerpo del Arzobispo –véase la carroza– avanzaba camino hacia el panteón de Santa Paula, donde se le sepultaría. Imagen editada y mejorada por la autora.

El cadáver de Monseñor Francisco fue llevado por toda la Avenida Alcalde, con dirección al Santuario de Guadalupe, hasta la esquina de la calle Juan Álvarez. De allí la comitiva dio vuelta, rumbo al cementerio de Santa Paula –mejor conocido como panteón de Belén–, donde se procedió a la inhumación.

Féretro de Monseñor Francisco Orozco y Jiménez poco antes de entrar a su sepultura. Fotografía editada y mejorada por la autora.

Actualmente, los restos mortales del Atanasio del siglo XX reposan en la Catedral tapatía, en la capilla del Santísimo Sacramento, bajo un mausoleo que muestra al León de Lucerna.

Como último dato, nuestro personaje está en proceso de beatificación. Ya fue declarado Siervo de Dios, pero los trámites para que continúe el procedimiento, como en el caso de tantos varones y mujeres ilustres, continúan estancados.

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Fuentes:

Semblanza de Monseñor Francisco Orozco y Jiménez redactada para una serie de biografías de personajes de la persecución religiosa y la Guerra Cristera, en colaboración con Ruta Cristera Sahuayo.

Testimonios orales de María del Carmen Ávalos Herrera, q.e.p.d.

Camberos Vizcaíno, V. (1966). Francisco Orozco y Jiménez: biografía. México: Jus.

“México Tuyo, siempre será”

Centenario de la segunda consagración de México al Sagrado Corazón de Jesús (1924)

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Fotomontaje alusivo al título y al tema de la presente entrada, elaborado por la autora.

En una fecha como esta, pero de 1924, hace justamente cien años, México fue consagrado por segunda ocasión al Sagrado Corazón de Jesús. Esto se llevó a cabo en el marco del I Congreso Eucarístico Nacional, por parte del Episcopado Mexicano. Corrían tiempos muy aciagos para el catolicismo en nuestra patria. Plutarco Elías Calles, con quien la persecución religiosa alcanzaría su punto álgido, ya había “ganado” los comicios electorales. El Congreso, como dato que confirma la fatídica coyuntura imperante –no únicamente en lo religioso, sino también en lo político–, ya se había pospuesto en una ocasión, a raíz de la rebelión delahuertista.

Cabe mencionar que la primera consagración se había hecho hacía poco más de una década, el 6 de enero de 1914, justo cuando sobre el país se cernía la revolución carrancista con toda su barbarie de destrucción, pillaje, sacrilegios e inquina anticatólica. Justamente, el que Victoriano Huerta –quien, a pesar de que no fue ningún santo, no perteneció a la masonería– autorizara aquel evento fue esgrimido por los jacobinos y los enemigos del catolicismo como pretexto para perseguir a la Iglesia, a la que acusaron falsamente de estar en connivencia con el régimen del colotlense y, por supuesto, con la caída y asesinato de Francisco I. Madero.

Portada del Congreso Eucarístico Nacional de 1924. La leyenda que rodea a la Hostia, traducida al español, dice: «Yo soy el Pan vivo que ha bajado del Cielo» (Juan 6, 51). Imagen mejorada por la autora.

El programa del Congreso, además de la consagración que nos ocupa, contemplaba una peregrinación de los niños mexicanos, residentes en el Distrito Federal, a la Basílica Nacional de Guadalupe, el sábado, 4 de octubre; y el resto de los días, del 5 al 12 de octubre, procesiones de fieles y clérigos de las ocho Provincias Eclesiásticas que existían a la sazón en México, a saber: Yucatán, Puebla, Monterrey, Durango, Antequera, Guadalajara, Michoacán y México.

Asimismo, entre las actividades religiosas estaban contempladas la celebración de Misas todos los días en todas las Iglesias parroquiales y filiales de la Ciudad de México, Misas Pontificales en la Catedral de México y en la Basílica Guadalupana, adoración diurna y nocturna del Santísimo Sacramento y Asambleas de Estudios.

Para el domingo 12 de octubre, se había dispuesto que a las 9 de la mañana se oficiara una Misa Pontifical en la Basílica Nacional de Guadalupe, en el marco de la Peregrinación Nacional a la Villa de Guadalupe, y que a las 4 de la tarde fuese la solemne clausura del Congreso Eucarístico, con una procesión. Para el lunes 13 de octubre, finalmente, se había programado una solemne velada literaria en el Teatro Olimpia, a las 6 de la tarde, cuyo principal número sería la puesta en escena de un auto sacramental de Sor Juana Inés de la Cruz.

Como último dato interesante, se compuso un himno para el Congreso, intitulado “Cantad, cantad”, de la autoría de Francisco Zambrano S. J. y con música de Salvador Orozco C. La pieza musical empieza justo con tales vocablos y dice así, en su primera estrofa:

Cantad, cantad; la Patria se arrodilla
al pasar Jesucristo Redentor,
un nuevo sol para nosotros brilla,
sol del amor, del amor.

Fragmento de la partitura del himno eucarístico «Cantad, cantad», compuesto ex profeso para el Primer Congreso Eucarístico Nacional en 1924. Créditos a quien corresponda.

Pero volvamos a la jornada que nos ocupa. El sábado 11 de octubre, festividad de la Maternidad de la Santísima Virgen María –en el calendario litúrgico previo a las reformas del Concilio Vaticano II–, fue la fecha elegida para la consagración de México al Sagrado Corazón. Ante una multitud congregada en la Catedral Metropolitana de la capital, los obispos pusieron a la Nación mexicana a los pies de Cristo y de su Deífico Corazón.

Durante la Misa pontifical –la sexta del Congreso–, el entonces obispo titular de Anemuria y Arzobispo coadjutor de Morelia –más tarde Arzobispo de México–, Luis María Martínez, expresó:

“¿No era justo, que, por esta Consagración total y definitiva de la República Mexicana al Corazón Santísimo de Jesús, le devolviéramos lo que de él hemos recibido, como al amanecer la tierra húmeda devuelve al cielo en diáfano vapor las aguas copiosas que de él ha recibido? Yo pienso, mis amados hermanos, que esto es lo que significa la presente solemnidad. Nosotros hemos creído en el amor de Dios; hemos visto pasearse triunfalmente sobre nuestro suelo y sobre nuestra historia al Espíritu de Dios, como se cerniera en el principio de los tiempos sobre el hondo abismo [(cf. Gén 1, 2)]; hemos sentido las palpitaciones del amor al Corazón de Cristo y hemos bebido a raudales el amor y la vida en las fuentes sagradas del Salvador. Y nos hemos dicho: [de]volvamos amor por amor, donación por donación”.

Aquello, en efecto, no era sino corresponder al amor del Sagrado Corazón por la patria mexicana.

Monseñor Luis María también dijo lo siguiente:

Catedral Metropolitana de la Ciudad de México en 1924, el mismo año en que se celebró el Congreso Eucarístico Nacional. Fotografía: Archivo Casasola. Mejora de imagen por la autora.

“Simbolicemos el corazón de la Patria en un corazón de oro; pongamos allí nuestras plegarias y nuestras esperanzas, nuestros sacrificios y nuestras lágrimas, y pongamos todo a los pies de Jesús, para que sepa el mundo, que Jesús es nuestro Dios y que nosotros somos su pueblo. Tal es, a mi juicio, hermanos míos, el sentido profundo de esta Consagración de la República Mexicana al Divino Corazón de Cristo en los días del Congreso Eucarístico; y de esto, mis amados hermanos, me propongo hablaros con la ayuda de Dios nuestro Señor. Jesucristo, hermanos míos, es Rey de las Naciones, como es Rey de los individuos. Su Corazón las ama, su mano vierte sobre ellas dones peculiares para que puedan cumplir sobre la tierra la misión providencial que se les ha asignado”.

Era el resumen idóneo la consagración efectuada.

Continuó explicando en qué forma México era un pueblo eucarístico y mariano, y finalizó con estas palabras:

Monseñor Luis María Martínez, prelado que pronunció el sermón de la Misa pontifical del 11 de octubre de 1924, cuando se hizo la segunda consagración de México a Sagrado Corazón.

“Yo no sé lo que en el futuro nos depare tu justicia y tu misericordia; pero yo te aseguro, ¡Oh Jesús dulcísimo! ¡oh Jesús victorioso! Que sobre el suelo de nuestra Patria, próspera y desdichada, siempre se erguirán dos tronos: el trono tuyo y el trono de la Virgen María, y que nada ni nadie podrá arrebatar de ellos los dones nacionales: la Corona de la reina y la Custodia de la Eucaristía!”

Llegado el momento, Monseñor Leopoldo Ruiz y Flores –el mismo que en su momento, junto con Pascual Díaz y Barreto, pactaría los “arreglos” con el gobierno de Emilio Portes Gil en 1929– la leyó, con la pausa y solemnidad que ameritaba la gran ocasión. La fórmula que se utilizó se basaba en aquella que fue escrita por el Papa León XIII en su Encíclica Annum Sacrum (1899), pero había sido modificada para ser usada, en especial, por el pueblo mexicano.

Detalle de un retrato de Monseñor Leopoldo Ruiz como Obispo de la Diócesis de León, resguardado por ésta. Fue él quien leyó la consagración de México al Sagrado Corazón el 11 de octubre de 1924. Mejora de imagen por la autora.

Huelga decir que el gobierno de Álvaro Obregón no se quedó de brazos cruzados ante aquella “flagrante violación” –como ellos la consideraron– a la Constitución de 1917. Además de que los agentes policiales interrumpieron la representación del auto sacramental compuesto por la Décima Musa, se supo que los funcionarios públicos que asistieron al Congreso fueron cesados en sus empleos. También, el último día del evento, se molestó a las familias en sus domicilios particulares para requerir que quitaran de sus viviendas los adornos alusivos, consistentes en papeles tricolores arreglados con forma de cortinaje, farolillos y banderas de papel, así como letreros con expresiones relativas a la Eucaristía y demás sentimientos piadosos.

Al año siguiente, movido por el valeroso ejemplo de los católicos de México, Su Santidad Pío XI instauró la fiesta de Cristo Rey a través de la publicación de la Encíclica Quas Primas. Toda la nación se llenó de júbilo y, en cierto modo, pareció robustecerse y cobrar nuevas energías para las nuevas batallas que les esperaban y que se acercaban a ellos a pasos agigantados.

No faltaba mucho tiempo para que las asechanzas del régimen masónico y anticatólico y la justa y lícita resistencia de los católicos perseguidos llegaran al punto de no retorno, no sólo por el estallido de la Guerra Cristera, sino también por los incontables martirios de seglares y de sacerdotes, por puro odio a la fe cristiana. Aquella sangre derramada a raudales corroboraría que incontables personas de toda edad y condición, sin distinción de sexo u origen, estaban dispuestos a rubricar con cada gota aquellas palabras de un himno en honor al Corazón de Jesucristo Rey que uno de aquellos intrépidos presbíteros, don Gumersindo Sedano [1], entonó poco antes de ser ejecutado bárbaramente en Zapotlán el Grande:

“Corazón Santo, / Tú reinarás. / Tú nuestro encanto / siempre serás.

Corazón Santo, / Tú reinarás. / México Tuyo / siempre será.”

**Nota:

[1] Se trata del sacerdote de la célebre fotografía que muestra a un hombre descalzo, muerto y con el vientre ensangrentado, recargado en un árbol y atado a una de sus ramas por medio de una soga al cuello, que en las rodillas exhibe un letrero con la leyenda: “Este es el cura Sedano”. Fue asesinado el 7 de septiembre de 1927. Era capellán castrense de un grupo cristero de la región de Tuxpan y Tamazula, Jalisco.

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Bibliografía:

Álbum Oficial del Congreso Eucarístico Nacional de México. 1924. Impreso en abril de 1925.

Barquín y Ruiz, A. (1967). Cristo, Rey de México. México: Jus.

Vinke, R. ( 2021). Consagración al Sagrado Corazón de Jesús. Caracas: Editorial Arte, S.A.

El prelado cotijense que aprobó la lucha cristera desde las puertas de Roma (IV)

La historia de Monseñor José María González y Valencia. Cuarta y última parte

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Detalle de un retrato de Monseñor José María González y Valencia, Obispo de Durango. Editado y coloreado por la autora. Original en blanco y negro: INAH.

En la anterior entrada, la penúltima de esta serie, abordamos la intervención del egregio Obispo de Durango en el intervalo comprendido entre finales de 1924, cuando le fue conferido tal cargo, a febrero de 1927, cuando publicó su Carta Pastoral en la que, abiertamente, aprobó el movimiento cristero y reconoció su licitud moral. En el presente texto, desenlace de la biografía de nuestro eclesiástico michoacano, hablaremos de su enérgica oposición a la realización de los mal llamados “arreglos” de 1929, que causaron el fin de la Cristiada; de cómo, a raíz de aquéllos, tuvo que permanecer desterrado; de algunos aspectos de su vida al retornar del exilio y, por último, sobre su fallecimiento.

El 7 de octubre de 1927, como contestación a las quejas recibidas de sus diocesanos y de los jefes de la Liga Nacional para la Defensa de la Libertad Religiosa respecto a los rumores, nada infundados, sobre unos posibles acuerdos “no fundados en una efectiva derogación de las leyes” (1967, p. 79, citado por Barquín y Ruiz) entre miembros del Episcopado mexicano –veremos en seguida sus nombres– y el gobierno de Plutarco Elías Calles, el combativo prelado de Cotija escribió su Segunda Carta Pastoral, en la que expresaba, de modo tajante:

“¡No, y mil veces no! Nuestra fe de católicos, nuestro deber de Prelados, nuestra dignidad, el respeto que debemos a las víctimas, el puesto que hemos conquistado ante el mundo, y finalmente la conciencia que tenemos de nuestra fuerza moral y espiritual, que centuplica nuestra misma fuerza física, todo nos hace repetir día a día, momento por momento, las palabras de la Carta Pastoral Colectiva: trabajaremos porque ese decreto y los artículos antirreligiosos de la Constitución sean reformados, y no cejaremos hasta verlo conseguido” (1967, p. 80).

Las negritas son nuestras.

Para Monseñor González, ni la Iglesia ni los fieles debían claudicar en la lucha, y mucho menos pactar con el régimen. Para él, lo mismo que para incontables católicos, y por supuesto para los cristeros, la opción de una componenda era impensable y equivalía no sólo a renunciar a los principios que tanto habían intentado defender, sino a una derrota categórica en todos los sentidos, inclusive el moral y el psicológico. ¿De qué serviría tanto sacrificio y derramamiento de sangre si, al acabar con la resistencia, el gobierno –que militar, legal y políticamente llevaba las de ganar– obtenía lo que quería?

Catedral de Durango, sede de la Diócesis regenteada por Monseñor José María González y Valencia. Fotografía del INAH, mejorada por la autora.

Recordando lo que el Episcopado había suscrito en la Carta Pastoral Colectiva del 25 de julio de 1926, Monseñor José María dijo:

“Contando con el favor de Dios y con vuestra ayuda, trabajaremos para que ese decreto [la Ley Calles] y los artículos antirreligiosos de la Constitución sean reformados y no cejaremos hasta verlo conseguido. ¿Y creéis que íbamos a olvidar esas palabras y a tener hoy por aceptable lo que ayer tuvimos por indigno?” (1967, p. 79).

Referíase, claro, a las leyes inicuas, las cuales, en caso de llegar a un “acuerdo” con el régimen, no serían alteradas ni un ápice, y mucho menos anuladas.

Dos de sus compañeros en el Episcopado, no obstante, no compartían aquella idea ni por asomo. En efecto: se trataba de los dos prelados mencionados al principio de esta serie, los obispos Pascual Díaz y Barreto y Leopoldo Ruiz y Flores. Pero Monseñor González y Valencia no cejó en su posición. Resulta oportuno decir que su actuación no se limitó a la prensa y a los meros vocablos, sino que participó en numerosos eventos de solidaridad al pueblo católico perseguido, en las que aprovechaba para impulsar y fomentar apoyos, sobre todo materiales, para la Liga, cuya participación en la Cristiada fue fundamental en el ámbito bélico. Asimismo, exiliado como estaba en Europa, sin poder pisar su patria, impartió incontables conferencias al respecto durante los tres meses que pasó en Alemania. Así lo refirieron diversos números del diario vaticano L’Osservatore Romano.

Sin embargo, pese a la oposición de incontables católicos y de los tres obispos que estaban a favor de la resistencia armada por parte de aquéllos, las “negociaciones” entre el gobierno del presidente interino Emilio Portes Gil –sucesor de Álvaro Obregón luego de su asesinato en julio de 1928– y los dos eclesiásticos prosiguieron. A los cristeros no se les tomó en cuenta en ningún momento.

El 2 de junio de 1929, el general Enrique Gorostieta Velarde, jefe supremo de los cristeros, fue asesinado en las cercanías de Atotonilco el Alto, Jalisco. El militar neolonés se había opuesto terminantemente a la idea de un pacto pero, como al resto de sus hombres, fue ignorado. Entre tanto, Pascual Díaz y Leopoldo Ruiz continuaron parlamentando.

Los obispos Leopoldo Ruiz y Pascual Díaz, que concretaron el armisticio que puso final a la Guerra Cristera. Imagen editada y mejorada por la autora.

Por fin, el 21 de junio del mismo año, se efectuaron los “arreglos”. Los templos volverían a abrirse y podría haber Sacramentos en ellos otra vez. Los artículos antirreligiosos y anticlericales de la Constitución permanecerían como siempre. Y los cristeros tendrían que entregar las armas y aceptar el supuesto “licenciamiento”, aun a sabiendas de que el gobierno no respetaría sus vidas… como en efecto aconteció. Fue el modus moriendi para una muy significativa porción de los ex combatientes.

Otra de las condiciones para los “arreglos”, que Díaz y Ruiz acabaron por aceptar, fue que tres prelados se quedaran fuera del país por tiempo indefinido. Los nombres no sorprendieron a nadie: José Manríquez y Zárate, Francisco Orozco y Jiménez –V Arzobispo de Guadalajara, perseguido por el régimen desde hacía más de diez años, y que había atendido a sus fieles a salto de mata– y José María González Valencia. Al hallarse ya en el destierro, tanto el primero como el tercero no pudieron retornar a su patria. El segundo sí tuvo que irse.

Monseñor Francisco Orozco y Jiménez (1864-1936), oriundo de Zamora, Michoacán. Su destierro, como el de José María González y Valencia, fue una de las condiciones de la componenda de 1929. Fotografía mejorada por la autora.

Monseñor González y Valencia volvió a México un tiempo después, aunque no nos fue factible hallar la fecha exacta. Con todo, sí se sabe que estuvo presente en un banquete ofrecido a los prelados mexicanos al finalizar la Misa pontifical con que se celebró el Cuarto Centenario de las Apariciones de la Virgen de Guadalupe en el cerro del Tepeyac, el 12 de diciembre de 1931. Cuando llegó su turno al mitrado de Durango para hacer su brindis, pidió oraciones para su compañero y amigo Manríquez y Zárate, cuya expatriación se prolongaría hasta 1944. El 24 de octubre de 1932, le dirigió incluso una carta abierta, en la que le decía:

Monseñor José de Jesús Manríquez y Zárate, amigo de José María González y Valencia, quien, como éste, tuvo que permanecer exiliado a raíz de los “arreglos”.  Fotografía mejorada por la autora.

“¿Qué será de nosotros? ¿Cuál será nuestro porvenir? ¿Veremos el triunfo de la Iglesia, por la que tanto hemos luchado, o bajaremos al sepulcro, sólo con la esperanza de mejores días? Nada de esto sabemos, ni aun podemos siquiera adivinarlo. Una sola cosa debemos tener por cierta, y es que, si somos fieles a nuestra vocación y proseguimos laborando intrépidamente por la fe, no sólo consumaremos felizmente nuestra carrera mortal, sino que aceleraremos para nuestra Patria el día venturoso de la verdadera Libertad” (1967, pp. 96-97).

Después de que estalló la Guerra Civil española en julio de 1936, Monseñor González Valencia fue el primero que externó pública y abiertamente su adhesión al Alzamiento Nacional capitaneado por el general Francisco Franco Bahamonde en contra de la II República, jacobina y masónica. En su Pastoral del Arzobispo de Durango (México) acerca de los actuales acontecimientos de España, fechada el 8 de septiembre del mismo año, el prelado abordó tanto el enfrentamiento en sí como las tentativas de descatolizar la nación hispana a través del comunismo ateo y del marxismo y la matanza de todos aquellos que no aceptaran ambas ideologías.

Interior de una de tantas iglesias quemadas y profanadas en España durante la crudelísima persecución religiosa que alcanzó su clímax en la Guerra Civil española.

He aquí un breve extracto de las palabras de Monseñor:

“En Nuestro propio nombre y en el de Nuestros sacerdotes y fieles, queremos también manifestar nuestro afecto fraternal, honda simpatía, interés vivísimo y cordial a los Obispos españoles, Nuestros muy amados Hermanos, a sus sacerdotes y a sus fieles que están padeciendo tan crueles penas. Hoy más que nunca, en esta hora del martirio, Nos sentimos vinculados con ellos” (1967, p. 104).

A nuestro biografiado se unieron, más tarde, novecientos prelados de diversas latitudes, al reparar en el horroroso cariz anticatólico que tomó la revolución por parte de los republicanos y comunistas y a la tremebunda persecución religiosa, peor aún que la de México, desatada durante aquel trienio sangriento a lo largo y ancho de la Madre Patria.

El 28 de octubre de 1957, junto con su amigo José de Jesús Manríquez, Monseñor José María González celebró sus bodas de oro como presbítero. Le faltaba poco más de un año para partir a la Eternidad.

Aunque es un dato muy poco conocido, Monseñor José María González Valencia entregó su alma al Señor en la actual Capital de la Ciénega de Chapala, la ciudad de Sahuayo, Michoacán –cercana a su natal Cotija–, que aún llevaba el apellido del general y presidente Porfirio Díaz. Era el 27 de enero de 1959. Tenía setenta y cuatro años y cuatro meses de edad.

Plaza principal de Sahuayo, con el templo parroquial de Santo Santiago Apóstol y el Portal Patria. Esta urbe fue la que vio partir de ese mundo a Monseñor González y Valencia. Imagen de México en Fotos.

Cotija y Durango lo lloraron amargamente, por igual, pero también Zamora lamentó su muerte. Además de haber estudiado allí, dado clases y dirigido espiritualmente a los seminaristas, era un hombre muy querido por la gente. Cuantos lo conocieron y trataron lo estimaron enormemente por su carácter espontáneo y jovial, que sabía conjuntar la sencillez y naturalidad con la energía y la eficacia en el actuar, cualidades de las que dio pruebas mientras duró su carrera terrenal.

Un colegio en Victoria de Durango lleva su nombre.

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Bibliografía:

Barquín y Ruiz, A. (1967). José María González Valencia, Arzobispo de Durango. México: Jus.

Meyer, J. (1977). La Cristiada. Tomo I: La guerra de los cristeros. México: Siglo XXI Editores.

El prelado cotijense que aprobó la lucha cristera desde las puertas de Roma (II)

La historia de Monseñor José María González y Valencia. Segunda parte

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Monseñor José María González y Valencia (1884-1959), ca. 1924. Detalle de una fotografía del Instituto Nacional de Antropología e Historia, mejorada y editada por la autora.

En la entrada anterior dejamos al padre José María González y Valencia, ordenado en 1907, mientras desempeñaba su cargo como profesor del plantel levítico de Zamora. Pudimos, asimismo, leer sobre sus orígenes en Cotija de la Paz, sus primeros estudios y diversos pormenores de su formación eclesiástica. En el presente texto abordaremos los siguientes años de su ministerio sacerdotal, los avatares y vicisitudes que tuvo que enfrentar durante los cruentos años de la Revolución y, por último, su ascenso meteórico en la jerarquía de la Iglesia hasta adquirir el título por el cual es conocido en la Historia de México, tanto en el ámbito civil como en el religioso.

En 1912, ya siendo Francisco I. Madero primer mandatario, el padre José María recibió la encomienda de encargarse de la disciplina del Seminario Mayor. Por si fuera poco, asumió el cargo de vicerrector en ambos Seminarios. En los tiempos libres que tantas obligaciones le dejaban, se dedicaba al confesionario, en tanto que, durante sus vacaciones, acudía a su natal Cotija para auxiliar al párroco.

El presidente oriundo de Parras muy pronto vio cómo su sueño democrático se bamboleó y trocó en añicos. Además de Emiliano Zapata, Pascual Orozco Vázquez se insurreccionó en su contra. Sin demora y deseoso de auxiliar al prójimo, el padre González Valencia solicitó una licencia para sumarse como agregado a la Brigada de la Cruz Roja y socorrer a los heridos de los enfrentamientos pascualistas, en el norte de México. El permiso le fue concedido. En cuanto la rebelión fue sofocada, González y Valencia retomó sus labores en su terruño.

Pascual Orozco, uno de los revolucionarios que se insurreccionó contra Madero. El padre González y Valencia acudió, como miembro de las Brigadas de la Cruz Roja para ayudar a los heridos en los enfrentamientos entre pascualistas y federales.

Aquella situación de relativa calma no duró mucho. Tras la caída y asesinato de Madero, se desató una nueva faceta de la Revolución: el alzamiento carrancista, llamado “constitucionalista” por sus fautores y partidarios, que se distinguió, además de las tropelías y el pillaje –que dio lugar al término “carrancear” como sinónimo de “robar”– por una profunda animadversión hacia el clero católico, hacia la Iglesia y, en términos generales, hacia el catolicismo. Los cabecillas y sus tropas, a la par que asolaban las poblaciones por las que pasaban, asesinaban y violaban mujeres, profanaban y quemaban templos y capillas, aprehendían y aun mataban presbíteros, destruían imágenes sagradas y hasta tomaban bebidas alcohólicas en los cálices y copones, daban las Hostias consagradas a la caballada y utilizaban como trapos o simples telas los ornamentos sagrados. En resumen, se dedicaban a la rapiña y al sacrilegio.

Como resultado de aquellas asechanzas y ataques, cada vez más reiterados, la Parroquia de Peribán, cerca de Los Reyes, Michoacán, se quedó sin párroco: éste fue tomado preso por los carrancistas y deportado a la temible prisión de las Islas Marías. Corría 1914. El Vicario General de la Diócesis de Zamora, que residía en Guadalajara, lo nombró señor cura interino de Peribán.

Plaza de Peribán, Michoacán, donde el padre José María González y Valencia prestó sus servicios sacerdotales en los tiempos del alzamiento carrancista. Fotografía de Peribán Al Momento, mejorada y editada por la autora.

La persecución religiosa por parte de los revolucionarios, máxime de los carranclanes –término despectivo usado para los carrancistas– alcanzó matices sistemáticos en la región del Occidente y del Bajío, e irrumpió en la Diócesis zamorana en agosto de 1914. Las circunstancias eran tan riesgosas y comprometidas que el Obispo de Puebla, Enrique Sánchez Paredes, amigo del padre José María, le ofreció mudarse a la Ciudad de los Ángeles con su familia para ponerse a salvo y, allá, ser profesor en el Seminario. El interpelado, no obstante, prefirió quedarse con sus feligreses.

Al frente de su grey, a la que no quiso abandonar, sufrió continuas penalidades. Residiendo en Cotija, el 20 de marzo de 1918, fue testigo del incendio –autoría de los bandidos comandados por el terrible José Inés Chávez García, cuya fama era proporcional a la magnitud de sus crímenes– de su propia vivienda y de dos templos, así como de todo el Portal Hidalgo, en el centro de la localidad. Como si aquello no hubiese bastado, perdió a una de sus hermanas, ultimada a balazos por los bandoleros, que habían querido mancillarla. En vez de sufrir tal deshonra, la señorita entregó su vida terrenal. Otra de las hermanas del padre sufrió graves lesiones, por las que tuvo que someterse, por espacio de seis años, a largas y dolorosas intervenciones quirúrgicas. Andrés Barquín y Ruiz, citando a Plancarte Igartúa, dice que el atribulado sacerdote “bendijo al Señor y perdonó de corazón” (1967, p. 14) a aquellos asesinos.

El temido José Inés Chávez García (sentado, al centro) con su Estado Mayor. Fue él quien –a semejanza de lo que hizo en incontables localidades– asoló Cotija de la Paz en 1918. Como resultado, una de las hermanas del padre González y Valencia perdió la vida.

En la década de 1920, la carrera del presbítero González y Valencia avanzó con rapidez hacia las alturas de la jerarquía eclesiástica. En junio de aquel año, se le encomendó una prebenda en el Cabildo catedralicio de Zamora, que el comisionado conjuntó –intriga saber de dónde obtenía tiempo– con largos ratos en el tribunal de la penitencia, la catequesis infantil y la guía de la Acción Social-Católica. El 22 de febrero de 1922, fue preconizado como Obispo Auxiliar de Durango y como Titular de Siunia –sede sufragánea de Sebastián en Armenia Prima–. Luego, el 28 de julio de 1923, se le nombró vicario capitular. Por fin, unos meses más tarde, recibió el título por el que sería conocido en la Historia de México: el 8 de febrero de 1924, el Papa Pío XI lo designó como Arzobispo de la Arquidiócesis de Durango, cuya sede estaba vacante por el deceso de Monseñor Francisco Herrera y Mendoza –nacido en Tingüindín en 1852–, acaecido el 23 de julio de 1923.

La consagración episcopal se llevó a cabo en la Catedral de Zamora. Aquel mismo día, junto con él, su pariente Francisco González Arias fue ungido como cabeza de la Diócesis campechana. El 11 de abril del mismo año se llevó a cabo la toma de posesión de su cargo, el cual desempeñaría hasta su fallecimiento. El día de la Asunción de la Santísima Virgen, 15 de agosto, en magnífica ceremonia, le fue impuesto el palio arzobispal de manos de su primo Monseñor Antonio Guízar y Valencia, Obispo de Chihuahua. El flamante obispo cotijense tenía treinta y nueve años.

Antigua Catedral de Zamora, en la que fue consagrado obispo Monseñor José María González y Valencia. Imagen de México en fotos, mejorada y editada por la autora.

Entre tanto, la situación de la Iglesia Católica en la Nación Mexicana empeoraba día con día. En julio de 1924, el candidato del presidente Álvaro Obregón Salido, su coterráneo Plutarco Elías Calles, “ganó” la contienda electoral. La persecución, de por sí severa, se agudizaría todavía más. Las protestas tanto de los fieles como de la jerarquía, asimismo, se volverían más enérgicas. En el segundo ámbito, el ahora Monseñor José María González y Valencia tendría una participación destacada, materia de la continuación de esta entrada.

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Fuentes y bibliografía:

Barquín y Ruiz, A. (1967). José María González Valencia, Arzobispo de Durango. México: Jus.

Testimonios orales de María del Carmen Ávalos Herrera, cuya madre, María Luisa Herrera Mendoza, radicó en Zamora durante los años de la Revolución y constató las barbaries y sacrilegios cometidos por las hordas carrancistas.