Centenario de la Encíclica «Quas Primas» del Papa Pío XI

Institución de la Solemnidad de Cristo Rey en 1925

Lic. Helena Judith López Alcaraz, cronista honoraria adjunta de Sahuayo

En una fecha como ayer, 11 de diciembre, pero hace exactamente cien años, desde la Ciudad Eterna, Su Santidad Pío XI –el mismo que siguió de cerca la persecución religiosa en México, habló al respecto y también pidió oraciones a todo el mundo por los católicos perseguidos en nuestro país–, el Pontífice que impulsó la Acción Católica, instituyó la Solemnidad de Cristo Rey. Esto estuvo motivado, en gran medida, por el ejemplo de la Nación Mexicana. Recordemos que ya años antes, en 1914, al ser consagrado México al Sagrado Corazón de Jesús, había sonado por primera vez el grito «¡Viva Cristo Rey!»

El 11 de diciembre de 1925, el Papa Pío XI publicó esta Encíclica, «Quas Primas. Sobre la fiesta de Cristo Rey» («Como las primeras» en español) y declaró:

Su Santidad Pío XI, quien instauró la Solemnidad de Cristo Rey el 11 de diciembre de 1925 a través de la Encíclica «Quas Primas».

«Ponemos digno fin a este Año Jubilar introduciendo en la sagrada liturgia una festividad especialmente dedicada a Nuestro Señor Jesucristo Rey».

Asimismo, el Papa reconoció: «Ha sido costumbre muy general y antigua llamar Rey a Jesucristo, en sentido metafórico, a causa del supremo grado de excelencia que posee y que le encumbra entre todas las cosas creadas» mas resaltó que era preciso que se le concediese real y verdaderamente, en sentido estricto, tal título, «porque como Verbo de Dios, cuya sustancia es idéntica a la del Padre, no puede menos de tener común con él lo que es propio de la divinidad y, por tanto, poseer también como el Padre el mismo imperio supremo y absolutísimo sobre todas las criaturas». Al mismo tiempo, señaló que dicha Reyecía posee asimismo una triple potestad, como redentor pero al mismo tiempo como legislador y como juez. Y pasó a enumerar diversos pasajes, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, que corroboran tal argumento, para después ocuparse del ámbito litúrgico:

«Y así como en la antigua salmodia y en los antiguos Sacramentarios usó de estos títulos honoríficos que con maravillosa variedad de palabra expresan el mismo concepto, así también los emplea actualmente en los diarios actos de oración y culto a la Divina Majestad y en el Santo Sacrificio de la Misa».

A este último respecto, basta revisar el Ordinario de la Misa para hallar expresiones semejantes: «Sólo Tú, Altísimo, Jesucristo» (Gloria), «Y de nuevo vendrá con gloria a juzgar a vivos y muertos, y Su reino no tendrá fin» (Credo), «De suerte que en la confesión de la verdadera y sempiterna Deidad sea adorada la propiedad en las Personas, la unidad en la Esencia y la igualdad en la Majestad» (Prefacio de la Santísima Trinidad), «Ofrecemos a tu excelsa majestad, de tus mismos dones y dádivas, la víctima pura, la víctima santa, la víctima inmaculada» (Oración Unde et mémores, posterior a la Consagración), «Por Cristo Nuestro Señor, por Quien siempre creas, Señor, estos dones, los santificas, los vivificas, los bendices y nos los comunicas. Por Cristo, con Él y en Él…» (Parte final de la invocación a los Santos e inicio de la Doxología final del Canon) y, naturalmente, el enunciado que a menudo se repite: «Por el mismo Señor Jesucristo, Tu Hijo, que contigo vive y reina en unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos».

Imagen alusiva al título del presente texto, que muestra a Jesucristo con los atributos reales: el cetro, el orbe y su corona. Detrás de Él está la bandera mexicana y, franquéandolo, dos ramas de palma, en recuerdo de su entrada triunfal a Jerusalén el Domingo de Ramos. Diseño y edición realizados por la autora.

En efecto, al ser Dios y Hombre verdadero, consustancial al Padre, que es Primera Persona de la Santísima Trinidad, «la soberanía o principado de Cristo se funda en la maravillosa unión llamada hipostática. De donde se sigue que Cristo no sólo debe ser adorado en cuanto Dios por los ángeles y por los hombres, sino que, además, los unos y los otros están sujetos a su imperio y le deben obedecer también en cuanto hombre; de manera que por el solo hecho de la unión hipostática, Cristo tiene potestad sobre todas las criaturas». Esta soberanía sobre ellas, escribió el Papa, no es «arrancada por fuerza ni quitada a nadie, sino en virtud de su misma esencia y naturaleza».

A continuación, quien en el siglo llevara el nombre de Ambrogio Damiano Achille Ratti expuso que el campo de la Realeza del Redentor se extiende a tres ámbitos: el espiritual, el temporal y el de los individuos y las sociedades.

Después de explicar cada uno de estos aspectos, Pío XI decretó:

«Por tanto, con nuestra autoridad apostólica, instituimos la fiesta de nuestro Señor Jesucristo Rey, y decretamos que se celebre en todas las partes de la tierra el último domingo de octubre, esto es, el domingo que inmediatamente antecede a la festividad de Todos los Santos. Asimismo ordenamos que en ese día se renueve todos los años la consagración de todo el género humano al Sacratísimo Corazón de Jesús, con la misma fórmula que nuestro predecesor, de santa memoria, Pío X, mandó recitar anualmente».

La primera vez que se celebró la fiesta de Cristo Rey en la Iglesia Universal fue el último domingo de octubre de 1926, día 25, cuando ya en México los cultos habían sido suspendidos y, poco a poco, comenzaban a estallar los diversos levantamientos armados de los católicos en contra del régimen perseguidor. Pero allí no se quedó todo, porque muy pronto su grito de batalla honró la festividad recién establecida: «¡Viva Cristo Rey!» Con esta aclamación vivían, luchaban y morían, al grado de que el gobierno, con desprecio, les dio el mote despectivo de «cristeros».

Pero para ellos, era la mayor de las glorias. Y también para los Mártires que fueron surgiendo a lo ancho y largo del país. Todos ellos morían con el vítor santo a flor de labios, a menudo uniendo el nombre de la Santísima Virgen de Guadalupe.

Actualmente, en el calendario posterior al Concilio Vaticano II, la festividad se denomina «Solemnidad de Cristo Rey del Universo» y se celebra el último domingo del año litúrgico, inmediatamente antes del primer domingo de Adviento. Empero, la fecha fijada por Pío XI todavía se observa en las comunidades que conservan la Liturgia preconciliar.

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Bibliografía litúrgica: Misal Diario Católico Apostólico Romano 1962 editado por Ángelus Press.

Enlace completo a la Encíclica Quas Primas: https://www.vatican.va/content/pius-xi/es/encyclicals/documents/hf_p-xi_enc_11121925_quas-primas.html

El retorno a las catacumbas

Poema alusivo a la suspensión del culto público decretada por el Episcopado Mexicano en julio de 1926

Lic. Helena Judith López Alcaraz, cronista honoraria adjunta de Sahuayo

Luto general, llanto en los ojos,
filas eternas, las iglesias llenas,
Sagrarios vacíos, la gente de hinojos,
sollozos acerbos, grandísima pena.

Tal sucedió un julio treinta y uno,
en el que suspendieron los cultos;
ya Sacramentos no habría ninguno,
los sacerdotes estarían ocultos.

Fue la medida con que los prelados
protestaron por la nueva “Ley Calles”;
emitió su Carta el Episcopado,
mas dejaron tras de sí profundos ayes.

“No es el entredicho, amados hijos”,
dijeron a los fieles compungidos;
pero en su mente solamente quedó fijo:
no más Misas, confesiones ni Bautismos.

Ni los Óleos Santos al moribundo,
o absolución al pecador contrito;
¡en verdad reinaba pesar profundo,
aflicción sin par, agobio infinito!

Y fueron denudados los altares,
de los tabernáculos se fue Cristo,
entre dolor, lágrimas a mares
y grande sufrimiento, nunca visto.

Amanecieron mudos los badajos,
los tañidos no llamaron a Misa…
y el culto, suspendido de tajo,
tuvo que realizarse… a escondidas.

Fue así como el incruento Sacrificio
tornóse clandestino y a tal grado
que con arresto, cárcel o suplicio
tal “delito” sería castigado.

Mas las familias prestaron, valientes,
para tan sagrado fin sus hogares:
Cristo Rey continuaría presente
entre aquellos mexicanos ejemplares.

En persistente riesgo de traición,
el corazón latiendo con temor,
a merced de súbita delación,
pero siempre con incansable amor.

Se improvisaron los escondites,
a pesar de la persecución cruel;
y fue así como el celestial convite
pervivió para aquel pueblo tan fiel.

Un pueblo que defendió sin ambages
lo que más amaba: su fe, su Dios,
y por Él supieron verter su sangre,
con el gran vítor de postrer adiós.

Tal clamor salía de sus gargantas,
frente al fusil o con dogal al cuello;
era la aclamación bendita y santa,
unida con el último resuello:

“¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la Virgen de Guadalupe!“

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Seminario Mayor, cuartel y Secretaría de Cultura

Breve historia del antiguo Seminario Conciliar de San José de Guadalajara, luego convertido en la famosa XV Zona Militar, y su relación con algunos Mártires jaliscienses de la persecución religiosa

Lic. Helena Judith López Alcaraz, cronista honoraria adjunta de Sahuayo

Este bello y enorme inmueble, que hoy es sede de la Secretaría de Cultura, albergó al Seminario Conciliar de San José, el Seminario Mayor de Guadalajara. Por sus corredores transitaron diversos Mártires Mexicanos, entre ellos los ahora Santos Justino Orona Madrigal (ingresó en 1894), David Galván Bermúdez (en 1895), José María Robles Hurtado (1901), Pedro Esqueda Ramírez (1908, luego de haber estudiado en el Seminario auxiliar de su natal San Juan de los Lagos) Genaro Sánchez Delgadillo y Sabás Reyes Salazar (1899; no terminó allí sus estudios, pues lo enviaron a la Diócesis de Tamaulipas). San Pedro Esqueda, en contraste, fue uno de tantos seminaristas echados a la calle en 1914, y se vio obligado a interrumpir sus estudios. De San Genaro Sánchez, que también entró allí, aún desconocemos el año en que ingresó, pero sabemos que fue al acabar la primaria y que se ordenó en 1911.

Fachada principal del «Edificio Arroniz», antiguo Seminario Diocesano de Guadalajara, como luce en la actualidad. Fotografía tomada por la autora.

El inmueble también era conocido como «Edificio Arroniz», en recuerdo de quien lo proyectó e inició su edificación, el ingeniero Antonio Arroniz Topete, originario de Ameca, Jalisco, y casado con Elena Ponce Dávila. El terreno, originalmente, había sido ocupado por religiosas agustinas, cuyo convento databa de 1733. A causa de las Leyes de Reforma, las monjas fueron desalojadas y el edificio quedó abandonado. En 1868 se le cedió a la Arquidiócesis para que allí se instalara el Seminario. Allí empezaron sus estudios Santos Mártires como Julio Álvarez Mendoza (1880), José Isabel Flores Varela (1887) y Cristóbal Magallanes Jara (1888), ordenados respectivamente en 1894, 1896 y 1899.

En 1890, dados los daños estructurales, el entonces Arzobispo, D. Pedro Loza y Pardavé (muerto en 1898), recomendó que fuera reconstruido. La obra quedó a cargo del ingeniero Arroniz.

Ingeniero Antonio Arroniz, cuyo apellido dio nombre al edificio que alguna vez albergó a los seminaristas tapatíos, el día de sus nupcias canónicas con Elena Ponce Dávila, el 2 de febrero de 1882 –esto es, ocho años antes de empezar la comisión de Pedro Loza–. Fotografía digitalizada por Bernardo Camacho García.

El edificio que hoy conocemos empezó a ser construido en 1891 y fue finalizado en 1904, si bien fue inaugurado dos años antes. En ese año, el Arzobispo José de Jesús Ortiz, sucesor de Jacinto López y Romo y antecesor de Francisco Orozco y Jiménez, determinó separar los Seminarios Mayor y Menor; el primero se quedó en el flamante inmueble.

En 1914, al llegar las tropas carrancistas encabezadas por Álvaro Obregón Salido, éstas incautaron el Seminario. Con lujo de violencia, arrojaron a los estudiantes a la calle y destruyeron la biblioteca y los gabinetes de física y química; además remataron los libros.

Así lucía el ex Seminario tapatío, posteriormente XV Zona Militar, hacia finales del siglo XIX. Fotografía editada y ampliada por la autora.

A partir de entonces el edificio fungió como cuartel y como sede de la famosa XV Zona Militar de Guadalajara, V a partir de 1995. En 2009, la Secretaría de la Defensa Nacional lo cedió al Gobierno jalisciense –entonces encabezado por Emilio González Márquez– y se instaló allí el Museo de Arqueología de Occidente, inaugurado en 2011. Cuatro años más tarde, el Museo pasó a ser, y hasta la fecha, la sede de la Secretaría de Cultura del Estado de Jalisco. Su fachada principal se encuentra en la calle Zaragoza, justo enfrente de la Escuela Preparatoria #1.

Vale la pena hacer mención de la actual biblioteca del recinto, en la cual se resguarda el acervo del historiador y genealogista Gabriel Agraz García de Alba.

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«El General Invencible»

Breve semblanza de Enrique Gorostieta Velarde, primer general en jefe de la Guardia Nacional (Ejército Cristero)

Lic. Helena Judith López Alcaraz, cronista honoraria adjunta de Sahuayo

El próximo 2 de junio se cumplirán 96 años de la muerte del general Enrique Gorostieta Velarde, militar de carrera, condecorado en varias ocasiones, que fue el primer general en jefe del Ejército Cristero y el que logró organizarlo y convertirlo en lo que él nombró como “Guardia Nacional”. Por este motivo, en vista del ya muy cercano aniversario, presentamos una biografía suya, preparada especialmente para la ocasión.

Detalle de un retrato del Gral. Enrique Gorostieta Velarde (1890-1929), editado y mejorado por la autora.

Su nombre completo era Enrique Nicolás José Gorostieta Velarde. Nació el 18 de septiembre de 1890 en Monterrey, Nuevo León. Fue hijo del abogado, político y escritor Enrique Gorostieta González, que fungió como ministro de Porfirio Díaz Mori, y de María Velarde Valdez-Llano, quienes además de nuestro personaje engendraron a Eva María Valentina y a Ana María. Enrique era el hijo menor. Don Enrique Gorostieta Sr., además, colaboraba con periódicos neoloneses destacados como El Horario y Flores y Frutos.

El niño fue bautizado el 19 de abril de 1891, tal como consta en la partida eclesiástica que a continuación transcribimos. La parroquia en la que recibió el primer Sacramento estaba dedicada a Nuestra Señora del Roble.

Fe de Bautismo de Enrique Gorostieta. Resaltados y edición por la autora.

Al margen izquierdo: N° 89 / Enrique Nicolas / José Gorrostieta

Dentro: En la Vicaría del Roble de Monterey, á diez y nueve de Abril / de mil ochocientos noventa y uno, el Canónigo Eleuterio Fernan- / dez, Capellan del Robe bautizó solemnemente á Enrique Ni- / colas José, nació el diez y ocho de Septiembre del año pasado, hi- / jo legítimo de Enrique Gorrostieta y Maria Velarde fueron sus padri- / nos Mauro Sepúlveda y Librada Gonzalez á quienes se les advir- / tió su obligaciín y parentesco espiritual. Y para constancia lo firmo.

Bartolomé García Guerra (Rúbrica)

Su acta de nacimiento, por su parte, dice:

Al margen izquierdo: Enrique / Nicolas / José / Gorostieta

Dentro: Acta 452 cuatrocientos cincuenta y dos. En / la Ciudad de Monterrey á dos de Octubre de / mil ochocientos ochenta noventa, ante mi / el Juez, primero del estado civil, presento el / Señor Licenciado Enrique Gorostieta de treinta y un / años de edad de este origen y vecindad á un niño á quien doy fé haber visto vivo que na- / cio el dia diez y ocho del pasado á las las sie- / te de la mañana en la calle de Matamoros / casa número 88 y se le puso por nombre En- / rique Nicolás José Gorostieta quien es hijo / legítimo suyo y de su esposa la Señora Ma- ria Velarde de veinti y cinco años de edad del / mismo origen; abuelos paternos Don Nico- / las Gorostieta y Doña Soledad Gonzalez y / maternos Don Fernando Velarde y Doña Anto- / nia Valdés. […] de lo que en cumplimiento / de la ley para que surta los efectos civiles / hice constar por la presenta acta que lei al / presentando y testigos Juan Martinez y An- / tonio Jimenez mayores de edad y de esta / vecindad quienes de conformidad firma- / ron los que supieron conmigo el Juez. / Doy fé = Santiago Sainz Rico. = Enrique Gorostieta.

Es copia que certifico.

Santiago Sainz Rico. (Rúbrica)

Al llegar a la juventud, Enrique decidió seguir la carrera de su abuelo paterno, Nicolás Gorostieta. Ingresó al Heroico Colegio Militar, instalado en el castillo de Chapultepec. Fue ahí, de acuerdo con Negrete (2019), “donde se definieron los principales rasgos de su carácter: dominante, impulsivo, aventurero, inteligente, de ideales firmes por los cuales estaba dispuesto a luchar” (p. 35). Como alumno siempre demostró gran aprovechamiento y obtuvo excelentes calificaciones y varias condecoraciones –sin dejar de lado que Asimismo, estudió en la prestigiosa Academia West Point, en Estados Unidos–. . Siendo todavía cadete fue asignado, en 1910, al cuerpo de ingenieros del Ejército Mexicano y luego, el 6 de mayo de 1911, unas semanas antes de la renuncia de Porfirio Díaz Mori, el grado de teniente táctico de artillería.

Ya graduado, con dicho rango, y fiel a sus convicciones y juramento de proteger y respetar la figura del primer mandatario, luchó a las órdenes del general Felipe Ángeles, durante el efímero gobierno maderista. Bajo el mando de Victoriano Huerta, aún siendo Madero presidente, combatió contra Emiliano Zapata en Morelos, contra Pascual Orozco en el Norte y, por último, contra los estadounidenses en Veracruz. Al ascender el colotlense al poder tras el golpe de Estado de febrero de 1913, Gorostieta fue nombrado capitán primero y recibió la Cruz del Mérito Militar de tercera clase. Talentoso estratega y valeroso artillero, defendió exitosamente su natal Monterrey del ataque de Pablo González y tuvo el mérito de ser, a los veinticuatro años, el general brigadier más joven de la historia. Sin embargo, al ser disuelto el Ejército federal en agosto de 1914, con la firma de los tratados de Teoloyucan, su hasta entonces impecable carrera militar se fue a pique.

Enrique Gorostieta, joven, con su uniforme de campaña. Fotografía mejorada y editada por la autora.

Exiliado, trabajó como ingeniero en El Paso, Texas, y luego en La Habana, Cuba. Pudo volver a México en 1921, cuando Álvaro Obregón ya estaba en la presidencia. El 22 de febrero de 1922 se casó con Gertrudis Lasaga Sepúlveda, a la que llamaba “Tulita” de cariño, con quien tuvo cuatro hijos: Enrique, que nació el 23 de septiembre de 1923 y falleció a fines de mayo de 1924; Enrique, nacido el 18 de enero de 1925; Fernando, que vino al mundo en 1926; y Luz María, en 1928, a quien conoció únicamente en fotografía. Por esos años emprendió varios negocios y, a la vez, rechazó la invitación de formar parte en dos rebeliones militares. Alejado de la vida que había conocido por tantos años, probó diversas ocupaciones, desde distribuidor de dulces hasta fabricante de jabones. Él mismo reconocería después que fueron tiempos difíciles, donde la falta de dinero hizo complicada su vida familiar.

El general Enrique Gorostieta y su esposa Gertrudis el día de sus nupcias. Imagen editada, retocada y mejorada por la autora.
Gertrudis Lasaga Sepúlveda, esposa de Gorostieta, su querida «Tulita». Mejora y edición de imagen hechas por la autora.

Cuando estalló la Cristiada, en los últimos meses de 1926 y los primeros de 1927, los alzamientos se dieron de modo espontáneo, sin coordinación ni recursos. Durante muchos meses, se trató de una guerra de guerrillas, con focos de insurrección aquí y allá, y combatientes cuyo número era tan elevado como escasos sus víveres y municiones, inconexa, y, sin dejar de lado la causa principal que se defendía, más idealizada que realista u operativamente factible. La Liga Nacional para la Defensa de la Libertad Religiosa (LNDLR) intentó organizar y dirigir el movimiento, pero no tuvo éxito. En consecuencia, pensó en contratar un militar de carrera que se encargara de convertir las tropas cristeras en un verdadero ejército. El elegido fue Gorostieta, a quien llamaban “el General Invencible”.

Contra todo pronóstico, sin armas ni municiones suficientes, nuestro biografiado convirtió a un puñado de alzados desorganizados y aislados entre sí en un ejército en regla, una fuerza militar formidable de más de veinticinco mil hombres, eficaces, fuertes, organizados, capaces de poner en jaque al régimen de Plutarco Elías Calles, al que llamó «Guardia Nacional». Sobreponiéndose a múltiples obstáculos, gracias a su hábil gestión, la escasez de recursos fue capitalizada en liderazgo, valor y disciplina. La perspectiva de la victoria apareció y fulguró frente a los cristeros. De hecho, al terminar el primer tercio de 1929, ya se habían hecho planes para tomar la ciudad de Guadalajara, para luego pasar a la capital del país. El proyecto, triste e irremisiblemente, se truncó con su muerte.

El general Gorostieta en campaña. Fotografía editada y mejorada por la autora.

El 4 de agosto de 1928, el Generalísimo Cristero escribió desde Los Altos de Jalisco un hermoso Manifiesto a la Nación, firmado como «Enrique Gorostieta Jr.», que iniciaba con estas palabras:

«Hace más de año y medio que el pueblo mexicano, harto ya de la oprobiosa tiranía de Plutarco Elías Calles y sus secuaces, empuñó las armas para reconquistar las libertades que esos déspotas le han arrebatado, especialmente la religiosa y de conciencia. Durante ese largo periodo, los «Libertadores» se han cubierto de gloria y los tiranos no han logrado otra cosa que hundirse más en el cieno y la ignominia, al pretender ahogar en sangre los pujantes esfuerzos de un pueblo que los detesta y que está decidido a castigarlos».

Los «Libertadores» no eran otros que los combatientes cristeros. Gorostieta proseguía su texto resumiendo la índole del movimiento y de los ideales de defensa de la religión, la superioridad de los adversarios en contraposición a la escasez que siempre padecieron los levantados en armas y, de forma especial, el martirio sufrido por incontables mexicanos de toda edad y condición, tanto varones como mujeres –esto lo resaltamos con negritas–:

Manifiesto a la Nación, fechado el 4 de agosto de 1928 (en el segundo aniversario de la defensa de los templos en Sahuayo de Díaz, Michoacán), del general Gorostieta. Subrayados hechos por la autora.

«Cierto es que no se ha obtenido la victoria final, pues son muchos los recursos materiales con que cuentan nuestros opresores, pero también es verdad que así se ha probado al mundo que el pueblo ha empuñado las armas contra sus tiranos, no movido por un transitorio sentimiento de ira y de venganza, sino impulsado y sostenido por altísimos ideales. Los «Libertadores» han derramado generosamente y sin medida su noble sangre; la juventud, la edad viril, la ancianidad y hasta la niñez y la mujer, han escrito brillantísimas páginas que inundarán de gloria a las generaciones que nos sucedan y el triunfo nuestro, en esta lucha sangrienta contra la bárbara disolución bolchevista, será el cauterio para las Américas y tal vez el principio de la curación universal».

Dolor tan intenso, valor tan grande, tan sublime heroísmo, serán inconmovibles bases en que se asienta la futura grandeza de la Patria y ante el magnífico espectáculo que México está ofreciendo al mundo, éste ha prorrumpido en exclamaciones de asombro y ha dado muestras ardientes de admiración, a pesar del silencio con que en la sombra las gloriosas hazañas, la abnegación, la fe, la perseverancia y el heroísmo de los luchadores.

Luego de exponer el plan general del movimiento, sin dejar –es un rasgo llamativo– de tomar en cuenta la posibilidad que también las mujeres mexicanas pudiesen emitir su voto en plebiscitos y referéndums, Gorostieta finalizó su Manifiesto diciendo:

Con mi nuevo carácter [el de Jefe Militar del Movimiento Libertador], nada nuevo tengo que deciros. Seguiré con vosotros como antes; como antes, sufriré con vosotros el hambre y la sed. Como siempre pelearé a vuestro lado. Como siempre exigiré lealtad y obediencia, valor y abnegación. Como antes os ofrezco, llegar hasta el fin y como antes, por único premio: la satisfacción de la dignidad propia y la de haber cumplido con el deber; ánimo, la victoria está cerca y ahora más que antes, esto sí; os exhorto a que a todos los vientos y a toda hora sólo se oiga nuestro grito de guerra: ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la Virgen de Guadalupe! ¡Muera el mal Gobierno!

Dios, Patria y Libertad

Por otro lado, nuestro «General Invencible» era contrario a las negociaciones que los obispos Pascual Díaz y Barreto y Leopoldo Ruiz y Flores, como representantes del ala conciliadora del Episcopado Mexicano, establecieron con el régimen, encabezado, desde el asesinato del presidente reelecto Álvaro Obregón, por el tamaulipeco Emilio Portes Gil. Tales gestiones ponían en entredicho no sólo la lucha cristera y, naturalmente, la victoria de las huestes católicas, sino las vidas y sacrificios de tantos hombres y mujeres a lo largo de casi tres años. En una carta fechada el 16 de mayo de 1929, dirigida a los susodichos prelados, Gorostieta se opuso a aquella idea de modo categórico:

«Desde que comenzó nuestra lucha, no ha dejado de ocuparse periódicamente la prensa nacional, y aun la extranjera, de posibles arreglos entre el llamado gobierno y algún miembro señalado del Episcopado mexicano, para terminar el problema religioso. Siempre que tal noticia ha aparecido han sentido los hombres en lucha que un escalofrío de muerte los invade, peor mil veces que todos los peligros que se han decidido a arrostrar, peor, mucho peor, que todas las amarguras que han debido apurar. Cada vez que la prensa nos dice de un obispo posible parlamentario con el callismo, sentimos como una bofetada en pleno rostro, tanto más dolorosa cuanto que viene de quien podríamos esperar un consuelo, una palabra de aliento en nuestra lucha, aliento y consuelo que con una sola honorabilísima excepción, de nadie hemos recibido […] Ahora que los que dirigimos en el campo necesitamos de un apoyo moral por parte de las fuerzas directoras, de manera especial de las espirituales, vuelve la prensa a esparcir el rumor de posibles pláticas entre el actual Presidente y el Sr. Arzobispo Ruiz y Flores […]».

Aquel «escalofrío de muerte» no era infundado, como tampoco el terrible impacto psicológico ante la idea de que fuesen miembros del mismo Episcopado quienes promovían la componenda y ante las consecuencias nefastas que un pacto traería para los «Libertadores», cuyas vidas no serían respetadas. No olvidemos que, de los treinta y ocho miembros que lo conformaban, sólo tres –José María González y Valencia, José de Jesús Manríquez y Zárate y Leopoldo Lara y Torres– habían aprobado abiertamente el movimiento cristero y reconocido, de manera pública, su licitud moral. Tampoco, por mencionar otro ejemplo, la Iglesia había aceptado brindar capellanes castrenses a las tropas, al grado de que, más bien, algunos sacerdotes habían decidido serlo por cuenta y voluntad propia, según su conciencia.

En adición, en honor a la verdad, Gorostieta les dirigió este acerbo reproche:

«No son en verdad los obispos los que pueden con justicia ostentar (una) representación. Si ellos hubieran vivido entre los fieles, si hubieran sentido en unión de sus compatriotas la constante amenaza de su muerte por sólo confesar su fe, si hubieran corrido, como buenos pastores, la suerte de sus ovejas…Pero no fue así ».

Sólo dos obispos, Francisco Orozco y Jiménez y Amador Velasco, que regían la Arquidiócesis de Guadalajara y la Diócesis de Colima respectivamente, habían permanecido con su grey, con todo lo que aquello implicaba.

Empero, contra y viento y marea, y pese a la oposición de las tropas cristeras, a las que no se tomó en cuenta en ningún momento, las tentativas de acuerdo entre el gobierno y la jerarquía eclesiástica prosiguieron. Por fin, unas semanas antes del armisticio del 21 de junio de 1929, el 2 del mismo mes, Gorostieta fue asesinado en la hoy ex Hacienda El Valle, en las cercanías de Atotonilco El Alto, Jalisco. Algunos miembros de su Estado Mayor murieron también; otros fueron capturados. Ya reunidos frente a los enemigos vencedores, los soldados llegaron con un cadáver al que han despojado de casi todo su vestido y calzado. El mayor federal Plácido Nungaray –a quien podemos ver en la fotografía de abajo– preguntó si lo conocían. Uno de los cristeros se adelantó y dijo: “Es el General Gorostieta”. Ni siquiera los adversarios sabían, hasta el momento, de quién se trataba.

Cuerpo de Gorostieta, ya sin sus botas, fotografiado junto con los oficiales que dirigieron el ataque que condujo a su asesinato en la Hacienda del Valle. Imagen tomada de la página de Facebook Testimonium Martyrum, antes llamada El Plebiscito de los Mártires – Obra dramática.

Hasta la fecha, la sombra de una muy posible traición se cierne sobre su muerte. Lo cierto es que el general Enrique sucumbió haciendo gala de su distintiva intrepidez y hombría, hasta el último suspiro. Sus últimas palabras fueron, cuando un subalterno le preguntó que habrían de hacer ante el ataque federal de que eran víctimas, fue:

“¡Pelear como los valientes y morir como los hombres!”

Y lo cumplió: al ser interpelado con el “¿Quién vive?”, exclamó por vez postrera, como último homenaje y tributo a Aquel por Quien había peleado: “¡Viva Cristo Rey!”

Detalle del cadáver del general Enrique Gorostieta Velarde. Instantánea mejorada, ampliada y editada por la autora.

Su cuerpo, que los federales fotografiaron y condujeron primero a Atotonilco El Alto para ser exhibido y que esto amedrentase a la población, fue sepultado en el Panteón Español, en la Ciudad de México. En su tumba se colocaron, además de las fechas de su nacimiento y su deceso, las palabras:

“Fue cristiano, patriota y caballero. Tuvo un ideal en su vida y por él supo morir. Dios, Patria y Libertad”.

Enrique Gorostieta fue sustituido en el cargo de General en Jefe de la Guardia Nacional, por muy breve tiempo, por el cotijense Jesús Degollado Guízar, quien tuvo que beber el trago amargo de «licenciar» al ejército cristero luego de los supuestos «arreglos».

En 2012, sus restos se trasladaron a Atotonilco el Alto, donde cada año, en su aniversario luctuoso, se le recuerda con eventos conmemorativos y con la celebración de la Santa Misa. La ex Hacienda que lo vio morir actualmente es un museo.

Para darnos una idea de lo mucho que sufrieron los cristeros y sus familias después del “modus moriendi” de 1929, la viuda y los hijos de Gorostieta vivieron ocultos en un sótano durante cuatro años. Como dato adicional, Gertrudis Lasaga murió en 1984, a los ochenta y nueve años de edad.

En 2012, Gorostieta fue llevado a la pantalla grande en el filme Cristiada (en inglés For Greater Glory) e interpretado por el actor cubano Andy García.

Como comentario final cabe mencionar que, durante décadas, su figura estuvo rodeada por la polémica, ya que fue considerado un mero mercenario, contratado para liderar la resistencia católica sin serlo él también, y se llegó a decir que era agnóstico, liberal, anticlerical, ateo o, inclusive, miembro de la masonería, y que fue el trato constante con los cristeros y con la vida de piedad que se llevaba en campaña lo que lo llevó a la conversión y lo transformó en un creyente convencido y devoto. Al publicarse las cartas que dedicó a su esposa durante el curso de la Guerra, en contraste, se descubrió que era profundamente católico y que nunca hubo discordancia entre la conducta del general y la misión para la que lo habían contratado, sino una admirable congruencia.

El mismo Jean Meyer reconoció el error de haberlo mostrado como alguien contrario a la religión en su célebre trilogía de los años 70: no sólo era un hombre profundamente enamorado de su esposa, amante de sus hijos, sino también cabeza de una familia muy católica, practicante, sin excepción, y, en suma, un varón cristiano que aceptó ir al monte a luchar no por obligación, por mera ambición o por dinero, sino por convicción y por deber genuinos.

Urna que contiene los restos de Enrique Gorostieta. Fotografía tomada por Ruta Cristera Sahuayo en el marco de los eventos conmemorativos del 95 aniversario de la muerte del general, en junio de 2024.

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Basado en una semblanza más breve, escrita por la autora de la presente entrada a inicios de abril del corriente, y en una biografía más extensa redactada el 3 de junio de 2019, a su vez complementadas con los libros La Cristiada (tomo III) de Jean Meyer y las Cartas del general Enrique Gorostieta a Gertrudis Lasaga, editado en 2011; el artículo de Marta Elena Negrete intitulado Gorostieta: un cristero agnóstico editado por la revista Estudios Jaliscienses en 2019, así como la investigación documental personal de la autora.

“Que es de María la Nación…” (III)

La Coronación Pontificia de la Santísima Virgen de Guadalupe (Tercera y última parte)

Lic. Helena Judith López Alcaraz, cronista honoraria adjunta de Sahuayo

Presentamos aquí la conclusión de la serie sobre este magno evento, realizado el 12 de octubre de 1895 en la Antigua Basílica de Guadalupe. Las dos entradas que la preceden pueden hallarse en este mismo blog.

Detalle de una pintura que representa el instante en el que la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe fue coronada el 12 de octubre de 1895. Edición y mejora de imagen realizadas por la autora.

Dicho esto, prosigamos.

En medio del fervoroso júbilo y la incontenible emoción, estando ya todos los asistentes y miembros del clero en sus respectivos sitios, se cantó la hora litúrgica de nona. Hecho esto, la preciosa corona de oro con que sería engalanada la imagen de la Guadalupana fue llevada en procesión dentro de la Colegiata y entregada al abad, José Antonio Plancarte y Labastida, quien a su vez la remitió al Arzobispo de México, Próspero María Alarcón y Sánchez.

Dicha corona, de acuerdo con Sánchez y de Mendizábal, fue elaborada por el acreditado artista parisiense y joyero Edgar Morgan, a quien el mismo Plancarte y Labastida encomendó, personalmente, el preciado proyecto. El diseño original, a su vez, había sido hecho por Rómulo Escudero y Pérez Gallardo, y el dibujo por el pintor y decorador Salomé Pina. También se llevó en procesión otra corona, pero hecha de plata.

El Arzobispo Alarcón, conforme a las prescripciones del Rituale Romanum, bendijo solemnemente la corona y luego la asperjó con agua bendita, tres veces, y la incensó, también tres ocasiones.

Monseñor Próspero María Alarcón, Arzobispo de México en el momento en que se llevó a cabo la Coronación Pontificia de Nuestra Señora de Guadalupe. Mejora y edición hechas por la autora.

La fórmula de la bendición, traducida del latín al español, decía:

“Oremos. Omnipotente y sempiterno Dios, por cuya clementísima dispensación todas las cosas han sido hechas de la nada; rogamos instantemente a tu majestad que te dignes bendecir y santificar esta corona destinada al ornato de la Sagrada Imagen de la Madre de tu Hijo. Por el mismo Jesucristo Señor nuestro que contigo vive y reina en unión del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén.”

Hecho lo anteriormente descrito, se organizó la procesión de rito para conducir la corona por las naves de la Iglesia, y al concluir, aquélla fue dispuesta sobre un cojín de terciopelo rojo recamado en oro en el Altar al lado de la Epístola –el derecho viendo hacia el altar– y se promulgó la Indulgencia plenaria que Su Santidad León XIII había concedido a los que asistieren a la ceremonia. Dos canónigos actuaron como diácono y subdiácono.

Fragmento de la primera plana de La Voz de México, diario católico, en el que se ofreció una pormenorizada relación de la ceremonia de la Coronación Pontificia de la Guadalupana. Edición y resaltados hechos por la autora.

Fue entonces cuando dio inicio la Misa Pontifical, cantada por Monseñor Alarcón y acompañada por el magnífico Orfeón de Querétaro, bajo la dirección del padre José Guadalupe Velázquez. Se llevó a cabo la ejecución de la misa Ecce ego Joannes, de Palestrina.

Acabada la Misa pontifical, acaeció por el fin el momento culmen, el más esperado: la Coronación Pontificia. El sueño de Lorenzo Boturini estaba por cumplirse, y con él, el de todos los mexicanos. Una vez arriba de la plataforma dispuesta para tal efecto, Monseñor Alarcón besó la mejilla de la imagen de la Morenita y en seguida él y el Arzobispo de Michoacán, don Ignacio Arciga, pusieron la corona de oro sobre la cabeza de la Virgen. Para ello, la suspendieron de las manos del ángel que se hallaba sobre el marco.

Pintura, en un plano más amplio, del solemne instante de la Coronación Pontificia de la Santísima Virgen de Guadalupe.

Mientras imponía la Corona, muy conmovido pero con voz clara, el Arzobispo pronunció en latín las palabras estipuladas en el Ritual:

“Sicut a nobis coronaris in terris, sic a Christo per te coronari mereamur in coelis”.

Esto, traducido al español, significa:

“Que así como nosotros te coronamos a Ti tierra, merezcamos asistidos de tu amparo ser coronados por Nuestro Señor Jesucristo en el cielo”.

Eran las once y cuarenta y cinco minutos en punto.

En ese instante la emoción se desbordó. Los fieles, llenos de devoto entusiasmo, prorrumpieron en aclamaciones que se resumieron en cuatro vocablos: “¡Viva!”, “¡Madre!”, “¡Sálvanos!” y “¡Patria!”, que dentro y fuera de la Basílica fueron exhaladas en imponente clamor. Al mismo tiempo, las campanas repicaron en son gozoso y los cohetes ascendieron hacia la bóveda celeste.

Al final, como cierre natural para una ceremonia de tal índole, se entonó el Te Deum en acción de gracias, y los treinta y ocho prelados, uno a uno, colocaron sus báculos y mitras a los pies del altar de la Virgen de Guadalupe, consagrándole de tal forma las Diócesis que regenteaban y poniéndolas bajo su amparo.

Tampoco se dejó de proferir una oración-juramento, compuesta por Plancarte y Labastida, que decía:

“¡Salve augusta Reina de los mexicanos! ¡Madre Santísima de Guadalupe, Salve! Ante tu trono y delante del cielo, renuevo el juramento de mis antepasados, aclamándote Patrona de mi Patria México, confesando tu milagrosa aparición en el Tepeyac, y consagrándote cuanto soy y tengo. Tuyo soy. Gran Señora, acéptame y bendíceme. Amén” (1896, p. 93).

Con esta plegaria, México se consagró a la Reina del Cielo, la misma que bajó de él al Tepeyac en diciembre de 1531.

José Antonio Plancarte y Labastida, autor de la oración de consagración a la Virgen de Guadalupe en su Coronación Pontificia. Imagen editada y mejorada por la autora.

A nadie sorprendió ver que don Porfirio Díaz no asistió a la ceremonia. Es cierto que, en general, su política para con la Iglesia había sido tolerante –y en extremo permisiva en opinión de los liberales más radicales y de los jacobinos–, y que a partir de 1876, cuando el oaxaqueño comenzó a regir los destinos nacionales, la institución eclesiástica había entrado en una etapa de reconstrucción que, para 1892, alcanzó su momento dorado, de mayor auge. También que, gracias a esa táctica de “llevar la fiesta en paz”, habían prosperado los seminarios, conventos, colegios y demás obras de beneficencia católica, y que la piedad familiar y el acercamiento a los Sacramentos habían aumentado de forma considerable. Pero eso, lógicamente, no equivalía a que el presidente acudiera a un evento tan importante para los católicos. Incluso Díaz lo sabía: para mantener aquella calma, existían límites que ni él, el amo temporal de México, no podía traspasar, por bien no sólo del país que dirigía, sino de sí mismo también.

El P. Mariano Cuevas, que es mucho más incisivo en sus apreciaciones que su colega jesuita Gutiérrez Casillas, no vacila en aseverar que “fue desacierto nacional de Díaz no presentarse, como fue desacierto no felicitar al Papa en sus «Bodas de Oro»” –recordemos que, precisamente, tal había sido el aniversario en el que el Pontífice emitió el Breve de la Coronación, el quincuagésimo de su primera Misa– (2003, p. 416). Sin embargo, al mismo tiempo, añade:

“La presencia de los poderes públicos no la deseó nadie. Aunque en el concepto liberal práctico mandatario significa mandón, en el del diccionario de la lengua castellana no significa sino mandadero y la familia puede muy bien celebrar sus grandes eventos y sostener sus júbilos sin la augusta presencia de sus mandaderos” (p. 416).

Doña Carmen Romero Rubio y Castelló, segunda esposa de Porfirio Díaz, quien, al igual que lo más selecto de la sociedad capitalina, se dio cita en la Coronación Pontificia de la Virgen de Guadalupe. Fotografía del Instituto Nacional de Antropología e Historia.

A diferencia de su esposo, doña Carmelita Romero Rubio, primera dama de México, sí estuvo presente.

El 12 de noviembre de 1886, poco más de un año después, el padre Plancarte publicó un Catecismo de la Coronación de la Santísima Virgen de Guadalupe, en el que retomaba el tema de la coronación en los siguientes términos:

“Que circule en toda la República y que mis amados compatriotas tomen parte en el homenaje de respetuoso amor y sagrada veneración que la Santa Iglesia Católica va a tributar a la Madre amorosa y tierna de los mexicanos, la Virgen Sma. De Guadalupe. Que tan solemne coronación sea el sello indestructible de la unidad religiosa y autonomía política de México. Tales son los votos del último de los hijos de tan gran Madre y es vuestro compañero y capellán que no tiene otra mira que servir a la Iglesia y a su Patria”.

Cabe decir que la solemne coronación de Nuestra Señora de Guadalupe en México el 12 de octubre de 1895, inspiró a los habitantes de San Juan de los Lagos la idea de pedir también la Coronación Pontificia de la bendita imagen de la Virgen que se venera en aquella bella localidad alteña.

Antigua Basílica de Guadalupe –hoy Templo Expiatorio de Cristo Rey–, escenario de la Coronación de Aquella que, como reza la oración de la Comunión de la Misa a Ella dedicada, no hizo cosa semejante con otra nación. Fotografía: Familia Guerrero. Mejora y edición hechas por la autora.

No menos importantes fueron las profusas consecuencias de la majestuosa ceremonia, las cuales, como lo señala Adame Goddard (2008), “no estaban originalmente previstas para la tradición guadalupana. Ésta, por una parte se fortalece internamente, al recibir el apoyo decidido de la Santa Sede y, por la otra, se expande hacia todo el continente americano” (p. 274). En adición, “fruto de esta época guadalupana fueron el grupo de escritores que tanto publicaron entonces. Descuellan entre ellos, el Ilmo. Sr. Vera por su documentación, Don Agustín de la Rosa por su lógica y el P. Antícoli por su fervor guadalupano” (Cuevas, 2003, p. 416).

Cerramos esta entrada expresando que la década posterior al acontecimiento posibilitó, gracias a la postura conciliadora de don Porfirio Díaz, que los católicos mexicanos pudiesen no sólo honrar a la Soberana de su atribulada nación, sino que, en general, practicasen su religión con calma y sosiego, como no habían podido hacerlo desde los tiempos de la persecución liberal, jacobina y –en su momento, específicamente– juarista y lerdista. Por el contrario, a partir de la caída del gobernante octogenario en 1911 y desde el estallido de la revolución carrancista, la sombra ominosa del odio anticatólico y las asechanzas de quienes lo profesaban se cernió sobre el terruño consagrado a “la compuesta de flores maravilla”, como la llamó la Décima Musa en un poema.

Detalle de la corona de la Santísima Virgen de Guadalupe, en la que las entidades federativas, acorde a la tradición guadalupana y a la historia de las apariciones, aparecen representadas por rosas.

Por fin, en los años 20, bajo la presidencia de Plutarco Elías Calles, se cernieron sobre México aquellos “terrores del porvenir” descritos en la introducción del Álbum de la coronación (p. 11; véase la entrada anterior de esta serie). Incontables hombres y mujeres de toda edad y condición, generosa y valientemente, enfrentarían la muerte violenta en aras de aquello en lo que creían, con un doble grito, síntesis sublime de sus más grandes amores y vítor glorioso a los dos soberanos de México: Cristo, el Rey del Universo, Redentor del género humano, Segunda Persona de la Santísima Trinidad; y Su Madre, Santa María de Guadalupe, la Reina de cielos y tierra, y Corredentora con Su Hijo.

Aquellos mártires corroboraron y rubricaron que –por lo menos entonces– la Coronación Pontificia de la Morenita no había sido una mera ceremonia litúrgica, sino la expresión religiosa y solemne de que, en efecto, México estaba consagrado a su Reina y Emperatriz.

Porque aquellos versos del “Tú reinarás” que tan devota y entusiastamente entonaban, no eran meros vocablos poéticos, ni producto de un febril aunque quimérico amor, sino una realidad que ellos, con su sacrificio cruento, querían cumplir y perpetuar:

Reine Jesús por siempre,

reine Su corazón,

en nuestra patria, en nuestro suelo,

¡que es de María la Nación!

Sólo los hechos venideros, y el propio actuar del pueblo católico mexicano, comprobarán si sigue siéndolo. Porque ya lo dicta el dicho: obras son amores, y no buenas razones.

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Nota:

(1) Comentario de la autora.

Bibliografía:

Adame Goddard, Jorge (2008). Significado de la coronación de la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe en 1895. Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM. Recuperado de https://repositorio.unam.mx/contenidos/5006158

Cuevas, M. (2003) Historia de la Iglesia en México. Tomo V. México: Porrúa.

Gutiérrez Casillas, J. (1984). Historia de la Iglesia Católica en México. México: Porrúa.

Periódico La Voz de México. Diario religioso, científico, político y literario. Edición del sábado 12 de octubre de 1895.

Sánchez y de Mendizábal, M. A. (17 de diciembre de 2023). La corona de Santa María de Guadalupe. Centro de Estudios Guadalupanos. UPAEP. https://historicoupress.upaep.mx/index.php/opinion/editoriales/desarrollo-humano-y-social/6957-la-corona-de-santa-maria-de-guadalupe

Traslosheros, J. E. (2002). Señora de la historia, Madre mestiza, Reina de México. La coronación de la Virgen de Guadalupe y su actualización como mito fundacional de la patria, 1895. Signos históricos. 4(7). https://signoshistoricos.izt.uam.mx/index.php/historicos/article/view/89

Álbum de la coronación de la Sma. Virgen de Guadalupe. Reseña del suceso más notable acaecido en el Nuevo Mundo. Noticia histórica de la milagrosa aparición y del Santuario de Guadalupe. Desde la primera ermita hasta la dedicación de la suntuosa basílica. Culto tributado a la Santísima Virgen desde el siglo XVI hasta nuestros días (1895). Imprenta “El Tiempo” de Victoriano Agüeros. Digitalizado por la Universidad Autónoma de Nuevo León.

In hoc signo vinces

Breve historia de la Invención de la Santa Cruz

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Constantino, hijo de Santa Elena –o Helena, como se escribe el nombre atendiendo a la etimología–, era un pagano monoteísta: creía en el invencible dios Sol. En la batalla en el Puente Milvio, sobre el río Tíber para entrar a la ciudad de Roma en la Vía Flaminia, se enfrentó a Majencio y lo derrotó en el año 312.

Antes de la gran contienda, en la que se decidiría el futuro del Imperio romano, Constantino una gigantesca cruz luminosa encima del astro rey acompañada por las letras X (chi) y P (ro) del alfabeto griego (pronunciadas respectivamente “Ch” y “R” (las iniciales del nombre de Cristo, “Christós”), y por las palabras en latín “In hoc signo vinces”, es decir, “Con este signo vencerás”, que en griego se escriben ἐν τούτῳ νίκα.

Fragmento de una pintura de Rafael, pintada entre 1520 y 1524, que representa el momento en que Constantino vio el signo de la Cruz en el firmamento, previo a la batalla del puente Milvio.

Impresionado, Constantino ordenó grabar la cruz en los escudos de los soldados. Al día siguiente, como es bien sabido, el vástago de Elena ganó la batalla y se convirtió en el único emperador de Occidente.

Su gran victoria marcó los albores de una era de libertad para la fe cristiana. El 15 de junio de 313, en Milán, Constantino proclamó el edicto que lleva el nombre de esta ciudad. En el documento no sólo se decretaba una total y completa libertad de culto para los cristianos, hasta entonces acerba y cruelmente perseguidos y martirizados, sino la devolución de todos los bienes que habían sido confiscados durante las persecuciones de los mandatarios previos.

Pintura que representa la batalla del puente Milvio, de la autoría de Giulio Romano.

Hasta aquí hemos dado el preámbulo para la historia. Vamos, ahora sí de lleno, al relato de la Invención de la Santa Cruz. Hay que recordar –nota nuestra– que en este caso el término no se refiere a inventar algo, como podríamos suponer, sino “descubrimiento”. La palabra procede del latín invenīre (“descubrir, hallar”), y este a su vez de in- (“in-: “hacia adentro”) + venīre (“venir”). Tal es, de hecho, el significado original.

Este es la narración que se encuentra en el Oficio Divino correspondiente al 3 de mayo; transcribimos la traducción al español al pie de la letra:

“Tras la insigne victoria de Constantino sobre Magencio, y a poco de haberse mostrado divinamente la señal de la Cruz del Señor, Elena, madre de Constantino, avisada en sueños, fue a Jerusalén con el deseo de hallar la Cruz de Jesucristo. Hizo que fuese derribada la estatua de mármol de Venus, que unos ciento ochenta años antes habían colocado en el Calvario con el fin de borrar el recuerdo de la Pasión del Señor. Lo mismo hizo con las estatuas de Adonis y de Júpiter que se levantaban en el pesebre del Salvador, y en el lugar de la Resurrección.

Excavado el lugar donde estuvo la Cruz, se descubrieron tres cruces sepultadas; y separado el título [2] de la del Señor. Y como no se sabía a qué cruz pertenecía, un milagro solucionó la duda. Macario, obispo de Jerusalén, se puso en oración, y después dispuso que cada una de las cruces tocara a una mujer enferma [1]; aplicáronle sin resultado alguno las dos primeras, pero al contacto de la tercera, sanó al instante.

Hallada la santa Cruz, mandó Elena edificar en el lugar una iglesia, donde dejó una parte de la misma, en relicario de plata; otra parte, que dio a su hijo Constantino, la destinó a la iglesia de la Santa Cruz de Jerusalén, en el palacio Sesoriano de Roma. Donó a su hijo los clavos con que el Santísimo Cuerpo de Jesucristo fue clavado en la Cruz. Luego, Constantino dictó una ley prohibiendo que nadie fuese condenado al suplicio de la cruz. Así pues, lo que antes fue objeto de oprobio y deshonor, comenzó a ser de veneración y gloria.”

Hasta aquí la transcripción.

Fue de esta forma en que la emperatriz Elena halló el Dulce Leño, el Árbol de la Cruz, desde el cual fue vencido el que en otro árbol venció (palabras tomadas del Prefacio de la Santa Cruz), y en el cual Cristo, muriendo, nos dio vida y nos abrió de nuevo las puertas del Paraíso, cerradas desde la caída de nuestros primeros padres, cuando fue cometido el pecado original.

Cabe mencionar que, para el tiempo del bendito y dichoso hallazgo, Elena ya era una anciana. Se había convertido al cristianismo y recibido el Bautismo ya en el otoño de la vida, hacia los sesenta años de edad, luego de haber sido repudiada, más joven, por su esposo Constancio Cloro, padre de Constantino. Pasó el resto de su vida haciendo obras de caridad en favor de los más desposeídos, visitando los Santos Lugares y procurando la edificación de varias iglesias en los sitios en los que fue consumada la Redención del género humano. Como hijo agradecido que supo ser para con su madre, Constantino le dio plenos poderes para que dispusiera de los bienes del Estado como ella lo deseara.

Pintura que representa a Santa Elena sosteniendo la Vera Cruz, cuyo hallazgo llevó a cabo.

La Santa falleció hacia el año 329 o 330 –depende de la fuente que se consulte–. Su fiesta se celebra el 18 de agosto. La oración colecta de la Misa dedicada a ella, tomada del Misal Romano, resume así la acción más importante de su carrera en este mundo, por la cual es recordada:

«Oh Señor Jesucristo, que revelaste a la bienaventurada Helena el lugar donde estaba escondida tu cruz, para que, por medio de ella, enriquecieras a tu Iglesia con este precioso tesoro: concédenos por medio de sus oraciones, que por medio del rescate de este Árbol de la vida, podamos alcanzar la recompensa de la vida eterna».

Notas:

[1] En el Misal romano diario, propiedad de la autora, se lee que la mujer estaba muerta y que, al contacto con la Vera Cruz, resucitó.

[2] La inscripción en tres lenguas que mandó poner Pilato: Iesus Nazarenus Rex Iudæorum.

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El Arzobispo de Pajacuarán

Breve semblanza de Monseñor José Dolores Mora y del Río

Lic. Helena Judith López Alcaraz, cronista honoraria adjunta de Sahuayo

Detalle de un retrato de Dn. José Mora y del Río (1854-1928). Mejora y edición hecha por la autora.

El Episcopado Mexicano en tiempos de la persecución religiosa estuvo conformado, como cualquier grupo eclesiástico, por personalidades muy diversas. Empero, llama la atención que varios de ellos –de un total de treinta y ocho integrantes– eran originarios de Michoacán: Francisco Orozco y Jiménez, los hermanos Rafael y Antonio Guízar y Valencia, Leopoldo Lara y Torres, José María González y Valencia, Luis María Martínez y Rodríguez… y el hombre que encabezó a aquellos prelados como Arzobispo de México: Monseñor José Mora y del Río, a quien dedicamos esta entrada.

Nuestro biografiado vio la luz en Pajacuarán, Michoacán, el 23 de febrero de 1854 (en todas sus semblanzas se establece que fue el 24, pero el acta bautismal indica que fue el día que especificamos). Fueron sus padres el señor Miguel Mora y la señora Ignacia del Río. Fue bautizado al día siguiente de su nacimiento en la Parroquia de San Cristóbal por el presbítero Pedro Alcántar. Recibió los nombres de José Dolores –aunque siempre sería conocido por el primero–. Así consta en su fe de Bautismo, que a continuación reproducimos y transcribimos:

Fe de Bautismo de Monseñor José Mora y del Río, fechada el 25 de febrero de 1854. Edición hecha por la autora.

Al margen izquierdo: Pueblo de / Pajacuarán / José / Dolores

Dentro: En el año de 1.854, á 25 de Fbro., yo el Br. [1] D. Pedro Al- / cantar Ten.te de C. [2] por el señor Cura Don Pedro Ruvio bauticé / á un infante de este pueblo, de dos dias de nacido, á quien pu- / se por nombre José Dolores, h. l. [3] de D. Miguel Mora y Doña / Ygnacia del Río: padrinos Don Antonio Martinez i Doña / Jesus id. [4] no casados, vecinos de este, á quienes advertí su / obligacion, i para constancia lo firmé. Pedro Alcant.r

A semejanza de incontables clérigos michoacanos de su tiempo –algunos de los cuales, como él, llegarían a ser obispos–, cursó sus primeros estudios levíticos en el Seminario de Zamora. Recibió las órdenes menores y el subdiaconado en 1873. Luego, siendo un óptimo alumno, pasó a radicar a la Ciudad de las Siete Colinas para ingresar al Pontificio Colegio Pío Latino Americano, adonde también concurrieron otros futuros prelados –como Orozco y Jiménez, de Zamora, y González y Valencia, de Cotija–. Allí obtuvo su doctorado en Teología y Derecho Canónico. El 22 de diciembre de 1879, por fin, fue ordenado sacerdote en la Ciudad de México. Ya como presbítero, impartió clases en el Colegio Clerical de Jacona y fue nombrado párroco de esa población –hoy conurbada con Zamora–. Por esos años, en 1884, fue profesor de Amado Nervo, que habría de convertirse en célebre poeta y literato.

El 17 de enero de 1893 fue preconizado como primer obispo de Tehuantepec; el día de San José del mismo año fue consagrado y tomó posesión de su cargo, el cual desempeñó por ocho años. Allí destacó por su gran preocupación por los humildes, y organizó dos «semanas agrícolas» en beneficios de los campesinos: una en 1904 y la otra en 1905.

El 23 de noviembre de 1901 fue trasladado a la Diócesis de Tulancingo, que dirigió a lo largo de casi seis años, hasta que el 15 de septiembre de 1907 se le encomendó velar por la diócesis de León. Dos meses después, el 19 de noviembre, asumió su puesto como el quinto prelado en ocupar dicha sede.

Retrato de Su Excelencia José Mora y del Río como Obispo de la Diócesis de León. Imagen perteneciente a la actual Arquidiócesis leonesa.

Su estadía como obispo de la jurisdicción leonesa no fue prolongada: el 2 de diciembre de 1908, festividad de Santa Bibiana, virgen y mártir, Monseñor José María fue nombrado Arzobispo de la Arquidiócesis de México. Fungiría como tal desde el 12 de febrero de 1909 hasta su deceso, acaecido en 1928.

A él le tocó vivir el ocaso final del Porfiriato, la caída del mandatario oaxaqueño, la convulsa situación política que siguió y, dentro de ésta, en 1911, la fundación del Partido Católico Nacional (PCN), al cual –a semejanza de otros compañeros suyos en el Episcopado– apoyó. Un año antes, en 1910, había bendecido e inaugurado el Colegio del Santísimo Sacramento. Asimismo, en septiembre de 1912, y por instancias suyas, fue fundada en la capital la Asociación de Damas Católicas Mexicanas (ADCM), que habría de convertirse en la UFCM (Unión Femenina Católica Mexicana). La agrupación prosperó notablemente gracias a la guía de Monseñor, quien además fue un gran promotor del catolicismo social que buscaba llevar a la práctica las enseñanzas de la Encíclica Rerum novarum, de Su Santidad León XIII.

José Mora y del Río en sus primeros años como obispo. Fotografía editada y mejorada por la autora.

Después de que Francisco I. Madero fue derrocado y asesinado, al ascender Huerta al poder, José Mora y del Río se encargó de organizar la primera consagración de México al Sagrado Corazón de Jesús, llevada a cabo el 6 de enero de 1914. El hecho de que Victoriano Huerta no se opuso a dicha iniciativa, sino que incluso envió representantes al acto religioso, además del tema del PCN y otros factores, desencadenaron el inicio de una cruel persecución religiosa por parte de los revolucionarios que se levantaron contra el régimen del usurpador de origen colotlense, en especial de los carrancistas –los llamados «constitucionalistas»– que se distinguieron por su inquina contra todo lo que fuera católico.

Cuando fue promulgada la Constitución de 1917, la cual contenía artículos que limitaban y coartaban la práctica de la religión católica y el ejercicio del ministerio sacerdotal, además de prohibir las órdenes monásticas y el culto afuera de los templos –entre otras disposiciones–, D. José Mora y del Río encabezó una enérgica protesta escrita por parte del Episcopado Mexicano. A su descontento se unieron los otros eclesiásticos de su rango. El documento, entre algunos puntos, decía:

“El Código de 1917 hiere los derechos sacratísimos de la Iglesia católica, de la Sociedad mexicana y los individuales de los cristianos, proclama principios contrarios a la verdad enseñada por Jesucristo, la cual forma el tesoro de la Iglesia y el mejor patrimonio de la humanidad; y arranca de cuajo los pocos derechos que la Constitución de 1857 (admitida en sus principios esenciales como ley fundamental por todos los mexicanos) reconoció a la Iglesia como sociedad y a los católicos como individuos”.

La oposición del clero católico a la flamante Carta Magna se fue fortaleciendo los años siguientes, a la par de una persecución religiosa cada vez más sistemática y declarada por parte del gobierno. El conflicto se agravó a pasos agigantados y, eventualmente, llegó al punto de no retorno. 1921 fue, en verdad, un parteaguas que lo demostró de modo fehaciente.

El primer acontecimiento estuvo relacionado, justamente, con Monseñor Mora y del Río: el 6 de febrero, a eso de las 3:40 de la madrugada, una bomba estalló en la puerta del palacio arzobispal de la Ciudad de México, residencia de nuestro personaje. El prelado escuchó el estruendo, pero afortunadamente no sufrió daño alguno. Tampoco hubo heridos que lamentar. Eso no quitó, sin embargo, que la residencia sufriera grandes daños: además de la puerta principal, los cristales del ala izquierda del edificio se rompieron y un transformador de luz se trocó en añicos, al igual que las ventanas de la alcoba del hombre hacia quien iba dirigido el intento de asesinato.

Después del atentado, en los meses posteriores sobrevinieron otros ataques que, como el del 6 de febrero, quedaron impunes: el 1° de mayo, los bolcheviques izaron la bandera rojinegra en la Catedral tapatía. Lo mismo aconteció en la de Morelia. El 8 del mismo mes, en la capital michoacana, los rojos apuñalaron una imagen de la Virgen de Guadalupe. El 4 de junio, hubo otro bombazo en el Arzobispado de Guadalajara –Monseñor Orozco salió ileso–. Y el 14 de noviembre, en la Antigua Basílica –como puede leerse en otra entrada de este blog–, sucedió el intento de destruir la imagen de la Morenita plasmada en el ayate de Juan Diego.

Titular de la primera plana del periódico capitalino Excélsior, del 7 de febrero de 1921, en el que se dio a conocer el atentado dinamitero perpetrado en la residencia de Monseñor Mora y del Río. Edición realizada por la autora.

La guerra entre el gobierno de Álvaro Obregón Salido y la jerarquía eclesiástica había empezado, y ya no habría vuelta atrás. En enero de 1923, a raíz de la bendición de la primera piedra del monumento a Cristo Rey en el cerro del Cubilete, Monseñor Ernesto Filippi, delegado papal, fue expulsado del país. En octubre de 1924 se celebró el Primer Congreso Eucarístico Nacional, que derivó en sanciones para los empleados públicos que participaron y en nuevas hostilidades por parte del régimen, que alegó que la Constitución había sido violada por enésima vez.

Monseñor José Mora y del Río, con su atuendo eclesiástico, en los últimos años de su episcopado. Fotografía mejorada y editada por la autora.

Como cabeza del Episcopado Mexicano, Monseñor Mora y del Río no calló ante el recrudecimiento de las medidas persecutorias del régimen de Plutarco Elías Calles, que tomó posesión de la presidencia el 1 de diciembre de 1924. A finales de 1925 y en los albores de 1926, el cumplimiento estricto de la Carta Magna se dejó sentir con rigor a través de la expulsión de dos centenares de sacerdotes extranjeros y cierre masivo de colegios católicos, seminarios, conventos y hospitales que dependieran de la Iglesias, entre otras medidas. El 3 de febrero, en respuesta a tales atropellos, Monseñor Mora y del Río rindió declaraciones al periodista Ignacio Monroy, de El Universal, las cuales fueron publicadas al día ulterior en el periódico susodicho:

“La doctrina de la Iglesia es invariable, porque es la verdad divinamente revelada. La protesta que los prelados mexicanos formulamos contra la Constitución de 1917 en los artículos que se oponen a la libertad y dogmas religiosos, se mantiene firme. No ha sido modificada sino robustecida, porque deriva de la doctrina de la Iglesia. La información que publicó El Universal de fecha 27 de enero en el sentido de que emprenderá una campaña contra las leyes injustas y contrarias al Derecho Natural, es perfectamente cierta. El Episcopado, clero y católicos, no reconocemos y combatiremos los artículos 3o., 5o., 27 y 130 de la Constitución vigente. Este criterio no podemos, por ningún motivo, variarlo sin hacer traición a nuestra Fe y a nuestra Religión”.

Fragmento de la nota publicada en El Informador, diario tapatío, en el que se dio a conocer la consignación de Monseñor Mora y del Río a raíz de sus declaraciones acerca de los artículos antirreligiosos de la Constitución de 1917. Edición hecha por la autora.

La reacción del secretario de Gobernación, Adalberto Tejeda, no se hizo esperar. Al mismo tiempo que mandó consignar al Arzobispo, expresó que las palabras y actitud del prelado de Pajacuarán entrañaban

una rebeldía contra las leyes fundamentales y las instituciones de la República… El Estado permite que la Iglesia Católica ejerza sus funciones hasta el punto de no constituir un obstáculo para el progreso y desenvolvimiento de nuestro pueblo; pero no puede ni debe tolerar que ‘desconozcan y combatan’ las leyes constitucionales… Tiene el Gobierno la obligación de hacer respetar los postulados que las leyes le imponen y por tanto, el deber y el derecho de imponer su sanción a quienes las vulneren… esta Secretaría ya hace la consignación de los hechos, debidamente documentada, ante el señor Procurador de la República, sin perjuicio de llevar al señor Presidente los datos que ha podido recoger sobre el particular para que, con su superior acuerdo, se dicten las demás medidas que sean necesarias en relación con las actividades que desarrolla un grupo de católicos… en el papel de conspiradores contra el régimen y orden establecidos, a fin de reprimir con la energía que se requiera las actividades que fuera de la Ley pretenden ejercer.

El 21 de abril de 1927, Su Excelencia Mora y del Río pagó el precio del destierro a raíz de nuevas declaraciones, reproducidas en diversos diarios, en las que, sin ambages, defendió el derecho de los católicos a profesar su fe con libertad.

Agotado por largas penalidades, Monseñor José Mora y del Río falleció al cabo de un año de haber abandonado su patria. El deceso tuvo lugar en San Antonio, en Texas, el 22 de abril de 1928. No alcanzó a ver, por consiguiente, el trágico desenlace de la Guerra Cristera y los llamados “arreglos” en junio de 1929.

Sus restos fueron trasladados a México en 1947. Las honras fúnebres correspondientes fueron celebradas el 28 de noviembre en la Catedral Metropolitana. Allí, hasta nuestros días, descansa este valiente prelado.

Detalle de otra fotografía de Mons. José Mora y del Río. Edición y mejora llevadas a cabo por la autora.

Su vida, en honor a la verdad, es recordada como la de un pastor sabio y valiente, cuya labor pastoral y compromiso con la fe marcaron una etapa fundamental pero, al mismo tiempo, en extremo compleja y difícil en la historia de la Iglesia católica en México en tiempos de persecución religiosa.

Como último dato, un colegio en su natal Pajacuarán lleva su nombre.

Notas de la fe de Bautismo:

[1] Bachiller. Título académico de los presbíteros luego de acabar los estudios de Teología.

[2] Teniente de cura. Sacerdote nombrado por el párroco para ayudarlo en los menesteres y trabajos de su cargo. Cura auxiliar. Era lo que ahora se conoce como “vicario”.

[3] Hijo legítimo.

[4] Ídem. El mismo, lo mismo. En este caso se indica que eran los mismos apellidos.

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Bibliografía:

Arquidiócesis de León (2025). Mons. José Mora y del Río. Episcopologio. https://arquileon.org/obispos/mons-jose-mora-y-del-rio/

David, D. (1974). ¡Viva Cristo Rey! La rebelión cristera y el conflicto Iglesia-Estado en México. Austin: University of Texas.

Carmona, D. (2024). José Mora y del Río. Memoria Política de México. https://www.memoriapoliticademexico.org/Biografias/MRJ54.html

Historia Eclesiástica Mexicana (2021). DON JOSÉ MORA Y DEL RÍO, PRECURSOR DEL CATOLICISMO SOCIAL.https://www.facebook.com/103963914718967/photos/a.104141874701171/271043878010969/?type=3

Cuaresma roja en Guadalajara

Asesinato de obreros católicos tapatíos por parte de los comunistas en marzo de 1922

Lic. Helena Judith López Alcaraz, cronista honoraria adjunta de Sahuayo

Fotomontaje alusivo al título de esta entrada. Podemos ver el templo de San Francisco de Asís en Guadalajara, parte del jardín de éste y (a la izquierda) el de la iglesia de Nuestra Señora de Aránzazu; lo que ahora es el Andador Alcalde y, al fondo, la antigua estación de ferrocarriles de Guadalajara. Edición de imagen hecha por la autora.

La Cuaresma, el tiempo penitencial católico por excelencia, trae consigo diversos rituales, prácticas y usanzas con los que, ya sea por ser parte de ellos, por costumbre o por cultura, la mayoría de los mexicanos estamos familiarizados: imposición de la ceniza acompañada con el recordatorio de nuestra mortalidad y la necesidad de arrepentimiento, ausencia del Gloria y del Aleluya, ornamentos sacerdotales morados, abstinencia de carne los viernes –lo que comúnmente es llamado “vigilia”– y la consecuente gama de platillos para suplirla, la constante invitación a la recepción de los Sacramentos, en especial el de la Penitencia… y los clásicos ejercicios espirituales, pensados para reflexionar en las verdades de la religión cristiana y disponer el alma para la celebración de los Oficios de Semana Santa y la Pascua florida.

Normalmente, los ejercicios cuaresmales concluyen con la admonición del presbítero o seglar encargado de impartirlos y, como reza el dicho popular, “aquí se rompió una taza y cada quién para su casa”. Esto en un contexto donde el catolicismo, dentro de las diversas circunstancias, puede profesarse con libertad. Pero ¿y en tiempos de rampante persecución religiosa? Hubo una ocasión, hace 103 años, en Guadalajara, en la que un grupo de ejercitantes fue atacado por una turba armada y airada de socialistas. Aquello, como cabía suponer por lo caldeado de los ánimos y de la misma coyuntura que se vivía en nuestro país, con ataques crecientes a los católicos, terminó en tragedia, en el suceso más sonado de aquella primavera de 1922 y de lo que, con todo acierto, fue una Cuaresma roja: no sólo porque así se conocía a los bolcheviques, con ese calificativo, sino también por la sangre que se derramó aquella jornada.

Ya desde 1921, la antigua Ciudad de las Rosas había sido testigo del arribo de militantes comunistas. Basta recordar que el 1° de mayo de ese año, a la vista de la sociedad tapatía, habían izado la bandera rojinegra en nada más y nada menos que en la Catedral. El estudiante de leyes Miguel Gómez Loza –cuya muerte tuvo lugar un 21 de marzo, pero de 1928, justo el mismo día que fueron ultimados los veintisiete cristeros en el atrio de la Parroquia de Santo Santiago en Sahuayo, Michoacán–, sin medir el peligro, subió, la quitó y la hizo jirones, aunque eso le granjeó una golpiza de los rojos, que lo dejaron ensangrentado y medio muerto.

En 1922, los embates bolcheviques cobraron nueva fuerza, y más tomando en consideración la inminencia del Primer Congreso Nacional Obrero Católico, que daría lugar a la Comisión Nacional Católica del Trabajo (CNCT). Los atropellos de los rojinegros alcanzaron su punto álgido en la Cuaresma, específicamente el 26 de marzo, Cuarto Domingo de Cuaresma, también llamado de Laetare por las palabras con que inicia el Introito: “Laetare, Ierusalem”, “Alégrate, Jerusalén”. Aquel día, a diferencia de las otras Domínicas, el órgano emitió sus notas solemnes y los altares fueron adornados con flores.

Fotografía tomada desde la esquina de la Av. Corona con la calle Prisciliano Sánchez. A la izquierda, el jardín de San Francisco, escenario de la matanza de los obreros católicos el 26 de marzo de 1922. Imagen de Guadalajara antigua; edición hecha por la autora.

En contraste con la alegría litúrgica previa a la Semana de Pasión –la inmediatamente anterior a la Semana Santa, según el calendario litúrgico anterior al Concilio Vaticano II–, Guadalajara habría de cubrirse de luto. Todo inició en la mañana. El Sindicato de Inquilinos, liderado por Genaro Laurito –anarquista de origen argentino– y Justo González, organizó una manifestación en contra de los adinerados y del clero católico. Cabe mencionar que, ya desde enero, Laurito había exhortado a los tapatíos a que no se pagaran las rentas. González había sido director de la Penitenciaría de Escobedo y había apoyado a Basilio Vadillo, el gobernador anterior, que había terminado su mandato unas jornadas antes, el 17 de marzo de 1922.

En este caso, según se dijo, la marcha perseguía la finalidad exigir que los propietarios redujeran la renta a los inquilinos, pero pronto quedó probado que también tenían la intención de destruir y atacar. La muchedumbre de aproximadamente mil quinientos inquilinos (González Navarro, 2000) agredió al párroco del templo de la Inmaculada Concepción –en la calle Santa Mónica, entre Juan Álvarez y Manuel Acuña, cerca del Santuario de Guadalupe– y al sacristán porque osaron no querer quitarse el bonete y el sombrero, respectivamente, ante la bandera rojinegra. A su vez, cuando pasaron frente al Palacio de Gobierno, prorrumpieron en denuestos contra los burgueses y el régimen en turno. En la cumbre de la exaltación, puñal en mano, Laurito ordenó a la banda de música que tocara «La Internacional», compuesta por Eugène Pottier y musicalizada por Pierre Degeyter y considerada como el himno del movimiento obrero (al grado de que el mismo Lenin la eligió como canción emblema de la naciente URSS). Después injuriaron al club Atlas, a El Informador –periódico al cual consideraban «reaccionario»–, el diario Restauración y al Casino Jalisciense. 

El Informador –que de conservador no tenía mucho, a decir verdad–, por ejemplo, narró así el «incalificable atropello» que sufrieron:

«Después de que los manifestantes bolsheviques oyeron los discursos candentes de Laurito y comparsa, ya preparado su ánimo en contra de «EL INFORMADOR» como consecuencia de las prédicas, los componentes de la columna voltearon por la Avenida Corona y se dirigieron a nuestras oficinas, deteniéndose frente a la puerta principal y profiriendo toda clase de insultos y gritos amenazantes en contra nuestra».

Luego de vagar por varias partes del ahora llamado Centro Histórico haciendo desmanes en un sitio y en otro, la turba socialista se dirigió al jardín de San Francisco, también llamado «jardín Corona». Allí sobrevendría el clímax de los hechos. Su arribo coincidió con la salida un grupo de obreros católicos, que habían participado de la Misa final de acción de gracias por los ejercicios espirituales –algunas fuentes hablan de un retiro–, dirigidos por el entonces sacerdote José Garibi Rivera –asistente eclesiástico de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana– , a los que habían estado asistiendo. Genaro Laurito iba montado a caballo, pistola en mano. Según El Informador, él mismo ordenó que el gentío al que encabezaba se dirigiera al jardín mencionado, pues sabía que los católicos estaban en tales ejercicios en el templo de San Francisco.

A lomo de corcel y en vanguardia, dirigiendo a sus camaradas, iba el líder socialista J. Concepción Cortés. Fue el primero que llegó al cruce de las calles Prisciliano Sánchez y 16 de septiembre. Viendo que los obreros católicos iban saliendo de Misa, el jefe socialista comenzó a vociferar: “¡Muera la religión! ¡Mueran los católicos!” Son palabras recogidas textualmente por El Informador.

Naturalmente que aquellos gritos llegaron a los oídos de los asistentes. Entre ellos se encontraban dos grandes amigos, ambos aspirantes a abogados: Anacleto González Flores y Miguel Gómez Loza –ambos beatificados en noviembre de 2005–, el mismo del episodio de la bandera en la Catedral. El temperamento sanguíneo y la osadía del segundo, que a veces sí rayaba en la temeridad y en la imprudencia, afloró de nuevo. El P. Garibi, al igual que Anacleto, consideró que en esa ocasión no era conveniente confrontar a los comunistas. Éstos, sin demora, se apostaron en el monumento a Ramón Corona Madrigal –originario, por cierto, de un pueblo de la Ciénega, Tuxcueca–.

Detalle de una fotografía de Anacleto González Flores, hoy Beato, tomada en 1919, cuando aún era estudiante de leyes. A diferencia de su mejor amigo Miguel Gómez Loza, juzgó irreflexivo e insensato enfrentar a los socialistas que atacaron verbalmente a los obreros católicos en el jardín del templo de San Francisco de Asís. Imagen editada por la autora.

Mientras los obreros volvieron al interior del templo, el sacerdote y el estudiante de leyes tepatitlense deliberaron sobre lo que había de hacerse. No tardaron en decidir, dada la magnitud del contingente bolchevique, que lo mejor era que todos se quedaran dentro del recinto hasta que se disolviera la manifestación. Pero Miguel, más airado, no lo creyó así: fue con los trabajadores y los arengó a resistir y, si fuera el caso, a contestar a sus improperios. En su opinión, los católicos también debían mostrar su postura de forma pública.

Su discurso tuvo eco en los obreros, quienes, olvidando que ninguno de ellos estaba armado, a diferencia de los rojos, aceptaron salir al jardín otra vez. Allí, trepado en una de las bancas, a guisa de tribuna, Miguel los instó a defender la causa católica… delante de los mismos socialistas, que ya estaban frente a la iglesia. La atmósfera se caldeó a un ritmo vertiginoso, al grado de que el diálogo –si es que podía haberlo– fue imposible entre ambos grupos. En la quinta plana, El Informador continúa su relato expresando que los católicos, “que por algún tiempo habían permanecido callados, contestaron a los gritos y aquel fue el principio de la tragedia”.

A las palabras se respondió con golpes, y éstos fueron seguidos por numerosos tiros, el primero de ellos hecho por J. Concepción Cortés, que arrancaron la vida a siete –la mayoría de las fuentes indica que fueron seis, pero una placa conmemorativa añade un caído a la lista– de los obreros en el acto. Otros más se desplomaron heridos. Las manchas de sangre crecieron en torno a los cuerpos, a la par que la balacera seguía, entre la gritería, el clamor de los que habían sido alcanzados por los proyectiles pero no había muerto, el llanto por los que ya habían partido al más allá, el fragor de los disparos y los insultos de los comunistas. Entre los heridos hubo una niña llamada María del Carmen.

La matanza, según El Informador, duró unos treinta y cinco minutos. Durante ese intervalo, más que suficiente para intervinieran las autoridades, éstas no hicieron absolutamente nada. Además, dice el diario independiente,

“La refriega fue desigual, pues mientras los bolcheviques hacían uso de sendas pistolas, los obreros católicos se encontraban completamente indefensos, recurriendo a defenderse con piedras recogidas del arroyo”.

La Enciclopedia histórica y biográfica de la Universidad de Guadalajara, en su semblanza del abogado de Paredones –hoy «El Refugio»– resume así lo sucedido:

“El 26 de marzo de 1922, tenía lugar en el Templo de San Francisco la misa de clausura de los ejercicios espirituales que dirigió el padre José Garibi Rivera, a los cuales asistieron González Flores y Gómez Loza. A la salida se encontraron con una marcha socialista, cuyos manifestantes empezaron a insultar a los católicos y nuevamente Gómez Loza arengó a los suyos, se produjo un gran zafarrancho y hubo muertos y heridos”.

Detalle de una fotografía del Lic. Miguel Gómez Loza con su esposa María Guadalupe Barragán (se casaron a finales de 1922). Sus palabras para animar a los obreros católicos a responder a los atacantes bolcheviques desembocaron, lastimosamente, en el tiroteo que costó la vida a siete de ellos. Edición de imagen realizada por la autora.

Miguel Gómez Loza fue fuertemente reprendido por el P. Garibi. No le quedó más remedio que aceptarla con humildad.

González Navarro (2001), por su parte, refiere así los sucesos:

“Cuando Gómez Loza pidió oponerse al atropellamiento de los derechos civiles y religiosos, José Garibi Rivera […] hizo ver lo infructuoso de esa lucha porque los manifestantes contaban con el apoyo gubernamental. Esta trifulca tuvo un saldo de varios muertos (algunos los calculan en 12, entre ellos un papelerito) y numerosos heridos”.

El papelerito, de acuerdo con datos de El Informador, se apellidaba Mireles, y era hermano de la niña María del Carmen. Murió instantáneamente, de un tiro en pleno pecho. Dicho periódico, junto con La Restauración, solventaron los gastos de su entierro. El cadáver fue llevado de las oficinas del diario tapatío al Hospital Civil, para practicarle la autopsia de ley, de allí a las oficinas de La Restauración y, finalmente, al panteón de Mezquitán.

En la versión de Silvano Barba González, acendrado jacobino de aquel tiempo que a la sazón fungía como procurador de justicia, los católicos no fueron víctimas, ya que no se trató de una agresión a ellos, sino que  “del alma fanatizada de los manifestantes surgió el choque, no fue una agresión “del Sindicato de Inquilinos sobre corderillos, sino sobre lobos con piel de oveja”. Pero González Navarro (2001), que no es un investigador allegado a la historiografía católica, no vacila en sintetizar lo acontecido en la siguiente forma: «En fin, los miembros del Sindicato rodearon la Columna de la Independencia hasta la iglesia de La Concepción, de ahí fueron al Palacio de Gobierno y luego marcharon al jardín de San Francisco, donde atacaron a los obreros católicos y a los acejotaemeros». Y añade, sin medias tintas: «Fueron, pues, los agresores». 

Dejamos que sea el lector quien discierna y emita su juicio al respecto.

Con todo y la animadversión gubernamental hacia el catolicismo, las consecuencias de lo ocurrido el 26 de marzo no se hicieron esperar. González Navarro (2001) expone que La Gaceta Mercantil opinó que Luis C. Medina, el presidente municipal, no hizo nada para evitar esos crímenes. Eso sin mencionar que el susodicho había acompañado a Laurito en algunas reuniones, y su única acción fue destituir al inspector general de policía.

Primera plana de El Informador, en su edición del 27 de marzo de 1922, donde da fe de los ataques perpetrados por los bolcheviques en el centro de Guadalajara a diversos establecimientos y –el culmen de los mismos– la ulterior balacera afuera del templo de San Francisco y el asesinato de los católicos. Ediciones hechas por la autora.

El Informador, otra víctima de los ataques, publicó la noticia en primera plana en su edición del 27 de marzo, en los siguientes términos:

«MATANZA DE CATOLICOS POR LOS BOLSHEVIKIS. – Seis Muertos y 12 Heridos Costó la Manifestación de Ayer, que en Nuestra Edición Anterior Anunciamos Como un Grave Peligro que Había que Conjurar. – Terrible Balacera en el Jardín de San Francisco – Las Redacciones de los Periódicos Locales Lapidadas por la Turba Exaltada.– El Casino Jalisciense Asaltado por los Manifestantes, Quienes en Verdadero Motín Invadieron la Calle de San Francisco, al Grito de ¡¡Mueran los Burgueses!! Los Líderes Bolshevikis Fueron Aprehendidos.–Se Atribuye Mucha Responsabilidad en los Lamentables Sucesos Ocurridos, al Inspector Gral. de Policía, por no Haber Disuelto a Tiempo la Manifestación, no Obstante Saber que Tomaba Carácter Violento.–La Acción de las Tropas Federales Fue Pasiva.–La Sociedad de Guadalajara Está Alarmada.»

Respetamos, como de costumbre, la ortografía original.

Página 6 de la edición de El Informador del lunes 27 de marzo de 1922, donde se abunda en detalles sobre lo que sucedió después de la masacre de los obreros católicos. Edición realizada por la autora.

En la sexta página, el mismo periódico refirió que Genaro Laurito fue apresado, junto con Justo González, J. Concepción Cortés y José María Puga, los principales dirigentes comunistas. La misma suerte corrió Miguel Gómez Loza, en uno de sus cincuenta y nueve encarcelamientos. De igual forma, un grupo de personas, en representación de los obreros católicos, acudió a la Jefatura de Operaciones Militares para pedir garantías; sin embargo, el jefe del Estado Mayor de dicho establecimiento replicó, en representación del general Jesús María Ferreira, que no era posible concedérselas sin previa orden de la Secretaría de Guerra y Marina.

El sepelio de los obreros asesinados, efectuado el 27 de marzo a las cuatro de la tarde, fue multitudinario. Empero, no bastaba con mostrar dolor, pena e indignación por lo ocurrido. El repudio social tapatío fue generalizado. Por una parte, Anacleto González Flores y José Cornejo Franco demandaron al gobernador sustituto, Antonio Valadez Ramírez, que el alcalde fuera removido de su cargo. Por otra, el banquero Robles Gil presidió la formación de un Comité de Defensa Social al cual se adscribieron representantes de las cámaras de comercio y agrícolas, el Sindicato de Agricultores, la Unión de Propietarios, la Sociedad Mutualista de Empleados de Comercio y, naturalmente, la Unión de Obreros Católicos y la ACJM. Entre los vocales estuvieron José Gutiérrez Hermosillo, Manuel Orendáin, Salvador Ugarte y Salvador Chávez Hayhoe. René Capistrán Garza, jefe nacional de la ACJM, envió un telegrama a Agustín Yáñez –entonces acejotaemero– en el que le ofreció apoyo.

El Gremio de Abastecedores de Carne también criticó la matanza y, para manifestar su oposición, pidió un lugar en el Comité Social Ejecutivo. El presidente Álvaro Obregón Salido recibió al Comité en México y afirmó que no se repetirían esos atentados, pero que él no podía deponer al presidente municipal tapatío.

A la postre, Luis C. Mediana sí fue destituido. Lo reemplazó José Guadalupe Zuno Hernández, que eventualmente dejaría el cargo para contender por la gubernatura de Jalisco.

Los nombres de los siete obreros asesinados se conservan en la placa conmemorativa a la que aludimos párrafos más arriba, y que se encuentra dentro del templo de San Francisco de Asís, donde alguna vez estuvieron para el cierre de sus últimos ejercicios espirituales. En ella se lee:

Placa que se conserva dentro del templo dedicado al Seráfico Padre en Guadalajara en el que se recuerda la muerte de los siete obreros católicos asesinados por los socialistas. Fotografía tomada y editada por la autora (2025).

EL PRIMER CONGRESO NACIONAL OBRERO A LA MEMORIA DE LOS OBREROS MARTIRES SACRIFICADOS CERCA DE ESTE LUGAR EL 26 DE MARZO DE 1922 / “JUSTICIA Y CARIDAD” / JOSE CABRERA. MIGUEL RAMIREZ. MIGUEL MAREZ. JUAN JIMENEZ. FELIX GONZALEZ. TIBURCIO SANTILLAN. APOLONIO VIZCARRA.

Tiburcio Santillán

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Fuentes y bibliografía:

Enciclopedia histórica y biográfica de la Universidad de Guadalajara (2025). Gómez Loza, Miguel. Los universitarios sin universidad. Tomo tercero. El interregno universitario, 1861 – 1925.

González Navarro, M. (2001). Cristeros y agraristas en JaliscoTomo 2. El Colegio de México.

Muriá, J. M., Martínez Réding, F. et. al. (1982) Historia de Jalisco. Tomo IV. Desde la consolidación del Porfiriato hasta mediados del siglo XX. Gobierno de Jalisco.

Periódico El Informador, edición del 27 de marzo de 1922. Páginas 1, 5 y 6.

Reyna, A. (24 de julio de 2024). El día que un sindicato declaró la huelga de los inquilinos para no pagar renta. Infobae. https://www.infobae.com/mexico/2024/07/25/mexico-magico-el-dia-que-un-sindicato-declaro-la-huelga-de-los-inquilinos-para-no-pagar-renta/

Sangre, flores y tempestad

La muerte de los 27 Mártires Cristeros de Sahuayo

Lic. Helena Judith López Alcaraz, cronista honoraria adjunta de Sahuayo

Collage alusivo a la muerte de los 27 Mártires Cristeros de Sahuayo. Podemos ver, a la izquierda, a Jacobita Zepeda del Toro; a la derecha, la fotografía que les tomaron a los casi treinta defensores de la fe luego de que los mataron, con la notaría de la Parroquia de Santo Santiago de fondo; y en la mitad superior, el recinto religioso por excelencia de Sahuayo, aún con una sola torre. Fotomontaje realizado por la autora.

Fueron ultimados uno a uno, sin proceso legal, sin la formación del habitual cuadro de fusilamiento, a tiros de pistola, en el atrio de la Parroquia dedicada al Patrón Santiago, a plena luz del día. Una fotografía, perteneciente al valiosísimo Archivo Guerrero de Sahuayo, inmortalizó la magnitud y la índole tremebunda del sacrificio cruento de casi treinta almas. La historia, a estas alturas, ya es bastante conocida, pero no podíamos dejar pasar este mes sin hablar del tema, y más si tomamos en cuenta la cercanía del 97 [1] aniversario de este acontecimiento, tan emblemático como trágico, dentro de la historia cristera de Sahuayo y, en sí, de todo su devenir temporal. Ninguno de los asesinados era sahuayense, pero todos murieron ante la aterrorizada mirada de quienes sí lo eran.

Fue allí, en esta heroica y católica villa del estado de Michoacán, que a la sazón llevaba el apellido de don Porfirio, que tuvo lugar la muerte de los que, hasta la fecha, en honor a la verdad y con profundo cariño y devoción, y sin prevenir el juicio eclesiástico, son llamados los 27 mártires de Sahuayo.

Y algo más: aquel asesinato colectivo ya había sido predicho por una anciana sahuayense que ya en vida gozó de fama de santidad entre sus coterráneos y que, de acuerdo con los testimonios orales del pueblo de Sahuayo, era favorecida con revelaciones privadas por parte de Dios. Una de las pruebas de ello reside en su recuperación milagrosa después de haber sufrido por años de una enfermedad que la había postrado en cama por muchos años. Pues bien: según el informe médico del Dr. Amadeo Gálvez –una de las calles de Sahuayo, paralela al bulevar Lázaro Cárdenas, lleva su nombre–, ratificado por el juramento de varios sacerdotes sahuayenses, Jacobita pudo caminar de un día a otro, tras aquella prolongada parálisis, sin tomar ningún medicamento.

Plaza de Sahuayo de Díaz en 1924, ya en tiempos de persecución religiosa. A la izquierda podemos ver la Parroquia de Santo Santiago Apóstol, escenario de la matanza de los cristeros. A la derecha se alza el Portal Patria, o de los Arregui, que empezó a ser edificado precisamente ese año, y fue obra del ingeniero José Luis del mismo apellido. Imagen perteneciente al Archivo Guerrero, ampliada y editada por la autora.

Según los relatos sobre Jacobita, lo último que predijo fue:

«He visto correr ríos de sangre por las calles de Sahuayo».

Más allá de lo tétrica o truculenta que puede parecer esa imagen, la profecía se cumplió al pie de la letra.

¿Pero cómo? ¿De quiénes fue aquella efusión?

La historia de Mártires de Sahuayo, para no hacer más largo el relato, comienza con un grupo de treinta y cinco cristeros que fueron hechos prisioneros en una cueva llamada El Moral, cerca de Cotija de la Paz, el 20 de marzo de 1927. Los comandaban David Galván y Celso Valdovinos. Se habían refugiado allí debido a que dos de sus compañeros, Juan Aguilar y Jesús Zambrano, habían caído heridos, y creyeron que era un buen sitio para atenderlos. Pero los federales, comandados por el coronel Leopoldo Aguayo, dieron con su escondite improvisado.

Cristeros comandados por Celso Valdovinos –al centro, sentado–. Detrás de él, de pie, Manuel Andrade, y a su diestra, con camisa oscura, David Galván, el mismo que en la foto de la masacre fue retratado junto a los dos jovencitos supervivientes (datos de Alfredo Vega). Algunos de los cristeros de esta fotografía murieron aquel 21 de marzo. Ampliación y edición de imagen realizadas por la autora.

Desde el mediodía del 19 de marzo, festividad de San José, a eso de las dos de la tarde, hasta el atardecer del 20, se entabló un arduo combate. Los esfuerzos de los callistas por sacarlos con vida fueron inútiles, como lo fueron también sus tentativas de matarlos, hasta que tuvieron una idea: torturarlos con humo hasta que, presas de una asfixia inminente, se vieran obligados a salir. Así pues, encendieron una lumbrera con hierbas de olor fuerte y chiles en gran cantidad a la entrada de la cueva.

A los cristeros no les quedó más remedio que salir, ya que la humareda picante y maloliente los estaba ahogando. Conducidos a Cotija, los ataron de dos en dos. Tres de ellos fueron pasados por las armas poco después de su aprehensión y dos lograron ingeniárselas para escapar. El resto, un total de treinta,fue conducido a pie hasta Jiquilpan de Juárez por sus captores y encerrado en un calabozo. Al día siguiente, por fin, los llevaron a Sahuayo, al templo parroquial, donde los recluyeron en el bautisterio –la misma prisión de San José Sánchez del Río–. Eso fue como a las once de la mañana.

No tardaron en llegar los oficiales del gobierno para interrogarlos acerca del movimiento de resistencia en el cual participaban. Ninguno quiso decir nada. Los amenazaron con fusilarlos si no cedían. Pero fue inútil, ya que preferían morir que traicionar a la santa Causa que defendían. Todos, como si se hubieran puesto de acuerdo, empezaron a gritar vivas a Cristo Rey y la Virgen de Guadalupe.Entonces, un teniente llamado Sidronio sacó su pistola y se apostó en una de las puertas que dan al atrio, donde nadie lo veía.

Otro militar señaló a uno de los cristeros y le dijo que saliera.

“¡Que venga uno de los prisioneros!” fue la orden.

Obediente y mansamente, así lo hizo aquel hombre valeroso. Y de inmediato cayó abatido por un disparo que el teniente le descargó por la espalda. Luego llamaron al siguiente cristero.

“¡Que venga otro!” llamó el militar.

El interpelado salió… Vino otro balazo y el correspondiente tiro de gracia.

La escena empezó a repetirse una y otra vez, deforma ininterrumpida. Los cristeros empezaron a gritar “¡Viva Cristo Rey!” antes de desplomarse al lado de sus compañeros muertos. La cifra de cadáveres ensangrentados comenzó a crecer, hasta sumar veintisiete. Uno de los caídos fue Jesús Zambrano, uno de los heridos de la cueva.

Cuando hubieron arrancado la vida a los casi treinta cristeros, éstos fueron irreverente y toscamente alineados en dos hileras y el líder de la tropa, David Galván, así como dos cristeros muy jovencitos, Félix Barajas y Claudio Becerra, fueron fotografiados con ellos, al fondo. En la instantánea inmortal aparecen también, en la parte superior izquierda, algunos oficiales y soldados del gobierno.

La fotografía de los veintisiete cristeros ejecutados, con los jovencitos Barajas y Becerra junto a David Galván, que los asesinos mandaron tomar luego de acomodar los cuerpos exánimes en el atrio. Edición y mejora de imagen realizada por la autora.

De pronto, como si el Cielo lamentara la tragedia, empezó a llover de forma torrencial. Cuentan las anécdotas y la historia sahuayenses que jamás había caído una lluvia tan fuerte como aquella. El viento y el agua movieron unos arbustos de buganvilias que estaban en el atrio, convertido en nuevo coliseo, digno de la época de los césares romanos.

Las flores, con sus delgados pétalos de color rojo, magenta y violeta, lozanas e innumerables, cayeron sobre aquellos cuerpos sin vida. El líquido que caía del firmamento se mezcló con la sangre fresca de los caídos, lavó los cadáveres, corrió por las lozas del atrio, bajó por las escaleras que están en la esquina de Madero e Insurgentes y empezó a escurrir, a semejanza de la de Cristo en la cumbre del Gólgota –se nos tendrá que dispensar la comparación, pero creemos que puede dar una idea del hecho–, por esta última calle, hacia el oriente del pueblo.

Al cabo de un rato, aquellos héroes, a quien el fervor popular empezó a llamar mártires desde el primer momento, fueron amontonados en una carreta y conducidos al entonces cementerio municipal, donde se les sepultó en una fosa común.

Leamos el testimonio directo de Claudio Becerra, uno de los dos supervivientes de aquella masacre:

“A la una de la tarde del propio día [21], es decir dos horas después de nuestra llegada a Sahuayo, fuimos llamados por orden de lista, que antes habían forjado los callistas, e inmediatamente fusilados en el atrio del mismo templo. Después de la matanza […], formaron a los muertos en dos hileras, en el pavimento del atrio y retratados juntamente con el jefe de nombre David Galván. Tres quedamos con vida, ya que se la reservaron a nuestro jefe cristero y a dos muchachos, siendo yo uno de ellos, escapándonos los dos jovencitos por nuestra tierna edad. Los tres supervivientes fuimos llevados a Zamora, Michoacán. La noche de nuestro arribo a Zamora, fusilaron a nuestro jefe. Otro día mi compañero y yo fuimos llamados a declarar. Nos tuvieron presos ocho días, al cabo de los cuales nos condujeron a México, dejándonos en la Inspección General de Policía y al tercer día a la escuela correccional, de donde me fugué”.

El Informador, periódico de Guadalajara, tampoco se quedó atrás a la hora de hablar de los cristeros ejecutados. Incluso dieron fe del acontecimiento en primera plana, en los siguientes términos –respetamos la ortografía original–:

Primera plana de El Informador, fechada el 23 de marzo de 1928, en donde –con inexactitud numérica, sin especificar que fue en Sahuayo– se notificó de la ejecución de los 27 cristeros. Edición y resaltado hechos por la autora.

«SE FUSILO A 36 ALZADOS CERCA DE COTIJA, MICH. Fueron capturados en el interior de la cueva de Los Morales por las tropas. ESTAS LOS TENIAN SITIADOS DESDE AYER. Esta cueva, que era un refugio seguro para los rebeldes, va a ser dinamitada.

El Teniente Coronel Leopoldo Aguayo, Segundo Jefe del 85° regimiento, por medio de un telegrama que envió al Sr. General don Andrés Figueroa, Jefe de las Operaciones Militares en el Estado, le da cuenta de un combate en la Cueva del Moral, manifestando lo siguiente:

«Hónrome en comunicar a Ud. con satisfacción que, como indiqué, en mi mensaje anterior, tuve sitiada La Cueva del Moral y ayer a las once horas se entabló nutrido tiroteo por haber querido escapar los rebeldes allí sitiados, acosados por el hambre y la sed. Les puse un plazo que terminó hasta hoy a las cinco horas para que se rindieran y en caso contrario volaría la cueva. Hoy rindiéronseme treinta y seis hombres, encabezados por David Galván, Celso Valdovinos y tres capitanes. Recogí veintiuna armas con buena dotación de parque y pistolas»».

A eso sigue un fragmento en el que el citado coronel refirió haberse llevado a los cristeros a Cotija, pero nada dice del sitio concreto en el que se les mató.

La noticia, que continúa en la quinta página de la edición de aquel día, viernes 23 de marzo de 1928, añade:

«Ese núcleo rebelde estaba compuesto de cuarenta individuos, cuatro de los cuales fueron muertos el día veinte cuando pretendían romper el sitio que habíaseles formado y el resto quedó prisionero. No logró escaparse ni uno solo.

LOS 36 FUERON EJECUTADOS – El señor general Fox ha dado órdenes para la ejecución inmediata de todos los jefes rebeldes y los que les seguían, ya que, según dijo el alto jefe militar, esos individuos se habían convertido en salteadores de caminos que asolaban la región de Cotija, Jiquilpan y Sahuayo, cuyos habitantes, agregó, se encuentran de plácemes por el exterminio de ese núcleo y ahora la calma ha renacido».

Quinta página de la edición de El Informador con fecha del 23 de marzo de 1928, donde se transcriben las declaraciones de las autoridades militares de Michoacán en las que éstas refieren su versión del asesinato de los cristeros que nos ocupan. Edición y resaltados hechos por la autora.

Evidentemente que el ejército contó su propia versión de lo ocurrido, ya que, por lo menos en Sahuayo, no reinó ni por asomo el júbilo luego de que fue perpetrada la carnicería en el atrio. Hay que recordar que los testimonios y la historiografía coinciden en que la futura Capital de la Ciénega fue un auténtico bastión cristero, donde todos, sin distinción de edad o condición, apoyaban la resistencia católica. El mismo Luis González y González lo confirma:

«Aunque se dice que los ricachones locales, por pura avaricia, no eran simpatizantes, se guardaron su antipatía mientras duró la lucha. Allí hasta los niños fueron anticallistas» (1979, p. 155).

Los restos de los veintisiete Mártires Cristeros de Sahuayo fueron exhumados gracias a las gestiones del P. Miguel Serrato Laguardia, a quien se debe también la edificación de las célebres Catacumbas del templo del Sagrado Corazón de Jesús en Sahuayo y el traslado del cuerpo de San José Sánchez del Río en 1945. Es en dichas criptas donde reposan estos valientes defensores de la fe que, sin ser originarios de esta extraordinaria localidad, pusieron en alto su nombre dentro de la historiografía martirial mexicana. Allí también descansa Jacobita Zepeda.

He aquí, por último, el listado con el nombre y origen de cada una de aquellas veintisiete víctimas, que los sahuayenses han tenido cuidado de conservar:

«1. Miguel Contreras, de Quitupan; 2. Celedonio Capistrán, de Santa Fe, Jal.; 3. Manuel López, de Quitupan, Jal.; 4. Francisco Orozco, de Piedra Grande, Mich.; 5. Juan Orozco, de Piedra Grande, Mich.; 6. Demetrio Ochoa, de Los Llanitos, Mich.; 7. y 8. Enrique Valencia y Ramón Zepeda, de El Zapote, Mich.; 9. David Zepeda, de Los Llanitos, Mich.; 10. Juan Salceda, de la Calera, Mich.; 11. Rafael Barajas (el primero), de Agua Blanca, Mich.; 12. Rafael Barajas (el segundo), de Agua Blanca, Mich.; 13. Juan Muratalla, de el Agua Blanca, Mich.; 14. Jesús Zambrano, del Moral, Mich.; 15. Rafael Galván, de Poca Sangre, Mich.; 16. Tomás Guerrero, de Pueblo Nuevo, Jal.; 17. Antonio Valdovinos, de San Antonio, Jal.; 18. Antonio López, de La Carámicua, Mich.; 19. Jesús López, hijo de Antonio, de La Carámicua, Mich.; 20. Wenceslao López, de La Carámicua, Mich.; 21. Reinaldo Álvarez, de Cotija, Mich.; 22. Paulo Barajas, de Cotija, Mich.; 23. Epifanio López, de El Quringual; 24. Juan Capistrán, de Santa Fe, Jal.; 25. Abraham González, de Quitupán, Jal.; 26. Aurelio Cárdenas (se ignora); 27. Don José, el Secretario, de Los Altos, Jal.»

Como último dato, la masacre fue recreada en 2021 para el documental polaco Joselito: Dejando Huella, de la mano del historiador Bartosz Kaczorowski y el director Pawel Janik, cuyo estreno se aplazó indefinidamente debido al conflicto bélico que ya es más que conocido en Europa.

Recreación cinematográfica de la masacre de los veintisiete Mártires Cristeros de Sahuayo y de la portentosa lluvia llevada por Dwa Promienie en 2021. Fotografía del perfil del Ing. Santiago Manzo.

[1] Las crónicas y testimonios indican que fue en el año 1927, pero tanto los partes oficiales como el periódico tapatío El Informador señalan que el asesinato de los 27 cristeros tuvo lugar en 1928.

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Fuentes y bibliografía:

Aportes históricos de Alfredo Vega Pulido y del Ing. Santiago Manzo Gómez.

Breve semblanza de Jacobita Zepeda del Toro escrita por la autora para la página Testimonium Martyrum.

Edición del diario El Informador fechada el viernes 23 de marzo de 1928. Páginas 1 y 5.

González y González, L. (1979). Sahuayo. México: El Colegio de México.

Meyer, J. (1973). La Cristiada. Vol. I. México: Siglo XXI Editores.

Relato de Claudio Becerra recogido en la revista David (1955). Año IV, tomo II, 22 agosto, n. 35, 220. Ciudad de México.

Testimonios orales del Sr. Manuel García Cruz y de María Guadalupe Muñiz García, ambos sahuayenses.

Doscientos años del municipio de Sahuayo

Generalidades históricas de la conversión administrativa de la actual Capital de la Ciénega en municipio (1825)

Lic. Helena Judith López Alcaraz, cronista honoraria adjunta de Sahuayo

Fotomontaje (hecho por la autora) alusivo al título de esta entrada, que muestra la calle La Palma, actualmente Madero, en los labores del siglo XX.

En tan sólo unos días, la Atenas de Michoacán –otro sobrenombre, muy bien ganado, con el que se conoce a esta singularísima localidad– celebrará su bicentenario de haber alcanzado el rango de municipio. Quien esto escribe no tuvo la fortuna de ser sahuayense por nacimiento, pero sí de serlo ya de corazón y por adopción, y por ende quiso dedicar, de forma un poco anticipada, algunos párrafos al respecto de este importante suceso y de los que rodearon dicha modificación política, un 15 de marzo, pero de 1825, mediante la Ley 40 emitida por el Congreso del Michoacán de aquel tiempo y que, como dato interesante, fue la primera ley territorial de dicha entidad en la época independiente.

Luego de la Guerra de Independencia, en la que el prócer de La Palma Don Marcos Victoriano Castellanos Mendoza, presbítero insurgente, tuvo un papel muy relevante, Sahuayo fue testigo de la restauración –dentro de lo que cabía– de la vida cotidiana. Luis González y González, en su magnífica y prolijamente glosada monografía, nos dice que la Parroquia de Sahuayo había perdido bastantes habitantes, pero también que, a pesar de los numerosos decesos, «su población se había duplicado» (1979, p. 99), esto para 1821. En la cabecera, la cifra de pobladores llegó al punto de triplicarse, si bien «luego volvió a reducirse y quedar en unos tres mil habitantes» (p. 100). Para ese instante, en lo eclesiástico, la vida sahuayense era presidida por el párroco don Manuel Osio y Barboza, sucesor de Juan Miguel Cano. El P. Osio, de hecho, fue señor cura de Sahuayo durante treinta y tres años, desde el 24 de febrero de 1799 hasta el 17 de mayo de 1832.

Pero el ámbito demográfico no fue el único que sufrió modificaciones. El mismo autor expone que aquella población michoacana también se vio beneficiada en lo político a raíz de la independencia, alcanzada en septiembre de 1821. Después del efímero imperio de Don Agustín de Iturbide y Arámburu –que en honor a la verdad fue, coloquial pero no menos acertadamente hablando, una «llamarada de petate»–, que exhaló su último suspiro el 19 de marzo de 1823, México se convirtió en una República federal y adoptó, para tales efectos, la flamante Carta Magna de 1824, promulgada en octubre de ese año. En consecuencia, el resto de las Entidades federativas recién formadas adoptó su propia Constitución (González y González, 1979, p. 100). A Michoacán le llegó su turno en 1825, específicamente el 19 de julio. Según el nuevo documento, la capital sería Valladolid y el Estado se fraccionaría en cuatro departamentos, uno por cada punto cardinal, a saber: Norte, o de la capital; Poniente, o de Zamora; Sur, o de Uruapan; y Oriente, o de Zitácuaro. En octubre de aquel mismo año, Antonio de Castro tomaría posesión de su cargo como primer gobernador michoacano.

Portada de las Actas y Decretos del Congreso Constituyente del Estado de Michoacán 1824-1825.
Portada de la primera Constitución Política del Estado de Michoacán.

Ahora bien, nos especifica el cronista e historiador sanjosefino, en el caso del departamento de Zamora salieron cinco partidos: el de la cabecera, homónima, y los de Tlazazalca, Puruándiro, La Piedad y Jiquilpan. Eventualmente, los partidos se fragmentaron en municipios: el de Jiquilpan, que es de nuestro mayor interés, dio lugar a cuatro: el de la cabecera, también con el mismo nombre, y los de Cotija, Guarachita… y nuestro Sahuayo. Para colofón, algunos de los recién formados municipios se subdividieron en cabeceras municipales y tenencias. Sahuayo, además de ayuntamiento, recibió dos tenencias: Cojumatlán y San Pedro, mientras que a éstos dos últimos se les asignó jefatura. Todo esto para reemplazar los antiguos cabildos indígenas (p. 100).

Como último dato, Sahuayo tardaría más de sesenta años en ser elevado al rango de Villa. Esto acontecería en 1891, cuando a su toponimia se añadió el apellido paterno del primer mandatario en turno, Porfirio Díaz Mori.

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Bibliografía:

González y González, L. (1979). Sahuayo. México: El Colegio de México & Gobierno del Estado de Michoacán.

Sánchez, R. (1896). Bosquejo estadístico e histórico del distrito de Jiquilpan de Juárez. Imprenta de la E. I. M. p. 160.