Generalidades históricas del Porfiriato en la actual Capital de la Ciénega (II)
Lic. Helena Judith López Alcaraz
En la entrega anterior leímos acerca del comienzo del Porfiriato en Sahuayo, cuáles fueron los gobernadores que llevaron la batuta durante dicho periodo, el arribo del ferrocarril a las regiones cercanas, el desarrollo demográfico y económico de esta localidad, la reducción territorial del municipio que benefició a su vecino Jiquilpan, las enfermedades y epidemias que asolaron a los sahuayenses, el crecimiento de la agricultura y la ganadería y –el hecho que brinda epígrafe al escrito–, por supuesto, la elevación del pueblo a rango de villa con el apellido del primer mandatario.
En el presente texto, segundo y último sobre el tema, abordaremos otras esferas no menos importantes: las comunicaciones favorecidas por la ribera chapálica, máxime en lo tocante al comercio; la religión, la educación y, en lo histórico, el tema de la desecación de la laguna más extensa de México, sus consecuencias y cuál fue la participación de la poderosa Hacienda de Guaracha, hasta llegar al declive del prolongadísimo mandato de Don Porfirio.
Dicho esto, iniciemos de lleno.
La comunicación que favorecía el lago de Chapala también contribuyó a que Sahuayo tomara la ventaja en las rutas comerciales, máxime con rumbo a Guadalajara (Ramírez-Sánchez, 2017, p. 65), gracias al embarcadero de La Palma, el más cercano a la villa. Otro factor influyente, y a la postre decisivo, fue que en 1905, cuando el régimen porfirista ya se bamboleaba desde sus cimientos y amenazaba con derrumbarse de modo definitivo, en Sahuayo y las áreas aledañas se inició la desecación de la laguna de Chapala, que aumentó todavía más la riqueza de los terratenientes de la zona. Éstos no sólo obtuvieron más tierras, sino que aprovecharon para terminar de despojar a los campesinos o de dominarlos mediante el control del agua. Tanto la infraestructura como la economía de Sahuayo alcanzaron mejoras considerables.
Pero no todo fue bonanza ni beneficios; también hubo problemas, conflictos y grandes injusticias. Hacia 1906, según expone Cancino (2024) los indígenas sahuayenses pescaban, recolectaban tule y leña y cazaban en el terreno comunal que, hasta entonces, limitaba en cierta área con el lago chapálico. Pero, como resultado de aquella invasión de hacendados, fueron perdiendo sus tierras, que les quitaron, de modo legal, territorios de la Hierbabuena y otros colindantes con Jiquilpan (p. 173).
Pasando a otra cuestión, y para concluir lo tocante a actividades económicas, la arriería fue el otro medio de que los sahuayenses se valieron para prosperar. Inclusive llegaron al punto de competir con Cotija en esta esfera. Lo mismo sucedió con el comercio. Lo mismo sucedió con el comercio, que se consolidó todavía más. Como cabía suponer, tampoco faltaron conflictos con los jiquilpenses por esta causa. Ya en 1885, Ignacio Zepeda, alcalde sahuayense, acusó tanto al prefecto de Jiquilpan como a los dueños de Guaracha de interceptar y tapar el camino Sahuayo-Guarachita, que los arrieros solían visitar muy a menudo. El patrón de Guaracha negó la imputación, mas no tuvo más remedio que acatar las indicaciones venidas desde Morelia (González, 1979, p. 123). No obstante, eso no impidió que, más tarde, el dueño de Guaracha, don Diego Moreno Leñero, hiciera cuanto estuvo a su alcance para que el ferrocarril no se acercara demasiado a Jiquilpan o a Sahuayo y, de tal modo, poder mantener su control en la zona disponiendo de recuas y transporte caballar (Pérez Monfort, 2018).
Por otro lado, en el campo religioso, la pax porfiana significó una mejora sustancial en las relaciones entre el Estado y la Iglesia. Esta última vivió tres décadas de calma y una atmósfera más que propicia para llevar a cabo su misión espiritual y pastoral. Luego de la Guerra de Reforma y del movimiento religionero, los seglares habían tomado la determinación de alejarse de cuestiones políticas, y ahora se limitaban a una vida tranquila enfocada a la práctica habitual de los ejercicios de piedad, la recepción de los Sacramentos y, para quienes sentían inclinación a ello, la pertenencia a diversas sociedades y agrupaciones piadosas.
La postura eclesiástica que habría de seguirse se resumía, en sí, a abandonar cualquier actitud combativa hacia el gobierno, mientras que éste, encabezado por el antiguo héroe del 2 de abril, permitiría que la Iglesia continuara su trabajo en los templos, seminarios, colegios, asilos, centros de beneficencia y demás campos de apostolado. Las Leyes de Reforma, aunque nunca fueron derogadas, fueron letra muerta y cayeron bajo el conocido adagio “Obedézcase, pero no se cumpla”.
Era, como suele decirse en nuestro país, “llevar la fiesta en paz”, aunque los masones más radicales –no hay que olvidar que el mismo Díaz pertenecía a esta sociedad, e inclusive con el grado 33, como Benito Juárez– jamás aceptaron tal actitud conciliadora y la consideraron digna de un traidor o un renegado. No faltaron quienes, de entre las filas de la masonería, lo tildaban de clerical, al grado de que don Porfirio renunció a su cargo de Gran Maestre en 1895. Empero, para él era más importante llevar buenas relaciones con la Iglesia, si bien dentro de un Estado liberal, porque de otra forma no podría obtener la tan anhelada concordia. Podría afirmarse, a la luz de estas circunstancias, que había un bien mayor en juego.
Tan fue así que el deán de Michoacán, Lorenzo Olaciregui Herrera, citado por el padre Mariano Cuevas en el tomo quinto de su Historia de la Iglesia en México (1928), comparó los tiempos de los embates del jacobinismo y la masonería bajo el mando juarista con los del régimen de don Porfirio y dijo que las persecuciones sufridas en su juventud, cuando el zapoteca mantuvo el poder, “habían sido poda saludable para que con más bríos retoñase la Iglesia de Dios en México, hasta obtener esa florescencia y opimos [ricos] frutos que alcanzó en su respetable ancianidad”, ya que, según apuntaló, en vez de mil seiscientos presbíteros había cerca de cinco mil, treinta y seis obispos en lugar de cuatro, diecisiete seminarios en forma, incontables colegios, misiones entre fieles e infieles, órdenes religiosas y cultos de gran solemnidad, “como jamás se habían visto en nuestro suelo ni en los mejores días del tiempo colonial” (p. 420).
Lo descrito en los párrafos previos dio sus correspondientes y más que profusos frutos en Sahuayo, que desde aquellos años adquirió fama, no del todo infundada, de pueblo de acérrimo catolicismo y, según el juicio de los más liberales –los jiquilpenses incluidos–, hasta de “mocho” y “fanático”, por nombrar algunos epítetos. Fue una etapa de genuino florecimiento y auge religioso. En los más de treinta años de Porfiriato, los siguientes sacerdotes regentearon la Parroquia de Santo Santiago Apóstol: Macario Saavedra (1874-1886), Esteban Zepeda (1886-1892) y Benigno Arregui (1892-1910). Fue durante la gestión como párroco de este último, a principios del siglo XX, cuando la imagen del Patrón Santiago se subió al nicho central del retablo principal. A los tres párrocos de tan prolongado intervalo hay que sumar a los numerosos presbíteros residentes en Sahuayo en el ocaso de la centuria decimonónica y los albores de la vigésima, “nunca menos de seis en la cabecera”, según Luis González y González (p. 125).
Además de la culminación del templo principal, el 12 de diciembre de 1881, Sahuayo fue testigo del principio de la edificación del hermoso Santuario guadalupano, en la ladera del cerro de Santiaguito –o Santiaguillo–. Las obras avanzaron notablemente gracias a la dirección del padre Bernabé Orozco, que junto con el padre Esteban Zepeda y don Bonifacio Alcaraz celebraron por primera vez el Sacrificio de la Misa aquella jornada, fiesta de la Morenita del Tepeyac. La iglesia dedicada al Sagrado Corazón de Jesús también inició en los primeros años del Porfiriato, en 1882, y trajo consigo la propagación de la devoción al Deífico Corazón y la piadosa práctica de los nueve viernes primeros del mes. Por último, la capilla de la Virgen de Lourdes –muy cercana a la Parroquia de Santiago– fue renovada.
El ámbito educativo fue otro que desplegó. De la noche a la mañana, cuenta González, se pasó a tener seis planteles. Con fondos estatales se mantuvieron dos escuelas en las que, por cada año, se pagaban seis pesos y veintidós centavos. Por su parte, el obispo de Zamora, José María Cázares y Martínez, abrió escuelas denominadas asilos, en las cuales se instruía con el Silabario de San Miguel, el Libro Primero, el Libro Segundo, el Catecismo y El lector católico mexicano (p. 126).
En 1904, los sahuayenses vieron la instauración de un colegio marista, análogo al que los miembros de dicha congregación habían abierto un par de años antes en Jacona, Zamora, Uruapan y Cotija, que fue bautizado en honor de San Luis Gonzaga y que, en 1909, se instaló en un hermoso y amplio edificio de corte neoclásico, justo al lado del templo del Sagrado Corazón –donde actualmente es la casa social anexa a dicho recinto–, que muchos años antes había albergado el convento de las siervas del Sagrado Corazón de Jesús.
No hay que olvidar, por último, el seminario auxiliar que se fundó en la villa, en el cual se enseñaba lo correspondiente al bachillerato: castellano, latín, matemáticas y un poco de filosofía. Allí impartieron clases algunos connotados sacerdotes del lugar: el ya mencionado Benigno Arregui, Felipe Villaseñor, Rosendo Sánchez, José Montes y los hermanos Alejandro y Luis Amezcua Calleja. El hecho de que no sólo los jóvenes locales acudieran a las aulas de aquel flamante plantel levítico, sino también muchos foráneos, dio como resultado un raudal de vocaciones y, posteriormente, de sacerdotes.
En Sahuayo, los últimos cuatro años de Porfiriato transcurrieron sin más turbulencia que la ocasionada por las luchas de los hacendados, que procuraban replicar el esquema empleado en Guaracha. En Sahuayo, sin ser porfiristas de hueso colorado, como reza la expresión coloquial, no se veía al ya dictador con malos ojos o, por lo menos, la aversión de algunos hacia él se contenía quizá por el hecho de que le gustaba sobremanera visitar el lago y gozar de sus beneficios. Allí, en la finca “El Manglar” –en Chapala–, propiedad de Lorenzo “Chato” Elízaga Retes, pasó las vacaciones de Semana Santa entre 1904 y 1909. Don Lorenzo, dicho sea de paso, no era cualquier personaje: era esposo de Sofía Romero Rubio y Castelló, hermana de doña Carmelita, la primera dama.
Y no sólo él: la ribera chapálica, , incluyendo la cercana a Sahuayo, se erigió como centro vacacional predilecto de algunos personajes muy acaudalados y, claro, de varios políticos porfirianos destacados. Uno de ellos fue Manuel Cuesta Gallardo –futuro gobernador de Jalisco, quien asesinaría al diputado sahuayense Rafael Picazo Sánchez en 1931–, ingeniero y dueño de la Hacienda de Atequiza,desempeñó un papel determinante como socio de la Compañía Hidroeléctrica e Irrigadora de Chapala, “la Hidro” de Guadalajara, que posibilitó concretar el proyecto de construcción del dique de Maltaraña, a fin de desecar la Ciénega. En consecuencia, la posibilidad de pesca y de traslado de mercancías y personas entre Sahuayo y La Palma se vieron sumamente afectadas, con los inevitables conflictos que ello trajo consigo. Los pescadores y los canoeros, al igual que los socios de la comunidad indígena sahuayense, sufrieron considerable menoscabo.
En 1910, el Porfiriato se vino abajo irrevocable y estrepitosamente. El presidente casi octogenario aceptó reelegirse por séptima y última vez. Mientras que en el resto de la nación la atmósfera política y social, de por sí caldeada, amenazaba con su inminente e ineludible explosión, en la comarca de Sahuayo no se suscitaron conatos ni brotes de apoyo a la revolución iniciada por Madero. Si bien los habitantes de San Martín Totolán –en el municipio de Jiquilpan– aprovecharon la coyuntura para que Guaracha les devolviera sus tierras, el único levantamiento contra don Porfirio tuvo lugar en Zamora.
Ya en 1911, tras la renuncia del estadista y su destierro rumbo a París, la situación se mantuvo casi igual. Las angustias de los sahuayenses, lejos de deberse a los acontecimientos políticos, fueron causadas más bien por el “temblor maderista”, el 7 de junio, que derribó la única torre del templo de Santo Santiago dejando tras de sí una densa polvareda. Justo aquel día –de allí el mote dado al sismo–, el triunfante caudillo de Parras de la Fuente entró a la Ciudad de México.
En 1912, más que por las eventualidades de la fugaz presidencia del antiguo creador del Partido Antirreeleccionista, las insurrecciones zapatistas y orozquistas, el nuevo Congreso y el surgimiento del efímero Partido Católico Nacional (PCN), entre otros sucesos, las mentes de los pobladores de la villa que conservaba el apellido del hombre que partió en el vapor “Ypiranga” estuvieron ocupadas por las precipitaciones tempestuosas, el crecimiento del lago de Chapala, el desbordamiento de sus aguas al romperse el bordo de contención hecho en 1896 y el anegamiento de la ciénega y de las zonas hondas de Guaracha (González, 1979, p. 143), así como la erupción del volcán de Colima en enero de 1913.
Con todo, no fue sino hasta ya entrado 1913 cuando Sahuayo se vio inmerso, de manera irremisible, en el polvorín revolucionario. Después de diversas incursiones de sendos cabecillas –una significativa parte de ellos, por no decir la inmensa mayoría, caracterizados por su ojeriza al catolicismo y al clero– en poblados aledaños o en la extensión del distrito, en junio de 1914, el tlajomulquense Eugenio Zúñiga hizo gala de crueldad tras haber irrumpido en Sahuayo y en Jiquilpan. Los pormenores del hecho pueden leerse en otra entrada de esta revista.
En ese punto, cuando el Porfiriato se transmutó sin remedio en una remembranza acreedora de aborrecimiento y desprecio, dejamos esta historia.
Como último dato, Sahuayo de Díaz conservaría su apellido hasta 1967, cuando el apellido del general José de la Cruz Porfirio fue reemplazado con el del celebérrimo sacerdote y caudillo insurgente vallisoletano, José María Morelos, tal como continúa hasta nuestros días. Para el momento del cambio, desde 1952, ya ostentaba el rango de “Ciudad”.
Bibliografía
Cancino, N. A. (2024). “Redes que tienden los pescadores en la laguna. . .”. El patrimonio biocultural de la laguna de Chapala antes de su desecación. Relaciones/Relaciones Estudios de Historia y Sociedad, 45(178), 167-191. https://doi.org/10.24901/rehs.v45i178.1056
Cuevas, M. (1928). Historia de la Iglesia en México. El Paso: La Revista Católica.
González y González, L. (1979). Sahuayo. México: El Colegio de México.
Pérez Monfort, R. (28 de febrero de 2018). Lázaro Cárdenas, un mexicano del siglo XX. Nexos: Sólo en línea. https://www.nexos.com.mx/?p=36432
Prado Sánchez, P. (1976). Sahuayo: Tradiciones y Leyendas. Edición del autor: Sahuayo.
Sánchez, R. (1896). Bosquejo estadístico e histórico del distrito de Jiquilpan de Juárez. Morelia: Porfirio Díaz. Ramírez-Sánchez, R. (2017). Cambios y continuidades de una vecindad contenciosa en la región Ciénega de Chapala, Michoacán. Quivera Revista De Estudios Territoriales