Víctimas por Calles

Cuando un sacerdote jesuita y una religiosa ofrecieron su vida por la salvación del alma de un presidente

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Collage que ilustra el título de esta entrada, realizado por la autora. El P. Pro figura en el centro por tratarse del personaje que, además de haber sido ya elevado a los altares, ofició la Misa en la que tanto él como la madre Conchita (abajo a la izquierda) ofrecieron su vida por Calles (en la parte superior derecha).

Por increíble que parezca en un primer momento, el título de la presente entrada es correcto y acertado. A estas alturas, como es ya sabido, la terrible persecución religiosa de la pasada centuria en nuestro país produjo caídos a manos llenas. Los mártires, tanto en el sentido estricto eclesiástico como en la concepción católica popular, fueron incontables. Así pues, si lo que hubo con profusión en aquellos tiempos aciagos, máxime bajo la presidencia del personaje mencionado, fueron muertos por su causa. En suma: víctimas de Calles, del tristemente célebre don Plutarco, y de su animadversión anticatólica.

Empero, en menor proporción, aunque resulta igualmente extraordinario o aun incoherente leerlo, también existieron personas que no se limitaron a dar su vida por lo que era más sagrado para ellos, la religión que nos trajeron los hispanos de allende el mar, sino que la oblación de su existencia terrena y de su sangre fue acompañada, con anterioridad, de un expreso ofrecimiento de ambas por una intención muy específica: que el alma del tirano, del nuevo Nerón –como muchos le llamaban, y no sin acierto–, se salvara. Así, al mismo tiempo, convirtiéronse en víctimas por Calles.

Una de esas personas fue un famoso sacerdote perteneciente a la Compañía de Jesús, alegre, dicharachero y sumamente hábil para los disfraces, que en sus años mozos había pisado tierras michoacanas; había estado con los jesuitas de la antigua hacienda de El Llano, cerca de Zamora. El nombre completo de aquel presbítero, zacatecano de origen, era José Ramón Miguel Agustín Pro Juárez, si bien era mejor conocido, simplemente, como el Padre Pro.

Padre Miguel Agustín Pro, vestido de civil, con una niña a la que dio la Primera Comunión. Fotografía editada y mejorada por la autora.

En 1923, una comunidad  de las Religiosas Capuchinas, presidida por sor María Concepción Acevedo y de la Llata, mejor conocida como la Madre Conchita, se había instalado, con permiso de Monseñor José Mora y del Río –Arzobispo de México, oriundo de Pajacuarán, Michoacán–, en el vecindario de Tlalpan, aledaño a la capital. A pesar de la persecución creciente y del peligro que implicaba, la abadesa no mudó ni los hábitos ni la distribución del tiempo en su convento.

Por desgracia, una delación ocasionó el asalto de la policía a la casa en que vivían las religiosas. El cateo fue llevado a cabo por Bandala, uno de los jefes de la policía secreta del Distrito Federal, el 3 de enero de 1927. Con todo y la desagradable experiencia, las monjas no se arredraron: dos días después, 5 de enero, víspera de la Epifanía del Señor, ya se habían instalado en su nuevo domicilio, en plena capital, localizado en la calle Zaragoza, número 68.

Sor Concepción Acevedo de la Llata, mejor conocida como “la madre Conchita”, hacia 1923. Imagen editada y mejorada por la autora.

Poco antes, en 1926, Monseñor Leopoldo Ruiz y Flores –el mismo que con su compañero Díaz y Barreto concertaría los “arreglos”– había suplicado a la madre Conchita que se ofreciera como víctima propiciatoria por Calles, a fin de que Dios cambiara los sentimientos de su corazón y, en consecuencia, diera libertad a la Iglesia. La madre Conchita, teniendo en cuenta la grave responsabilidad que aquello implicaba, se resistió en un principio. Pero la idea se clavó en su pensamiento desde entonces.

La situación propicia para el sacrificio se presentó de forma definitiva con el padre Miguel Pro, quien suspiraba por la idea del martirio y, por convicción y cuenta propia, había ideado ofrecer su vida por el político de Sonora. Incluso había llegado al extremo de aplicar Misas por él. No conforme con lo anterior, sin importarle las continuas asechanzas de los agentes policiacos ni el hecho de que se ofrecía una cuantiosa gratificación a quien facilitara su captura, administraba los Sacramentos de manera incansable e intrépida.

Eventualmente, en medio de tantos afanes apostólicos a lo ancho y largo de la Ciudad de México, el padre Pro y la madre Conchita se conocieron. Corría febrero de 1927, de acuerdo con las remembranzas de la religiosa. Ella refiere así su encuentro:

“No me causó ninguna impresión especial. Reconocí que era un sacerdote que luchaba por la gloria de Dios, por la salvación de las almas, y que no tenía miedo a la cárcel ni a la muerte; pero como esto para nosotras era tan natural, no le hice el menor aprecio”.

A pesar de su primera percepción, la abadesa no tardó en advertir que el sacerdote y ella compartían una cualidad: su disposición para el sacrificio, para el martirio, como forma de alcanzar la santidad. No era, hay que decirlo con llaneza, un pensamiento exclusivo: el pueblo católico mexicano en general sabía, y estaba plenamente convencido de ello, que el martirio era y es una gracia singularísima, que purifica por completo el alma y produce en ella un segundo bautismo, por lo que el mártir, sin pasar un instante por el Purgatorio, va directo al Cielo.

Al margen del ruego de Monseñor Ruiz y Flores, el padre Pro también le planteó a la madre Conchita la idea de que ambos, conjuntamente, ofrecieran su vida por Calles. Ella aceptó con la única condición de que su confesor, el P. Félix de Jesús Rougier –fundador de los Misioneros del Espíritu Santo–, le concediera permiso. Éste fue obtenido.

El lunes 23 de septiembre de 1927, previo acuerdo entre la madre Conchita y el padre Pro, éste fue a celebrarles Misa a las religiosas. Antes de empezar, les suplicó que imploraran al Señor lo aceptase a él como víctima por Calles –las negritas las hemos puesto nosotros–, por los sacerdotes, por el bien de la patria, y añadió, de modo expreso, que él aplicaría el Santo Sacrificio por tal intención. Hay que imaginar cuál fue la reacción de las monjas al escuchar algo así: el eclesiástico zacatecano, sin ambages, estaba ofreciéndose a sí mismo, y pidiendo la muerte, a cambio de que Plutarco Elías Calles no se condenara para siempre.

La madre Conchita, plena y perfectamente consciente de lo que el padre y ella hacían, hizo adornar con flores la capilla y quiso que durante la Misa hubiera cantos sagrados, como en las grandes festividades. El Santo Sacrificio empezó.

El padre Antonio Dragón S. J., uno de los principales biógrafos del Beato Miguel Agustín Pro, cita el testimonio de una religiosa que estuvo presente acerca de la actuación del padre aquella jornada:

«En toda la misa estuvo muy emocionado; se dilató mucho y estuvo llorando durante todo el tiempo, mientras las religiosas estaban cantando. Al terminar la misa, dijo a una de las monjas que aún vive y que puede testificar la verdad: “No sé si sería pura imaginación, o si realmente ha pasado, pero siento claro que nuestro Señor aceptó de plano el ofrecimiento…”.»

El padre Rafael Ramírez Torres confirma estas palabras.

Cedamos la palabra a la misma madre Conchita, que resultó ser la religiosa en cuestión. Para ello citamos las declaraciones que hizo a la revista ¡Extra! en noviembre de 1979:

“En nuestra casa se respiraba el perfume de las flores y se sentía la paz del recogimiento y la oración. Terminó la misa nuestro capellán y a continuación celebró la suya el padre Pro, quien desde el principio comenzó a derramar abundantes lágrimas. Nosotras cantamos el Avemaría y otros motetes. 

A la hora  del Evangelio, el padre Pro dijo unas breves palabras alusivas al solemne ofrecimiento que en su misa hacía a Dios. Y los grandiosos momentos de la Consagración y la Elevación se prolongaron durante un largo cuarto de hora, sacando de vez en cuando su pañuelo para enjugarse los ojos. Comulgamos y terminó la Santa Misa.

Después que dio gracias, el padre Pro me mandó llamar con la madre Cecilia para decirme estas frases que jamás podré olvidar:

—No sé si será porque el oratorio está muy recogido, o porque cantaron  muy bonito o… no sé por qué; pero en el momento que terminé de consumir oí claramente como si alguien me hubiera dicho: ¡Está aceptado el sacrificio!”

El 23 de noviembre de 1927, miércoles, al filo de las 10:30 de la mañana, justo dos meses después de la heroica y fervorosa oblación, la ofrenda fue plenamente aceptada y recogida por Dios. El padre Miguel cayó bajo las balas de los soldados de Calles, por mandato explícito de éste, acusado de planear y participar en el atentado fallido contra Álvaro Obregón Salido, no sin antes encomendarse de hinojos al Creador –delante del mismo pelotón que habría de fusilarlo–, abrir los brazos en cruz y sostener, en cada mano, su crucifijo y su rosario. Las fotografías de la ejecución, tomadas por orden del presidente con la finalidad de humillar y escarnecer en grande a los católicos, al clero católico y a la Iglesia, constituyeron el mejor registro de cómo el Señor no desoyó al valiente clérigo y le otorgó la palma del martirio que tanto anhelaba. Fue beatificado el 25 de septiembre –aniversario del natalicio de quien lo mandó asesinar– de 1988.

Detalle de una de las instantáneas tomadas durante el fusilamiento del Padre Miguel Agustín Pro, el 23 de noviembre de 1927, en el patio de la Inspección de Policía de la Ciudad de México. Imagen del Archivo General de la Nación (AGN).

La madre Conchita, por su parte, sería acusada de ser la autora intelectual del asesinato de Álvaro Obregón, perpetrado el 17 de julio de 1928. Dejando de lado los misterios que rodearon la muerte del estadista reelecto, al principio se le condenó a muerte, pero le conmutaron la pena por veinte años de presidio en la temible cárcel de las Islas Marías. En 1934 abandonó los hábitos y se casó –por entonces al civil– con Carlos Castro Balda, otro de los implicados en el homicidio del otro miembro del dúo sonorense. Tras haber cumplido doce años, cuatro meses y nueve días de prisión, entre un continuo ir y venir de la Penitenciaria del entonces Distrito Federal a las Islas Marías, el presidente Manuel Ávila Camacho le concedió el indulto. Falleció en la Ciudad de México en 1979, a los ochenta y siete años.

La madre Concepción Acevedo de la Llata en las fotografías tomadas para el proceso penal referente al homicidio del general Obregón. Fotografía de Cambridge University Press & Assessment.

Como cierre para nuestro texto, citamos un fragmento del P. Rafael Ramírez al respecto del ofrecimiento:

“Los casos de la Madre Conchita y del P. Pro no fueron excepcionales ni únicos. Familias enteras y muchos cristeros ofrecían en aquellos días sus sufrimientos y sus vidas por la conversión y salvación eterna de los perseguidores; y fue tal la cantidad de oraciones, sacrificios y penitencias que entonces se elevó al cielo por ellos, que llegó a haber una persuasión muy generalizada de que tanto Obregón como Calles irían al cielo a cantar eternamente las maravillosas misericordias de Dios, que mide las cosas desde ángulos de vista muy diversos de los humanos” (p. 378).

María del Carmen Ávalos Herrera, finada, abuela paterna de quien esto escribe, corroboró la existencia de tal creencia al contar, como parte de sus anécdotas y vivencias sobre la persecución religiosa, que mucha gente sí se convenció de que Calles se había salvado, o que por lo menos, siquiera en aquellos ayeres –década de 1940–, se rumoraba que el expresidente se había reconciliado con Dios antes de partir a la Eternidad. “Tantos ofrecimientos por él” se decía, “no debían haber sido en vano”. Después de todo, en incontables ocasiones, en diversas épocas –basta leer el libro Las glorias de María, del eminente San Alfonso María de Ligorio, para comprobarlo–, incluso los pecadores más empedernidos pueden hallar, si abren su alma y su corazón a la gracia, la redención y el perdón. ¿Quién podía asegurar, con tantos sacrificios por el estadista de por medio, que éste no podía correr la misma suerte venturosa?

Aunque actualmente, tanto por testimonios del P. Carlos Heredia S. J., que tuvo trato con Calles en su última enfermedad, como por los documentos y declaraciones orales de que se dispone a la fecha, se tiene claro que el político de Guaymas no se acercó al Creador antes de morir, podemos decir que sólo Él sabe, en Su insondable Sabiduría y Providencia, si el fruto del sacrificio solemne del jesuita mártir y de la antigua religiosa se obtuvo verdaderamente. A nosotros, como humanos, sólo nos queda citar el conocido refrán: la esperanza es lo último que muere.

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Bibliografía:

Dragón, A. (1934). Por Cristo Rey. El Padre Pro. México: Buena Prensa.

Ramírez Rancaño, M. (2014). El asesinato de Álvaro Obregón: la conspiración y la madre Conchita. Instituto de Investigaciones Sociales, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) & Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México (INEHRM). México: Secretaría de Educación Pública.

Ramírez Torres, R. (1976). Miguel Agustín Pro. Memorias biográficas. México: Tradición.

Testimonios orales de María del Carmen Ávalos Herrera.

El prelado cotijense que aprobó la lucha cristera desde las puertas de Roma (III)

La historia de Monseñor José María González y Valencia. Tercera parte

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Detalle de un retrato de Monseñor González y Valencia, coloreado y mejorado por la autora.

En 1925, en vista del agravamiento de la persecución religiosa bajo el flamante gobierno del sonorense Plutarco Elías Calles, el nuevo Obispo de Durango fue designado por sus compañeros del Episcopado para ir a la Ciudad de las Siete Colinas con el cometido de poner al tanto al Papa Pío XI sobre la precaria situación para los fieles y los sacerdotes y, en general, para el clero católico mexicano. Sería el acompañante de otro eclesiástico de su rango, Monseñor Miguel María de la Mora y de la Mora, a la sazón cabeza de la Diócesis potosina.

La otra misión sería pedirle instrucciones al Pontífice acerca de la defensa de las libertades que se le conculcaban a la Iglesia. El viaje fue realizado, y los lineamientos papales solicitados fueron plasmados en la carta apostólica Paterna sane sollicitudo, fechada el 2 de febrero de 1926, en la que Pío XI mandaba resistir a la persecución de forma pasiva pero firme, manteniéndose al margen de cualquier partido político. La misiva tenía por subtítulo “DE INIQUA CONDICIONE ECCLESIAE IN MEXICO ATQUE DE NORMIS AD CATHOLICAM ACTIONEM IBIDEM PROMOVENDAM”, que traducido del latín al español dice: “Sobre la inicua condición de la Iglesia en México y también sobre las normas respecto a la Acción Católica que, al mismo tiempo, habrán de promoverse”.

Su Santidad Pío XI, Pontífice de 1922 a 1939, autor de la carta apostólica Paterna sane sollicitudo.

A su regreso de Roma, a sabiendas de que la situación empeoraría –los hechos de los primeros meses de 1926 lo ratificaron de forma fehaciente y categórica–, nuestro biografiado reunió a una comisión de teólogos para deliberar sobre cuáles serían las medidas a seguir en caso de que se hiciera efectivo el artículo 130 de la Carta Magna, en el cual –entre muchas cuestiones– se exigía que los presbíteros debían registrarse en un registro municipal o estatal para que se les diera autorización de ejercer su ministerio. El estudio de los teólogos arrojó una negativa ante tal sujeción. Sin tardanza, Monseñor González y Valencia mandó imprimir y distribuir una circular con aquellas pautas entre los sacerdotes de su jurisdicción. Días después, José Amador Velasco y Peña, el prelado de Colima, siguió sus pasos.

El 10 de marzo de 1926, a raíz de haber condenado la persecución en su Sexta Carta Pastoral, Monseñor José de Jesús Manríquez y Zárate, primer Obispo de Huejutla –y ordenado sacerdote junto con Monseñor José María aquel lejano 28 de octubre de 1907–, fue apresado. Su compañero de Cotija no tardó en escribirle una carta abierta en la que externó su adhesión y su apoyo, y que fue publicada en diversos periódicos católicos.

Detalle de un retrato de Monseñor José de Jesús Manríquez y Zárate, amigo y compañero de ordenación de José María González y Valencia, apresado en 1926 por el gobierno de Plutarco Elías Calles. Él fue otro, junto con nuestro biografiado, de los exiguos prelados que aprobaron el movimiento cristero.

Una vez suspendidos los cultos en todo México, Monseñor González y Valencia partió hacia Roma nuevamente. Pero antes de irse, el 17 de septiembre de 1926, redactó una Instrucción Pastoral fechada en la cual encomió la cooperación que las asociaciones católicas habían prestado a la labor de resistencia, cada vez más enérgica, de la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, fundada en la capital del país en marzo de 1925.

La coyuntura posterior al 1 de agosto de 1926, primer día sin Sacramentos en los templos, empeoró con velocidad alarmante. Los recursos pacíficos y legales se agotaron de modo inexorable. Comenzaron a caer las primeras víctimas católicas. Dos eclesiásticos, ambos Obispos, intentaron parlamentar con Calles, y éste lanzó un ultimátum a los católicos: las Cámaras o las armas. El memorial firmado por más de dos millones de creyentes y enviado a las primeras fue tirado a la basura. Los ánimos se exacerbaron sin remedio y, como cabía esperar, cada vez más personas empezaron a pensar en la segunda opción, la que quedaba, dada por el mandatario: la resistencia armada, que pasaría a la Historia con el nombre de Cristiada o Guerra Cristera, este último adjetivo creado por el mismo gobierno, que hizo mofa del grito de los defensores: “¡Viva Cristo Rey!”

A pesar de que estaban de acuerdo con que había que defender la fe y no permitir que ésta se perdiera en México, la postura de los integrantes del Episcopado mexicano sobre el movimiento armado no fue, ni remotamente, unánime. Lo que menos hubo entre ellos fue consenso. Por el contrario, sin demora, la división campeó.

Jean Meyer lo sintetiza de esta forma:

“[…] la mayoría de los prelados, indecisa, dejó en toda libertad a los fieles de defender sus derechos, como mejor les pareciera, una decena les negó el derecho de levantarse, y tres los alentaron a tomar las armas” (1977, p. 19).

Uno de ellos, como veremos, fue nuestro biografiado. Los otros dos fueron Manríquez y Zárate, a quien ya mencionamos, y Leopoldo Lara y Torres, Obispo de Tacámbaro. Hasta finales de 1926, reacios a la idea de una resistencia armada, los tres obispos habían prohibido a sus fieles que recurrieran a dicho recurso. Sin embargo, la gravedad creciente de los sucesos y de la persecución, que no tardó en suscitar mártires a lo ancho y largo del territorio nacional, los condujo a modificar su perspectiva.

En el caso de Monseñor José María, el 11 de febrero de 1927, su postura vino con la emisión de su Primera Carta Pastoral, dada en la Puerta Flaminia, afuera de Roma, en la que dirigió estas palabras a los fieles de su Diócesis:

“Séanos ahora lícito romper el silencio sobre un asunto del cual nos sentimos obligados a hablar. Ya que en nuestra arquidiócesis muchos católicos han apelado al recurso de las armas […] creemos de nuestro deber pastoral afrontar de lleno la cuestión y, asumiendo con plena consciencia la responsabilidad ante Dios y ante la historia, les dedicamos estas palabras: Nos nunca provocamos este movimiento armado. Pero una vez que, agotados todos los medios pacíficos, ese movimiento existe, a nuestros hijos católicos que anden levantados en armas por la defensa de sus derechos sociales y religiosos, después de haberlo pensado largamente ante Dios y de haber consultado a los teólogos más sabios de la ciudad de Roma, debemos decirles: Estad tranquilos en vuestras conciencias y recibid nuestras bendiciones” (citado en Barquín y Ruiz, 1967, pp. 43-44).

Tales enunciados estaban en consonancia con los juicios que, a título personal pero no por ello menos fundamentados, habían efectuado algunos teólogos y moralistas de universidades en Roma, entre ellos los sacerdotes Mariano Cuevas, S. J., y Arthur Vermeersch, de la Gregoriana, célebre por sus dictámenes.

Instantánea de la Puerta Flaminia, desde donde Monseñor González y Valencia emitió la Carta Pastoral en la que declaró la licitud moral de la resistencia armada de los católicos mexicanos. Fotografía: Animuspedia.

El licenciado Anacleto González Flores, paladín católico por excelencia en Jalisco que durante mucho tiempo se resistió a la idea de una defensa armada, no sólo por considerarla infructífera y contraria a sus ideales pacíficos sino por serias dudas morales, tuvo conocimiento de la Carta Pastoral de Monseñor González y Valencia poco antes de morir.

Retrato de Anacleto González Flores, hoy beatificado, que poco antes de su martirio supo de la Carta Pastoral de Monseñor González y Valencia en la que éste aprobaba la resistencia cristera.

En su última noche, del 31 de marzo al 1° de abril de 1927, Anacleto se confesó con un sacerdote anónimo y, luego de recibir la absolución sacramental, estuvo comentando con él el contenido de la Carta Pastoral del esforzado Obispo de Durango, el único que hasta ese momento había hablado favorablemente sobre la lucha cristera de manera abierta y pública.

“Esto es lo que nos faltaba” le dijo al presbítero, aludiendo al documento. “Ahora sí podemos estar tranquilos”.

Y no sólo lo anterior: el verbo del prelado de Cotija encendió el suyo y lo movió a escribir sus últimas palabras para Gladium, el periódico que él editaba:

“Bendición para los valientes, que defienden con las armas en la mano la Iglesia de Dios. Maldición para los que ríen, gozan, se divierten siendo católicos en medio del dolor sin medida, de su Madre […] La sangre de nuestros mártires está pesando inmensamente en la balanza de Dios y de los hombres.

El espectáculo que ofrecen los defensores de la Iglesia es sencillamente sublime. El Cielo los bendice, el mundo los admira, el infierno los ve lleno de rabia y asombro, los verdugos tiemblan. Solamente los cobardes no hacen nada […]” (citado en López Alcaraz, 2023, p. 134).

Y concluía:

“Hoy debemos darle a Dios fuerte testimonio de que de veras somos católicos. Mañana será tarde […] Todavía es tiempo de que todos los católicos cumplan su deber… los cobardes que se despojen de su miedo y todos que se pongan en pie, porque estamos frente al enemigo y debemos cooperar con todas nuestras fuerzas a alcanzar la victoria de Dios y de su Iglesia” (pp. 134-135).

Unas horas más tarde, al filo de las tres de la tarde del 1° de abril, el abogado oriundo de Tepatitlán, hoy beatificado, caía bajo las balas del régimen callista, por odio a la fe, luego de numerosas y atroces torturas, en el patio del Cuartel Colorado en Guadalajara.

Al mismo tiempo, Monseñor José María proseguía su labor de apoyo moral a la Cristiada desde tierras europeas.

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Bibliografía:

Barquín y Ruiz, A. (1967). José María González Valencia, Arzobispo de Durango. México: Jus.

López Alcaraz, H. J. (2023). El Plebiscito de los Mártires: Drama biográfico sobre el Beato Anacleto González Flores. Guadalajara: Edición independiente.

Meyer, J (1977). La Cristiada. Tomo I: La guerra de los cristeros. México: Siglo XXI Editores.

Pío XI (2 de febrero de 1926). PIUS PP. XI. LITTERAE APOSTOLICAE. PATERNA SANE SOLLICITUDO*. Vatican.va.https://www.vatican.va/content/pius-xi/la/apost_letters/documents/hf_p-xi_apl_19260202_paterna-sane-sollicitudo.html

“Yo no, las cosas de Dios, sólo Él”

Asesinato de don José Sánchez Ramírez en Sahuayo de Díaz, Michoacán

Lic. Helena Judith López Alcaraz

En una fecha como esta, pero de 1926, hace 98 años, en el interior de la Parroquia de Santo Santiago Apóstol, fue ultimado don José Sánchez Ramírez, líder de la Liga Defensora de la Libertad Religiosa en Sahuayo, militante de la Acción Católica, expresidente municipal de aquella población y hermano de Ignacio de Jesús, futuro general cristero de la región. Sus “delitos” fueron ser un católico renombrado en la localidad, haberse negado a hacerse cargo del templo en cumplimiento de la orden del general callista Tranquilino Mendoza Barragán y no querer, en consecuencia, tomar parte en los inventarios que había decretado el régimen.

Su respuesta, lacónica pero terminante, fue:

“Yo no, las cosas de Dios, sólo Él”.

Don José y don Ignacio de Jesús Sánchez Ramírez, hermanos de sangre y valientes defensores de la fe católica en Sahuayo. El primero murió asesinado el 5 de agosto de 1926; el segundo, fue uno de los jefes cristeros más destacados de la región colindante a aquella heroica localidad. Fotografías mejoradas y editadas por la autora.

Compartimos con ustedes la respectiva transcripción del acta que da fe de su muerte. Se respeta la falta de signos de puntuación. Hay que tomar en cuenta que las actas en Sahuayo, a la sazón, ya no se escribían por completo con puño y letra, sino que se llenaba un formulario ya establecido.

Interior de la Parroquia de Santo Santiago Apóstol en Sahuayo, escenario de la muerte violenta de don José Sánchez Ramírez. Fotografía tomada por la autora en agosto de 2022.

Pasemos de lleno a la transcripción:

«Al margen izquierdo: Acta N° 164

Defunción de José Sánchez, edad 42 años, de Heridas con arma de fuego

Derechos $ (No se indica)

Dentro: Número 164 ciento sesenta y cuatro. En la Villa de Sahuayo, del Estado de Michoacán, a las 15 quince horas del día 6 de agosto de 1926 mil novecientos veintiseis José María Pérez compareció en esta oficina dando cuenta de que ayer a las 23 horas y en el atrio del templo parroquial falleció por heridas de arma de fuego sin asistencia médica José Sánchez, originario de este pueblo de 42 cuarenta y dos años de edad de raza blanca estado civil casado con Concepción Amezcua, de oficio Comerciante, habiendo sido hijo el finado de Clemente Sánchez finado y de María Ramírez que vive.

Cerciorado el suscrito de la verdad del fallecimiento mencionado a solicitud de los interesados, se libró orden para que el cadáver se inhume en el Panteón Municipal de este lugar; y para constancia se levanta esta nota de la que fueron testigos los ciudadanos Luis y Santiago Gómez, mayores de edad, vecinos de este pueblo y sin parentesco con el finado: quienes impuestos de su contenido, se manifestaron conformes y firman los que intervinieron y saben hacerlo. Ismael L. Silva . – María Vallejo . – Rubricados. Es copia tomada de su original.»

Acta de defunción de don José Sánchez Ramírez, fechada el 6 de agosto de 1926. Resaltados y edición por la autora.

Otra versión de los hechos señala que don José fue pasado por las armas en el atrio de la Parroquia de Santo Santiago Apóstol, al igual que otras personas. Esto está en consonancia con lo especificado en el acta de defunción. Sin embargo, tanto los testimonios orales de los sahuayenses, no menos valiosos, como la escultura que se resguarda cerca de las célebres catacumbas del templo del Sagrado Corazón de Jesús coinciden con lo narrado al principio: que aquel valiente católico, hombre de una pieza, fue ejecutado de un balazo en el pecho en el interior del recinto sagrado dedicado al Protomártir del Colegio Apostólico. La efigie mencionada es de la autoría del talentoso escultor sahuayense Adolfo Cisneros y, precisamente, representa a don Ignacio Sánchez Ramírez sosteniendo el cadáver de su hermano José, con un orificio de bala en el tórax.

Cuenta don Alfredo Vega Pulido, miembro de la Vanguardia de los Vasallos de Cristo Rey en Sahuayo, y propagador de la memoria histórica cristera en la hoy Capital de la Ciénega, que don Ignacio dijo en aquel terrible momento:

«Señor, acepta la sangre de un cristero más, derramada por el amor y haz que por ella tu reinado sea una realidad en nuestro México».

Él mismo contribuiría a luchar por ese reinado, al ser un famoso y magnífico líder de la resistencia armada de los católicos sahuayenses.

Detalle de la escultura de don Adolfo Cisneros que muestra a don Ignacio Sánchez Ramírez sosteniendo el cuerpo exánime, con el balazo que le quitó la vida –nótese cómo brota la sangre del mismo–, mientras mira a lo alto. Fotografía de don Santiago Manzo Gómez.

Los restos de don José yacen, en espera de la resurrección de la carne, en las criptas antedichas.

© 2024. Todos los derechos reservados, hecha la excepción de las dos fotografías tomadas del perfil de don Santiago M. Gómez, otro gran difusor de la historia de la Cristiada en nuestro amado Sahuayo.

Breve pero impactante instante del sacrificio de don José Sánchez Ramírez. Nuestro personaje fue interpretado por el Ing. Santiago Manzo Gómez, para un documental polaco hecho por Dwa Promienie – wolontariat misyjny (cuya producción, lamentablemente, quedó interrumpida de forma indefinida a raíz del conflicto bélico Rusia-Ucrania). Agradecemos la fotografía.

Fuentes:

Laureán Cervantes, L. (2016). El niño testigo de Cristo Rey. España: Buena Tinta.

Munari, T. (2004). José Sánchez del Río, el Beato Mártir de Sahuayo. México: Edixa Editores.

Investigación y visita de la autora en las catacumbas del Sagrado Corazón de Jesús en Sahuayo.

Testimonios y aportaciones históricas de Santiago Manzo Gómez y Alfredo Vega.

Defensa, reyerta y sitio en el Santuario de Guadalupe

Cuando los católicos tapatíos se enfrentaron a la policía y a los federales en plena calle

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Ilustración coloreada del Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe. Fotografía: México en Fotos.

En una fecha como esta, pero de 1926, afuera del Santuario de la Virgen de Guadalupe en Guadalajara, cruce con la avenida Alcalde y la calle Juan Álvarez, en plena vía pública, tuvo lugar una auténtica batalla campal entre los feligreses tapatíos y elementos de la policía y del ejército federal, así como la defensa de la iglesia susodicha. Todo se debió, como sucedió en ciertos lugares del país, a dos factores clave: la oposición terminante del pueblo católico al cierre de los templos luego de la suspensión de cultos y los ánimos ya caldeados y exaltados a raíz de la persecución religiosa sistemática, y para entonces ya legalizada mediante la “Ley Calles”, de que eran objeto parroquianos y sacerdotes.

En el caso de la capital jalisciense, la gente se atrincheró en el Santuario debido al rumor, nada infundado, de que el gobierno acudiría para clausurar el inmueble. La intención de los obispos, en su Carta Pastoral Colectiva del 25 de julio, había sido que las iglesias permanecieran abiertas y que los fieles pudieran seguir orando en ellas, pero el régimen no estaba dispuesto a permitir aquello.

Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe visto desde la calle Pedro Loza casi en su cruce con Juan Álvarez y, afuera, el jardín Alcalde. Todo esto fue escenario del enfrentamiento entre católicos contra militares y policías el 3 de agosto de 1926. Fotografía mejorada por la autora.

La disposición de las autoridades fue clara: cualquier parroquia, oratorio o capilla que fuera abandonado por el sacerdote debía cerrar sus puertas. Esto, en innumerables ocasiones, y a lo ancho y largo de la República, era acompañado por la profanación del sagrado recinto y su apropiación por parte de la milicia federal, que los convertía en cuarteles, armerías, caballerizas y prisiones. A esto había que añadir el robo de vasos sagrados, quema de documentos y la destrucción de sagrarios, altares, bancas, ornamentos e imágenes. Estas últimas solían ser despedazadas o “fusiladas”. A los soldados parecía gustarles practicar o afinar su puntería con las efigies de la Virgen, de los Santos y aun con el mismo cristo del altar.

Por consiguiente, y con base en todo lo anteriormente descrito, no es de extrañar que, ante la posibilidad de que la policía y los soldados acudieran al Santuario guadalupano tapatío para cerrarlo y dedicarse al pillaje y a cometer sacrilegios a diestra y siniestra, los fieles de Guadalajara reaccionaran con ardor y se aprestaran a defenderlo a toda costa. Los hombres llevaron las armas que pudieron, en su mayoría pistolas o algún rifle o carabina. Las féminas y sus hijos, por su parte, se quedaron adentro del templo.

Santuario Guadalupano de Guadalajara visto desde la actual Av. Alcalde. Fotografía tomada en 1913.

Hubo, no obstante, un grupo de chicos que no se metió al Santuario, sino que se dedicó a solicitar –y aun demandar– a los transeúntes que respondieran a la proclama católica por excelencia en aquellos días: “¡Viva Cristo Rey!” o que la gritaran también al pasar frente al edificio. Todo marchaba con relativa calma, con todo y la tensión imperante, hasta que un automóvil transitó por el lugar. Dentro iba un oficial del gobierno, general Lorenzo Muñoz, con rumbo al Hospital militar, cercano al Santuario. Los mozalbetes le requirieron el vítor religioso y, como cabía suponer, el militar se rehusó y ordenó a su chofer que acelerara.

Los chicos no aceptaron la negativa ni que el vehículo siguiera su camino, y arremetieron contra éste con palos y piedras. Como la respuesta violenta de los muchachos no cesaba, el oficial Muñoz mandó al conductor que se detuviera, se apeó del carro y lanzó varios disparos al aire, aunque por la batahola no se distinguió si fue con la intención de hacer blanco o únicamente de asustarlos.

De cualquier forma, los tiros bastaron para enardecer a los presentes. Algunos hombres reaccionaron abriendo fuego detrás de sendos árboles del jardín Alcalde. El oficial no tardó en subir a su coche y, ya en el Hospital militar, vía telefónica, pidió refuerzos a la Jefatura de Operaciones.

Mientras, en el Santuario, la campana mayor fue tocada a rebato. Incontables personas del barrio acudieron al llamado y engrosaron el contingente católico, diseminándose tanto en el interior como en el exterior del templo. El cancel central fue cerrado como medida de defensa, por lo que pudiera ocurrir. Al cabo de un cuarto de hora, las calles cercanas al templo se habían atestado de gente.

Titular de El Informador fechado el 4 de agosto de 1926, un día después de los hechos en el Santuario. Recuadros y edición por la autora.

Treinta minutos después del incidente con el oficial callista, una camioneta de la Secretaría de Guerra arribó al sitio. Veinticinco soldados armados bajaron. De ellos, veinte se distribuyeron en el jardín y cinco, al mando de otro militar, quisieron entrar al Santuario por la fuerza y fueron hacia el cancel central.

De repente, salida de entre la multitud, una señorita se aproximó al jefe de los mílites y, sin pestañear, le hundió un puñal en la espalda. Presas del asombro y el miedo, los soldados no supieron reaccionar para ayudar a su líder, que yacía moribundo y ensangrentado en el piso. La muchacha, con calma que pasmó a los presentes, le quitó su pistola y su espada y se los dio a dos hombres que había dentro del cancel, diciéndoles:

—Tengan para que se defiendan.

Los señores que se hallaban en el atrio del Santuario conminaron a los cinco soldados a que se retiraran, bajo amenaza de dispararles. Los federales obedecieron y se unieron a sus compañeros en el jardín, sólo para abrir fuego, ahora sí, contra los que estaban en el templo y contra la multitud. Una parte muy significativa de los civiles no iba armada, pero los soldados no repararon en ello.

Casi todos los fieles inermes, los que pudieron, se introdujeron a toda prisa en el recinto y en la sacristía del Santuario, al tiempo que la lluvia de balas crecía. Los hombres que sí estaban provistos con armas se organizaron para la defensa en el atrio, las torres y la azotea de la iglesia. Entre ellos pronto destacó, por su liderazgo, el joven atotonilquense Lauro Rocha González, de apenas dieciocho años de edad.

Lauro Rocha González (1908-1936), líder de los defensores del Santuario de Guadalupe y prominente general durante la Cristiada. Mejora y edición por la autora.

Para tornar la situación más compleja, una lluvia torrencial comenzó a caer. Los federales recibieron un refuerzo que llegó por la calle Juan Álvarez. Sin embargo, por la confusión, en un primer momento creyeron que eran personas provenientes de la Capilla de Jesús, localizada unas cuadras hacia el poniente, que habrían de unirse a los defensores del Santuario. Tras matarse entre sí durante un rato, cayeron en la cuenta de su error y concentraron sus energías a atacar a los católicos, si bien, por la excelente disposición y estrategia de éstos, no lograron acercarse ni un poco al templo en un intervalo de una hora, durante la cual el tiroteo fue en extremo virulento.

Rocha, al ver que a los suyos les quedaban pocos cartuchos, dictaminó un cese al fuego. Era mejor, según pensó, guardarlos para más tarde. Los soldados, que para ese momento ya habían sitiado el Santuario, también dejaron de disparar. Ya había caído la noche. Nadie entró ni salió del inmueble en un buen lapso. Adentro, la gente entonó sin cansancio diversos himnos y canciones, entre los que destacaba uno que decía: “Tropas de María, sigan la bandera. No desmaye nadie, ¡vamos a la guerra! ¡Vamos a la guerra!”

A media noche, los federales tuvieron la idea de apagar la energía eléctrica. No faltaron quienes, pese al sitio, aprovecharon las tinieblas para poner pies en polvorosa. Cuentan algunas narraciones orales que algunas personas llevaron alimento a quienes estaban encerrados dentro del Santuario, valiéndose de unos túneles. Según El Informador, algunos corresponsales de éste lograron acercarse al templo y ver cuatro cadáveres yacentes en la calle –entonces llamada Avenida, o por lo menos en el periódico– Pedro Loza, así como a cuatro individuos heridos.

Alboreó el 4 de agosto. Una vez que los católicos se hubieron rendido, pues no quedaba otra alternativa, las mujeres y los niños fueron dejados en libertad, no así los hombres, que fueron arrestados, conducidos al cuartel entre dos filas de soldados armados y recluidos primero en el edificio de Los Dolores, luego –por falta de espacio– en el Cuartel Colorado, localizado la calle Gómez Farías en su cruce con Belisario Domínguez, rumbo a San Pedro Tlaquepaque; y finalmente en la Penitenciaría del Estado, donde actualmente es el Parque de la Revolución –o “Parque Rojo”–. De acuerdo con El Informador, eran casi cuatrocientos. Se les dejó en libertad jornadas después.

Primera plana de El Informador del 5 de agosto de 1926, en el que se informa sobre el desalojo del recinto y la detención de incontables católicos, todos ellos varones.

El Santuario fue desalojado ese día, en tanto que una comisión de damas católicas acudió a hablar con el general de división Jesús María Ferreira, jefe de operaciones militares en Jalisco –quien en abril del año siguiente encabezaría las torturas y asesinato del máximo adalid católico de Occidente, Anacleto González Flores–, para interceder por los detenidos. Asimismo, se comprometieron a parlamentar con algunos grupos católicos para evitar la violencia y, así, que se produjera una trifulca análoga o hasta peor. Por otro lado, se encargaron de que tuvieran qué comer, ya que, a pesar de que sus familiares les enviaban alimentos, los militares no se los entregaban.

El mismo 4 de agosto aconteció algo casi idéntico a la contienda del Santuario tapatío, pero con mayores proporciones al tratarse de una localidad entera, en cierta localidad muy singular del occidente michoacano que, por aquellos ayeres, llevaba el apellido del presidente que gobernó México por más de tres décadas. Allí, a diferencia de lo que pasó en Guadalajara, la gente sí se proveyó de más armas o, cuando menos, de objetos para defenderse y atacar. Mañana podrá leerse al respecto en otra entrada de esta revista.

En Guadalajara, por su parte, el general Ferreira rindió largas declaraciones para el diario El Informador, entre las que subrayó:

“Se dará orden nuevamente de prohibir el uso de armas de fuego y sin distinción de credos religiosos, se castigará a quienes con sus intemperancias, de todo punto injustificadas, alteren la paz pública”.

Ante el adjetivo «injustificadas» que empleó el oficial callista, cabe cuestionar si tal era la coyuntura. La persecución religiosa seguiría demostrando que, al margen de pasiones exaltadas que en ocasiones sí desembocaron en sangrientos sucesos, los fieles católicos mexicanos tenían sobrados motivos para estar indignados y sentirse agraviados por el régimen. Y más cuando comenzaran los encarcelamientos y asesinatos de católicos, y en particular de sacerdotes, a mansalva.

Detalle del Santuario de Guadalupe tapatío en la actualidad. Fotografía: Gobierno de Guadalajara.

Lo acaecido en el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe en Guadalajara fue tan grave que la reyerta aún es citada en el grupo de aquellas que tuvieron lugar en los días posteriores de la suspensión del culto público, junto a Cocula y Sahuayo.

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Fuentes:

Diario El Informador.

Relato del general Jesús Degollado Guízar.

Testimonios orales de la Sra. María del Carmen Ávalos Herrera, abuela paterna de la autora, ya finada, cuyos padres, don Luis G. Ávalos Rosales y doña María Luisa Herrera Mendoza, radicaban a exiguas cuadras del Santuario y vivieron de cerca o fueron testigos de los acontecimientos y vicisitudes de la persecución religiosa en Guadalajara.

«Ley Calles» y suspensión de cultos en toda la República: Carta Pastoral Colectiva de 1926

Lic. Helena Judith López Alcaraz

En una fecha como esta, pero de 1926, hace 98 años, fue suscrita y publicada la Carta Pastoral Colectiva de los obispos mexicanos anunciando la suspensión de cultos a lo ancho y largo de México, a partir del 1 de agosto de aquel año, y hasta nueva orden. En dicha fecha entrarían en vigor las atroces reformas en materia religiosa hechas al Código Penal, la famosa “Ley Calles”, que el presidente Plutarco Elías Calles había propuesto a las Cámaras. Los eclesiásticos estaban convencidos de que era la única forma que les quedaba para protestar por las legislaciones persecutorias, en particular esta última, que era el culmen de todas las anteriores.

Grupo de prelados mexicanos, entre ellos don José Mora y del Río, oriundo de Pajacuarán, Michoacán, y don Francisco Orozco y Jiménez, nacido en Zamora, en la misma entidad. Montaje tomado de la página de Facebook Testimonium Martyrum –expresión latina para «Testimonio de los Mártires»–.

La Carta, “dada en la Fiesta del Apóstol Santiago, a veinticinco de julio de mil novecientos veintiséis”, fue firmada por un total de treinta y ocho prelados: además de los pertenecientes a las diversas Diócesis y Arquidiócesis, la suscribieron los obispos Titulares de Derbe, Anemurio, Dahora y Ciña de Galicia.

Compartimos con ustedes tres párrafos de aquel documento:

«[…] la Ley del Ejecutivo Federal promulgada el 2 de julio del presente año, de tal modo vulnera los derechos divinos de la Iglesia, encomendados a nuestra custodia; es tan contraria al derecho natural, que no sólo asienta como base primordial de la civilización la libertad religiosa, sino que positivamente prescribe la obligación individual y social de dar culto a Dios; es tan opuesta según la opinión de eminentes jurisconsultos católicos y no católicos, al derecho constitucional mexicano, que ante semejante violación de valores morales tan sagrados, no cabe ya de nuestra parte condescendencia ninguna. Sería para nosotros un crimen tolerar tal situación: y no quisiéramos que en el tribunal de Dios nos viniese a la memoria aquel tardío lamento del Profeta: “Vae mihi, quia tacui.” “Ay de mí, porque callé.”

[…]

En la imposibilidad de continuar ejerciendo el Ministerio Sagrado según las condiciones impuestas por el Decreto citado, después de haber consultado a Nuestro Santísimo Padre, Su Santidad Pío XI, y obtenida su aprobación, ordenamos que, desde el día 31 de julio del presente año, hasta que dispongamos otra cosa, se suspenda en todos los templos de la República, el culto público que exija la intervención del sacerdote.

[…]

No se cerrarán los templos para que los fieles prosigan haciendo oración en ellos. Los sacerdotes encargados de ellos, se retirarán de los mismos para eximirse de las penas que les impone el Decreto del Ejecutivo, quedando por lo mismo exentos de dar el aviso que exige la ley.»

El documento episcopal finalizaba exhortando a los fieles a la oración y a la penitencia, así como a evitar enviar a los hijos a las escuelas de gobierno –esto último, bajo pena de excomunión reservada al obispo–. También se describieron las penas canónicas en las que se podría incurrir quien, por ejemplo, a quienes se apropiasen de bienes eclesiásticos o contrajesen nupcias ante un ministro no católico. Por último, se expresó que el 1 de agosto, el primer día sin culto público en México, Su Santidad Pío XI oraría por esta nación en unión del orbe católico.

Primera plana del periódico tapatío El Informador, fechada el domingo 25 de julio de 1926, en el que se dio a conocer la medida tomada por el Episcopado. Edición y resaltados por la autora. En estos últimos puede observarse, pese a que es erróneo decir que dicho día se suspenderían los cultos, que se menciona la Carta Pastoral y los motivos que movieron a los obispos a tomar aquella extrema disposición; la aprehensión de Miguel Palomar y Vizcarra, famoso militante católico, en la capital; y diversos allanamientos en los hogares de diversos católicos, en la misma urbe.

El efecto producido por la Pastoral Colectiva en el pueblo católico mexicano fue terrible. Era como si les hubiese caído el mundo encima. Hoy en día podemos leer las palabras “suspensión de cultos de 1926” con bastante naturalidad, pero hace casi una centuria, constituyó un auténtico drama –que no una tragedia– para las personas de a pie, en su inmensa mayoría creyentes devotos o por lo menos sinceros en la profesión de su fe, que de la noche a la mañana se enteraron de que ya no podrían ir a Misa, casarse, confesarse, llevar a los hijos a bautizar o pedir la extremaunción. La práctica cotidiana de la religión, tan fundamental para ellos, les estaba siendo arrebatada.

Nutridas filas de fieles deseosos de recibir los Sacramentos en las últimas jornadas de culto público de julio de 1926. Fotografía editada por la autora.

Quizá en nuestros tiempos sea más difícil dimensionarlo en su justa medida, pero así lo sintió toda aquella gente. Para ellos, la suspensión de cultos fue una calamidad casi comparable a la propia persecución, más que establecida y sistemática, que sufrían por parte del régimen desde hacía ya considerable tiempo. ¿Acaso no bastaba que el gobierno limitara y castigara las actividades normales de un católico, que se acercara a Dios y manifestara su fe, como para que ahora la jerarquía eclesiástica también lo impidiera retirando los Sacramentos de los templos y disponiendo que sus sacerdotes se marcharan?

Para su alma y su corazón no existieron los largos párrafos de una Pastoral o las citas bíblicas que incluyeron los obispos en su texto; tampoco el asunto de las sanciones del Derecho Canónico. No: ellos sólo vieron las palabras:

“[…] ordenamos que, desde el día 31 de julio del presente año, hasta que dispongamos otra cosa, se suspenda en todos los templos de la República, el culto público que exija la intervención del sacerdote”.

Fragmento de la primera plana de El Informador, con fecha del miércoles 28 de julio de 1926, en el que se consignan tres sucesos concretos: la concurrencia masiva de los fieles católicos a los templos, en particular para recibir el Sacramento de la Penitencia, así como la celebración de nupcias canónicas y la impartición de numerosos bautismos y confirmaciones; el abandono de las iglesias por parte de los sacerdotes, en cumplimiento de lo dispuesto por la Carta Pastoral Colectiva; y los inventarios previos a la suspensión definitiva de los cultos a partir del domingo 1 de agosto del mismo año. Resaltados por la autora.

De nada sirvió que los prelados explicaran que no se trataba de imponerles la pena del entredicho –en la cual se prohíbe la recepción o impartición de Sacramentos y participar o celebrar en las ceremonias del culto aunque, a diferencia de la excomunión, el culpable no queda fuera de la comunión eclesial–.

Con todo, a los fieles mexicanos no les quedó más que acatar la directiva episcopal. Ingentes multitudes acudieron a los templos, oratorios, capillas y Catedrales para recibir los Sacramentos por última vez en casi tres años. Los presbíteros no se daban abasto para atender las filas de los confesionarios, las de los novios que querían unirse en matrimonio, las de los padres que cargaban a sus infantes para hacerlos renacer a la vida de la gracia. Los prelados, a su vez, administraron la Confirmación a otros tantos niños.

Recreación de las bodas masivas en los templos en los días anteriores a la suspensión de cultos de 1926 en la película Cristiada (2012), dirigida por el norteamericano Dean Wright. A pesar de los numerosos y significativos errores y tergiversaciones –algunos de ellos graves– que contiene la cinta, la asistencia en masa de los feligreses a las iglesias está muy bien representada. Hay que saber reconocer los aciertos.
Los padres de familia llevando a sus hijos a bautizar, uno tras otro, en los últimos días de culto público en 1926. Fotograma del filme Cristiada. Misma observación del pie de foto anterior.
Penitentes aguardan su turno para confesarse en las jornadas previas a la suspensión de culto de 1926. Fotograma del filme Cristiada.

Por fin, el 1 de agosto, que aquel año cayó en domingo, los badajos de las campanas no se movieron más para convocar al Santo Sacrificio de la Misa. Aunque la intención de los prelados, como vimos, era que las iglesias continuasen abiertas para los fieles, el gobierno procedió a su cierre forzoso. En algunos lugares, como la Capilla de Jesús y el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe en Guadalajara, Cocula (Jalisco) y Sahuayo de Díaz (Michoacán), se produjeron verdaderas reyertas entre los fieles y elementos de la policía o el ejército con tal de impedir la clausura de los recintos sagrados, con el consecuente saldo de muertos y heridos.

El terreno para el estallido final, el levantamiento armado, se iba preparando con cada vez mayor premura.

Compartimos, como cierre de la entrada, los nombres de pila de los eclesiásticos que suscribieron la Carta Pastoral Colectiva y sus respectivas jurisdicciones:

1.         José, Arzobispo de México.

2.         Martín, Arzobispo de Yucatán.

3.         Leopoldo, Arzobispo de Michoacán.

4.         Francisco, Arzobispo de Guadalajara.

5.         Juan, Arzobispo de Monterrey.

6.         José Othón, Arzobispo de Oaxaca.

7.         José María, Arzobispo de Durango.

8.         Pedro, Arzobispo de Puebla.

9.         Ignacio, Obispo de Aguascalientes.

10.      Francisco, Obispo de Cuernavaca.

11.      Amador, Obispo de Colima.

12.      Jesús María, Obispo de Saltillo.

13.      Emeterio, Obispo de León.

14.      Ignacio, Obispo de Zacatecas.

15.      Miguel, Obispo de San Luis Potosí.

16.      Vicente, Obispo de Sonora.

17.      Francisco, Obispo de Tulancingo.

18.      Manuel, Obispo de Zamora.

19.      Juan María, Obispo de Sonora.

20.      Francisco, Obispo de Querétaro.

21.      Rafael, Obispo de Veracruz.

22.      Manuel, Obispo de Tepic.

23.      Gerardo, Obispo de Chiapas.

24.      Antonio, Obispo de Chihuahua.

25.      Leopoldo, Obispo de Tacámbaro.

26.      Francisco, Obispo de Campeche.

27.      Agustín, Obispo de Sinaloa.

28.      Nicolás, Obispo de Papantla.

29.      Pascual, Obispo de Tabasco.

30.      José, Obispo de Huejutla.

31.      Jenaro, Obispo de Tehuantepec.

32.      Serafín, Obispo de Tamaulipas.

33.      Luis, Obispo de Huajuápan.

34.      José Guadalupe, Auxiliar de Monterrey.

35.      Maximino, Obispo Titular de Derbe.

36.      Luis, Obispo Titular de Anemurio.

37.      Francisco, Obispo Titular de Dahora.

38.      José de Jesús, Obispo Titular de Ciña de Galicia.

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Fuente:

Olivera Sedano, A. (2009). El cierre de las iglesias. Historias, (74), 105–112. Recuperado a partir de https://revistas.inah.gob.mx/index.php/historias/article/view/3122

Victoria electoral de Plutarco Elías Calles y la persecución religiosa en México

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Plutarco Elías Calles, sucesor de Álvaro Obregón. Imagen mejorada por la autora.

Un 6 de julio de 1924, hace ya un siglo, el general sonorense Plutarco Elías Calles obtuvo el 84% de los votos en la contienda electoral de aquel año, derrotando con ello al general Ángel Camacho Flores (1883-1926), candidato de la Liga Política Nacional, el Partido Nacional de México, la Unión Nacional Progresista y el Partido Obrero Evolucionista, y a Nicolás Zúñiga y Miranda, candidato independiente. Abajo se pueden apreciar sendas fotografías de ambos. El militar originario de Guaymas, por su parte, tomaría posesión de la presidencia de México el 1 de diciembre del mismo año, según la costumbre.

Dos cosas eran sabidas por los mexicanos a ciencia cierta. La primera, que los comicios –nada raro en la política mexicana, y menos en los tiempos de Juárez, Lerdo de Tejada y, obviamente los de don Porfirio Díaz Mori– habían sido una auténtica burla, ya que Calles, hasta el momento incondicional y compañero de lucha de Álvaro Obregón Salido, su coterráneo, había sido impuesto por éste como su sucesor. La segunda, que el flamante presidente electo era anticlerical y anticatólico a ultranza, mucho más que sus antecesores.

Es importante mencionar que no aguardó a 1926, año en el que se promulgó la ominosa y tristemente famosa ley que lleva su apellido, para emprender su vehemente campaña en contra de la Iglesia, del clero mexicano y de los feligreses. Ya desde su campaña, el 11 de mayo de 1924, en el teatro Ocampo de Morelia, en la capital michoacana, expresó:

Los generales sonorenses Álvaro Obregón Salido (1880-1928) y Plutarco Elías Calles (1877-1945).

“Dicen mis enemigos que soy enemigo de las religiones y de los cultos, y que no respeto las creencias religiosas. Yo soy un liberal de espíritu amplio, que dentro de mi cerebro me explico todas las creencias y las justifico, porque las considero buenas por el programa moral que encierran. Yo soy enemigo de la casta sacerdotal, del cura intrigante, del cura explotador, del cura que pretende tener sumido a nuestro pueblo en la ignorancia, a merced del explotador, del trabajador. Yo declaro que respeto todas las religiones y todas las creencias, mientras los ministros de culto no se mezclen en nuestras contiendas políticas con desprecio a nuestras leyes, ni sirvan de instrumento a los poderosos para explotar a los desvalidos” (Meyer, 1988, p. 143).

El 21 de febrero de 1925, con apoyo de Luis N. Morones, presidente de la Confederación Regional Obrera Mexicana –la CROM–,  fomentó una tentativa cismática frustrada. Para ello, facilitó el templo de Nuestra Señora de la Soledad, en la capital, y utilizó elementos de la policía y el ejército para desalojar el recinto y echar de allí a los católicos que querían seguir siendo fieles al Papa Pío XI y no ser parte de la nueva «Iglesia Católica Apostólica Mexicana», como le llamaron a su farsa. Sin embargo, los fieles que concurrían a aquella iglesia, al igual que la mayoría del pueblo católico de México, no aceptaron aquello. A la postre se entabló una reyerta entre ellos y los agentes policiales –preludio de otros motines en agosto de 1926, al cabo de unos días de la suspensión de cultos decretada por el Episcopado para toda la República–, y el inmueble fue cerrado. Pero el régimen callista no cejó en su intento, y concedió a los cismáticos otra iglesia, la de Corpus Christi, también en la Ciudad de México.

Toma de protesta de Plutarco Elías Calles como presidente de México. Mediateca del INAH. Imagen ampliada por la autora.

El año de 1926, como ya se conoce, fue punto y aparte. Entonces sí la persecución religiosa alcanzó su punto más álgido. Era más que palmario que uno de los proyectos cardinales de su gobierno consistiría, de concretarse, en erradicar el catolicismo en México, como ya lo habían intentado hacer los jacobinos franceses durante la Revolución de 1789 y, por supuesto, en el Terror. Fue lo que afirmaron, no sin fundamento, sus contemporáneos. Citemos un ejemplo: José Manríquez y Zarate, obispo de Huejutla, en su sexta carta pastoral, del 6 de marzo de 1926:

“La intención [del gobierno] es acabar, de una vez y para siempre, con la religión católica en México… El jacobinismo mexicano ha decretado dar muerte a la Iglesia Católica en nuestro país, arrancar de cuajo, si posible fuera, de la sociedad mexicana, toda idea católica… El tirano odia a Jesucristo: de ello se ufana… Quiere raer del suelo mexicano el nombre de Cristo” (Marín Negueruela, 1928, p. 265).

En febrero, Calles ordenó la clausura de templos y la expulsión de sacerdotes extranjeros. Los seminarios comenzaron a ser clausurados y los estudiantes arrojados a la calle. En las distintas entidades de la Nación, las autoridades siguieron el ejemplo del primer mandatario.

Por fin, unos meses más tarde, el 14 de junio, vendría el golpe persecutorio definitivo: la ley número 115, consistente en reformas al Código Penal, con la finalidad de establecer las infracciones “en materia religiosa” y sus respectivas sanciones. La “Ley Calles”, como se le llamó desde entonces, constaba de treinta y tres artículos, habría de entrar en vigor el 31 de julio y fue publicada en el Diario Oficial el 2 de julio.

El resto de la historia, como es evidente, es material de otra entrada –o de muchas más, mejor dicho–.

Fuentes:

Marín Negueruela, N. (1928). La verdad sobre México. Barcelona.

Meyer, J. (1988). La Cristiada. Tomo II. México: Siglo XXI Editores.