«El General Invencible»

Breve semblanza de Enrique Gorostieta Velarde, primer general en jefe de la Guardia Nacional (Ejército Cristero)

Lic. Helena Judith López Alcaraz, cronista honoraria adjunta de Sahuayo

El próximo 2 de junio se cumplirán 96 años de la muerte del general Enrique Gorostieta Velarde, militar de carrera, condecorado en varias ocasiones, que fue el primer general en jefe del Ejército Cristero y el que logró organizarlo y convertirlo en lo que él nombró como “Guardia Nacional”. Por este motivo, en vista del ya muy cercano aniversario, presentamos una biografía suya, preparada especialmente para la ocasión.

Detalle de un retrato del Gral. Enrique Gorostieta Velarde (1890-1929), editado y mejorado por la autora.

Su nombre completo era Enrique Nicolás José Gorostieta Velarde. Nació el 18 de septiembre de 1890 en Monterrey, Nuevo León. Fue hijo del abogado, político y escritor Enrique Gorostieta González, que fungió como ministro de Porfirio Díaz Mori, y de María Velarde Valdez-Llano, quienes además de nuestro personaje engendraron a Eva María Valentina y a Ana María. Enrique era el hijo menor. Don Enrique Gorostieta Sr., además, colaboraba con periódicos neoloneses destacados como El Horario y Flores y Frutos.

El niño fue bautizado el 19 de abril de 1891, tal como consta en la partida eclesiástica que a continuación transcribimos. La parroquia en la que recibió el primer Sacramento estaba dedicada a Nuestra Señora del Roble.

Fe de Bautismo de Enrique Gorostieta. Resaltados y edición por la autora.

Al margen izquierdo: N° 89 / Enrique Nicolas / José Gorrostieta

Dentro: En la Vicaría del Roble de Monterey, á diez y nueve de Abril / de mil ochocientos noventa y uno, el Canónigo Eleuterio Fernan- / dez, Capellan del Robe bautizó solemnemente á Enrique Ni- / colas José, nació el diez y ocho de Septiembre del año pasado, hi- / jo legítimo de Enrique Gorrostieta y Maria Velarde fueron sus padri- / nos Mauro Sepúlveda y Librada Gonzalez á quienes se les advir- / tió su obligaciín y parentesco espiritual. Y para constancia lo firmo.

Bartolomé García Guerra (Rúbrica)

Su acta de nacimiento, por su parte, dice:

Al margen izquierdo: Enrique / Nicolas / José / Gorostieta

Dentro: Acta 452 cuatrocientos cincuenta y dos. En / la Ciudad de Monterrey á dos de Octubre de / mil ochocientos ochenta noventa, ante mi / el Juez, primero del estado civil, presento el / Señor Licenciado Enrique Gorostieta de treinta y un / años de edad de este origen y vecindad á un niño á quien doy fé haber visto vivo que na- / cio el dia diez y ocho del pasado á las las sie- / te de la mañana en la calle de Matamoros / casa número 88 y se le puso por nombre En- / rique Nicolás José Gorostieta quien es hijo / legítimo suyo y de su esposa la Señora Ma- ria Velarde de veinti y cinco años de edad del / mismo origen; abuelos paternos Don Nico- / las Gorostieta y Doña Soledad Gonzalez y / maternos Don Fernando Velarde y Doña Anto- / nia Valdés. […] de lo que en cumplimiento / de la ley para que surta los efectos civiles / hice constar por la presenta acta que lei al / presentando y testigos Juan Martinez y An- / tonio Jimenez mayores de edad y de esta / vecindad quienes de conformidad firma- / ron los que supieron conmigo el Juez. / Doy fé = Santiago Sainz Rico. = Enrique Gorostieta.

Es copia que certifico.

Santiago Sainz Rico. (Rúbrica)

Al llegar a la juventud, Enrique decidió seguir la carrera de su abuelo paterno, Nicolás Gorostieta. Ingresó al Heroico Colegio Militar, instalado en el castillo de Chapultepec. Fue ahí, de acuerdo con Negrete (2019), “donde se definieron los principales rasgos de su carácter: dominante, impulsivo, aventurero, inteligente, de ideales firmes por los cuales estaba dispuesto a luchar” (p. 35). Como alumno siempre demostró gran aprovechamiento y obtuvo excelentes calificaciones y varias condecoraciones –sin dejar de lado que Asimismo, estudió en la prestigiosa Academia West Point, en Estados Unidos–. . Siendo todavía cadete fue asignado, en 1910, al cuerpo de ingenieros del Ejército Mexicano y luego, el 6 de mayo de 1911, unas semanas antes de la renuncia de Porfirio Díaz Mori, el grado de teniente táctico de artillería.

Ya graduado, con dicho rango, y fiel a sus convicciones y juramento de proteger y respetar la figura del primer mandatario, luchó a las órdenes del general Felipe Ángeles, durante el efímero gobierno maderista. Bajo el mando de Victoriano Huerta, aún siendo Madero presidente, combatió contra Emiliano Zapata en Morelos, contra Pascual Orozco en el Norte y, por último, contra los estadounidenses en Veracruz. Al ascender el colotlense al poder tras el golpe de Estado de febrero de 1913, Gorostieta fue nombrado capitán primero y recibió la Cruz del Mérito Militar de tercera clase. Talentoso estratega y valeroso artillero, defendió exitosamente su natal Monterrey del ataque de Pablo González y tuvo el mérito de ser, a los veinticuatro años, el general brigadier más joven de la historia. Sin embargo, al ser disuelto el Ejército federal en agosto de 1914, con la firma de los tratados de Teoloyucan, su hasta entonces impecable carrera militar se fue a pique.

Enrique Gorostieta, joven, con su uniforme de campaña. Fotografía mejorada y editada por la autora.

Exiliado, trabajó como ingeniero en El Paso, Texas, y luego en La Habana, Cuba. Pudo volver a México en 1921, cuando Álvaro Obregón ya estaba en la presidencia. El 22 de febrero de 1922 se casó con Gertrudis Lasaga Sepúlveda, a la que llamaba “Tulita” de cariño, con quien tuvo cuatro hijos: Enrique, que nació el 23 de septiembre de 1923 y falleció a fines de mayo de 1924; Enrique, nacido el 18 de enero de 1925; Fernando, que vino al mundo en 1926; y Luz María, en 1928, a quien conoció únicamente en fotografía. Por esos años emprendió varios negocios y, a la vez, rechazó la invitación de formar parte en dos rebeliones militares. Alejado de la vida que había conocido por tantos años, probó diversas ocupaciones, desde distribuidor de dulces hasta fabricante de jabones. Él mismo reconocería después que fueron tiempos difíciles, donde la falta de dinero hizo complicada su vida familiar.

El general Enrique Gorostieta y su esposa Gertrudis el día de sus nupcias. Imagen editada, retocada y mejorada por la autora.
Gertrudis Lasaga Sepúlveda, esposa de Gorostieta, su querida «Tulita». Mejora y edición de imagen hechas por la autora.

Cuando estalló la Cristiada, en los últimos meses de 1926 y los primeros de 1927, los alzamientos se dieron de modo espontáneo, sin coordinación ni recursos. Durante muchos meses, se trató de una guerra de guerrillas, con focos de insurrección aquí y allá, y combatientes cuyo número era tan elevado como escasos sus víveres y municiones, inconexa, y, sin dejar de lado la causa principal que se defendía, más idealizada que realista u operativamente factible. La Liga Nacional para la Defensa de la Libertad Religiosa (LNDLR) intentó organizar y dirigir el movimiento, pero no tuvo éxito. En consecuencia, pensó en contratar un militar de carrera que se encargara de convertir las tropas cristeras en un verdadero ejército. El elegido fue Gorostieta, a quien llamaban “el General Invencible”.

Contra todo pronóstico, sin armas ni municiones suficientes, nuestro biografiado convirtió a un puñado de alzados desorganizados y aislados entre sí en un ejército en regla, una fuerza militar formidable de más de veinticinco mil hombres, eficaces, fuertes, organizados, capaces de poner en jaque al régimen de Plutarco Elías Calles, al que llamó «Guardia Nacional». Sobreponiéndose a múltiples obstáculos, gracias a su hábil gestión, la escasez de recursos fue capitalizada en liderazgo, valor y disciplina. La perspectiva de la victoria apareció y fulguró frente a los cristeros. De hecho, al terminar el primer tercio de 1929, ya se habían hecho planes para tomar la ciudad de Guadalajara, para luego pasar a la capital del país. El proyecto, triste e irremisiblemente, se truncó con su muerte.

El general Gorostieta en campaña. Fotografía editada y mejorada por la autora.

El 4 de agosto de 1928, el Generalísimo Cristero escribió desde Los Altos de Jalisco un hermoso Manifiesto a la Nación, firmado como «Enrique Gorostieta Jr.», que iniciaba con estas palabras:

«Hace más de año y medio que el pueblo mexicano, harto ya de la oprobiosa tiranía de Plutarco Elías Calles y sus secuaces, empuñó las armas para reconquistar las libertades que esos déspotas le han arrebatado, especialmente la religiosa y de conciencia. Durante ese largo periodo, los «Libertadores» se han cubierto de gloria y los tiranos no han logrado otra cosa que hundirse más en el cieno y la ignominia, al pretender ahogar en sangre los pujantes esfuerzos de un pueblo que los detesta y que está decidido a castigarlos».

Los «Libertadores» no eran otros que los combatientes cristeros. Gorostieta proseguía su texto resumiendo la índole del movimiento y de los ideales de defensa de la religión, la superioridad de los adversarios en contraposición a la escasez que siempre padecieron los levantados en armas y, de forma especial, el martirio sufrido por incontables mexicanos de toda edad y condición, tanto varones como mujeres –esto lo resaltamos con negritas–:

Manifiesto a la Nación, fechado el 4 de agosto de 1928 (en el segundo aniversario de la defensa de los templos en Sahuayo de Díaz, Michoacán), del general Gorostieta. Subrayados hechos por la autora.

«Cierto es que no se ha obtenido la victoria final, pues son muchos los recursos materiales con que cuentan nuestros opresores, pero también es verdad que así se ha probado al mundo que el pueblo ha empuñado las armas contra sus tiranos, no movido por un transitorio sentimiento de ira y de venganza, sino impulsado y sostenido por altísimos ideales. Los «Libertadores» han derramado generosamente y sin medida su noble sangre; la juventud, la edad viril, la ancianidad y hasta la niñez y la mujer, han escrito brillantísimas páginas que inundarán de gloria a las generaciones que nos sucedan y el triunfo nuestro, en esta lucha sangrienta contra la bárbara disolución bolchevista, será el cauterio para las Américas y tal vez el principio de la curación universal».

Dolor tan intenso, valor tan grande, tan sublime heroísmo, serán inconmovibles bases en que se asienta la futura grandeza de la Patria y ante el magnífico espectáculo que México está ofreciendo al mundo, éste ha prorrumpido en exclamaciones de asombro y ha dado muestras ardientes de admiración, a pesar del silencio con que en la sombra las gloriosas hazañas, la abnegación, la fe, la perseverancia y el heroísmo de los luchadores.

Luego de exponer el plan general del movimiento, sin dejar –es un rasgo llamativo– de tomar en cuenta la posibilidad que también las mujeres mexicanas pudiesen emitir su voto en plebiscitos y referéndums, Gorostieta finalizó su Manifiesto diciendo:

Con mi nuevo carácter [el de Jefe Militar del Movimiento Libertador], nada nuevo tengo que deciros. Seguiré con vosotros como antes; como antes, sufriré con vosotros el hambre y la sed. Como siempre pelearé a vuestro lado. Como siempre exigiré lealtad y obediencia, valor y abnegación. Como antes os ofrezco, llegar hasta el fin y como antes, por único premio: la satisfacción de la dignidad propia y la de haber cumplido con el deber; ánimo, la victoria está cerca y ahora más que antes, esto sí; os exhorto a que a todos los vientos y a toda hora sólo se oiga nuestro grito de guerra: ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la Virgen de Guadalupe! ¡Muera el mal Gobierno!

Dios, Patria y Libertad

Por otro lado, nuestro «General Invencible» era contrario a las negociaciones que los obispos Pascual Díaz y Barreto y Leopoldo Ruiz y Flores, como representantes del ala conciliadora del Episcopado Mexicano, establecieron con el régimen, encabezado, desde el asesinato del presidente reelecto Álvaro Obregón, por el tamaulipeco Emilio Portes Gil. Tales gestiones ponían en entredicho no sólo la lucha cristera y, naturalmente, la victoria de las huestes católicas, sino las vidas y sacrificios de tantos hombres y mujeres a lo largo de casi tres años. En una carta fechada el 16 de mayo de 1929, dirigida a los susodichos prelados, Gorostieta se opuso a aquella idea de modo categórico:

«Desde que comenzó nuestra lucha, no ha dejado de ocuparse periódicamente la prensa nacional, y aun la extranjera, de posibles arreglos entre el llamado gobierno y algún miembro señalado del Episcopado mexicano, para terminar el problema religioso. Siempre que tal noticia ha aparecido han sentido los hombres en lucha que un escalofrío de muerte los invade, peor mil veces que todos los peligros que se han decidido a arrostrar, peor, mucho peor, que todas las amarguras que han debido apurar. Cada vez que la prensa nos dice de un obispo posible parlamentario con el callismo, sentimos como una bofetada en pleno rostro, tanto más dolorosa cuanto que viene de quien podríamos esperar un consuelo, una palabra de aliento en nuestra lucha, aliento y consuelo que con una sola honorabilísima excepción, de nadie hemos recibido […] Ahora que los que dirigimos en el campo necesitamos de un apoyo moral por parte de las fuerzas directoras, de manera especial de las espirituales, vuelve la prensa a esparcir el rumor de posibles pláticas entre el actual Presidente y el Sr. Arzobispo Ruiz y Flores […]».

Aquel «escalofrío de muerte» no era infundado, como tampoco el terrible impacto psicológico ante la idea de que fuesen miembros del mismo Episcopado quienes promovían la componenda y ante las consecuencias nefastas que un pacto traería para los «Libertadores», cuyas vidas no serían respetadas. No olvidemos que, de los treinta y ocho miembros que lo conformaban, sólo tres –José María González y Valencia, José de Jesús Manríquez y Zárate y Leopoldo Lara y Torres– habían aprobado abiertamente el movimiento cristero y reconocido, de manera pública, su licitud moral. Tampoco, por mencionar otro ejemplo, la Iglesia había aceptado brindar capellanes castrenses a las tropas, al grado de que, más bien, algunos sacerdotes habían decidido serlo por cuenta y voluntad propia, según su conciencia.

En adición, en honor a la verdad, Gorostieta les dirigió este acerbo reproche:

«No son en verdad los obispos los que pueden con justicia ostentar (una) representación. Si ellos hubieran vivido entre los fieles, si hubieran sentido en unión de sus compatriotas la constante amenaza de su muerte por sólo confesar su fe, si hubieran corrido, como buenos pastores, la suerte de sus ovejas…Pero no fue así ».

Sólo dos obispos, Francisco Orozco y Jiménez y Amador Velasco, que regían la Arquidiócesis de Guadalajara y la Diócesis de Colima respectivamente, habían permanecido con su grey, con todo lo que aquello implicaba.

Empero, contra y viento y marea, y pese a la oposición de las tropas cristeras, a las que no se tomó en cuenta en ningún momento, las tentativas de acuerdo entre el gobierno y la jerarquía eclesiástica prosiguieron. Por fin, unas semanas antes del armisticio del 21 de junio de 1929, el 2 del mismo mes, Gorostieta fue asesinado en la hoy ex Hacienda El Valle, en las cercanías de Atotonilco El Alto, Jalisco. Algunos miembros de su Estado Mayor murieron también; otros fueron capturados. Ya reunidos frente a los enemigos vencedores, los soldados llegaron con un cadáver al que han despojado de casi todo su vestido y calzado. El mayor federal Plácido Nungaray –a quien podemos ver en la fotografía de abajo– preguntó si lo conocían. Uno de los cristeros se adelantó y dijo: “Es el General Gorostieta”. Ni siquiera los adversarios sabían, hasta el momento, de quién se trataba.

Cuerpo de Gorostieta, ya sin sus botas, fotografiado junto con los oficiales que dirigieron el ataque que condujo a su asesinato en la Hacienda del Valle. Imagen tomada de la página de Facebook Testimonium Martyrum, antes llamada El Plebiscito de los Mártires – Obra dramática.

Hasta la fecha, la sombra de una muy posible traición se cierne sobre su muerte. Lo cierto es que el general Enrique sucumbió haciendo gala de su distintiva intrepidez y hombría, hasta el último suspiro. Sus últimas palabras fueron, cuando un subalterno le preguntó que habrían de hacer ante el ataque federal de que eran víctimas, fue:

“¡Pelear como los valientes y morir como los hombres!”

Y lo cumplió: al ser interpelado con el “¿Quién vive?”, exclamó por vez postrera, como último homenaje y tributo a Aquel por Quien había peleado: “¡Viva Cristo Rey!”

Detalle del cadáver del general Enrique Gorostieta Velarde. Instantánea mejorada, ampliada y editada por la autora.

Su cuerpo, que los federales fotografiaron y condujeron primero a Atotonilco El Alto para ser exhibido y que esto amedrentase a la población, fue sepultado en el Panteón Español, en la Ciudad de México. En su tumba se colocaron, además de las fechas de su nacimiento y su deceso, las palabras:

“Fue cristiano, patriota y caballero. Tuvo un ideal en su vida y por él supo morir. Dios, Patria y Libertad”.

Enrique Gorostieta fue sustituido en el cargo de General en Jefe de la Guardia Nacional, por muy breve tiempo, por el cotijense Jesús Degollado Guízar, quien tuvo que beber el trago amargo de «licenciar» al ejército cristero luego de los supuestos «arreglos».

En 2012, sus restos se trasladaron a Atotonilco el Alto, donde cada año, en su aniversario luctuoso, se le recuerda con eventos conmemorativos y con la celebración de la Santa Misa. La ex Hacienda que lo vio morir actualmente es un museo.

Para darnos una idea de lo mucho que sufrieron los cristeros y sus familias después del “modus moriendi” de 1929, la viuda y los hijos de Gorostieta vivieron ocultos en un sótano durante cuatro años. Como dato adicional, Gertrudis Lasaga murió en 1984, a los ochenta y nueve años de edad.

En 2012, Gorostieta fue llevado a la pantalla grande en el filme Cristiada (en inglés For Greater Glory) e interpretado por el actor cubano Andy García.

Como comentario final cabe mencionar que, durante décadas, su figura estuvo rodeada por la polémica, ya que fue considerado un mero mercenario, contratado para liderar la resistencia católica sin serlo él también, y se llegó a decir que era agnóstico, liberal, anticlerical, ateo o, inclusive, miembro de la masonería, y que fue el trato constante con los cristeros y con la vida de piedad que se llevaba en campaña lo que lo llevó a la conversión y lo transformó en un creyente convencido y devoto. Al publicarse las cartas que dedicó a su esposa durante el curso de la Guerra, en contraste, se descubrió que era profundamente católico y que nunca hubo discordancia entre la conducta del general y la misión para la que lo habían contratado, sino una admirable congruencia.

El mismo Jean Meyer reconoció el error de haberlo mostrado como alguien contrario a la religión en su célebre trilogía de los años 70: no sólo era un hombre profundamente enamorado de su esposa, amante de sus hijos, sino también cabeza de una familia muy católica, practicante, sin excepción, y, en suma, un varón cristiano que aceptó ir al monte a luchar no por obligación, por mera ambición o por dinero, sino por convicción y por deber genuinos.

Urna que contiene los restos de Enrique Gorostieta. Fotografía tomada por Ruta Cristera Sahuayo en el marco de los eventos conmemorativos del 95 aniversario de la muerte del general, en junio de 2024.

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Basado en una semblanza más breve, escrita por la autora de la presente entrada a inicios de abril del corriente, y en una biografía más extensa redactada el 3 de junio de 2019, a su vez complementadas con los libros La Cristiada (tomo III) de Jean Meyer y las Cartas del general Enrique Gorostieta a Gertrudis Lasaga, editado en 2011; el artículo de Marta Elena Negrete intitulado Gorostieta: un cristero agnóstico editado por la revista Estudios Jaliscienses en 2019, así como la investigación documental personal de la autora.

Sangre, flores y tempestad

La muerte de los 27 Mártires Cristeros de Sahuayo

Lic. Helena Judith López Alcaraz, cronista honoraria adjunta de Sahuayo

Collage alusivo a la muerte de los 27 Mártires Cristeros de Sahuayo. Podemos ver, a la izquierda, a Jacobita Zepeda del Toro; a la derecha, la fotografía que les tomaron a los casi treinta defensores de la fe luego de que los mataron, con la notaría de la Parroquia de Santo Santiago de fondo; y en la mitad superior, el recinto religioso por excelencia de Sahuayo, aún con una sola torre. Fotomontaje realizado por la autora.

Fueron ultimados uno a uno, sin proceso legal, sin la formación del habitual cuadro de fusilamiento, a tiros de pistola, en el atrio de la Parroquia dedicada al Patrón Santiago, a plena luz del día. Una fotografía, perteneciente al valiosísimo Archivo Guerrero de Sahuayo, inmortalizó la magnitud y la índole tremebunda del sacrificio cruento de casi treinta almas. La historia, a estas alturas, ya es bastante conocida, pero no podíamos dejar pasar este mes sin hablar del tema, y más si tomamos en cuenta la cercanía del 97 [1] aniversario de este acontecimiento, tan emblemático como trágico, dentro de la historia cristera de Sahuayo y, en sí, de todo su devenir temporal. Ninguno de los asesinados era sahuayense, pero todos murieron ante la aterrorizada mirada de quienes sí lo eran.

Fue allí, en esta heroica y católica villa del estado de Michoacán, que a la sazón llevaba el apellido de don Porfirio, que tuvo lugar la muerte de los que, hasta la fecha, en honor a la verdad y con profundo cariño y devoción, y sin prevenir el juicio eclesiástico, son llamados los 27 mártires de Sahuayo.

Y algo más: aquel asesinato colectivo ya había sido predicho por una anciana sahuayense que ya en vida gozó de fama de santidad entre sus coterráneos y que, de acuerdo con los testimonios orales del pueblo de Sahuayo, era favorecida con revelaciones privadas por parte de Dios. Una de las pruebas de ello reside en su recuperación milagrosa después de haber sufrido por años de una enfermedad que la había postrado en cama por muchos años. Pues bien: según el informe médico del Dr. Amadeo Gálvez –una de las calles de Sahuayo, paralela al bulevar Lázaro Cárdenas, lleva su nombre–, ratificado por el juramento de varios sacerdotes sahuayenses, Jacobita pudo caminar de un día a otro, tras aquella prolongada parálisis, sin tomar ningún medicamento.

Plaza de Sahuayo de Díaz en 1924, ya en tiempos de persecución religiosa. A la izquierda podemos ver la Parroquia de Santo Santiago Apóstol, escenario de la matanza de los cristeros. A la derecha se alza el Portal Patria, o de los Arregui, que empezó a ser edificado precisamente ese año, y fue obra del ingeniero José Luis del mismo apellido. Imagen perteneciente al Archivo Guerrero, ampliada y editada por la autora.

Según los relatos sobre Jacobita, lo último que predijo fue:

«He visto correr ríos de sangre por las calles de Sahuayo».

Más allá de lo tétrica o truculenta que puede parecer esa imagen, la profecía se cumplió al pie de la letra.

¿Pero cómo? ¿De quiénes fue aquella efusión?

La historia de Mártires de Sahuayo, para no hacer más largo el relato, comienza con un grupo de treinta y cinco cristeros que fueron hechos prisioneros en una cueva llamada El Moral, cerca de Cotija de la Paz, el 20 de marzo de 1927. Los comandaban David Galván y Celso Valdovinos. Se habían refugiado allí debido a que dos de sus compañeros, Juan Aguilar y Jesús Zambrano, habían caído heridos, y creyeron que era un buen sitio para atenderlos. Pero los federales, comandados por el coronel Leopoldo Aguayo, dieron con su escondite improvisado.

Cristeros comandados por Celso Valdovinos –al centro, sentado–. Detrás de él, de pie, Manuel Andrade, y a su diestra, con camisa oscura, David Galván, el mismo que en la foto de la masacre fue retratado junto a los dos jovencitos supervivientes (datos de Alfredo Vega). Algunos de los cristeros de esta fotografía murieron aquel 21 de marzo. Ampliación y edición de imagen realizadas por la autora.

Desde el mediodía del 19 de marzo, festividad de San José, a eso de las dos de la tarde, hasta el atardecer del 20, se entabló un arduo combate. Los esfuerzos de los callistas por sacarlos con vida fueron inútiles, como lo fueron también sus tentativas de matarlos, hasta que tuvieron una idea: torturarlos con humo hasta que, presas de una asfixia inminente, se vieran obligados a salir. Así pues, encendieron una lumbrera con hierbas de olor fuerte y chiles en gran cantidad a la entrada de la cueva.

A los cristeros no les quedó más remedio que salir, ya que la humareda picante y maloliente los estaba ahogando. Conducidos a Cotija, los ataron de dos en dos. Tres de ellos fueron pasados por las armas poco después de su aprehensión y dos lograron ingeniárselas para escapar. El resto, un total de treinta,fue conducido a pie hasta Jiquilpan de Juárez por sus captores y encerrado en un calabozo. Al día siguiente, por fin, los llevaron a Sahuayo, al templo parroquial, donde los recluyeron en el bautisterio –la misma prisión de San José Sánchez del Río–. Eso fue como a las once de la mañana.

No tardaron en llegar los oficiales del gobierno para interrogarlos acerca del movimiento de resistencia en el cual participaban. Ninguno quiso decir nada. Los amenazaron con fusilarlos si no cedían. Pero fue inútil, ya que preferían morir que traicionar a la santa Causa que defendían. Todos, como si se hubieran puesto de acuerdo, empezaron a gritar vivas a Cristo Rey y la Virgen de Guadalupe.Entonces, un teniente llamado Sidronio sacó su pistola y se apostó en una de las puertas que dan al atrio, donde nadie lo veía.

Otro militar señaló a uno de los cristeros y le dijo que saliera.

“¡Que venga uno de los prisioneros!” fue la orden.

Obediente y mansamente, así lo hizo aquel hombre valeroso. Y de inmediato cayó abatido por un disparo que el teniente le descargó por la espalda. Luego llamaron al siguiente cristero.

“¡Que venga otro!” llamó el militar.

El interpelado salió… Vino otro balazo y el correspondiente tiro de gracia.

La escena empezó a repetirse una y otra vez, deforma ininterrumpida. Los cristeros empezaron a gritar “¡Viva Cristo Rey!” antes de desplomarse al lado de sus compañeros muertos. La cifra de cadáveres ensangrentados comenzó a crecer, hasta sumar veintisiete. Uno de los caídos fue Jesús Zambrano, uno de los heridos de la cueva.

Cuando hubieron arrancado la vida a los casi treinta cristeros, éstos fueron irreverente y toscamente alineados en dos hileras y el líder de la tropa, David Galván, así como dos cristeros muy jovencitos, Félix Barajas y Claudio Becerra, fueron fotografiados con ellos, al fondo. En la instantánea inmortal aparecen también, en la parte superior izquierda, algunos oficiales y soldados del gobierno.

La fotografía de los veintisiete cristeros ejecutados, con los jovencitos Barajas y Becerra junto a David Galván, que los asesinos mandaron tomar luego de acomodar los cuerpos exánimes en el atrio. Edición y mejora de imagen realizada por la autora.

De pronto, como si el Cielo lamentara la tragedia, empezó a llover de forma torrencial. Cuentan las anécdotas y la historia sahuayenses que jamás había caído una lluvia tan fuerte como aquella. El viento y el agua movieron unos arbustos de buganvilias que estaban en el atrio, convertido en nuevo coliseo, digno de la época de los césares romanos.

Las flores, con sus delgados pétalos de color rojo, magenta y violeta, lozanas e innumerables, cayeron sobre aquellos cuerpos sin vida. El líquido que caía del firmamento se mezcló con la sangre fresca de los caídos, lavó los cadáveres, corrió por las lozas del atrio, bajó por las escaleras que están en la esquina de Madero e Insurgentes y empezó a escurrir, a semejanza de la de Cristo en la cumbre del Gólgota –se nos tendrá que dispensar la comparación, pero creemos que puede dar una idea del hecho–, por esta última calle, hacia el oriente del pueblo.

Al cabo de un rato, aquellos héroes, a quien el fervor popular empezó a llamar mártires desde el primer momento, fueron amontonados en una carreta y conducidos al entonces cementerio municipal, donde se les sepultó en una fosa común.

Leamos el testimonio directo de Claudio Becerra, uno de los dos supervivientes de aquella masacre:

“A la una de la tarde del propio día [21], es decir dos horas después de nuestra llegada a Sahuayo, fuimos llamados por orden de lista, que antes habían forjado los callistas, e inmediatamente fusilados en el atrio del mismo templo. Después de la matanza […], formaron a los muertos en dos hileras, en el pavimento del atrio y retratados juntamente con el jefe de nombre David Galván. Tres quedamos con vida, ya que se la reservaron a nuestro jefe cristero y a dos muchachos, siendo yo uno de ellos, escapándonos los dos jovencitos por nuestra tierna edad. Los tres supervivientes fuimos llevados a Zamora, Michoacán. La noche de nuestro arribo a Zamora, fusilaron a nuestro jefe. Otro día mi compañero y yo fuimos llamados a declarar. Nos tuvieron presos ocho días, al cabo de los cuales nos condujeron a México, dejándonos en la Inspección General de Policía y al tercer día a la escuela correccional, de donde me fugué”.

El Informador, periódico de Guadalajara, tampoco se quedó atrás a la hora de hablar de los cristeros ejecutados. Incluso dieron fe del acontecimiento en primera plana, en los siguientes términos –respetamos la ortografía original–:

Primera plana de El Informador, fechada el 23 de marzo de 1928, en donde –con inexactitud numérica, sin especificar que fue en Sahuayo– se notificó de la ejecución de los 27 cristeros. Edición y resaltado hechos por la autora.

«SE FUSILO A 36 ALZADOS CERCA DE COTIJA, MICH. Fueron capturados en el interior de la cueva de Los Morales por las tropas. ESTAS LOS TENIAN SITIADOS DESDE AYER. Esta cueva, que era un refugio seguro para los rebeldes, va a ser dinamitada.

El Teniente Coronel Leopoldo Aguayo, Segundo Jefe del 85° regimiento, por medio de un telegrama que envió al Sr. General don Andrés Figueroa, Jefe de las Operaciones Militares en el Estado, le da cuenta de un combate en la Cueva del Moral, manifestando lo siguiente:

«Hónrome en comunicar a Ud. con satisfacción que, como indiqué, en mi mensaje anterior, tuve sitiada La Cueva del Moral y ayer a las once horas se entabló nutrido tiroteo por haber querido escapar los rebeldes allí sitiados, acosados por el hambre y la sed. Les puse un plazo que terminó hasta hoy a las cinco horas para que se rindieran y en caso contrario volaría la cueva. Hoy rindiéronseme treinta y seis hombres, encabezados por David Galván, Celso Valdovinos y tres capitanes. Recogí veintiuna armas con buena dotación de parque y pistolas»».

A eso sigue un fragmento en el que el citado coronel refirió haberse llevado a los cristeros a Cotija, pero nada dice del sitio concreto en el que se les mató.

La noticia, que continúa en la quinta página de la edición de aquel día, viernes 23 de marzo de 1928, añade:

«Ese núcleo rebelde estaba compuesto de cuarenta individuos, cuatro de los cuales fueron muertos el día veinte cuando pretendían romper el sitio que habíaseles formado y el resto quedó prisionero. No logró escaparse ni uno solo.

LOS 36 FUERON EJECUTADOS – El señor general Fox ha dado órdenes para la ejecución inmediata de todos los jefes rebeldes y los que les seguían, ya que, según dijo el alto jefe militar, esos individuos se habían convertido en salteadores de caminos que asolaban la región de Cotija, Jiquilpan y Sahuayo, cuyos habitantes, agregó, se encuentran de plácemes por el exterminio de ese núcleo y ahora la calma ha renacido».

Quinta página de la edición de El Informador con fecha del 23 de marzo de 1928, donde se transcriben las declaraciones de las autoridades militares de Michoacán en las que éstas refieren su versión del asesinato de los cristeros que nos ocupan. Edición y resaltados hechos por la autora.

Evidentemente que el ejército contó su propia versión de lo ocurrido, ya que, por lo menos en Sahuayo, no reinó ni por asomo el júbilo luego de que fue perpetrada la carnicería en el atrio. Hay que recordar que los testimonios y la historiografía coinciden en que la futura Capital de la Ciénega fue un auténtico bastión cristero, donde todos, sin distinción de edad o condición, apoyaban la resistencia católica. El mismo Luis González y González lo confirma:

«Aunque se dice que los ricachones locales, por pura avaricia, no eran simpatizantes, se guardaron su antipatía mientras duró la lucha. Allí hasta los niños fueron anticallistas» (1979, p. 155).

Los restos de los veintisiete Mártires Cristeros de Sahuayo fueron exhumados gracias a las gestiones del P. Miguel Serrato Laguardia, a quien se debe también la edificación de las célebres Catacumbas del templo del Sagrado Corazón de Jesús en Sahuayo y el traslado del cuerpo de San José Sánchez del Río en 1945. Es en dichas criptas donde reposan estos valientes defensores de la fe que, sin ser originarios de esta extraordinaria localidad, pusieron en alto su nombre dentro de la historiografía martirial mexicana. Allí también descansa Jacobita Zepeda.

He aquí, por último, el listado con el nombre y origen de cada una de aquellas veintisiete víctimas, que los sahuayenses han tenido cuidado de conservar:

«1. Miguel Contreras, de Quitupan; 2. Celedonio Capistrán, de Santa Fe, Jal.; 3. Manuel López, de Quitupan, Jal.; 4. Francisco Orozco, de Piedra Grande, Mich.; 5. Juan Orozco, de Piedra Grande, Mich.; 6. Demetrio Ochoa, de Los Llanitos, Mich.; 7. y 8. Enrique Valencia y Ramón Zepeda, de El Zapote, Mich.; 9. David Zepeda, de Los Llanitos, Mich.; 10. Juan Salceda, de la Calera, Mich.; 11. Rafael Barajas (el primero), de Agua Blanca, Mich.; 12. Rafael Barajas (el segundo), de Agua Blanca, Mich.; 13. Juan Muratalla, de el Agua Blanca, Mich.; 14. Jesús Zambrano, del Moral, Mich.; 15. Rafael Galván, de Poca Sangre, Mich.; 16. Tomás Guerrero, de Pueblo Nuevo, Jal.; 17. Antonio Valdovinos, de San Antonio, Jal.; 18. Antonio López, de La Carámicua, Mich.; 19. Jesús López, hijo de Antonio, de La Carámicua, Mich.; 20. Wenceslao López, de La Carámicua, Mich.; 21. Reinaldo Álvarez, de Cotija, Mich.; 22. Paulo Barajas, de Cotija, Mich.; 23. Epifanio López, de El Quringual; 24. Juan Capistrán, de Santa Fe, Jal.; 25. Abraham González, de Quitupán, Jal.; 26. Aurelio Cárdenas (se ignora); 27. Don José, el Secretario, de Los Altos, Jal.»

Como último dato, la masacre fue recreada en 2021 para el documental polaco Joselito: Dejando Huella, de la mano del historiador Bartosz Kaczorowski y el director Pawel Janik, cuyo estreno se aplazó indefinidamente debido al conflicto bélico que ya es más que conocido en Europa.

Recreación cinematográfica de la masacre de los veintisiete Mártires Cristeros de Sahuayo y de la portentosa lluvia llevada por Dwa Promienie en 2021. Fotografía del perfil del Ing. Santiago Manzo.

[1] Las crónicas y testimonios indican que fue en el año 1927, pero tanto los partes oficiales como el periódico tapatío El Informador señalan que el asesinato de los 27 cristeros tuvo lugar en 1928.

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Fuentes y bibliografía:

Aportes históricos de Alfredo Vega Pulido y del Ing. Santiago Manzo Gómez.

Breve semblanza de Jacobita Zepeda del Toro escrita por la autora para la página Testimonium Martyrum.

Edición del diario El Informador fechada el viernes 23 de marzo de 1928. Páginas 1 y 5.

González y González, L. (1979). Sahuayo. México: El Colegio de México.

Meyer, J. (1973). La Cristiada. Vol. I. México: Siglo XXI Editores.

Relato de Claudio Becerra recogido en la revista David (1955). Año IV, tomo II, 22 agosto, n. 35, 220. Ciudad de México.

Testimonios orales del Sr. Manuel García Cruz y de María Guadalupe Muñiz García, ambos sahuayenses.

El “Atanasio del siglo XX”

Semblanza de Monseñor Francisco Orozco y Jiménez

Lic. Helena Judith López Alcaraz, cronista honoraria adjunta de Sahuayo

Detalle de una fotografía de Monseñor Francisco Orozco y Jiménez (1864-1936), V Arzobispo de Guadalajara. Mejora y edición por la autora.

Hace apenas unos días, el 18 de febrero, se cumplieron 89 años de que, en 1936, pasó a la Eternidad el valiente prelado que regenteó la Arquidiócesis tapatía por poco más de veintitrés años, incluyendo los tiempos más álgidos de la persecución religiosa: Monseñor José Francisco de Paula Ponciano de Jesús Orozco y Jiménez. Fue el quinto prelado en ocupar este cargo, y además perteneció a la Academia Mexicana de la Historia, a la que ingresó en 1921.

Creemos que hablar de la muerte de un personaje implica, por justicia, hablar sobre su vida. Y el caso del preclaro varón que nos ocupa no es una excepción.

Francisco Orozco y Jiménez vio la luz primera el 19 de noviembre de 1864 en Zamora, Michoacán. Sus padres fueron José María Orozco Cepeda y Mariana Jiménez Fernández. Como muchos eclesiásticos mexicanos destacados de su tiempo, cursó estudios en el Colegio Pío Latino en la ciudad de Roma, hasta que fue ordenado sacerdote en 1887. Fungió como Obispo de Chiapas de 1902 a 1912, donde el gobierno liberal lo calificó, injustamente, de rebelde y levantisco, al grado de apodarlo “Chamula”, por su defensa de los habitantes indígenas de su Diócesis.

El Papa San Pío X lo trasladó a la Arquidiócesis de Guadalajara, adonde arribó el 9 de febrero de 1913, el mismo día en el que, en la capital del país, se desataba la Decena Trágica. Al ser firme y valiente defensor de la fe, muy pronto enfrentó problemas con las autoridades jacobinas, y en 1914 fue desterrado, en el primero de cinco exilios. En 1917 emitió una Carta Pastoral en la que, uniéndose a los otros Príncipes de la Iglesia en México, condenó los artículos de la Constitución que atentaban contra la libertad de los católicos, de los sacerdotes y de la institución eclesiástica. Esto supuso el cierre de los templos en los que fue leída, así como el encarcelamientos de clérigos y seglares católicos, y más tarde, en 1918, un nuevo destierro.

El 18 de enero de 1921, entre otros actos pastorales, efectuó la Coronación Pontificia de la Santísima Virgen de la Expectación –nombre litúrgico de Nuestra Señora de Zapopan– Generala de Jalisco y Patrona de la Arquidiócesis de Guadalajara.

Otro retrato de Monseñor Francisco Orozco y Jiménez, que lo muestra ataviado como correspondía a su cargo. Imagen editada y mejorada por la autora.

Ya durante la Guerra Cristera, no aprobó abiertamente la resistencia armada de los católicos, pero tampoco los condenó. Y de todos los miembros del Episcopado, junto con el Obispo de Colima, fue el único que, poniendo el ejemplo a sus presbíteros, se quedó con sus fieles, viviendo a salto de mata para continuarlos auxiliando espiritualmente. A pesar de ello, el régimen lo calumnió y acusó de ser uno de los dirigentes cristeros. Fue uno de los hombres más buscados de Jalisco en aquel entonces. A muchos católicos jaliscienses, inclusive bajo tortura, se les exigía que revelaran su paradero, pero nadie lo delató jamás, y el mismo régimen nunca pudo capturarlo durante el tiempo que duró la Cristiada.

Cuando se llevaron a cabo los mal llamados “arreglos” entre el Estado y la Iglesia, Monseñor Francisco tuvo que partir al destierro. Éste fue, justamente, una de las condiciones para la negociación, si es que cabe aplicarle tal calificativo. Junto con él, dos obispos que ya se hallaban en el exilio se vieron obligados a no poner un pie en México: José María González y Valencia y José de Jesús Manríquez y Zárate. A diferencia de Monseñor Francisco, ellos sí apoyaron abierta y públicamente la lucha de los cristeros.

Francisco Orozco y Jiménez en la década de 1920, ya cuando el conflicto entre la Iglesia y el Estado comenzaba a recrudecer de forma irreversible. Fotografía editada y mejorada por la autora.

Debilitado por las persecuciones y por cinco destierros –de allí la comparación con el prelado de Alejandría que usamos en el título, quien también vivió lo mismo, en la misma cantidad de ocasiones–, el prelado de origen michoacano retornó a Guadalajara durante el gobierno de Lázaro Cárdenas del Río, jiquilpense, quien a pesar de sus ideas y proyectos socialistas y comunistas le permitió volver a la sede de la amada Arquidiócesis.

Para el momento de su ansiado regreso, después de las incontables penalidades sufridas, el intrépido Arzobispo ya se hallaba enfermo. Tampoco le había faltado sufrir renovados atentados contra su vida. Por fin, contrajo una infección que le laceró el hígado y le oscureció el corazón. Tal patología, aunada a la fragilidad natural y a su edad, lo llevaría al sepulcro.

Francisco Orozco y Jiménez en sus últimos años. Fotografía editada y mejorada por la autora.

El 2 de febrero de 1936, el ilustre eclesiástico entró en agonía. Sus feligreses se enteraron de su gravedad hasta dos semanas después, por medio de boletines médicos que fueron fijados en las puertas de los templos. Cada fiel tapatío se enteró, así, del doloroso final de su esforzado pastor.

A las 6:45 de la tarde del 18 de febrero, a los 71 años y 3 meses exactos de edad, más un día, aquel siervo bueno y fiel, Francisco Orozco y Jiménez, V Arzobispo de Guadalajara, dejó de existir para la vida terrena. El primer mensaje que salió del Arzobispado se dirigió al Papa Pío XI, en los siguientes términos: «Grandísima pena comunico hoy murió Arzobispo Orozco».

Su funeral fue uno de los más apoteósicos que se han vivido y visto en Guadalajara, al grado que se estima que aproximadamente una cuarta de la población de la urbe participó. Antes de las exequias, fue velado en el Sagrario Metropolitano, en tanto que la ceremonia de cuerpo presente tuvo lugar en la Catedral. El cortejo fue multitudinario: había tanta gente que era imposible que más dolientes ingresaran.

Así lucía la Avenida Alcalde en el momento en el que el ataúd con el cuerpo del Arzobispo –véase la carroza– avanzaba camino hacia el panteón de Santa Paula, donde se le sepultaría. Imagen editada y mejorada por la autora.

El cadáver de Monseñor Francisco fue llevado por toda la Avenida Alcalde, con dirección al Santuario de Guadalupe, hasta la esquina de la calle Juan Álvarez. De allí la comitiva dio vuelta, rumbo al cementerio de Santa Paula –mejor conocido como panteón de Belén–, donde se procedió a la inhumación.

Féretro de Monseñor Francisco Orozco y Jiménez poco antes de entrar a su sepultura. Fotografía editada y mejorada por la autora.

Actualmente, los restos mortales del Atanasio del siglo XX reposan en la Catedral tapatía, en la capilla del Santísimo Sacramento, bajo un mausoleo que muestra al León de Lucerna.

Como último dato, nuestro personaje está en proceso de beatificación. Ya fue declarado Siervo de Dios, pero los trámites para que continúe el procedimiento, como en el caso de tantos varones y mujeres ilustres, continúan estancados.

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Fuentes:

Semblanza de Monseñor Francisco Orozco y Jiménez redactada para una serie de biografías de personajes de la persecución religiosa y la Guerra Cristera, en colaboración con Ruta Cristera Sahuayo.

Testimonios orales de María del Carmen Ávalos Herrera, q.e.p.d.

Camberos Vizcaíno, V. (1966). Francisco Orozco y Jiménez: biografía. México: Jus.

Crónica de un martirio anhelado, presentido… y planeado (II)

Sacrificio del Beato Miguel Agustín Pro (Segunda y última parte)

Lic. Helena Judith López Alcaraz

El P. Miguel Agustín Pro, de rodillas, haciendo su última oración justo antes de ser fusilado.

Acaban de cumplirse, el 23 del actual, hace unos días, un año más de que, en 1927, hace ya 98 años, el padre Pro, jesuita, maestro del disfraz y valientísimo sacerdote celoso por el bien de las almas a pesar de la atroz persecución religiosa, cayó traspasado por la descarga de un pelotón de fusilamiento.

En esta entrega, segunda y última con el título que encabeza el presente texto, ofrecemos la continuación y cierre de la historia de aquel martirio que no sólo había deseado con todas sus fuerzas, sino que, inclusive, lo había presentido y hasta dicho qué haría si llegaba a cumplirse su anhelo.

El Beato Miguel Pro, ya con los brazos abiertos, en el instante en que quiso gritar “¡Viva Cristo Rey!”, antes de que la descarga lo derribara. Imagen: Jesuitas México.

Miguel Agustín Pro había dedicado su vida al servicio de Dios y a la causa de la Iglesia, en un contexto de extrema violencia y odio contra todo aquello que ostentara el adjetivo “católico. La feroz persecución feroz contra la Iglesia católica se hallaba en su punto álgido. Las iglesias estaban cerradas desde el 1 de agosto de 1926, los sacerdotes eran cazados peor que alimañas peligrosas y muchos, a la sazón, ya habían sido asesinados. No obstante, con astucia y audacia, el presbítero había burlado a la policía y al gobierno para que los fieles de la Ciudad de México no se quedaran desamparados espiritual y materialmente. Porque, hay que señalarlo, no se limitó a administrar los Sacramentos sin cansancio, sino que, al haber quedado muchas familias sin sustento, por haber muerto o sido encarcelado el jefe, reunía y pedía víveres para llevárselos y mitigar, en lo posible, sus carencias económicas, en especial en lo tocante al alimento y el vestido.

Pero todo aquello había terminado. Dice la Sagrada Escritura, en el tercer capítulo del libro del Eclesiastés, “todas las cosas tienen su tiempo, todo lo que pasa debajo del sol tiene su hora. Hay tiempo de nacer, y tiempo de morir”. En el caso del que había nacido el 13 de enero de 1891 y que otrora fue novicio en El Llano, cerca de Zamora (Michoacán); del que había hecho el sacrificio de no volver a ver con vida a la autora de sus días para poder completar su formación sacerdotal; del que volvió a su patria justo dos semanas antes de la suspensión del culto público; y del que había arrostrado mil peripecias para no abandonar a su grey, ahora, era el tiempo de morir, de partir hacia la Eternidad.

Al acercarse al paredón de fusilamiento –sólo en ese momento se enteró de la condena que pesaba sobre él–, con la mirada hacia el frente, entrelazó las manos por delante. Su rostro, aunque marcado por las penalidades de los últimos días de la vida en prisión, y ya con la barba crecida por no poder afeitarla, no reflejaba miedo. Por el contrario, el Padre Pro se hallaba sereno, en paz, como si estuviera a punto de cumplir un sueño harto tiempo acariciado.

Fotografía del P. Pro en la noche inmediatamente anterior a su muerte, tomada en los sótanos de la Inspección de Policía. Imagen mejorada por la autora.

Y así era. Aquel miércoles gélido, Miguel Agustín Pro iba a conseguir la gracia que por tanto había implorado a Dios, a Nuestra Señora y –sí, no se lo había guardado ni era un secreto– a aquellos a quienes él quiso solicitarles que pidieran al Señor que se la concediese: el martirio.

Las investigaciones en torno al atentado fallido contra Álvaro Obregón, en el que el clérigo no había tenido nada que ver, no fueron sino un simple trámite con la sentencia ya dictada de antemano por el simple hecho de que él era sacerdote. Al llamarlo para su ajusticiamiento, el agente Mazcorro, jefe de Comisiones de seguridad, no vio salir de la celda más que a un hombre de fe inquebrantable y una profunda humildad, preparado para su encuentro definitivo con Dios.

Otro de los agentes, Valente Quintana, se aproximó al reo poco antes de que éste diera sus últimos pasos. Quizá los sentimientos religiosos afloraron, por un instante efímero, en aquel hombre avezado a capturar católicos. Tal vez fueron meros remordimientos de conciencia, o un desasosiego que quiso calmar. El hecho es que el policía, ya cerca del presbítero que estaba a punto de morir, le pidió perdón.

Y el interpelado, con la misma mansedumbre y sinceridad con que acogía a sus penitentes y atendía a los más desposeídos, le respondió:

—No sólo te perdono, sino que te doy las gracias.

Ficha de arresto del Beato Miguel Agustín Pro, con la huella de su pulgar derecho, elaborada durante la madrugada del 18 de noviembre de 1927, cuando fue aprehendido. Imagen: Casasola por la Cultura.

El trayecto hacia el paredón prosiguió. El padre Pro fue colocado en medio de unas siluetas metálicas con forma humana que servían para practicar el tiro al blanco y puesto a disposición del mayor de la gendarmería montada, Manuel V. Torres, quien, uniformado y con su sable envainado, aguardaba para dar las órdenes correspondientes al pelotón.

Más que acostumbrado a aquellos menesteres, el oficial fue con el sacerdote y le preguntó si tenía alguna última voluntad.

El padre, muy tranquilo, asintió y solicitó que le permitieran rezar. Concedido el permiso, con naturalidad, se puso de hinojos, cruzó los brazos y oró con los ojos cerrados. El mayor Torres se retiró unos pasos.

En derredor, los obturadores de las cámaras fotográficas no dejaban de funcionar. El primer mandatario había convocado a la prensa, a diplomáticos y funcionarios, y también a militares y demás personas allegadas al régimen. Aquel sacerdote estaba en sus garras, y había que liquidarlo con la mayor publicidad posible.

Lo que él no sabía, como tampoco su compinche y paisano Álvaro Obregón, era que aquellas instantáneas tendrían el efecto contrario.

Luego de su oración, el sacerdote oriundo de Guadalupe se levantó. Quedóse en pie, erguido y digno, como un atleta que está a punto de recibir el galardón. Todos los presentes habían podido repetir las palabras del Redentor en la Cruz al contemplar la delgada figura del mártir, vestido con suéter, traje y corbata, aguardando el momento supremo: “Consummatum est”, “Consumado es”.

Grabado que representa el momento preciso en que las balas, dejando tras de sí la estela de pólvora, salieron de los cañones de los rifles para impactar en el cuerpo del P. Pro. A la derecha, a la orden “¡Fuego!”, el mayor Torres ha bajado su sable. Mejora de imagen por la autora.

Sólo restaba proceder al fusilamiento. El mayor Torres quiso vendar los ojos al jesuita, quien se rehusó con amabilidad a la que, a la vez, supo unir la firmeza.

Justo antes de que el militar alzara su sable en el aire, al dar la orden de “¡Posición de tiradores!”, el padre Pro alzó los brazos y los abrió en forma de cruz. En una mano sostenía el rosario que tantas veces había desgranado; en la otra, su crucifijo.

Sonaron las voces de “¡Preparen!” y “¡Apunten!”, acompañadas por el cerrajeo de los máuseres y por el movimiento de éstos siendo levantados y dirigidos hacia el cuerpo del mártir.

Por un segundo, dio la impresión de que el tiempo se detuvo. En aquel instante preciso, a la par que la luz del sol mañanero iluminó la brillante hoja del sable del mayor Torres, el padre Pro llenó de aire sus pulmones para cumplir aquello que le respondió a Jorge Núñez Prida cuando éste le preguntó qué haría si lo arrestaban para matarlo:

«Pediría que me permitieran arrodillarme, tiempo para hacer un acto de contrición, y morir con los brazos en cruz, y gritando…»

—¡Viva Cristo Rey!

Placa que indica el sitio en donde se desplomó el P. Pro. Foto: Milicia.

Y lo hizo. Era la declaración postrimera de su fe y del más grande de sus amores: Dios, por quien ahora entregaba su vida y derramaba su sangre.

—¡Fuego! —bramó el jefe del pelotón.

Sonó la descarga, emergieron la pólvora y las balas… y Miguel Agustín Pro sintió cómo éstas impactaron en su cuerpo, provocándole un dolor indecible. Una de las cámaras captó el instante preciso en el que los tiros perforaron su carne. Era el culmen de su propio Gólgota. Aunque no había querido que lo privaran de la visión, había cerrado los ojos, tal vez como acto reflejo, quizá por la propia flaqueza de la naturaleza humana. A fin de cuentas, aunque era un auténtico santo, no dejaba de estar hecho con el mismo barro de los mortales.

Pintura del P. Pro, de la autoría de la artista Paula en el bosque (Instagram). Resaltan varios detalles: la iglesia de la Sagrada Familia, en la Ciudad de México, donde reposan los restos del mártir; el rosario que éste lleva en la mano; y la escena del fusilamiento.

Derribado por los proyectiles que escupieron los cañones de los fusiles, el mártir fue recibido por la tierra. Un charco escarlata se formó en torno suyo y mojó sus ropas y las piedras. El doctor Horacio Cazale, del Servicio Médico de la policía, se aproximó para certificar su deceso. Pero, como aún respiraba –además de que había que dárselo de rigor–, el sargento de la escolta fue, dirigió un rifle hacia su cabeza y le disparó el tiro de gracia en la sien, del cual brotó la sangre en abundancia.

Eran poco después de las diez y media de la mañana del 23 de noviembre de 1927. Las diversas fuentes indican entre las 10:30 y las 10:38 como la hora en que la carrera terrenal del amado pastor de almas tocó a su desenlace.

Primera plana de El Universal, periódico capitalino, en que se informó –con morboso lujo de detalle– sobre el asesinato del P. Miguel Agustín Pro y sus tres compañeros.


A Calles, que publicitando el ajusticiamiento quiso humillar a la Iglesia, los cálculos le salieron terriblemente. El afrentado fue él, no su víctima. Al día siguiente, 24 de noviembre, una ingente multitud acompañó los despojos del presbítero y de su hermano Humberto al panteón de Dolores, en medio de férvidas oraciones y de cánticos religiosos, entre los que destacó el celebérrimo “Tú reinarás”. Y su padre, don Miguel Pro Romo, principió el Te Deum ante la tumba que recién había acogido el féretro de su tercer hijo, el mayor de los varones, que ahora pertenecía al blanco ejército de los mártires, como dice el mencionado himno de acción de gracias.

Lejos de ser olvidado, el legado de sacrificio y arrojo sin par del padre Miguel Agustín no concluyó con su muerte. Su martirio se convirtió en un símbolo de la resistencia religiosa y de la fidelidad a Cristo Rey. Pese al intento inicial del presidente Calles por hacer de su muerte un escarmiento que nadie olvidase, lejos de amilanarse, los católicos mexicanos encontraron en él una figura luminosa que representaba la lucha por la fe, por la justicia y por la reyecía de Nuestro Señor, así como por la libertad de profesar y practicar la religión que nos trajeron los hispanos allende el mar, y que incontables personas más siguieron defendiendo hasta el punto de morir por ella, por lo que más amaban, por Jesucristo Rey.

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Crónica de un martirio anhelado, presentido… y planeado (I)

El sacrificio del jesuita Miguel Agustín Pro Juárez (Primera parte)

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Edición –hecha por la autora– de la fotografía que muestra el instante preciso en que el P. Miguel Pro, con los brazos en cruz, recibe la descarga de fusilería, el 23 de noviembre de 1927.

Más allá de la obvia referencia al título de la famosa novela de Gabriel García Márquez, consideramos que el epígrafe de la presente entrada no podría haber sido más acertado. Es verdad que, durante los tiempos más crudos de la persecución religiosa, en el trienio sangriento de 1926 a 1929, la idea del martirio no era ajena para los católicos mexicanos. Aquella frase con la que es conocido el adolescente mártir de Sahuayo, San José Sánchez del Río, no fue sino la expresión con la que incontables personas externaron la plena convicción, muy en sintonía con la teología martirial, de que si eran asesinados por odio a la fe obtendrían el más preciado galardón que Dios puede otorgar a un alma cristiana: la salvación eterna, y mejor aún, ipso facto, sin pasar por el Purgatorio.

Entre los mártires mexicanos, en particular entre los que ya han sido elevados a los altares, existen varios casos documentados de que algunos de ellos presintieron con claridad que el ofrecimiento de su vida se avecinaba, o incluso estaba a la puerta. Tampoco es secreto que incontables personas, no sólo los caídos beatificados o canonizados, desearon ardientemente derramar su sangre por la causa de Cristo y de su Iglesia, o tan sólo con tal de demostrar su amor y fidelidad a Él en aquellos tiempos aciagos. Empero, existió un mártir que, digámoslo en honor a la verdad, rebasó cuanto es posible afirmar al respecto de ambas cuestiones, y aún más: llegó al punto de planear qué haría si el régimen lo apresaba para matarlo y –por increíble que se escuche–, lo cumplió al pie de la letra.

Se trata del Beato Miguel Agustín Pro, miembro de la Compañía de Jesús, sobre quien hablamos un poco en septiembre, precisamente con motivo de que, junto con la madre Concepción Acevedo de la Llata, se ofreció formalmente como víctima por la conversión del presidente Plutarco Elías Calles. A lo largo de esta entrega veremos cómo, además de suspirar largo tiempo por el ideal del martirio, lo intuyó con claridad y especificó cómo procedería en aquel instante supremo.

Detalle de una pintura del artista español Raúl Berzosa Fernández, que representa al P. Pro en el momento de esperar los disparos.

En primera instancia, en lo tocante al deseo de morir por Cristo, éste se manifestó en dos vertientes: el primero, en las peticiones que el sacerdote zacatecano hizo a algunos fieles y amigos muy cercanos de que imploraran a Dios que le concediese “su gracia”, como él denominaba al martirio; el segundo, en todas las ocasiones en que en sus cartas, en medio de las asechanzas del régimen y de las barbaries que se suscitaban a lo ancho y largo del país, expuso ideas como las que siguen:

«Las represalias, sobre todo en México [la capital], serán terribles; los primeros serán los que han metido las manos en la cuestión religiosa, y yo he metido hasta el codo. ¡Ojalá me tocara la suerte de ser de los primeros, o… de los últimos, pero ser del número!» (Epístola del 12 de octubre de 1926)

«De todos lados se reciben noticias de atropellos y represalias; las víctimas son muchas; los mártires aumentan cada día… ¡Oh, si me tocara la lotería!» (Principios de noviembre de 1926).

«Es demasiada gracia para un tipo como yo, el merecer honra tan grande como el ser asesinado por Cristo. Aunque fuera de los del montón y de chiripazo… ya me contentaría. Pero no se hizo la miel para la boca de Miguel» (Misiva de algún momento de 1927).

En su lenguaje coloquial, “la lotería” era ganar la gracia del martirio. Y a menudo, como vimos en dos de los ejemplos anteriores, traía a colación el dicho popular alusivo al producto del trabajo de las abejas y el hocico de los asnos. Como es natural, según el padre Pro, él era el burrito y la miel, morir por la religión y por Dios.

Pero no hay que creer que tales ansias –que a más de alguno llegaron a parecer excesivas– habían nacido al calor de los hechos posteriores a agosto de 1926, cuando se recurrió al culto privado y clandestino que el gobierno castigaba con tanto ahínco y crueldad. Ya desde sus tiempos de novicio en El Llano (Michoacán), de 1911 a 1914, lo había dicho, cuando unos compañeros comentaban que ya había pasado el tiempo de los mártires –nunca creyeron seguramente, que estaba a la puerta–:

Detalle de otro retrato del Beato Miguel Pro pintado por Raúl Berzosa. Arriba, sostenida por los ángeles, se lee la proclama «¡Viva Cristo Rey!» Ilustración mejorada por la autora.

“¡Ojalá volviera y me tocara la lotería, aunque fuera de chiripa! ¡Me gustaría ser el mártir de los obreros!”

Como se verá, no era un mero capricho efímero o una ambición improvisada.

Ahora bien, aunque su corazón ardía en aquellos anhelos, no dejó de ser prudente y tomar algunas precauciones para ejercer su ministerio. Nuestro joven sacerdote, a pesar de las prohibiciones, continuó su labor evangelizadora, moviéndose encubierta pero muy ingeniosamente para asistir a los fieles. Para ello, utilizó sus dotes extraordinarias como maestro del disfraz. Sí, no fue el único presbítero que, por aquellos ayeres, alteraba su indumentaria para seguir ejerciendo su ministerio, pero sí el más célebre entre los que procedieron así. Caracterizado de mecánico, limpiabotas, estudiante rico con su perro, joven galante con traje y canotier, indígena vestido con calzón de manta y huaraches de cuero… en fin, de todo lo que se pudiera, siguió oficiando Misa en casas particulares, confesando, dando la extremaunción y repartiendo Comuniones en las que él llamó “Estaciones Eucarísticas”. Y como si tanto trabajo no bastase, se daba tiempo para impartir conferencias a choferes y pláticas a señoritas, por mencionar dos ejemplos.

Fotografía del Beato Miguel Agustín Pro Juárez, editada y mejorada por la autora.

Sin embargo, pese a su agudeza y audacia, la policía no descansaba en su empeño por capturarlo. El mismo padre Pro sabía que su cabeza estaba puesta a precio y que se ofrecía una gratificación a quien lo denunciara. Por ende, humana y cristianamente hablando, no se hacía ilusiones. Una vez, luego de un lance arriesgado, una de las religiosas de la congregación a la que auxiliaba, le dijo:

—¡Padre, esto acabará en el martirio!

Y el aludido, con picardía, repuso:

—¡Hum! No se ha hecho la miel para la boca de Miguel.

Pero casi en seguida, adquiriendo un tono serio, añadió:

—¡Plegue al cielo que yo sea mártir! ¡Pidan mucho a Dios por mí!

Al partir a alguna aventura peligrosa, decía: “¡A ver si por fin alguna vez me es concedida la gracia del martirio!

Otro testigo, en una declaración que recoge el P. Antonio Dragón –quizá el biógrafo más conocido y relevante del Beato–, refiere:

Fotografía del Beato Miguel Pro cuando todavía estudiaba en Bélgica, debido a su destierro forzado (a causa de la persecución religiosa desatada por la revolución carrancista). Imagen mejorada por la autora.

“Desear el martirio era en él como una obsesión. Con frecuencia le oí pedir oraciones para obtener de Dios esa gracia. «Pedid a Dios que me fusilen, decía en su humildad: porque solamente así podré ir al cielo. Pedid a Dios que me envíen a Chihuahua, donde la persecución es más violenta». Yo le respondí que no pedía a Dios tonterías. Si Dios lo quería mártir, bien podía hacerlo morir entre nosotros” (1934, p. 200).

Hasta aquí ya quedó bien establecida la magnitud de las aspiraciones del padre Miguel Pro. Pero ¿qué decir sobre sus “planes” para cuando sobreviniese el codiciado momento?

La respuesta a ello reside en una conversación, sostenida casi en vísperas del sacrificio, con Jorge Núñez Prida. Éste, directamente, le había preguntado:

—¿Qué haría usted si el gobierno lo apresara para matarlo?

Y el clérigo, con sencillez y como quien lo tiene pensado y fraguado con mucha anterioridad, respondió:

Pediría permiso para arrodillarme, tiempo para hacer un acto de contrición, y morir con los brazos en cruz gritando: “¡Viva Cristo Rey!”

Por último, en lo que toca a la corazonada o intuición de que muy pronto sería ultimado, el padre Pro también manifestó ese pensamiento apenas unas jornadas antes de que aconteciera. Veamos cómo pasó todo.

El 6 de diciembre de 1926, Guadalupe García le remitió una medalla religiosa al sacerdote. Precisamente un par de días antes, el 4, el héroe había sido arrestado y encarcelado por primera ocasión, en Santiago Tlatelolco. Hasta allí todo bien.

Cuadro del P. Pro, pintado por el también jesuita Gonzalo Carrasco. Es una de las imágenes más conocidas y difundidas sobre su iconografía.

No obstante, el 16 de noviembre de 1927, justamente la fecha en que se escondió con sus hermanos en la casa de la señora Valdés, su última anfitriona, el padre se presentó en casa de Guadalupe y, sin proferir vocablo alguno, le devolvió la medalla.

«Yo no quería recibirla, nos narra la persona en cuestión; pero él me dijo textualmente estas palabras: “¡Guárdala! ¿para qué quieres que quede sobre un cuerpo destrozado?”»

Este incidente, nos señala el P. Rafael Martínez Torres, “parece un indicio significativo de que el P. Pro conocía por luz sobrenatural que moriría mártir, puesto que precisamente en esos días se le había dado orden de salir del país. La fecha estaba fijada para el día 19, el siguiente a cuando fue aprehendido” (1976, p. 372).

Al día posterior de aquella escena, el futuro mártir celebró el Santo Sacrificio de la Misa por vez postrimera. Y en la madrugada del 18, fue aprehendido por un nutrido grupo de soldados y agentes de la policía secreta.

Sus deseos de sacrificar su existencia terrena por Cristo, harto tiempo acariciados y esperados, estaban por tornarse realidad viva.

¿Cumpliría sus planes de hincarse, orar a Dios y sucumbir con los brazos en cruz mientras pronunciaba el vítor que tantos, en los campos de batalla, ante los rifles o con el dogal al cuello, exhalaban?

Detalle de una fotografía del P. Pro, con apenas unos meses de ordenado, tomada en Enghien, Bélgica, en el mes de diciembre de 1925. Instantánea tomada por uno de sus condiscípulos jesuitas. Imagen editada y mejorada por la autora.

Aunque la contestación a la interrogante ya se conoce, sea por instantáneas, sea por la película de Miguel Rico Tavera (2007) o por alguna otra representación, la abordaremos largo y tendido en la siguiente entrada, cierre y culmen de esta.

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Bibliografía:

Dragón, A. (1934). Por Cristo Rey. El Padre Pro. México: Buena Prensa.

Ramírez Torres, R. (1976). Miguel Agustín Pro. Memorias biográficas. México: Tradición.

El prelado cotijense que aprobó la lucha cristera desde las puertas de Roma (IV)

La historia de Monseñor José María González y Valencia. Cuarta y última parte

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Detalle de un retrato de Monseñor José María González y Valencia, Obispo de Durango. Editado y coloreado por la autora. Original en blanco y negro: INAH.

En la anterior entrada, la penúltima de esta serie, abordamos la intervención del egregio Obispo de Durango en el intervalo comprendido entre finales de 1924, cuando le fue conferido tal cargo, a febrero de 1927, cuando publicó su Carta Pastoral en la que, abiertamente, aprobó el movimiento cristero y reconoció su licitud moral. En el presente texto, desenlace de la biografía de nuestro eclesiástico michoacano, hablaremos de su enérgica oposición a la realización de los mal llamados “arreglos” de 1929, que causaron el fin de la Cristiada; de cómo, a raíz de aquéllos, tuvo que permanecer desterrado; de algunos aspectos de su vida al retornar del exilio y, por último, sobre su fallecimiento.

El 7 de octubre de 1927, como contestación a las quejas recibidas de sus diocesanos y de los jefes de la Liga Nacional para la Defensa de la Libertad Religiosa respecto a los rumores, nada infundados, sobre unos posibles acuerdos “no fundados en una efectiva derogación de las leyes” (1967, p. 79, citado por Barquín y Ruiz) entre miembros del Episcopado mexicano –veremos en seguida sus nombres– y el gobierno de Plutarco Elías Calles, el combativo prelado de Cotija escribió su Segunda Carta Pastoral, en la que expresaba, de modo tajante:

“¡No, y mil veces no! Nuestra fe de católicos, nuestro deber de Prelados, nuestra dignidad, el respeto que debemos a las víctimas, el puesto que hemos conquistado ante el mundo, y finalmente la conciencia que tenemos de nuestra fuerza moral y espiritual, que centuplica nuestra misma fuerza física, todo nos hace repetir día a día, momento por momento, las palabras de la Carta Pastoral Colectiva: trabajaremos porque ese decreto y los artículos antirreligiosos de la Constitución sean reformados, y no cejaremos hasta verlo conseguido” (1967, p. 80).

Las negritas son nuestras.

Para Monseñor González, ni la Iglesia ni los fieles debían claudicar en la lucha, y mucho menos pactar con el régimen. Para él, lo mismo que para incontables católicos, y por supuesto para los cristeros, la opción de una componenda era impensable y equivalía no sólo a renunciar a los principios que tanto habían intentado defender, sino a una derrota categórica en todos los sentidos, inclusive el moral y el psicológico. ¿De qué serviría tanto sacrificio y derramamiento de sangre si, al acabar con la resistencia, el gobierno –que militar, legal y políticamente llevaba las de ganar– obtenía lo que quería?

Catedral de Durango, sede de la Diócesis regenteada por Monseñor José María González y Valencia. Fotografía del INAH, mejorada por la autora.

Recordando lo que el Episcopado había suscrito en la Carta Pastoral Colectiva del 25 de julio de 1926, Monseñor José María dijo:

“Contando con el favor de Dios y con vuestra ayuda, trabajaremos para que ese decreto [la Ley Calles] y los artículos antirreligiosos de la Constitución sean reformados y no cejaremos hasta verlo conseguido. ¿Y creéis que íbamos a olvidar esas palabras y a tener hoy por aceptable lo que ayer tuvimos por indigno?” (1967, p. 79).

Referíase, claro, a las leyes inicuas, las cuales, en caso de llegar a un “acuerdo” con el régimen, no serían alteradas ni un ápice, y mucho menos anuladas.

Dos de sus compañeros en el Episcopado, no obstante, no compartían aquella idea ni por asomo. En efecto: se trataba de los dos prelados mencionados al principio de esta serie, los obispos Pascual Díaz y Barreto y Leopoldo Ruiz y Flores. Pero Monseñor González y Valencia no cejó en su posición. Resulta oportuno decir que su actuación no se limitó a la prensa y a los meros vocablos, sino que participó en numerosos eventos de solidaridad al pueblo católico perseguido, en las que aprovechaba para impulsar y fomentar apoyos, sobre todo materiales, para la Liga, cuya participación en la Cristiada fue fundamental en el ámbito bélico. Asimismo, exiliado como estaba en Europa, sin poder pisar su patria, impartió incontables conferencias al respecto durante los tres meses que pasó en Alemania. Así lo refirieron diversos números del diario vaticano L’Osservatore Romano.

Sin embargo, pese a la oposición de incontables católicos y de los tres obispos que estaban a favor de la resistencia armada por parte de aquéllos, las “negociaciones” entre el gobierno del presidente interino Emilio Portes Gil –sucesor de Álvaro Obregón luego de su asesinato en julio de 1928– y los dos eclesiásticos prosiguieron. A los cristeros no se les tomó en cuenta en ningún momento.

El 2 de junio de 1929, el general Enrique Gorostieta Velarde, jefe supremo de los cristeros, fue asesinado en las cercanías de Atotonilco el Alto, Jalisco. El militar neolonés se había opuesto terminantemente a la idea de un pacto pero, como al resto de sus hombres, fue ignorado. Entre tanto, Pascual Díaz y Leopoldo Ruiz continuaron parlamentando.

Los obispos Leopoldo Ruiz y Pascual Díaz, que concretaron el armisticio que puso final a la Guerra Cristera. Imagen editada y mejorada por la autora.

Por fin, el 21 de junio del mismo año, se efectuaron los “arreglos”. Los templos volverían a abrirse y podría haber Sacramentos en ellos otra vez. Los artículos antirreligiosos y anticlericales de la Constitución permanecerían como siempre. Y los cristeros tendrían que entregar las armas y aceptar el supuesto “licenciamiento”, aun a sabiendas de que el gobierno no respetaría sus vidas… como en efecto aconteció. Fue el modus moriendi para una muy significativa porción de los ex combatientes.

Otra de las condiciones para los “arreglos”, que Díaz y Ruiz acabaron por aceptar, fue que tres prelados se quedaran fuera del país por tiempo indefinido. Los nombres no sorprendieron a nadie: José Manríquez y Zárate, Francisco Orozco y Jiménez –V Arzobispo de Guadalajara, perseguido por el régimen desde hacía más de diez años, y que había atendido a sus fieles a salto de mata– y José María González Valencia. Al hallarse ya en el destierro, tanto el primero como el tercero no pudieron retornar a su patria. El segundo sí tuvo que irse.

Monseñor Francisco Orozco y Jiménez (1864-1936), oriundo de Zamora, Michoacán. Su destierro, como el de José María González y Valencia, fue una de las condiciones de la componenda de 1929. Fotografía mejorada por la autora.

Monseñor González y Valencia volvió a México un tiempo después, aunque no nos fue factible hallar la fecha exacta. Con todo, sí se sabe que estuvo presente en un banquete ofrecido a los prelados mexicanos al finalizar la Misa pontifical con que se celebró el Cuarto Centenario de las Apariciones de la Virgen de Guadalupe en el cerro del Tepeyac, el 12 de diciembre de 1931. Cuando llegó su turno al mitrado de Durango para hacer su brindis, pidió oraciones para su compañero y amigo Manríquez y Zárate, cuya expatriación se prolongaría hasta 1944. El 24 de octubre de 1932, le dirigió incluso una carta abierta, en la que le decía:

Monseñor José de Jesús Manríquez y Zárate, amigo de José María González y Valencia, quien, como éste, tuvo que permanecer exiliado a raíz de los “arreglos”.  Fotografía mejorada por la autora.

“¿Qué será de nosotros? ¿Cuál será nuestro porvenir? ¿Veremos el triunfo de la Iglesia, por la que tanto hemos luchado, o bajaremos al sepulcro, sólo con la esperanza de mejores días? Nada de esto sabemos, ni aun podemos siquiera adivinarlo. Una sola cosa debemos tener por cierta, y es que, si somos fieles a nuestra vocación y proseguimos laborando intrépidamente por la fe, no sólo consumaremos felizmente nuestra carrera mortal, sino que aceleraremos para nuestra Patria el día venturoso de la verdadera Libertad” (1967, pp. 96-97).

Después de que estalló la Guerra Civil española en julio de 1936, Monseñor González Valencia fue el primero que externó pública y abiertamente su adhesión al Alzamiento Nacional capitaneado por el general Francisco Franco Bahamonde en contra de la II República, jacobina y masónica. En su Pastoral del Arzobispo de Durango (México) acerca de los actuales acontecimientos de España, fechada el 8 de septiembre del mismo año, el prelado abordó tanto el enfrentamiento en sí como las tentativas de descatolizar la nación hispana a través del comunismo ateo y del marxismo y la matanza de todos aquellos que no aceptaran ambas ideologías.

Interior de una de tantas iglesias quemadas y profanadas en España durante la crudelísima persecución religiosa que alcanzó su clímax en la Guerra Civil española.

He aquí un breve extracto de las palabras de Monseñor:

“En Nuestro propio nombre y en el de Nuestros sacerdotes y fieles, queremos también manifestar nuestro afecto fraternal, honda simpatía, interés vivísimo y cordial a los Obispos españoles, Nuestros muy amados Hermanos, a sus sacerdotes y a sus fieles que están padeciendo tan crueles penas. Hoy más que nunca, en esta hora del martirio, Nos sentimos vinculados con ellos” (1967, p. 104).

A nuestro biografiado se unieron, más tarde, novecientos prelados de diversas latitudes, al reparar en el horroroso cariz anticatólico que tomó la revolución por parte de los republicanos y comunistas y a la tremebunda persecución religiosa, peor aún que la de México, desatada durante aquel trienio sangriento a lo largo y ancho de la Madre Patria.

El 28 de octubre de 1957, junto con su amigo José de Jesús Manríquez, Monseñor José María González celebró sus bodas de oro como presbítero. Le faltaba poco más de un año para partir a la Eternidad.

Aunque es un dato muy poco conocido, Monseñor José María González Valencia entregó su alma al Señor en la actual Capital de la Ciénega de Chapala, la ciudad de Sahuayo, Michoacán –cercana a su natal Cotija–, que aún llevaba el apellido del general y presidente Porfirio Díaz. Era el 27 de enero de 1959. Tenía setenta y cuatro años y cuatro meses de edad.

Plaza principal de Sahuayo, con el templo parroquial de Santo Santiago Apóstol y el Portal Patria. Esta urbe fue la que vio partir de ese mundo a Monseñor González y Valencia. Imagen de México en Fotos.

Cotija y Durango lo lloraron amargamente, por igual, pero también Zamora lamentó su muerte. Además de haber estudiado allí, dado clases y dirigido espiritualmente a los seminaristas, era un hombre muy querido por la gente. Cuantos lo conocieron y trataron lo estimaron enormemente por su carácter espontáneo y jovial, que sabía conjuntar la sencillez y naturalidad con la energía y la eficacia en el actuar, cualidades de las que dio pruebas mientras duró su carrera terrenal.

Un colegio en Victoria de Durango lleva su nombre.

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Bibliografía:

Barquín y Ruiz, A. (1967). José María González Valencia, Arzobispo de Durango. México: Jus.

Meyer, J. (1977). La Cristiada. Tomo I: La guerra de los cristeros. México: Siglo XXI Editores.

El prelado cotijense que aprobó la lucha cristera desde las puertas de Roma (III)

La historia de Monseñor José María González y Valencia. Tercera parte

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Detalle de un retrato de Monseñor González y Valencia, coloreado y mejorado por la autora.

En 1925, en vista del agravamiento de la persecución religiosa bajo el flamante gobierno del sonorense Plutarco Elías Calles, el nuevo Obispo de Durango fue designado por sus compañeros del Episcopado para ir a la Ciudad de las Siete Colinas con el cometido de poner al tanto al Papa Pío XI sobre la precaria situación para los fieles y los sacerdotes y, en general, para el clero católico mexicano. Sería el acompañante de otro eclesiástico de su rango, Monseñor Miguel María de la Mora y de la Mora, a la sazón cabeza de la Diócesis potosina.

La otra misión sería pedirle instrucciones al Pontífice acerca de la defensa de las libertades que se le conculcaban a la Iglesia. El viaje fue realizado, y los lineamientos papales solicitados fueron plasmados en la carta apostólica Paterna sane sollicitudo, fechada el 2 de febrero de 1926, en la que Pío XI mandaba resistir a la persecución de forma pasiva pero firme, manteniéndose al margen de cualquier partido político. La misiva tenía por subtítulo “DE INIQUA CONDICIONE ECCLESIAE IN MEXICO ATQUE DE NORMIS AD CATHOLICAM ACTIONEM IBIDEM PROMOVENDAM”, que traducido del latín al español dice: “Sobre la inicua condición de la Iglesia en México y también sobre las normas respecto a la Acción Católica que, al mismo tiempo, habrán de promoverse”.

Su Santidad Pío XI, Pontífice de 1922 a 1939, autor de la carta apostólica Paterna sane sollicitudo.

A su regreso de Roma, a sabiendas de que la situación empeoraría –los hechos de los primeros meses de 1926 lo ratificaron de forma fehaciente y categórica–, nuestro biografiado reunió a una comisión de teólogos para deliberar sobre cuáles serían las medidas a seguir en caso de que se hiciera efectivo el artículo 130 de la Carta Magna, en el cual –entre muchas cuestiones– se exigía que los presbíteros debían registrarse en un registro municipal o estatal para que se les diera autorización de ejercer su ministerio. El estudio de los teólogos arrojó una negativa ante tal sujeción. Sin tardanza, Monseñor González y Valencia mandó imprimir y distribuir una circular con aquellas pautas entre los sacerdotes de su jurisdicción. Días después, José Amador Velasco y Peña, el prelado de Colima, siguió sus pasos.

El 10 de marzo de 1926, a raíz de haber condenado la persecución en su Sexta Carta Pastoral, Monseñor José de Jesús Manríquez y Zárate, primer Obispo de Huejutla –y ordenado sacerdote junto con Monseñor José María aquel lejano 28 de octubre de 1907–, fue apresado. Su compañero de Cotija no tardó en escribirle una carta abierta en la que externó su adhesión y su apoyo, y que fue publicada en diversos periódicos católicos.

Detalle de un retrato de Monseñor José de Jesús Manríquez y Zárate, amigo y compañero de ordenación de José María González y Valencia, apresado en 1926 por el gobierno de Plutarco Elías Calles. Él fue otro, junto con nuestro biografiado, de los exiguos prelados que aprobaron el movimiento cristero.

Una vez suspendidos los cultos en todo México, Monseñor González y Valencia partió hacia Roma nuevamente. Pero antes de irse, el 17 de septiembre de 1926, redactó una Instrucción Pastoral fechada en la cual encomió la cooperación que las asociaciones católicas habían prestado a la labor de resistencia, cada vez más enérgica, de la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, fundada en la capital del país en marzo de 1925.

La coyuntura posterior al 1 de agosto de 1926, primer día sin Sacramentos en los templos, empeoró con velocidad alarmante. Los recursos pacíficos y legales se agotaron de modo inexorable. Comenzaron a caer las primeras víctimas católicas. Dos eclesiásticos, ambos Obispos, intentaron parlamentar con Calles, y éste lanzó un ultimátum a los católicos: las Cámaras o las armas. El memorial firmado por más de dos millones de creyentes y enviado a las primeras fue tirado a la basura. Los ánimos se exacerbaron sin remedio y, como cabía esperar, cada vez más personas empezaron a pensar en la segunda opción, la que quedaba, dada por el mandatario: la resistencia armada, que pasaría a la Historia con el nombre de Cristiada o Guerra Cristera, este último adjetivo creado por el mismo gobierno, que hizo mofa del grito de los defensores: “¡Viva Cristo Rey!”

A pesar de que estaban de acuerdo con que había que defender la fe y no permitir que ésta se perdiera en México, la postura de los integrantes del Episcopado mexicano sobre el movimiento armado no fue, ni remotamente, unánime. Lo que menos hubo entre ellos fue consenso. Por el contrario, sin demora, la división campeó.

Jean Meyer lo sintetiza de esta forma:

“[…] la mayoría de los prelados, indecisa, dejó en toda libertad a los fieles de defender sus derechos, como mejor les pareciera, una decena les negó el derecho de levantarse, y tres los alentaron a tomar las armas” (1977, p. 19).

Uno de ellos, como veremos, fue nuestro biografiado. Los otros dos fueron Manríquez y Zárate, a quien ya mencionamos, y Leopoldo Lara y Torres, Obispo de Tacámbaro. Hasta finales de 1926, reacios a la idea de una resistencia armada, los tres obispos habían prohibido a sus fieles que recurrieran a dicho recurso. Sin embargo, la gravedad creciente de los sucesos y de la persecución, que no tardó en suscitar mártires a lo ancho y largo del territorio nacional, los condujo a modificar su perspectiva.

En el caso de Monseñor José María, el 11 de febrero de 1927, su postura vino con la emisión de su Primera Carta Pastoral, dada en la Puerta Flaminia, afuera de Roma, en la que dirigió estas palabras a los fieles de su Diócesis:

“Séanos ahora lícito romper el silencio sobre un asunto del cual nos sentimos obligados a hablar. Ya que en nuestra arquidiócesis muchos católicos han apelado al recurso de las armas […] creemos de nuestro deber pastoral afrontar de lleno la cuestión y, asumiendo con plena consciencia la responsabilidad ante Dios y ante la historia, les dedicamos estas palabras: Nos nunca provocamos este movimiento armado. Pero una vez que, agotados todos los medios pacíficos, ese movimiento existe, a nuestros hijos católicos que anden levantados en armas por la defensa de sus derechos sociales y religiosos, después de haberlo pensado largamente ante Dios y de haber consultado a los teólogos más sabios de la ciudad de Roma, debemos decirles: Estad tranquilos en vuestras conciencias y recibid nuestras bendiciones” (citado en Barquín y Ruiz, 1967, pp. 43-44).

Tales enunciados estaban en consonancia con los juicios que, a título personal pero no por ello menos fundamentados, habían efectuado algunos teólogos y moralistas de universidades en Roma, entre ellos los sacerdotes Mariano Cuevas, S. J., y Arthur Vermeersch, de la Gregoriana, célebre por sus dictámenes.

Instantánea de la Puerta Flaminia, desde donde Monseñor González y Valencia emitió la Carta Pastoral en la que declaró la licitud moral de la resistencia armada de los católicos mexicanos. Fotografía: Animuspedia.

El licenciado Anacleto González Flores, paladín católico por excelencia en Jalisco que durante mucho tiempo se resistió a la idea de una defensa armada, no sólo por considerarla infructífera y contraria a sus ideales pacíficos sino por serias dudas morales, tuvo conocimiento de la Carta Pastoral de Monseñor González y Valencia poco antes de morir.

Retrato de Anacleto González Flores, hoy beatificado, que poco antes de su martirio supo de la Carta Pastoral de Monseñor González y Valencia en la que éste aprobaba la resistencia cristera.

En su última noche, del 31 de marzo al 1° de abril de 1927, Anacleto se confesó con un sacerdote anónimo y, luego de recibir la absolución sacramental, estuvo comentando con él el contenido de la Carta Pastoral del esforzado Obispo de Durango, el único que hasta ese momento había hablado favorablemente sobre la lucha cristera de manera abierta y pública.

“Esto es lo que nos faltaba” le dijo al presbítero, aludiendo al documento. “Ahora sí podemos estar tranquilos”.

Y no sólo lo anterior: el verbo del prelado de Cotija encendió el suyo y lo movió a escribir sus últimas palabras para Gladium, el periódico que él editaba:

“Bendición para los valientes, que defienden con las armas en la mano la Iglesia de Dios. Maldición para los que ríen, gozan, se divierten siendo católicos en medio del dolor sin medida, de su Madre […] La sangre de nuestros mártires está pesando inmensamente en la balanza de Dios y de los hombres.

El espectáculo que ofrecen los defensores de la Iglesia es sencillamente sublime. El Cielo los bendice, el mundo los admira, el infierno los ve lleno de rabia y asombro, los verdugos tiemblan. Solamente los cobardes no hacen nada […]” (citado en López Alcaraz, 2023, p. 134).

Y concluía:

“Hoy debemos darle a Dios fuerte testimonio de que de veras somos católicos. Mañana será tarde […] Todavía es tiempo de que todos los católicos cumplan su deber… los cobardes que se despojen de su miedo y todos que se pongan en pie, porque estamos frente al enemigo y debemos cooperar con todas nuestras fuerzas a alcanzar la victoria de Dios y de su Iglesia” (pp. 134-135).

Unas horas más tarde, al filo de las tres de la tarde del 1° de abril, el abogado oriundo de Tepatitlán, hoy beatificado, caía bajo las balas del régimen callista, por odio a la fe, luego de numerosas y atroces torturas, en el patio del Cuartel Colorado en Guadalajara.

Al mismo tiempo, Monseñor José María proseguía su labor de apoyo moral a la Cristiada desde tierras europeas.

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Bibliografía:

Barquín y Ruiz, A. (1967). José María González Valencia, Arzobispo de Durango. México: Jus.

López Alcaraz, H. J. (2023). El Plebiscito de los Mártires: Drama biográfico sobre el Beato Anacleto González Flores. Guadalajara: Edición independiente.

Meyer, J (1977). La Cristiada. Tomo I: La guerra de los cristeros. México: Siglo XXI Editores.

Pío XI (2 de febrero de 1926). PIUS PP. XI. LITTERAE APOSTOLICAE. PATERNA SANE SOLLICITUDO*. Vatican.va.https://www.vatican.va/content/pius-xi/la/apost_letters/documents/hf_p-xi_apl_19260202_paterna-sane-sollicitudo.html

Heroica defensa de los templos en Sahuayo de Díaz

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Fotomontaje alusivo al título de esta entrada. De izquierda a derecha, de arriba abajo, podemos ver el interior de la Parroquia de Santo Santiago Apóstol, el Santuario de Guadalupe –con su segunda torre en construcción–, la plaza principal de Sahuayo de Díaz –escenario principal de la lucha entre los sahuayenses y la tropa federal–, el templo parroquial desde fuera, en contra esquina; y el templo del Sagrado Corazón de Jesús y, a un lado, el otrora Colegio de San Luis Gonzaga.

Lo ocurrido en la entonces Villa de Sahuayo de Díaz, Michoacán, un día como hoy, pero de 1926, hace ya 98 años –¡cómo vuela el tiempo!–, es sin lugar a dudas un caso emblemático y cardinal en la historia de la Cristiada y de la persecución religiosa, no sólo a nivel regional y estatal –en este ámbito fue único–, sino nacional. Se trata del relato de cómo un pueblo salió a defender sus templos y llegó al extremo de enfrentarse a la soldadesca bien armada con tal de impedir –hasta donde pudieron, porque al final sí sucedió– que los cerraran, convirtieran en caballeriza y, en suma, profanaran.

Leamos cómo aconteció.

En Sahuayo, las tres jornadas que siguieron a la suspensión de cultos decretada por el Episcopado Mexicano en su Carta Pastoral Colectiva fechada el 25 de julio de 1926, al igual que en el resto del país, se caracterizaron por la zozobra, la tristeza y el miedo. Los templos seguían abiertos para que los fieles, al menos, pudieran orar en ellos, en particular el Santo Rosario de manera colectiva. Era lo único que les quedaba, y eso mientras el gobierno lo permitiera, porque en diversos lugares tanto la milicia como la policía procedieron a cerrarlos de manera forzosa. Fueron célebres los casos del templo del Dulce Nombre de Jesús –Capilla de Jesús– y el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe en Guadalajara, el 31 de julio y el 3 de agosto respectivamente, y el del templo de San Miguel Arcángel en Cocula, también el 3 de agosto, donde se produjeron genuinas reyertas entre los fieles y los ejecutores de la ley.

¿Cuánto duraría aquella situación de incertidumbre, de espada de Damocles, de persecución continua, de tabernáculos vacíos? Nadie lo sabía. Por el momento, la gente de Sahuayo continuó yendo a la Parroquia, al Santuario y al templo del Sagrado Corazón para rezar y elevar sus plegarias al Todopoderoso.

Parroquia de Santo Santiago en Sahuayo, tomada precisamente un día antes de la gran fiesta dedicada al Protomártir del Colegio Apostólico, el 24 de julio de 1923. Foto Guerrero.

No era más que la calma relativa que suele preceder a las grandes tempestades. Los hechos tomaron un curso inesperado el 4 de agosto de 1926. Era miércoles. Casi a las once de la mañana, unos vigías vieron, por el camino que conducía a Jiquilpan de Juárez, a una partida de soldados federales que se dirigía a toda prisa a Sahuayo. Todos sabían lo que aquello significaba: la clausura de las iglesias y su consecuente profanación y transformación en cuartel, como estaba a la orden del día a lo ancho y largo del país. Era de sobra conocido que las huestes callistas solían hacer gala de odio contra los recintos sagrados y cuanto había en ellos, tal como habían procedido sus antecesores en la Revolución –máxime los carrancistas–, y justo como actuarían los milicianos rojos durante la Guerra civil de 1936 a 1939 en la madre patria.

Entrada de Jiquilpan de Juárez a Sahuayo de Díaz en 1923. Por allí entraron las tropas federales el 4 de agosto de 1926. Fotografía del Archivo Guerrero, coloreada por la autora.

Los sahuayenses, católicos hasta la médula, se enardecieron: no estaban dispuestos a permitir semejante atropello. Quizá sus actos, como ya había sucedido desde tiempos del Porfiriato, les granjearían epítetos como “mochos” y “fanáticos”, pero no les importó ni un ápice. Los ánimos, en adición, ya estaban caldeados a raíz de los sucesos más recientes, de los cuales no haber podido acudir a Misa el pasado 1 de agosto era, para muchos, la gota previa a aquella que derramaría el vaso, el último tirón previo a que la cuerda se rompiera.

Con el tiempo encima, y como pudieron, los habitantes de Sahuayo se aprestaron a la defensa. Las campanas de las iglesias fueron tocadas a rebato, con la desesperación matizando cada golpe del badajo. Todos acudieron al llamado del frenético tañer. Los hombres llevaban escopetas, alguna pistola, machetes y piedras; las mujeres cargaban cal viva y chile molido en sus rebozos.

Imagen coloreada que muestra la Parroquia de Santo Santiago Apóstol y calle Obregón –actualmente Francisco I. Madero– en Sahuayo. Tomada de la página de Facebook Testimonium Martyrum –expresión latina para «Testimonio de los Mártires»–, de la autora de la entrada.

Los miembros de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana se atrincheraron en la parte alta de los tres templos. El Santuario de Guadalupe fue defendido por Abraham Mireles y José Trinidad Flores Espinosa –el joven que, más tarde, se uniría a Joselito en su empresa de unirse a las huestes cristeras–. En la defensa del templo del Sagrado Corazón, a su vez, destacó la señora Dolores –mejor conocida por su hipocorístico, Lola– Gudiño, quien, armada con una pistola, encaró al diputado federal por el distrito de Jiquilpan, Rafael Picazo Sánchez, a quien llamó, por las claras, “desgraciado perseguidor de la religión de sus padres”.

Otra denodada mujer, María Arregui, también enfrentó a las tropas. Al grito estentóreo de “¡Viva Cristo Rey!”, tanto ella como Lola Gudiño vaciaron las cargas de sus pistolas. Nada las arredraba. En el acto, dispuestos a no dejarse vencer por dos féminas, algunos miembros de la milicia se abalanzaron contra María Arregui y la hicieron perder el conocimiento a fuerza de golpes.

María Arregui, valiente defensora de los templos sahuayenses el 4 de agosto de 1926. Fotografía tomada de la página de Facebook Testimonium Martyrum y mejorada por Laura del Río García.

Un valeroso hombre llamado Amado Ceja se opuso, con valentía, a que cerraran la parroquia. Cuando se acercaron los soldados a fin de intentarlo, aquel varón los encaró y les dijo: “Señores, la casa de Dios se respeta”. No pudo impedir lo inevitable: recibió, por la espalda, un balazo en la cabeza, que dejó un orificio en su sombrero –el cual su familia conservó–.

Como resultado de la reyerta fallecieron, por heridas de arma de fuego: Jesús Sánchez Santillán, Manuel Núñez, un niño de ocho años llamado Guillermo Yeo y la niña Rafaela Melgoza. Asimismo, el padre Ignacio Sánchez Sánchez –tío paterno de San José Sánchez del Río– recibió un tiro en la pierna.

Poco después arribaron los soldados a la plaza. Los lideraba el general Tranquilino Mendoza. Los militares echaron los caballos sobre la multitud, que se había lanzado contra ellos con las pocas armas de que disponían, y la obligaron a dispersarse. En seguida se dividieron en tres grupos; cada uno se encargaría de apoderarse de una iglesia, como en efecto sucedió.

Acta de defunción del niño Guillermo Yeo Núñez, fallecido a raíz del combate entre sahuayenses y militares callistas el 4 de agosto de 1926. Resaltados y edición por la autora.

Los sahuayenses pelearon con bravura y arrojo y resistieron hasta el final, pero no pudieron impedir que sus templos cayeran en poder del gobierno callista. Esa noche, como todos temían, la Parroquia de Santiago fue convertida en cuartel, establo –incluso, eventualmente, en la gallera del diputado Picazo, y ya conocemos el final de ese asunto, con San José Sánchez del Río–, armería y prisión. Lo mismo ocurrió en las otras dos iglesias.

La Guerra Cristera en Sahuayo, bajo la dirección de don Ignacio de Jesús Sánchez Ramírez, presidente de la Adoración Nocturna Mexicana en la villa, estaba a punto de estallar.

Interior del templo de Santo Santiago Apóstol en los tiempos de la persecución religiosa, antes de la suspensión de cultos de 1926. Después de los sucesos del 4 de agosto de 1926, el inmueble fue profanado. El diputado Picazo llegó a tener allí su caballo y sus finos gallos de pelea.

© Todos los derechos reservados.

Bibliografía:

Laureán Cervantes, L. (2016). El niño testigo de Cristo Rey. España: Buena Tinta.

Munari, T. (2004). José Sánchez del Río, el Beato Mártir de Sahuayo. México: Edixa Editores.

Aportaciones históricas de Alfredo Vega.

Defensa, reyerta y sitio en el Santuario de Guadalupe

Cuando los católicos tapatíos se enfrentaron a la policía y a los federales en plena calle

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Ilustración coloreada del Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe. Fotografía: México en Fotos.

En una fecha como esta, pero de 1926, afuera del Santuario de la Virgen de Guadalupe en Guadalajara, cruce con la avenida Alcalde y la calle Juan Álvarez, en plena vía pública, tuvo lugar una auténtica batalla campal entre los feligreses tapatíos y elementos de la policía y del ejército federal, así como la defensa de la iglesia susodicha. Todo se debió, como sucedió en ciertos lugares del país, a dos factores clave: la oposición terminante del pueblo católico al cierre de los templos luego de la suspensión de cultos y los ánimos ya caldeados y exaltados a raíz de la persecución religiosa sistemática, y para entonces ya legalizada mediante la “Ley Calles”, de que eran objeto parroquianos y sacerdotes.

En el caso de la capital jalisciense, la gente se atrincheró en el Santuario debido al rumor, nada infundado, de que el gobierno acudiría para clausurar el inmueble. La intención de los obispos, en su Carta Pastoral Colectiva del 25 de julio, había sido que las iglesias permanecieran abiertas y que los fieles pudieran seguir orando en ellas, pero el régimen no estaba dispuesto a permitir aquello.

Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe visto desde la calle Pedro Loza casi en su cruce con Juan Álvarez y, afuera, el jardín Alcalde. Todo esto fue escenario del enfrentamiento entre católicos contra militares y policías el 3 de agosto de 1926. Fotografía mejorada por la autora.

La disposición de las autoridades fue clara: cualquier parroquia, oratorio o capilla que fuera abandonado por el sacerdote debía cerrar sus puertas. Esto, en innumerables ocasiones, y a lo ancho y largo de la República, era acompañado por la profanación del sagrado recinto y su apropiación por parte de la milicia federal, que los convertía en cuarteles, armerías, caballerizas y prisiones. A esto había que añadir el robo de vasos sagrados, quema de documentos y la destrucción de sagrarios, altares, bancas, ornamentos e imágenes. Estas últimas solían ser despedazadas o “fusiladas”. A los soldados parecía gustarles practicar o afinar su puntería con las efigies de la Virgen, de los Santos y aun con el mismo cristo del altar.

Por consiguiente, y con base en todo lo anteriormente descrito, no es de extrañar que, ante la posibilidad de que la policía y los soldados acudieran al Santuario guadalupano tapatío para cerrarlo y dedicarse al pillaje y a cometer sacrilegios a diestra y siniestra, los fieles de Guadalajara reaccionaran con ardor y se aprestaran a defenderlo a toda costa. Los hombres llevaron las armas que pudieron, en su mayoría pistolas o algún rifle o carabina. Las féminas y sus hijos, por su parte, se quedaron adentro del templo.

Santuario Guadalupano de Guadalajara visto desde la actual Av. Alcalde. Fotografía tomada en 1913.

Hubo, no obstante, un grupo de chicos que no se metió al Santuario, sino que se dedicó a solicitar –y aun demandar– a los transeúntes que respondieran a la proclama católica por excelencia en aquellos días: “¡Viva Cristo Rey!” o que la gritaran también al pasar frente al edificio. Todo marchaba con relativa calma, con todo y la tensión imperante, hasta que un automóvil transitó por el lugar. Dentro iba un oficial del gobierno, general Lorenzo Muñoz, con rumbo al Hospital militar, cercano al Santuario. Los mozalbetes le requirieron el vítor religioso y, como cabía suponer, el militar se rehusó y ordenó a su chofer que acelerara.

Los chicos no aceptaron la negativa ni que el vehículo siguiera su camino, y arremetieron contra éste con palos y piedras. Como la respuesta violenta de los muchachos no cesaba, el oficial Muñoz mandó al conductor que se detuviera, se apeó del carro y lanzó varios disparos al aire, aunque por la batahola no se distinguió si fue con la intención de hacer blanco o únicamente de asustarlos.

De cualquier forma, los tiros bastaron para enardecer a los presentes. Algunos hombres reaccionaron abriendo fuego detrás de sendos árboles del jardín Alcalde. El oficial no tardó en subir a su coche y, ya en el Hospital militar, vía telefónica, pidió refuerzos a la Jefatura de Operaciones.

Mientras, en el Santuario, la campana mayor fue tocada a rebato. Incontables personas del barrio acudieron al llamado y engrosaron el contingente católico, diseminándose tanto en el interior como en el exterior del templo. El cancel central fue cerrado como medida de defensa, por lo que pudiera ocurrir. Al cabo de un cuarto de hora, las calles cercanas al templo se habían atestado de gente.

Titular de El Informador fechado el 4 de agosto de 1926, un día después de los hechos en el Santuario. Recuadros y edición por la autora.

Treinta minutos después del incidente con el oficial callista, una camioneta de la Secretaría de Guerra arribó al sitio. Veinticinco soldados armados bajaron. De ellos, veinte se distribuyeron en el jardín y cinco, al mando de otro militar, quisieron entrar al Santuario por la fuerza y fueron hacia el cancel central.

De repente, salida de entre la multitud, una señorita se aproximó al jefe de los mílites y, sin pestañear, le hundió un puñal en la espalda. Presas del asombro y el miedo, los soldados no supieron reaccionar para ayudar a su líder, que yacía moribundo y ensangrentado en el piso. La muchacha, con calma que pasmó a los presentes, le quitó su pistola y su espada y se los dio a dos hombres que había dentro del cancel, diciéndoles:

—Tengan para que se defiendan.

Los señores que se hallaban en el atrio del Santuario conminaron a los cinco soldados a que se retiraran, bajo amenaza de dispararles. Los federales obedecieron y se unieron a sus compañeros en el jardín, sólo para abrir fuego, ahora sí, contra los que estaban en el templo y contra la multitud. Una parte muy significativa de los civiles no iba armada, pero los soldados no repararon en ello.

Casi todos los fieles inermes, los que pudieron, se introdujeron a toda prisa en el recinto y en la sacristía del Santuario, al tiempo que la lluvia de balas crecía. Los hombres que sí estaban provistos con armas se organizaron para la defensa en el atrio, las torres y la azotea de la iglesia. Entre ellos pronto destacó, por su liderazgo, el joven atotonilquense Lauro Rocha González, de apenas dieciocho años de edad.

Lauro Rocha González (1908-1936), líder de los defensores del Santuario de Guadalupe y prominente general durante la Cristiada. Mejora y edición por la autora.

Para tornar la situación más compleja, una lluvia torrencial comenzó a caer. Los federales recibieron un refuerzo que llegó por la calle Juan Álvarez. Sin embargo, por la confusión, en un primer momento creyeron que eran personas provenientes de la Capilla de Jesús, localizada unas cuadras hacia el poniente, que habrían de unirse a los defensores del Santuario. Tras matarse entre sí durante un rato, cayeron en la cuenta de su error y concentraron sus energías a atacar a los católicos, si bien, por la excelente disposición y estrategia de éstos, no lograron acercarse ni un poco al templo en un intervalo de una hora, durante la cual el tiroteo fue en extremo virulento.

Rocha, al ver que a los suyos les quedaban pocos cartuchos, dictaminó un cese al fuego. Era mejor, según pensó, guardarlos para más tarde. Los soldados, que para ese momento ya habían sitiado el Santuario, también dejaron de disparar. Ya había caído la noche. Nadie entró ni salió del inmueble en un buen lapso. Adentro, la gente entonó sin cansancio diversos himnos y canciones, entre los que destacaba uno que decía: “Tropas de María, sigan la bandera. No desmaye nadie, ¡vamos a la guerra! ¡Vamos a la guerra!”

A media noche, los federales tuvieron la idea de apagar la energía eléctrica. No faltaron quienes, pese al sitio, aprovecharon las tinieblas para poner pies en polvorosa. Cuentan algunas narraciones orales que algunas personas llevaron alimento a quienes estaban encerrados dentro del Santuario, valiéndose de unos túneles. Según El Informador, algunos corresponsales de éste lograron acercarse al templo y ver cuatro cadáveres yacentes en la calle –entonces llamada Avenida, o por lo menos en el periódico– Pedro Loza, así como a cuatro individuos heridos.

Alboreó el 4 de agosto. Una vez que los católicos se hubieron rendido, pues no quedaba otra alternativa, las mujeres y los niños fueron dejados en libertad, no así los hombres, que fueron arrestados, conducidos al cuartel entre dos filas de soldados armados y recluidos primero en el edificio de Los Dolores, luego –por falta de espacio– en el Cuartel Colorado, localizado la calle Gómez Farías en su cruce con Belisario Domínguez, rumbo a San Pedro Tlaquepaque; y finalmente en la Penitenciaría del Estado, donde actualmente es el Parque de la Revolución –o “Parque Rojo”–. De acuerdo con El Informador, eran casi cuatrocientos. Se les dejó en libertad jornadas después.

Primera plana de El Informador del 5 de agosto de 1926, en el que se informa sobre el desalojo del recinto y la detención de incontables católicos, todos ellos varones.

El Santuario fue desalojado ese día, en tanto que una comisión de damas católicas acudió a hablar con el general de división Jesús María Ferreira, jefe de operaciones militares en Jalisco –quien en abril del año siguiente encabezaría las torturas y asesinato del máximo adalid católico de Occidente, Anacleto González Flores–, para interceder por los detenidos. Asimismo, se comprometieron a parlamentar con algunos grupos católicos para evitar la violencia y, así, que se produjera una trifulca análoga o hasta peor. Por otro lado, se encargaron de que tuvieran qué comer, ya que, a pesar de que sus familiares les enviaban alimentos, los militares no se los entregaban.

El mismo 4 de agosto aconteció algo casi idéntico a la contienda del Santuario tapatío, pero con mayores proporciones al tratarse de una localidad entera, en cierta localidad muy singular del occidente michoacano que, por aquellos ayeres, llevaba el apellido del presidente que gobernó México por más de tres décadas. Allí, a diferencia de lo que pasó en Guadalajara, la gente sí se proveyó de más armas o, cuando menos, de objetos para defenderse y atacar. Mañana podrá leerse al respecto en otra entrada de esta revista.

En Guadalajara, por su parte, el general Ferreira rindió largas declaraciones para el diario El Informador, entre las que subrayó:

“Se dará orden nuevamente de prohibir el uso de armas de fuego y sin distinción de credos religiosos, se castigará a quienes con sus intemperancias, de todo punto injustificadas, alteren la paz pública”.

Ante el adjetivo «injustificadas» que empleó el oficial callista, cabe cuestionar si tal era la coyuntura. La persecución religiosa seguiría demostrando que, al margen de pasiones exaltadas que en ocasiones sí desembocaron en sangrientos sucesos, los fieles católicos mexicanos tenían sobrados motivos para estar indignados y sentirse agraviados por el régimen. Y más cuando comenzaran los encarcelamientos y asesinatos de católicos, y en particular de sacerdotes, a mansalva.

Detalle del Santuario de Guadalupe tapatío en la actualidad. Fotografía: Gobierno de Guadalajara.

Lo acaecido en el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe en Guadalajara fue tan grave que la reyerta aún es citada en el grupo de aquellas que tuvieron lugar en los días posteriores de la suspensión del culto público, junto a Cocula y Sahuayo.

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Fuentes:

Diario El Informador.

Relato del general Jesús Degollado Guízar.

Testimonios orales de la Sra. María del Carmen Ávalos Herrera, abuela paterna de la autora, ya finada, cuyos padres, don Luis G. Ávalos Rosales y doña María Luisa Herrera Mendoza, radicaban a exiguas cuadras del Santuario y vivieron de cerca o fueron testigos de los acontecimientos y vicisitudes de la persecución religiosa en Guadalajara.

«Ley Calles» y suspensión de cultos en toda la República: Carta Pastoral Colectiva de 1926

Lic. Helena Judith López Alcaraz

En una fecha como esta, pero de 1926, hace 98 años, fue suscrita y publicada la Carta Pastoral Colectiva de los obispos mexicanos anunciando la suspensión de cultos a lo ancho y largo de México, a partir del 1 de agosto de aquel año, y hasta nueva orden. En dicha fecha entrarían en vigor las atroces reformas en materia religiosa hechas al Código Penal, la famosa “Ley Calles”, que el presidente Plutarco Elías Calles había propuesto a las Cámaras. Los eclesiásticos estaban convencidos de que era la única forma que les quedaba para protestar por las legislaciones persecutorias, en particular esta última, que era el culmen de todas las anteriores.

Grupo de prelados mexicanos, entre ellos don José Mora y del Río, oriundo de Pajacuarán, Michoacán, y don Francisco Orozco y Jiménez, nacido en Zamora, en la misma entidad. Montaje tomado de la página de Facebook Testimonium Martyrum –expresión latina para «Testimonio de los Mártires»–.

La Carta, “dada en la Fiesta del Apóstol Santiago, a veinticinco de julio de mil novecientos veintiséis”, fue firmada por un total de treinta y ocho prelados: además de los pertenecientes a las diversas Diócesis y Arquidiócesis, la suscribieron los obispos Titulares de Derbe, Anemurio, Dahora y Ciña de Galicia.

Compartimos con ustedes tres párrafos de aquel documento:

«[…] la Ley del Ejecutivo Federal promulgada el 2 de julio del presente año, de tal modo vulnera los derechos divinos de la Iglesia, encomendados a nuestra custodia; es tan contraria al derecho natural, que no sólo asienta como base primordial de la civilización la libertad religiosa, sino que positivamente prescribe la obligación individual y social de dar culto a Dios; es tan opuesta según la opinión de eminentes jurisconsultos católicos y no católicos, al derecho constitucional mexicano, que ante semejante violación de valores morales tan sagrados, no cabe ya de nuestra parte condescendencia ninguna. Sería para nosotros un crimen tolerar tal situación: y no quisiéramos que en el tribunal de Dios nos viniese a la memoria aquel tardío lamento del Profeta: “Vae mihi, quia tacui.” “Ay de mí, porque callé.”

[…]

En la imposibilidad de continuar ejerciendo el Ministerio Sagrado según las condiciones impuestas por el Decreto citado, después de haber consultado a Nuestro Santísimo Padre, Su Santidad Pío XI, y obtenida su aprobación, ordenamos que, desde el día 31 de julio del presente año, hasta que dispongamos otra cosa, se suspenda en todos los templos de la República, el culto público que exija la intervención del sacerdote.

[…]

No se cerrarán los templos para que los fieles prosigan haciendo oración en ellos. Los sacerdotes encargados de ellos, se retirarán de los mismos para eximirse de las penas que les impone el Decreto del Ejecutivo, quedando por lo mismo exentos de dar el aviso que exige la ley.»

El documento episcopal finalizaba exhortando a los fieles a la oración y a la penitencia, así como a evitar enviar a los hijos a las escuelas de gobierno –esto último, bajo pena de excomunión reservada al obispo–. También se describieron las penas canónicas en las que se podría incurrir quien, por ejemplo, a quienes se apropiasen de bienes eclesiásticos o contrajesen nupcias ante un ministro no católico. Por último, se expresó que el 1 de agosto, el primer día sin culto público en México, Su Santidad Pío XI oraría por esta nación en unión del orbe católico.

Primera plana del periódico tapatío El Informador, fechada el domingo 25 de julio de 1926, en el que se dio a conocer la medida tomada por el Episcopado. Edición y resaltados por la autora. En estos últimos puede observarse, pese a que es erróneo decir que dicho día se suspenderían los cultos, que se menciona la Carta Pastoral y los motivos que movieron a los obispos a tomar aquella extrema disposición; la aprehensión de Miguel Palomar y Vizcarra, famoso militante católico, en la capital; y diversos allanamientos en los hogares de diversos católicos, en la misma urbe.

El efecto producido por la Pastoral Colectiva en el pueblo católico mexicano fue terrible. Era como si les hubiese caído el mundo encima. Hoy en día podemos leer las palabras “suspensión de cultos de 1926” con bastante naturalidad, pero hace casi una centuria, constituyó un auténtico drama –que no una tragedia– para las personas de a pie, en su inmensa mayoría creyentes devotos o por lo menos sinceros en la profesión de su fe, que de la noche a la mañana se enteraron de que ya no podrían ir a Misa, casarse, confesarse, llevar a los hijos a bautizar o pedir la extremaunción. La práctica cotidiana de la religión, tan fundamental para ellos, les estaba siendo arrebatada.

Nutridas filas de fieles deseosos de recibir los Sacramentos en las últimas jornadas de culto público de julio de 1926. Fotografía editada por la autora.

Quizá en nuestros tiempos sea más difícil dimensionarlo en su justa medida, pero así lo sintió toda aquella gente. Para ellos, la suspensión de cultos fue una calamidad casi comparable a la propia persecución, más que establecida y sistemática, que sufrían por parte del régimen desde hacía ya considerable tiempo. ¿Acaso no bastaba que el gobierno limitara y castigara las actividades normales de un católico, que se acercara a Dios y manifestara su fe, como para que ahora la jerarquía eclesiástica también lo impidiera retirando los Sacramentos de los templos y disponiendo que sus sacerdotes se marcharan?

Para su alma y su corazón no existieron los largos párrafos de una Pastoral o las citas bíblicas que incluyeron los obispos en su texto; tampoco el asunto de las sanciones del Derecho Canónico. No: ellos sólo vieron las palabras:

“[…] ordenamos que, desde el día 31 de julio del presente año, hasta que dispongamos otra cosa, se suspenda en todos los templos de la República, el culto público que exija la intervención del sacerdote”.

Fragmento de la primera plana de El Informador, con fecha del miércoles 28 de julio de 1926, en el que se consignan tres sucesos concretos: la concurrencia masiva de los fieles católicos a los templos, en particular para recibir el Sacramento de la Penitencia, así como la celebración de nupcias canónicas y la impartición de numerosos bautismos y confirmaciones; el abandono de las iglesias por parte de los sacerdotes, en cumplimiento de lo dispuesto por la Carta Pastoral Colectiva; y los inventarios previos a la suspensión definitiva de los cultos a partir del domingo 1 de agosto del mismo año. Resaltados por la autora.

De nada sirvió que los prelados explicaran que no se trataba de imponerles la pena del entredicho –en la cual se prohíbe la recepción o impartición de Sacramentos y participar o celebrar en las ceremonias del culto aunque, a diferencia de la excomunión, el culpable no queda fuera de la comunión eclesial–.

Con todo, a los fieles mexicanos no les quedó más que acatar la directiva episcopal. Ingentes multitudes acudieron a los templos, oratorios, capillas y Catedrales para recibir los Sacramentos por última vez en casi tres años. Los presbíteros no se daban abasto para atender las filas de los confesionarios, las de los novios que querían unirse en matrimonio, las de los padres que cargaban a sus infantes para hacerlos renacer a la vida de la gracia. Los prelados, a su vez, administraron la Confirmación a otros tantos niños.

Recreación de las bodas masivas en los templos en los días anteriores a la suspensión de cultos de 1926 en la película Cristiada (2012), dirigida por el norteamericano Dean Wright. A pesar de los numerosos y significativos errores y tergiversaciones –algunos de ellos graves– que contiene la cinta, la asistencia en masa de los feligreses a las iglesias está muy bien representada. Hay que saber reconocer los aciertos.
Los padres de familia llevando a sus hijos a bautizar, uno tras otro, en los últimos días de culto público en 1926. Fotograma del filme Cristiada. Misma observación del pie de foto anterior.
Penitentes aguardan su turno para confesarse en las jornadas previas a la suspensión de culto de 1926. Fotograma del filme Cristiada.

Por fin, el 1 de agosto, que aquel año cayó en domingo, los badajos de las campanas no se movieron más para convocar al Santo Sacrificio de la Misa. Aunque la intención de los prelados, como vimos, era que las iglesias continuasen abiertas para los fieles, el gobierno procedió a su cierre forzoso. En algunos lugares, como la Capilla de Jesús y el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe en Guadalajara, Cocula (Jalisco) y Sahuayo de Díaz (Michoacán), se produjeron verdaderas reyertas entre los fieles y elementos de la policía o el ejército con tal de impedir la clausura de los recintos sagrados, con el consecuente saldo de muertos y heridos.

El terreno para el estallido final, el levantamiento armado, se iba preparando con cada vez mayor premura.

Compartimos, como cierre de la entrada, los nombres de pila de los eclesiásticos que suscribieron la Carta Pastoral Colectiva y sus respectivas jurisdicciones:

1.         José, Arzobispo de México.

2.         Martín, Arzobispo de Yucatán.

3.         Leopoldo, Arzobispo de Michoacán.

4.         Francisco, Arzobispo de Guadalajara.

5.         Juan, Arzobispo de Monterrey.

6.         José Othón, Arzobispo de Oaxaca.

7.         José María, Arzobispo de Durango.

8.         Pedro, Arzobispo de Puebla.

9.         Ignacio, Obispo de Aguascalientes.

10.      Francisco, Obispo de Cuernavaca.

11.      Amador, Obispo de Colima.

12.      Jesús María, Obispo de Saltillo.

13.      Emeterio, Obispo de León.

14.      Ignacio, Obispo de Zacatecas.

15.      Miguel, Obispo de San Luis Potosí.

16.      Vicente, Obispo de Sonora.

17.      Francisco, Obispo de Tulancingo.

18.      Manuel, Obispo de Zamora.

19.      Juan María, Obispo de Sonora.

20.      Francisco, Obispo de Querétaro.

21.      Rafael, Obispo de Veracruz.

22.      Manuel, Obispo de Tepic.

23.      Gerardo, Obispo de Chiapas.

24.      Antonio, Obispo de Chihuahua.

25.      Leopoldo, Obispo de Tacámbaro.

26.      Francisco, Obispo de Campeche.

27.      Agustín, Obispo de Sinaloa.

28.      Nicolás, Obispo de Papantla.

29.      Pascual, Obispo de Tabasco.

30.      José, Obispo de Huejutla.

31.      Jenaro, Obispo de Tehuantepec.

32.      Serafín, Obispo de Tamaulipas.

33.      Luis, Obispo de Huajuápan.

34.      José Guadalupe, Auxiliar de Monterrey.

35.      Maximino, Obispo Titular de Derbe.

36.      Luis, Obispo Titular de Anemurio.

37.      Francisco, Obispo Titular de Dahora.

38.      José de Jesús, Obispo Titular de Ciña de Galicia.

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Fuente:

Olivera Sedano, A. (2009). El cierre de las iglesias. Historias, (74), 105–112. Recuperado a partir de https://revistas.inah.gob.mx/index.php/historias/article/view/3122