Sismos del 3, 18 y 22 de junio de 1932 en Jalisco y Colima

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Mapa que ilustra los sismos ocurridos el 3 y 18 de junio de 1932, y cómo ambos afectaron los estados de Jalisco y Colima. Créditos a su autor (tomado de Wikipedia).

El 3 de junio de 1932, a las 4:38 de la madrugada –hora de Tacubaya–, en las costas de Jalisco y Colima se registró el terremoto de mayor magnitud de la centuria pasada en nuestro país. El movimiento telúrico, que alcanzó 8.2 grados en la escala de Ritcher, significó el deceso de cuatrocientas personas. Asimismo, destruyó la ciudad de Colima, el puerto de Manzanillo y zonas colindantes. Así lo especifica un registro histórico de los sismos publicado por el Servicio Sismológico Nacional (SSN).

De acuerdo con la Revista de la Universidad de México, el Instituto de Geología comisionó al ingeniero Jorge L. Cumming para que efectuara un recuento de los daños e investigara si el origen del temblor y sus réplicas fueron de índole tectónica o bien, si fueron causadas por el volcán de Colima.

También en Autlán se dejó sentir con gran intensidad el terremoto.

Al poco tiempo, como cabía suponer por la fuerza del sismo, éste llegó a la capital de la Nación. Allí, venturosamente, los daños fueron materiales, saber: tuberías rotas, derrumbes, construcciones agrietadas y automóviles destruidos por los derrumbes y demás, sin ninguna víctima mortal.

Templo de la Merced, en Colima, después del sismo del 18 de junio de 1932. Nótese la cúpula derrumbada.

En Guadalajara, en contraste, la situación fue completamente distinta. Cuatro temblores consecutivos dejaron sentir su energía. El segundo fue tan fuerte que las campanas de los templos comenzaron a tañer, a la par que las construcciones crujían al compás del sismo. En adición, los postes telegráficos y de electricidad se sacudieron dejando incomunicada la ciudad de Colima. Según la crónica de El Universal, se pudo ver cómo cambiaba de color la atmosfera del volcán.

Otra fotografía del templo de la Merced en la capital de Colima y de los estragos que en él causó el temblor del 18 de junio. Imagen del ingeniero Jorge L. Cumming.

Tal como lo consigna una instantánea, los colimenses corrieron por las calles, aterrorizados por el terremoto. Otros, al calor de los naturales ataques de pánico, y como era costumbre, se ponían de hinojos en plena calle y rezaban fervorosa e insistentemente, implorando misericordia a Dios.

Tan sólo dos semanas y un día después, el 18 de junio, a las 4:13 de la mañana, otro terremoto se produjo en el interior de las capitales de ambos estados, Colima y Guadalajara, provocando daños adicionales. Para colofón, el 22 del mismo mes, apenas cuatro días más tarde, un sismo de magnitud 6.9 provocó un tsunami devastador que alcanzó cerca de diez metros de altura, que causó destrozos un tramo de veinticinco kilómetros de costa y costó la vida de, al menos, setenta y cinco personas en Cuyutlán, Colima.

El pueblo colimote, arrodillado en plena calle, implora la piedad divina ante el sismo del 18 de junio de 1932. Foto de la mediateca del INAH.

La zona más afectada por este tsunami fue la comprendida desde Cuyutlán –al oeste de la entidad colimense– hasta las salinas situadas en la costa al sur de Tecomán, Colima. Por la dirección que tomaron los árboles y postes arrasados frente a la playa de Palo Verde y Guazango, según el Centro Nacional de Prevención de Desastres (CONAPRED), que el centro de propagación de las olas estuvo situado a unos diez kilómetros al sur-suroeste de Boca de Pascuales, que es la desembocadura del río de Armería.

Daños en Cuyutlán, Colima, a raíz del tsunami desatado por el temblor del 22 de junio de 1932.

Fuentes consultadas:

CONAPRED (7 de junio de 2019). El sismo de Barra de Navidad de 1932, el más grande que se registró en México en la era instrumental. Gobierno de México. https://www.gob.mx/cenapred/articulos/el-sismo-de-barra-de-navidad-de-1932-el-mas-grande-que-se-registro-en-mexico-en-la-era-instrumental

Cendejas, M. (4 de junio de 2023). Mochilazo en el tiempo. Hace 91 años un sismo de 8.2 sacudió a Colima y Jalisco. El Universal. https://www.eluniversal.com.mx/opinion/mochilazo-en-el-tiempo/hace-91-anos-un-sismo-de-82-sacudio-a-colima-y-jalisco/?outputType=amp

Cumming, J. L. (mayo de 1933). Los terremotos de junio de 1932 en los estados de Colima y Jalisco. Revista de la Universidad de México. 68-104. https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/20996990-012a-4a1c-95cc-caaee592e027/los-terremotos-de-junio-de-1932-en-los-estados-de-colima-y-jalisco

“¡Viva la religión y mueran los protestantes (o el mal gobierno)!”

La primera vez que la Ciénega luchó por el catolicismo con las armas: antecedentes, desarrollo y desenlace del movimiento religionero (1873-1876)

Imagen que ilustra la guerra religionera en la página CR Comunicación, dentro del apartado de «Guerras olvidadas de México».

Diversos historiadores señalan que existe un profundo vínculo entre el levantamiento cristero, que se suscitó en México entre 1926 y 1929, y entre el alzamiento de la Vendée, que tuvo lugar en la región homónima durante la Francia del Terror, entre 1793 y 1796. Ambas guerras se produjeron, en esencia, a raíz de una persecución religiosa sistemática, instaurada tanto social como legal y jurídicamente, en contra del catolicismo. Ambas enfrentaron a las huestes de los gobiernos entonces en vigor contra innumerables fieles católicos, en su mayoría campesinos o gente de pueblo. Ambas, como se puede intuir por los párrafos anteriores, tomaron carices tan graves que su duración, lejos de ser efímera, llegó a sumar tres años de lucha cruenta. Ambas, en suma, fueron movimientos de resistencia católica popular en contra de Estados liberales e, incluso, netamente jacobinos.

Pues bien: después de la guerra vandeana en Francia, pero antes de la Cristiada, durante la segunda mitad del siglo XIX, la nación mexicana fue escenario de otro conflicto bélico de prácticamente tres años –llama la atención la coincidencia de las cifras– originado por cuestiones religiosas y, como en los otros dos, por decretos anticlericales y aun antirreligiosos. Se trata de la llamada guerra religionera –en su momento veremos el porqué del nombre–, cuyos protagonistas y participantes fueron llamados “protocristeros” por Álvaro Ochoa, pionero en los estudios sobre este tema, durante la década de los ochenta de la centuria anterior (Íñiguez Mendoza, 2023, p. 1704).

Aunque afortunadamente ya existe una mayor cantidad de información acerca de este alzamiento, se trata de un evento que, a la fecha, ha sido poco estudiado e investigado. En el presente texto buscaremos abordarlo de forma breve –en tanto sea factible, y reparando en las similitudes y vínculos con la guerra Cristera– pero sustancial y, desde luego, contextualizar los sucesos en el territorio michoacano, máxime el de la Ciénega.

La génesis del alzamiento religionero se remonta, según Íñiguez Mendoza –que ha profundizado en la cuestión en una espléndida tesis doctoral–, al menos hasta la década de 1830, cuando, en un alzamiento que detonó en 1833, en Morelia, se lanzó por primera ocasión un lema que se volvería sumamente distintivo: “Religión y fueros” (2023, p. 1706). Para 1850, y tanto durante la guerra de Reforma y la Intervención Francesa, tales motines se fortalecieron y hallaron un terreno propicio para el estallido definitivo en 1875.

¿Pero a qué se debió esto último? El asunto ha hecho correr ríos de tinta, y un escrito como el que nos ocupa no posee ni la índole ni la extensión para tratarlo, así que procuraremos sintetizarlo para proporcionar una idea general. Ya desde 1833, a través de gestiones dirigidas por Valentín Gómez Farías, se pretendió privar a la Iglesia Católica de su influencia  en la sociedad y, tanto en las leyes como en la práctica, sojuzgarla al férreo control del Estado. Para ello, se trazaron los siguientes objetivos: despojarla de sus bienes y convertir éstos en propiedad gubernamental, secularizar o arrancar de las manos eclesiásticas la instrucción y la labor educativa emprendida desde hacía tres siglos, suprimir las órdenes religiosas y monásticas y, por último, controlar y nacionalizar al clero.

Los liberales y jacobinos, de la mano de la masonería, efectuaron largas y repetidas tentativas de implantar sus proyectos, pero éstas se toparon con la resistencia del pueblo y con numerosas protestas. No obstante, la situación no podía perpetuarse así indefinidamente. Tras el último mandato de Antonio López de Santa Anna, la revolución de Ayutla preparó el camino para la ansiada reforma, dispuesta en tres actos: las leyes preparatorias de una nueva Constitución, la promulgación de dicha Carta Magna el 5 de febrero de 1857 y las leyes posteriores a ella (Gutiérrez Casillas, 1984, p. 297).

La guerra de Reforma puso de manifiesto el odio de la facción dominante, los liberales, al clero católico y al mismo catolicismo. Prueba de ello reside en que, de 1855 a 1867, fueron asesinados trece sacerdotes –y estos sólo de quienes se conserva el nombre o dónde ejercían su ministerio–: Juan N. Ávalos; el párroco de Burras, Guanajuato; Francisco Flores Saucedo, Práxedes García, Francisco García Ortega, Gabino Gutiérrez, Mariano Mejía, fray Juan Narváez, Félix Ojeda, Bernabé Pérez, Manuel Villaseñor; el vicario de Aguascalientes; y el señor cura de Romita, Guanajuato. Dos de estos homicidios fueron perpetrados por dos famosos generales: Ramón Corona y Jesús González Ortega. A lo anterior hay que añadir saqueos y demoliciones de templos, conventos derribados para abrir calles a través de ellos –el del Carmen, en Guadalajara, por ejemplo–, confiscaciones de seminarios y robos dentro de las iglesias

Por fin, al caer el Imperio de Maximiliano y al triunfo de los radicales en 1867, se instauró la llamada República Restaurada. De nada sirvió que, según señala Íñiguez Mendoza, entre ese año y el deceso de Juárez en 1872, “las tensiones entre Iglesia, Estado y población vivieron una especie de interludio” (2023, p. 1708). Al presidente de sangre zapoteca le llovieron críticas de sus compañeros y afines más extremistas.

Al fallecer el oaxaqueño, ascendió al poder Sebastián Lerdo de Tejada. Tanto Michoacán como el resto de México se vieron envueltos en una renovada ola de persecución religiosa, sin precedente alguno. A partir de 1873, se tomaron diversas medidas a este respecto: enésima expulsión de los jesuitas, a título personal, no como congregación religiosa; arresto de numerosos sacerdotes extranjeros y exilio de muchos de ellos, entre otros. Asimismo, la capital de la Nación fue testigo de un inusitado operativo policial: casi cuatrocientas cincuenta religiosas –o exreligiosas según las legislaciones vigentes– de distintas órdenes fueron sacadas a la calle durante la noche del 20 de mayo de aquel año. Apenas unos días antes, el 13, un decreto prohibió toda manifestación religiosa realizada fuera de los templos. Se llegó, inclusive, a vedar el tañido de las campanas de los templos. La indignación de los mexicanos fue apabullante.

Sebastián Lerdo de Tejada, bajo cuyo mandato estalló la guerra de los religioneros.

El clímax llegó cuando las leyes de Reforma se añadieron a la Carta Magna. Tal acción, propugnada por el mismo Lerdo de Tejada en septiembre de 1874, se oficializó el 14 de diciembre posterior. Se trató de la Ley de Adiciones y Reformas a la Constitución de 1857, mejor conocida como “Ley Orgánica”. Finalmente, también en ese mes, se decretó la extinción de la orden de las Hermanas de la Caridad, quienes gozaban de formidable popularidad por sus actividades hospitalarias y educativas. El repudio de la sociedad fue enorme. Incluso un liberal puro como Ciro B. Ceballos, contrario a lo que podría pensarse, admitiría el dolor que tal medida había causado en gran parte de la sociedad

Los fieles católicos, sintiéndose cada vez más agraviados, criticaron las medidas tomadas en la prensa y solicitaron permiso para seguir mostrando su fe públicamente. Todo fue infructuoso. Los ánimos se fueron caldeando cada vez más, al punto de que varios alcaldes de sendos municipios michoacanos requirieron el envío de fuerzas armadas para refrenar a los pobladores.

La legislación que desató, por la oposición de los católicos mexicanos decimonónicos, la guerra que nos ocupa. Imagen tomada de Mexicana, página de la Secretaría de Cultura.

La violencia sólo generó más violencia, como cabía suponer. En noviembre de 1873, en tres poblaciones del Estado de México, Zinacantepec, Temascaltepec y Tejupilco, y el pueblo jalisciense de Ahualulco en marzo de 1874, se produjeron revueltas sangrientas en medio de una confusa mezcla de elementos políticos y religiosos, y una vehemente mezcla de antiprotestantismo y antiliberalismo, cuyos resultados fueron los asesinatos de funcionarios municipales en el primer caso, y de un pastor protestante en el segundo, por multitudes exaltadas.

Para noviembre de 1873, la violencia no pudo contenerse más. El primer alzamiento fue en San Miguel Zinacantepec, en donde el ayuntamiento había sido destituido por negarse a rendir la protesta obligatoria de la Ley Orgánica. Los nuevos funcionarios fueron ultimados al grito de “¡Mueran los protestantes!”, bajo el cargo de maltratar a dos indígenas ebrios. A su vez, los indios irrumpieron en Tejupilco, distrito de Temascaltepec, añadiendo a la proclama citada, al principio, “¡Viva la religión!” En ambos casos se procedió al fusilamiento sumario de incontables indígenas. En las versiones oficiales se culpó a dos sacerdotes de azuzar a los indios en contra de las autoridades y de los vecinos de sectas protestantes, por lo que fueron detenidos y procesados.

De cualquier forma, los acontecimientos descritos no fueron más que el preludio de la guerra religionera propiamente dicha. Los auténticos comienzos de ésta se suscitaron, justamente, en el noroeste michoacano, en Zamora. La noche del 12 de diciembre de 1873, al mismo clamor de “¡Viva la religión y mueran los protestantes!”, algunos revoltosos zamoranos dirigieron improperios contra las autoridades, lanzaron disparos y quisieron forzar las puertas de las casas de aquéllas.

La segunda localidad de Michoacán que se sumó al conflicto fue Sahuayo, donde aquél dio principio, formalmente, el 23 de enero de 1874, cuando Sabás Osio tomó posesión como presidente municipal, Jesús Macías y Tomás Ibarra como regidores y Manuel Zepeda como receptor interino. Aquel grupo había determinado reemplazar al anterior que, a semejanza de los munícipes de otros sitios, se oponía tajantemente a la Ley Orgánica.

El arribo de los sahuayenses enfurecidos fue presto, más que el incendio de un cañaveral seco. Todos gritaban la consigna consabida. Osio trató de utilizar la fuerza en contra de la multitud. La reyerta, como en agosto de 1926, se trabó en serio. Alejo Gálvez quedó agonizante, el pueblo de Sahuayo convertido en una fiera… y los recién electos munícipes, para sorpresa de ninguno, se volvieron invisibles. La oportuna intervención del obispo de Zamora, José Antonio de la Peña, contribuyó a apagar lo que podría haber sido una insurrección masiva.

Parroquia de Santiago Apóstol en Sahuayo. Para finales del siglo XIX, la centuria en la que tuvo lugar el alzamiento religionero, el recinto contaba con una única torre de estilo Minarete, que medía cuarenta y siete metros de altura.

La mayoría de los sahuayses acató la disposición episcopal de mantener la paz, no así, empero, media centena de ellos. El 15 de febrero de 1874, encabezados por Florencio Gálvez, los cincuenta hombres de la futura Capital de la Ciénega se lanzaron a la lucha armada. La jornada posterior, entraron en la hacienda de La Palma y mataron al encargado del orden (González y González, 1979, p. 114). Su grito de guerra, así como el “Dieu et Roi!” de la Vendée y el “¡Viva Cristo Rey!” de la Cristiada, fue en esencia “¡Viva la religión!”, de allí que los alzados –como los de otros lugares de México– fueran conocidos como “religioneros”, así como sus descendientes del siglo XX, comandados por el general Ignacio de Jesús Sánchez Ramírez –entre otros– serían llamados “cristeros”.

El movimiento religionero alcanzó proporciones y fuerza considerables en Sahuayo, así como pasaría también en la Cristera. La derrota de Gálvez en La Calzonuda no ayudó a la extinción del foco rebelde, tal vez porque los vecinos ocultaron a los religioneros sahuayenses, cuyo jefe ganó aún más simpatía gracias a la conducta de Osio, que multó a fray Miguel del Castillo, entonces párroco de Sahuayo, por llevar el Santísimo Sacramento en la vía pública. La denuncia de agitador que se le efectuó ante los poderes estatales no tuvo aplicación, como tampoco la averiguación encomendada al juez de Jiquilpan, porque el fraile huyó de Sahuayo.

Mientras tanto, el contingente religionero creció en el occidente de Michoacán. La gente los llamaba así, o “relingos”. Luis González y González (1979) especifica que el clero, ciertamente, no los empujó a la lucha (p. 115) Las jurisdicciones de Sahuayo y Jiquilpan albergaron nutridos grupos religioneros. Entre los líderes más destacados, originarios de esa región, se encontraron el ya mencionado Florencio Gálvez, Francisco Gutiérrez –alias “El Nopal”–, Félix Vargas, Ignacio Ochoa y el jiquilpense Eulogio Cárdenas –tío abuelo del futuro general y presidente de la República, Lázaro Cárdenas del Río, también originario de la localidad vecina de Sahuayo–. Ya en el contexto del resto del Estado, sonaban los nombres de Socorro Reyes, Abraham Castañeda, Casimiro Alonso, Antonio Resa –o Reza, dependiendo de la fuente– y Juan de Dios Rodríguez. Cabe mencionar que muchos de ellos, y otros más, ya poseían cierta experiencia bélica, adquirida durante la Intervención o durante los combates contra Juárez entre 1870 y 1871. Ahora bien, de acuerdo con González (1979), Gutiérrez tal vez no deba ser considerado relingo (p. 115), ya que tanto él como su hueste de prófugos de la cárcel jiquilpense se dedicó a robar y asesinar, sembrando el terror, al grado de que pereció a manos de Ochoa, comprometido en verdad con la causa religiosa.

En cuanto a motivaciones ideológicas, de acuerdo con Íñiguez Mendoza (2023), en Michoacán era patente la diferenciación de esta sublevación como un desafío popular a la nueva legislación de mayo y septiembre de 1873, a la que ya aludimos, la que exigía una nueva protesta constitucional (p. 1717). Era a estos “protestantes” a quienes se combatía, y no a los creyentes no católicos, como había ocurrido en Ahualulco. Prueba de ello reside en que, cuando Socorro Reyes irrumpió en Quiroga, cerca de Uruapan, con menos de veinte hombres –un total de dieciocho–, clamaba, de modo más matizado y concreto: “¡Viva la religión, mueran los empleados!”, esto es, quienes trabajaban para el Gobierno. Ellos eran, verdaderamente, contra quienes se concentraba la animadversión de la gente, pues se les conceptualizaba como satélites del jaconibismo, abanderados y ejecutores del anticlericalismo y el aborrecimiento que los poderosos profesaban a la Iglesia, a los miembros de su jerarquía y a las prácticas religiosas católicas. Muy pronto, los mueras a los protestantes fueron reemplazados por otros al mal gobierno.

Para marzo de 1875, la guerra religiosa dejaba en varios puntos de Guanajuato, Jalisco y Michoacán, poblaciones en llamas, por allá muertos, ranchos y haciendas paralizadas, mientras que los peones, “por no morir de miseria, van a engrosar las filas de los rebeldes” (Ochoa, 1993, p. 155). En abril del mismo año, el encargado militar de Michoacán y secretario de guerra reprendió vía telegráfica al general Nicolás de Régules –el mismo que daría su apellido a la localidad de Cojumatlán, cercana a Sahuayo–.

Los levantamientos religioneros, al inicio aislados, se fortalecieron y pasaron de ser guerrillas a un movimiento más en forma que mantuvo en continua tensión al gobierno. Entre el ocaso de 1875 y los albores de 1876, la asonada había probado ser lo suficientemente peligrosa para motivar al gobierno de Lerdo de Tejada a enviar uno de los generales republicanos más célebres de la época, Mariano Escobedo, a combatir a los insurrectos. Íñiguez expone que “la estrategia básica de Escobedo fue hacer participar a los habitantes de los lugares asolados por los religioneros en su propia defensa” (2023, p. 1726), así como a colaborar con el régimen. A dichos pobladores no les quedó más remedio que participar en el procedimiento, ya fuera que apoyaran a los religioneros o no. Sin embargo, de acuerdo con González (1979), “la consecuencia fue la humillación del ilustre divisionario, que no puedo hacer nada contra las guerrillas sin plan, sin persistencia, sin orden y sin armas” (p. 116).

Pero aquella coyuntura no podía prolongarse indefinidamente. Durante el transcurso de 1876, los grupos en pie de lucha sufrieron estragos y comenzaron a disolverse, y muchos cabecillas fueron pasados por las armas. Para colofón, las gavillas no conseguían conservar las ciudades o villas que se hallaban en su poder, ni existía entre ellos un proyecto formal de nación o gobierno, con miras de reemplazar a los liberales. Y la jerarquía eclesiástica, a la que se habían lanzado a defender, no los respaldaba, sino que instaba a los fieles a una resistencia pasiva, más de carácter espiritual –otra similitud con la Cristiada del 26 al 29 del siglo XX–, que se transformaría en el modus operandi de los prelados y del clero católico mexicano en general durante el Porfiriato e incluso ya durante la persecución de las décadas de 1910 y 1920. Ni siquiera valió, para lo contrario, el hecho de que en el obispado de José Antonio de la Peña se localizara uno de los epicentros del pronunciamiento.

Eventualmente, los religioneros perdieron el apoyo de la prensa católica, tanto a nivel estatal como nacional. Para finales de 1876, con muchos de sus jefes muertos o prisioneros e incontables desertores, la decadencia de la lucha era ineludible. Pronto habría de extinguirse para abrir paso a la revuelta de Tuxtepec, encabezada por el general Porfirio Díaz Mori. Algunos jefes religioneros, más sagaces u oportunistas, se adhirieron al oficial. A partir de julio de 1876, las adhesiones fueron patentes. Ya para enero de 1877, Eulogio Cárdenas llevó a cabo su entrada triunfal a Cotija, en tanto que Ignacio Ochoa andaba por Zamora haciendo gala del triunfo porfirista. Antonio Reza y Francisco Gutiérrez se incorporaron a las filas de don Porfirio. Incluso la prensa católica, tanto moreliana como nacional, celebró la unión de facciones tan opuestas, con la esperanza de que, al ganar Díaz el poder, aunque mediante un golpe de Estado, permitiría la democracia y –¿por qué no?– una modificación de la actitud del gobierno hacia la Iglesia.

Primer artículo del Plan de Tuxtepec, que significó el fin del movimiento religionero. Hay que notar lo irónico de que muchos que participaron en éste se unieran a Díaz, cuando la ley del 14 de diciembre del 74 había sido motivo de oposición en muchas localidades, incluyendo Sahuayo.

Cuando el plan del oaxaqueño opositor, primero de Juárez y después de Lerdo, triunfó avasalladoramente y le abrió paso a la presidencia, la guerra religionera se apagó por completo. El movimiento ya no tenía razón de ser, puesto que Díaz, a pesar de ser liberal y masón –como la mayor parte de los políticos–, emprendió una ya conocida estrategia de conciliación con la Iglesia que, a la postre y a pesar de la oposición de los liberales más radicales y los jacobinos, se mantendría a lo largo de sus tres décadas de gobierno. La jerarquía eclesial, por su parte, instaría al pueblo a abandonar cualquier postura combativa y a abocarse únicamente al crecimiento de la espiritualidad personal, la recepción de Sacramentos, la participación en asociaciones piadosas y las devociones en el seno de la familia. En dicho ámbito, las aguas volverían a agitarse hasta los tiempos de la Revolución, específicamente tras la caída y asesinato de Francisco I. Madero en febrero de 1913.

Pero esa, como suele decirse, ya es otra historia.

Lic. Helena Judith López Alcaraz.

Bibliografía

González y González, L. (1979). Sahuayo. México: El Colegio de México.

Gutiérrez Casillas, J. (1984). Historia de la Iglesia Católica en México. México: Porrúa.

Íñiguez Mendoza, Ulises. (2023). Los religioneros contra la República Restaurada: “¡Viva la religión y mueran los protestantes!”. Historia mexicana72(4), 1703-1736. Epub. 08 de mayo de 2023.https://doi.org/10.24201/hm.v72i4.4622

Meyer, J. (1973) La Cristiada. Tomo I: La guerra de los cristeros. México: Siglo XXI Editores.

Ochoa Serrano, A. (1993). Tres corridos cristeros del noroeste michoacano. Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad. 153-165. https://colmich.repositorioinstitucional.mx/jspui/bitstream/1016/57/1/OchoaAlvaro1993.pdf

De Tlajomulco de Santo Santiago a Tlajomulco de Zúñiga

LIC. HELENA LÓPEZ ALCARAZ

La historia del revolucionario que borró al Patrón Santiago del nombre de su pueblo natal

José Eugenio Zúñiga Gálvez.

Santo Santiago, el protomártir del Colegio Apostólico, fue parte fundamental de la conquista hispana, no únicamente en el ámbito militar, sino también, y de forma especial, en el espiritual. La devoción al gran protector de las Españas, implantada por los franciscanos, fue fructífera incluso hasta en la toponimia de innumerables lugares, algunos de los cuales perduran hasta nuestros días. Algunos ejemplos de ello son Santiago Zapotitlán (delegación Tláhuac, en la capital del país), Santiago de Anaya (Hidalgo), Santiago Tangamandapio (Michoacán), Santiago Tlatelolco (Ciudad de México), Santiago del Monte (Estado de México) e inclusive la capital de una entidad de la República: Santiago de Querétaro. En total, de acuerdo con datos aportados por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) en 2006, 526 localidades llevan su nombre. Esta cifra se eleva a 756 si adicionamos las poblaciones que, aunque no llevan su nombre, no han dejado de considerarlo su patrono titular. Es decir, cada 25 de julio, más de setecientos poblados mexicanos están de fiesta, celebrando al apóstol.

Hay otras ciudades o pueblos, en contraste, en las que, si bien el Apóstol de la Hispanidad continúa siendo el protagonista de las festividades anuales, han perdido para siempre el nombre de su querido y venerado patrono, que otrora llevaron. Es el caso de Santiago del Saltillo, Santiago de Tonalá y, por supuesto, Santiago Sahuayo –o Tzaguaio–, hoy Saltillo (Coahuila), Tonalá (Jalisco) y Sahuayo de Morelos (Michoacán), respectivamente. Este último, de hecho, tuvo unido a su nombre el apellido del general Porfirio Díaz, desde 1891 hasta 1967.

Con todo, y ya que mencionamos Sahuayo, hubo un revolucionario que, por su participación en la asonada que arrojó del poder al presidente oaxaqueño octagenario, dio también su apellido a otra población. Aunque ésta no pertenece a la Ciénega de Chapala, el susodicho personaje dejó huella en la entonces Villa que hoy es considerada su capital y en su localidad vecina, Jiquilpan de Juárez.

Nos referimos a Eugenio Zúñiga Gálvez, nacido en Tlajomulco de Santo Santiago, Jalisco, el 8 de enero de 1884, en la finca que hoy ocupa la casa con el número 16 de la calle Juárez. Fue hijo de Ángel Zúñiga y Vicenta Gálvez y el segundo de los tres hijos que engendró este matrimonio. Sus abuelos paternos fueron Eugenio Zúñiga y Florencia Noyola; los maternos, Norberto Gálvez y Mucia –Mauricia en una de las actas de bautismo de su hijo Enrique– Rivas. Fue bautizado en la parroquia de San Antonio de Padua, de su villa natal, el 19 de enero de 1884. El Sacramento le fue administrado por el P. Camilo Castellanos, vicario, y le fueron impuestos los nombres de José Eugenio.

Fe de Bautismo de Eugenio Zúñiga.
Acta de nacimiento de Eugenio Zúñiga. Resaltado por la autora.

Para el momento en que Francisco I. Madero comenzó a difundir sus ideas antirreeleccionistas, Zúñiga laboraba como receptor de rentas en su pueblo natal. Allí, siempre luchó contra el caciquismo y contra aquellos que subyugaban y explotaban a las clases humildes. Asimismo, salvaguardaba y aconsejaba a los campesinos.

Eventualmente, Zúñiga renunció a su puesto en la receptoría de rentas y partió hacia Unión de San Antonio, donde se casó con María Trinidad Correa. Allí vivió hasta que partió hacia el estado de Morelos. Allí se sumó al Partido Antirreeleccionista, cuyos principales líderes eran los hermanos Figueroa Mata, oriundos de Huitzuco, Guerrero: Ambrosio, José Rómulo y Francisco. El primero de ellos le dispensó gran amistad y simpatía. Luego combatió bajo sus órdenes. Incluso, gracias a su sorprendente actuación en el campo de batalla, ganó el rango de Coronel.

Posteriormente, a la muerte de Madero, Zúñiga solicitó y obtuvo licencia para separarse de los hermanos Figueroa y volver a Jalisco, su estado natal, para pelear bajo los postulados del Plan de Guadalupe, abanderando la causa de Venustiano Carranza. Así, el 1 de marzo de 1913, junto con su paisano Julián del Real y con Julián Medina, originario de Hostotipaquillo, Jalisco, entró de lleno en la Revolución.

El 8 de mayo de 1913, Zúñiga reunió a un grupo de coterráneos en la plaza de Tlajomulco de Santo Santiago y los exhortó a unirse a la lucha constitucionalista. Sus hermanos Nicolás y Enrique partieron con él. Ya en el meollo de la contienda, las principales actividades de Eugenio fueron nombrar un ayuntamiento y organizar un Estado Mayor, cuyo jefe fue el coronel Zepeda. Numerosos campesinos se unieron a la hueste a lo largo de las incursiones que realizó por Acatlán de Juárez, Zacoalco y otras poblaciones y rancherías. A la par, a semejanza de otros cabecillas, exigía aportaciones monetarias a las personas pudientes, lo que le granjeó gran aversión por parte de éstos. Por aquellos tiempos alcanzó el rango de general.

Entonces Sahuayo, a la sazón de Díaz, entró en escena. El 22 de junio de 1913, Zúñiga irrumpió en Jiquilpan con setecientos hombres. José María Morales Ibarra, otro revolucionario, estuvo a poco de ser convencido por los munícipes sahuayenses de atacar a Zúñiga (González y González, 1998, p. 125), pero la intervención del entonces capitán Lázaro Cárdenas del Río, jiquilpense y seguidor de Zúñiga, evitó la confrontación.

El 23 del mismo mes, Zúñiga entró a Sahuayo. A semejanza de otros dirigentes que se distinguían por su animadversión contra el clero católico, ordenó el arresto de los sacerdotes e hizo que los condujeran ante él. En total fueron aprehendidos once presbíteros, cuyos nombres proporcionan tanto Luis González como José Prado: Pascual Orozco, el señor cura de la Parroquia de Santo Santiago; Enrique Sánchez Navarro, Trinidad Barragán, Melesio Espinosa, Luis Gálvez, Alberto Navarro, José Gutiérrez, los hermanos Enrique y Luis Amezcua, y Federico e Ignacio Sánchez –este último hermano de Macario Sánchez Sánchez, que hacía poco había visto nacer a su sexto hijo, José, el 28 de marzo pasado–. El grupo eclesiástico fue complementado con un joven seglar, José María Gálvez.

Los doce presos, fuertemente atados, fueron llevados a Jiquilpan. Zúñiga demandó cuarenta mil pesos a cambio de su libertad. A fin de persuadir al pueblo sahuayense, el tlajomulquense hizo fusilar a José María Gálvez frente a los once sacerdotes. Uno de ellos estuvo a punto de ser pasado también por las armas. El dinero fue reunido y entregado, y los presbíteros salvados. Doña Felícitas del Río, madre de Lázaro Cárdenas, le recomendó a este último que no procediera igual que su jefe. Los clérigos quedaron libres el 27 de junio, apenas unas horas antes de que Zúñiga partiera rumbo a Guadalajara, por el rumbo de la Ciénega (González y González, 1998, p. 129), hacia Tizapán.

Zúñiga tuvo un lugar destacado en la batalla de Orendain, el 6 de julio de 1914, ya que impidió que el ejército federal de Victoriano Huerta huyera hacia Colima y Manzanillo. Además, interrumpió las comunicaciones con la ciudad de México y se unió al general Lucio Blanco para cortar la retirada del general José María Mier. El 8 de julio de 1914, cuando las tropas constitucionalistas de Álvaro Obregón ocuparon Guadalajara, Zúñiga peleó en la Hacienda del Castillo, en El Salto, donde fue hallado el cuerpo sin vida de Mier.

Tras estos triunfos, Zúñiga y su destacamento se encuartelaron en Santa Cruz del Valle, desde el 9 al 27 de julio, cuando se marcharon junto a la columna de Lucio Blanco rumbo a la Ciudad de México, con la triunfante milicia obregonista.

La muerte del general Zúñiga tampoco ha sido aclarada completamente. La historia más célebre al respecto, de acuerdo con el libro Tlajomulco: Voces, visiones y perspectivas (2023), es la que sigue. De regreso a Jalisco, el gobernador y comandante militar Manuel Macario Diéguez empezó a ver con desconfianza la notoriedad –cada vez mayor– de Zúñiga, y a temer que fuera propuesto para el cargo de gobernador del estado. En adición, sospechaba de los constantes viajes que Zúñiga realizaba a Guadalajara desde Tlajomulco para visitar a su familia.

En consecuencia, tal como procedían los caudillos en la época, Diéguez determinó cortar por lo sano. Lo mandó apresar junto a su hermano el coronel Nicolás Zúñiga, y fueron confinados en la Penitenciaría de Escobedo bajo la excusa de haberse pasado al bando villista. Trasladados al cuartel Guerrero, situado en el ex Convento del Carmen, fueron fusilados la madrugada del 11 de diciembre de 1914. El libro Tlajomulco: Voces, visiones y perspectivas habla del día 12 del mismo mes, pero de 1915, pero la partida del Registro Civil proporciona los datos que expusimos.

Luis González y González, aunque no especifica la fecha, señala que Zúñiga murió “deshecho a bayonetazos por la escolta del general Diéguez” (1998, p. 129), lo cual está en consonancia con lo descrito en el libro Historia de la Revolución Mexicana, 1934-1940: los artífices del cardenismo: volumen 14 (p. 209), del mismo autor, y en el primer tomo de Lázaro Cárdenas, Modelo y Legado:

«el general Zúñiga, revolucionario radical, amigo del constitucionalismo –al cual Cárdenas no parece haber podido ver en Jiquilpan– fue sacrificado en unión de su hermano el coronel Nicolás Zúñiga, en el cuartel de El Carmen de Guadalajara, por órdenes del general Manuel M. Diéguez, jefe de la Zona de Jalisco. En esos días se dijo que el general Zúñiga, jalisciense, obtendría del Primer Jefe, señor Carranza, órdenes para relevar a Diéguez. Zúñiga y Diéguez tuvieron un altercado y se dice que Zúñiga dio un puñetazo en la cara a Diéguez y que por esto, pretextando que Zúñiga pretendía rebelarse contra Carranza, los mandó ejecutar; ejecución que se verificó a puñaladas de marrazo en el interior del cuartel de El Carmen. Zúñiga ―añade Cárdenas― fue amigo del constitucionalismo y no partidario de Villa. Las pasiones políticas de aquellos días lo llevaron al sacrificio».

La versión del H. Ayuntamiento de Tlajomulco, en un documento en que se presenta la iniciativa de erigir una estatua ecuestre del general, dice que fue decapitado el 1 de enero de 1915.

Leamos el documento, que hemos transcrito, que da fe de su deceso. Cabe mencionar que, además de un acta de defunción, es el permiso de Manuel M. Diéguez, ratificado frente a don Ángel Zúñiga, para que su hijo fuera sepultado en el cementerio de Mezquitán –que era, por entonces, el que estaba en funciones en Guadalajara–:

«Al margen izquierdo, centrado: 5398 / Cinco mil trescientos / noventa y ocho / Eugenio Zúñiga / 1172 / 31a edo. Herida / 2

Dentro: En Guadalajara, a 31 treinta y uno de di- ciembre de 1914 mil novecientos catorce, a las 4 ¾ cuatro y / tres cuartos de la tarde, el Juez que suscribe, recibió una co- / municación que en lo conducente dice: “El C. Gobernador / y Comandante Militar del Estado, tuvo a bien conceder / al C. Teniente Coronel Enrique Zúñiga, permiso para exhu- / mar del cuartel “Guerrero” los cadaveres de los señores Gene- / ral Eugenio Zuñiga……. y reinhumarlo en el Cementerio / Municipal de esta Capital.=Presente el señor Angel / Zúñiga, casado, agricultor, originario y vecino de Tlajomul- / [página siguiente] co, y accidentalmente en esta ciudad, y dijo: que el General / antes referido, era casado con María Trinidad Correa, de 31 / años, del mismo origen del declarante, su hijo / y de Vicenta Galvez y se reinhumará en el Cementerio Mu- / nicipal, según orden arriba suscrita y que se archiva bajo el nú- / mero de esta acta; cuyo fallecimiento acaeció el 11 once del / actual a las 12 ½ doce y media de la madrugada. […

El acta siguiente corresponde a la muerte de Nicolás, hermano de Eugenio.

Fragmento del acta de defunción de Eugenio Zúñiga. El Comandante Militar del Estado no es otro que Manuel M. Diéguez.

Menos de cuarenta años después, los paisanos de Zúñiga decidieron rememorarlo con un cambio toponímico. Así, por el decreto 4561, fechado el 27 de julio de 1939, Tlajomulco de Santo Santiago dejó de llamarse así para ser, hasta la actualidad, “Tlajomulco de Zúñiga”, en su honor. Actualmente sus restos yacen en el antiguo panteón de la cabecera municipal.

Copia de la iniciativa para colocar una estatua ecuestre de Zúñiga en su natal Tlajomulco.

Fuentes consultadas:

Campos Moreno, A. (2006). Algunas historias que en México se cuentan sobre el apóstol Santiago. Revista de Literaturas Populares. 6(1). http://www.rlp.culturaspopulares.org/textos/11/01-Campos.pdf

González y González, L. (1998). Sahuayo. México: El Colegio de México.

González y González, L. (1979). Historia de la Revolución Mexicana, 1934-1940: los artífices del cardenismo: volumen 14. México: El Colegio de México.

H. Ayuntamiento de Tlajomulco de Zúñiga (19 de octubre de 2017). Sin título. https://tlajomulco.gob.mx/sites/default/files/transparencia/iniciativasydictamenes2015-2018/IV.B)-19-DE-OCTUBRE-DEL-2017.pdf

Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México (2020). Lázaro Cárdenas: Modelo y Legado. México: Secretaría de Cultura. Instituto Nacional de Estudios Históricos. https://inehrm.gob.mx/recursos/Libros/Lazaro_CardenasMLT1.pdf

Padilla Pérez, Jimeno Uribe, Orozco Gallardo & et. al. (2023). Tlajomulco: Voces, visiones y perspectivas. Editores: Enrique Gómez Lomelí, Catherine Fernández Hernández, Cindy Viridiana Oyarzabal Orozco. https://tlajomulco.gob.mx/TlajoVocesVisiones/assets/libro_2023_v2.pdf

Estatua del general Zúñiga en Tlajomulco. Fotografía tomada en 2016; créditos a su respectivo autor.

Sahuayo: Ciudad de fe, piedad y tradición. Breve sumario histórico

Lic. Helena Judith López Alcaraz.

Fotografía antigua de la imagen ecuestre del Patrón Santiago.

La religión católica ha estado estrechamente ligada a la historia y a la identidad de Sahuayo desde 1530, cuando llegaron los conquistadores españoles comandados por Nuño Beltrán de Guzmán. De acuerdo con la tradición, el Apóstol Santiago intervino milagrosamente en favor de las tropas hispanas, permitiendo la conquista militar y espiritual de los lugareños. Algunos franciscanos, entre quienes destacó Fray Juan de Badía, implantaron la devoción al Santo, a quien los sahuayenses han honrado con gran fervor y cariño desde aquel tiempo, y hasta nuestros días.

Tlahualiles en el principal día de la fiesta al Patrón Santiago, año de 1922.

La existencia de esta ciudad no puede entenderse sin su patrono. En 1631, la pequeña población recibió temporalmente el nombre de Santiago Tzaguaio. Luego, a principios del siglo XVIII, se erigió la primera Parroquia, la cual fue dedicada a él desde el principio.

A partir de aquel momento, la fiesta del 25 de julio se volvió fundamental en la vida local. Año con año, a lo largo de dos novenarios, la imagen ecuestre del primer Apóstol mártir recorre las calles acompañada por una ferviente multitud y por los famosos tlahualiles, coloridos danzantes que representan, justamente, a los guerreros indígenas vencidos y convertidos y a los moros derrotados por los españoles durante la Reconquista.

Parroquia de Santo Santiago Apóstol y plaza principal de Sahuayo. Archivo Guerrero.
Fiestas decembrinas en honor de la Virgen de Guadalupe. Pintura del maestro Leonardo Castañeda.

Pero no sólo esta tradición demuestra el acendrado catolicismo del pueblo de Sahuayo. Y esto ya es decir, pues muchas de sus tradiciones poseen un profundo vínculo con la religión que llegó allende los mares. Basta mencionar la fiesta de las guares y los guaches en honor al Santo Cristo Milagroso, en septiembre; las festividades a Cristo Rey, en noviembre, en consonancia con el calendario litúrgico actual; y el docenario a la Santísima Virgen de Guadalupe, en diciembre, durante el cual todos los gremios de la ciudad, organizados por días, peregrinan al Santuario.

El fervor de los sahuayenses no se ha limitado a hermosas manifestaciones culturales, sino, lo que es más importante aún, los ha movido a un actuar consecuente con sus creencias, tanto en la vida diaria como en el acontecer histórico nacional. La prueba más grande de ello reside en la intervención y participación decisivas del pueblo en la Guerra Cristera.
El 4 de agosto de 1926, cuando las tropas federales fueron a clausurar los templos, los recintos fueron defendidos con gran valentía por los pobladores, si bien no se pudo impedir su cierre y profanación. La reyerta que se suscitó dejó su correspondiente saldo de muertos y heridos. Al día siguiente, el ex presidente municipal José Sánchez Ramírez fue fusilado por no querer hacerse cargo de la iglesia principal –algunas versiones refieren que fue asesinado en el interior mismo de la Parroquia–. Varias personas más corrieron la misma suerte fatal. Por fin, unas jornadas más tarde, el 15 de agosto, a raíz de dichos eventos, Ignacio de Jesús Sánchez Ramírez –hermano del antiguo alcalde ejecutado– se levantó en armas a la cabeza de muchos sahuayenses, formando así el primer grupo cristero de la región y uno de los primeros a nivel nacional.

Cristeros al mando del general cristero sahuayense José Sánchez Ramírez. Tomada de la página de Facebook Ruta Cristera Sahuayo y mejorada por Helena Judith López Alcaraz.

El 4 de agosto de 1926, cuando las tropas federales fueron a clausurar los templos, los recintos fueron defendidos con gran valentía por los pobladores, si bien no se pudo impedir su cierre y profanación. La reyerta que se suscitó dejó su correspondiente saldo de muertos y heridos. Al día siguiente, el ex presidente municipal José Sánchez Ramírez fue fusilado por no querer hacerse cargo de la iglesia principal –algunas versiones refieren que fue asesinado en el interior de la Parroquia, en la sacristía–. Varias personas más corrieron la misma suerte fatal. Por fin, unas jornadas más tarde, el 15 de agosto, a raíz de dichos eventos, Ignacio Sánchez Ramírez –hermano del antiguo alcalde ejecutado– se levantó en armas a la cabeza de muchos sahuayenses, formando así el primer grupo cristero de la región y uno de los primeros a nivel nacional.

El movimiento de resistencia tuvo el respaldo general de los habitantes de Sahuayo. Todos –hecha la excepción, según Luis González y González, de algunos acaudalados–, sin excepción de edad o condición, apoyaban a los cristeros. Además, seguían practicando la fe a pesar de la hostilidad del régimen. Esto, como era de esperarse, los convirtió en objeto de cruel represión por parte de las autoridades encabezadas por el alcalde Francisco García y el diputado Rafael Picazo Sánchez. A menudo había ahorcamientos, tanto de cristeros como de civiles, en los camichines y mezquites de la Calzada Amezcua –hoy de los Mártires– y en unos cedros de la plaza principal. Era una táctica común del gobierno y los militares en la época: ajusticiar a la vista de todos, como escarmiento.

El martirio era una realidad cotidiana en aquellos días. Innumerables personas dieron su vida por defender a Cristo, a la religión y a la Iglesia durante aquellos tiempos aciagos. Todos sucumbían vitoreando a Cristo Rey y a la Virgen de Guadalupe. En el caso de Sahuayo, algunos de los caídos fueron: los veintisiete cristeros ejecutados el 21 de marzo de 1927 en el atrio de la Parroquia de Santiago; el adolescente José Sánchez del Río, ya canonizado, martirizado el 10 de febrero de 1928 en el panteón municipal –situado en el sitio que ahora ocupa el Instituto Marista Sahuayense–; Francisco Ruiz Sánchez y compañeros, ahorcados en la Calzada el Jueves Santo de 1928; y el joven Manuel Sánchez González, fusilado el 5 de junio de 1929.

José Sánchez del Río, ahora Santo.

Treinta años después de la Guerra, en 1959, los sahuayenses construyeron un hermoso monumento a Cristo Rey, con el propósito de honrarlo y rendirle vasallaje, y a la vez, recordar a todos los habitantes que habían sufrido la muerte por la fe durante la Cristiada. La estatua, de cuatro metros de alto, fue hecha por el escultor
Adolfo Cisneros, y hasta la fecha preside la ciudad desde la cima del cerro de Santiaguillo.

Edificación del monumento a Cristo Rey. Fotografía tomada de la página de Facebook Sahuayo hoy y siempre.

Es indudable que la idiosincrasia e identidad católicas de Sahuayo son resultado, en gran medida, del heroico sacrificio de sus antepasados. Ya lo dijo Tertuliano, con gran acierto: la sangre de los mártires es semilla de cristianos.

Copyright © Lic. Helena Judith López Alcaraz.

Todos los derechos reservados de autor.

Fotomontaje relativo a la masacre de los veintisiete cristeros en el atrio de la Parroquia, que muestra la fachada de ésta, a las víctimas y a Jacobita Zepeda del Toro, anciana que gozaba de fama de santidad entre los sahuayenses. Edición por el Ing. Santiago Manzo Gómez.

Fuentes:

González y González, L. (2002). Sahuayo. México: Clío-Colegio Nacional.

Laureán Cervantes, L. (2016). El niño testigo de Cristo Rey. España: Buena Tinta.

Meyer, J. (1994). La Cristiada. Tomo III: Los Cristeros. México: Siglo XXI Editores.

El presente texto –con pequeñas modificaciones, que han buscado enriquecerlo– fungió como guión para un documental elaborado en 2020 para la asignatura de Medios audiovisuales de la Licenciatura en Historia de la Universidad de Guadalajara. Dicho material puede verse en el siguiente enlace: https://youtu.be/heDxFRqOGL4?si=-i79GXlj0AKEhpH-

Monumento a Cristo Rey en Sahuayo. Pintura del maestro Leonardo Castañeda.