250 presbíteros para los jaliscienses

Reducción del número de sacerdotes en Jalisco en 1926

Lic. Helena Judith López Alcaraz, cronista honoraria adjunta de Sahuayo

El 16 de marzo de 1926, apenas unos meses antes de la suspensión de cultos nacional y del estallido de la Guerra Cristera, fue dado en el Congreso de Jalisco el decreto 2801. El 18 de marzo siguiente, cuando faltaban justo doce años para la expropiación petrolera decretada por el jiquilpense Lázaro Cárdenas del Río, el estatuto fue publicado oficialmente desde el Palacio de Gobierno y dado a conocer a todos los tapatíos.

Palacio de Gobierno del Estado de Jalisco, en Guadalajara, sitio desde el cual fue emitido oficialmente el decreto 2801, el 18 de marzo de 1926. Edición y mejora de imagen por parte de la autora.

Pero ¿qué era lo que mandaba?

En resumidas cuentas, el susodicho decreto prescribía que un total de 250 sacerdotes, ni uno más, ni uno menos, podrían ejercer legalmente su ministerio en toda la entidad. El permiso implicaba, en adición, registrarse para tal efecto. En aquel momento la entidad era regida por el gobernador José Guadalupe Zuno Hernández –que había ocupado el puesto desde febrero de 1924–, el mismo que, en un arranque de “creatividad” política había decidido “refundar” la Universidad de Guadalajara en 1925.

Lic. José Guadalupe Zuno Hernández (1891-1980), originario de La Barca, gobernador de Jalisco en los tiempos en que la persecución religiosa en Jalisco (como en el resto del país) alcanzó uno de sus puntos más candentes, poco antes de que empezara la Cristiada. Edición y mejora de fotografía por parte de la autora.

No era sino retomar lo que ya se había hecho en 1918, cuando el gobierno encabezado por Manuel Bouquet Jr. había ordenado, en un estatuto análogo, primero denominado “1913” y luego corregido y aumentado con el número “1927”, que sólo podría haber un ministro por cada templo abierto al culto mas, al mismo tiempo, uno solo por cada cinco mil habitantes o fracción.

En Michoacán, por mencionar otro ejemplo, se había procedido a la arbitraria disposición casi dos semanas antes. En el caso de esta entidad, la medida se tomó el 5 de marzo anterior. Y, en honor a la verdad, la legislación del Estado que lleva el apellido del liberal don Melchor no había sido tan generosa como en el que, a la sazón, era conocido con el mote de “el gallinero de la República”: en tierras michoacanas, se había dictaminado una división de los municipios en cinco categorías y de éstas dependería la cifra permitida. Zamora y Jiquilpan, entre otros, entraron en la segunda, con lo que se autorizaba a cuatro sacerdotes en cada municipalidad; Cotija y Sahuayo, en cambio, quedaron en la tercera, con sólo tres sacerdotes cada uno. Guarachita, por último, sólo podía tener dos. Tal fue el decreto del Congreso.

Asimismo, el 8 de marzo, y en consonancia con lo que sucedía a lo ancho y largo del país, el gobierno de Michoacán clausuró el Seminario Conciliar de Zamora. Entre los estudiantes levíticos que tuvieron que abandonar el plantel se hallaban veinte jóvenes oriundos de la tenencia de Ornelas (hoy Marcos Castellanos), perteneciente al Distrito de Jiquilpan, quienes, al volver a sus hogares, fundaron el ala local de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana, la famosa ACJM.

Pero retornemos a Jalisco. La disposición gubernamental que fijó la cifra máxima de presbíteros en Jalisco en un cuarto de millar fue acompañada por más medidas anticlericales y antirreligiosas. La expulsión de eclesiásticos extranjeros, cumplimiento de la regla constitucional de que sólo los mexicanos por nacimiento tenían permitido ejercer el ministerio de algún culto, fue sólo la primera.

Unos meses más tarde, en agosto, el gobernador sustituto Silvano Barba González “tuvo a bien expedir” el reglamento correspondiente al decreto 2801, que empezaba así:

“Artículo 1°—Cada uno de los encargados de un templo, a qué se refiere el artículo 130 de la Constitución Federal, remitirá al Ejecutivo del Estado por conducto del Presidente Municipal del lugar, los datos necesarios para la formación del registro a que se refiere el artículo 6° de este Reglamento. Si dentro de un mes a contar de la fecha de este mismo Reglamento, no cumplieren con la anterior prevención, serán castigados conforme a la Ley”.

Siguiendo el ejemplo del Congreso de Michoacán, Jalisco también habría de “distribuir” la cantidad de sacerdotes dependiendo de su magnitud demográfica y geográfica, como lo especificó el artículo 2° del Reglamento:

“En Guadalajara podrán ejercer hasta 65. En C. Guzmán hasta 10. En Tepatitlán y Lagos de Moreno 5. En S. Juan de los Lagos hasta 4. En Ameca, Sayula, Ocotlán, Ahualulco, Talpa de Allende, la Barca, Autlán, Mascota, Chapala, Teocaltiche, Atotonilco y Encarnación, hasta 3. En Zapopan, Tlaquepaque, San Gabriel, Mazamitla, Zacoalco de Torres, Tocuitatlán, Concepción de Buenos Aires, Cocula, Unión de Tula,  Jalostotitlán, Arandas, Atoyac, Etzatlán, Atemajac de Brizuela, Yahualica, Tizapán el Alto, Tamazula de Gordiano,  Tecalitlán, Tapalpa, San Miguel el Alto, Amatitlán y Magdalena, hasta 2. El resto de los Municipios, 1.”

Pero todo eso con muchas condiciones, explicadas en los siguientes ocho artículos, entre ellas que los encargados de los templos tendrían que avisar al Ejecutivo cualquier cambio en los ministros (muerte, enfermedad, cambio de residencia, etc.), un escrupuloso registro con nombre, edad, estado civil, oficio o profesión, denominación del culto, templo donde se ejercía el ministerio, domicilio, lugar de nacimiento y fecha (si se obtenía el permiso) en que se permitiera el inicio de dicho ejercicio; consignación judicial en caso de incumplimiento, si la venia no se concedía; plazo máximo de quince días para ejercer en un municipio o templo ajeno, aviso al Ejecutivo en caso de querer ejercer el ministerio en otro lugar… Entre otras.

Lic. Silvano Barba González (1895-1967), quien reglamentó el decreto 2801 concerniente a la cantidad máxima de sacerdotes que, en 1926, podían ejercer su ministerio en Jalisco. Retrato de Rubén Mora Gálvez (1895-1977), artista originario de Sahuayo, Michoacán, pintor oficial de los rectores de la Universidad de Guadalajara y de los gobernadores del Estado de Jalisco.

Hasta parecía que tales normativas eran en extremo entretenidas para sus creadores, de tan rebuscadas. En verdad había que tener tiempo e inquina de sobra para proceder así, y más tomando en cuenta que más del 99% de los mexicanos profesaban el catolicismo y que, por ende, prácticamente todos los ministros de culto eran de esta religión.

Para el momento en que el decreto 2801 fue reglamentado, el culto público ya había sido suspendido en todo el país como resultado de la Carta Pastoral Colectiva del Episcopado Mexicano fechada el 25 de julio de 1926. En consecuencia, los fieles recurrieron al culto privado, a hurtadillas, siempre bajo el peligro de ser descubiertos por los sagaces elementos de la policía secreta o –llegó a suceder– de ser delatados en cualquier instante.

Calle 16 de septiembre, con el templo de San Francisco de Asís al fondo, en julio de 1926, cuando el conflicto religioso alcanzó su punto más álgido, previo a la suspensión de cultos. Imagen de México en fotos. Edición e imagen por parte de la autora.

Los católicos jaliscienses creyeron, erróneamente, que podrían repetir la experiencia de 1918, cuando gracias a un eficiente y enérgico boicot económico –ideado por el entonces estudiante de leyes Anacleto González Flores, hoy reconocido como Beato por la Iglesia– lograron que los decretos “1913” y “1927” fueran derogados. En esta ocasión, el gobierno dejó más que claro que no tenía intención alguna de dar su brazo a torcer. Al cabo de poco tiempo, como ya es sabido, no sólo vino el encarcelamiento de los sacerdotes que siguieron ejerciendo su ministerio clandestinamente y de los seglares que los ayudaban y amparaban, sino la tortura y el asesinato de muchos de ellos. La Guerra Cristera, en ciernes desde hacía unos meses, estalló.

En cuanto a Zuno, su permanencia en la gubernatura no se prolongó mucho después de la emisión del decreto el 18 de marzo. Su relación con el presidente Plutarco Elías Calles, otrora óptima, se volvió sumamente precaria debido a que el político de La Barca era un fuerte representante del obregonismo a nivel regional. Eso sin mencionar, de acuerdo con Tamayo (2016), que «su política radical en materia agraria y sindical lo habían acercado tanto a los líderes del Partido Nacional Agrarista, encabezado por Antonio Díaz Soto y Gama, como a los sindicalistas comunistas», lo cual lo alejó a pasos agigantados del pensamiento y las acciones de una de las agrupaciones proletarias más allegadas al mandatario sonorense: la Confederación Regional Obrera Mexicana, mejor conocida como la CROM.

El 23 de marzo, apenas cinco jornadas más tarde, la Cámara de Diputados se erigió en Gran Jurado con el objetivo de determinar si el Senado enjuiciaba o no al Ejecutivo de Jalisco. A la postre, la mayoría estuvo de acuerdo con que el personaje debía ser consignado ante la Cámara Alta. Pero Zuno no esperó a que el juicio iniciara: sin demora, con más celeridad que la de un rayo que surca un cielo tormentoso, renunció a su cargo. ¡Qué poco le había durado el gusto!

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Fuentes:

González Morfín, J., & Soberanes Fernández, J. L. (2017). El control de los ministros de culto religioso por la autoridad civil en la Constitución de 1917. Revista Mexicana De Historia Del Derecho1(33), 141–171. https://doi.org/10.22201/iij.24487880e.2016.33.11107

La Suprema Corte y la cuestión religiosa 1917-1928. Leyes de los Estados: Jalisco 1926. En: Sistema Bibliotecario de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

Tamayo, J. (2016). «José Guadalupe Zuno». Revista Relatos e Historias en México, número 97.

Vencido por la influenza española (II)

La muerte del bandolero José Inés Chávez García (Segunda y última parte)

Lic. Helena Judith López Alcaraz, cronista honoraria adjunta de Sahuayo

A la derecha, con su sombrero ancho y carrilleras cruzadas al pecho, José Inés Chávez García. Fotografía de Degollado a través del tiempo, editada y mejorada por la autora.

Es una verdad universal que cuando ya se sienten «pasos en la azotea», como dice la expresión popular, las cosas se ven de forma muy distinta. Entonces desaparecen, cual volutas de humo, los honores, el poder, la fuerza, y son reemplazadas por el natural temor a la muerte y a lo que pasa después de ella. Y para Inés Chávez no fue la excepción. En la anterior entrada dejamos al facineroso de Godino en los momentos en que fue visitado por el Dr. José María Barragán y éste, aunque amenazado por los subalternos del moribundo, dio su dictamen: el «Atila del Bajío» estaba desahuciado, y no le faltaba mucho para exhalar el último suspiro.

De acuerdo con lo narrado por el P. Esquivel, en medio de la ominosa atmósfera que indicaba a todas luces que la muerte pronto se apersonaría para cortar la vida del temido general con su implacable guadaña, alguien consiguió aproximarse al bandido agonizante y sudoroso, que respiraba afanosamente, y decirle:

—Mi general, yo lo veo bastante mal. ¿Por qué no manda llamar a un sacerdote?

Tomando en cuenta el cruento historial de Chávez, no era la mejor idea del mundo. En Churintzio, por ejemplo, hizo apresar al presbítero local, y hasta hizo que le ataran las manos a la espalda y le pusieran una soga al cuello con el objetivo de amedrentar a las mujeres que frecuentaban la iglesia y poder demandar dinero a cambio de no matarlo.

Detalle de una fotografía de Inés Chávez (al centro) con sus lugartenientes. Edición y mejora de imagen por la autora.

El mismo José Inés era sabedor de la larga lista de atrocidades que pesaban sobre su conciencia, porque repuso:

—Yo no creo que alcance perdón, dicen que soy un diablo.

«Por sus frutos los conoceréis», sentenció Jesucristo, tal como lo plasma el Evangelio según San Mateo. También dijo que «Un árbol bueno no dar llevar frutos malos, ni un árbol malo frutos buenos». Hasta el mismo Inés Chávez lo sabía. Más que un «Cada quien como se sienta», bien podría habérsele aplicado la lapidaria frase «Mentira no es».

El hombre que le sugirió llamar a un sacerdote, quien residía en la Aduana Vieja con los señores que alguna vez fueron propietarios de la Hacienda de San Antonio Carupo, se limitó a expresar:

—Recuerde, mi general, que la misericordia de Dios es infinita.

Numerosos autores píos, incluyendo Santos, han explicado que lo es, si hay arrepentimiento y contrición.

Inés Chávez, de momento, pidió un vaso con agua. Bebió algunos sorbos, y todavía con el traste en la mano, solicitó:

—Díganle al señor cura que venga.

El susodicho sacerdote era el P. Francisco Luna Pérez, un varón virtuoso y en extremo caritativo, que no contento con haber dotado de templo y torre a sus fieles y auxiliarlos espiritualmente siempre que lo requerían, los socorría en todas sus necesidades materiales, al grado de comprarles cobijas para que no pasaran frío y de entregar a los más desposeídos, íntegras, las cosechas que obtenía de los terrenos que alguna vez habían pertenecido a su madre.

Cuando le explicaron la situación, el P. Luna no vaciló en acudir y recorrer los aproximadamente ochenta metros que separaban la puerta del curato del lugar en el que yacía Inés Chávez en su camilla. Antes de acercarse quiso ratificar si el enfermo deseaba confesarse, a lo que éste contestó de manera afirmativa.

Al verlo in articulo mortis, el P. Luna mandó a su acompañante, el señor Mario Cerda, que fuera al curato y llamara a los vicarios, a fin de que le llevaran el Sagrado Viático y los Santos Óleos para darle la Extremaunción. Mientras cumplían el encargo, el sacerdote mandó a quienes se hallaban cerca que se apartaran. Los testigos, incluso de lejos, pudieron ver que Inés Chávez se confesó y recibió la absolución.

Casi en seguida arribaron los vicarios, Raúl Manzo González y Enrique Pineda. El primero le administró el Viático y el segundo lo ungió. Acabado todo esto, los tres eclesiásticos se retiraron, y entró el doctor Barragán, quien dictaminó que cambiaran de sitio a Chávez, metiéndolo al cuarto de la presidencia. Allí, entre la puerta y la primera ventana hacia el sur, nuestro personaje expiró.

Eran las 5:30 de la tarde. Ni la misma tropa, o el «estado mayor», se dieron cuenta. Sólo lo supieron, en ese instante, las tres personas que se encontraban presentes: el médico que lo atendió, el alcalde Vicente Guillén y su secretario, Lorenzo Salazar.

Así fue como acabó sus días «el Atila del Michoacán», a quien Luis González y González no dudó en describir como sigue:

“Nunca creció […] Fue bajito y malvado. Lo adornaban muchas virtudes animales y algunos vicios humanos” (1968, p. 162).

Tenía apenas veintinueve años de edad. Lo sepultaron en un terreno que era propiedad de Pedro Ortiz, al oriente de Purépero, en un paraje llamado El Baluarte, dentro del Cerro de la Alberca.

Al mes siguiente de su muerte, la dispersión de la gavilla chavista era prácticamente total. Algunos de sus seguidores se dispersaron, y otros prefirieron aceptar la amnistía que les ofrecía el Gobernador del Estado, Pascual Ortiz Rubio.

El 14 de noviembre de 1918, diversos diarios del país, máxime los del Occidente, dieron fe del fallecimiento de nuestro personaje en diversos términos:

Primera plana de El Pueblo, fechada el 14 de noviembre de 1918, donde se comunicó oficialmente la muerte de Inés Chávez. Edición por la autora.

«CHÁVEZ GARCÍA MURIÓ A CAUSA DE LA EPIDEMIA, EN MICHOACÁN. […] Una de las más abominables plagas que han venido azotando al país en el Estado de Michoacán: el feroz vándalo José Inés Chávez García, terror de los pueblos débiles y de las rancherías abandonas y solitarias, acaba de morir. […] el «General en Jefe» del más salvaje núcleo rebelde del país se despidió para siempre de este mundo con fecha 11 de los corrientes, en la población de Purépero, Estado de Michoacán» (El Pueblo).

Telegramas en los que se dio aviso al Despacho de Guerra y Marina y al presidente Carranza sobre el deceso de Inés Chávez. Periódico El Pueblo. Edición por la autora.

«JOSE I. CHAVEZ GARCIA FUE AJUSTICIADO POR LA INFLUENZA. * * * […] La epidemia de «influenza española», que se ha desarrollado en Michoacán en forma realmente alarmante, se ha encargado de castigar a los rebeldes que encabeza José Inés Chávez García, y según telegramas que el señor general de división Manuel M. Diéguez, jefe de las operaciones en el Centro y Noreste del país, envió a la Secretaría de Guerra y Marina, y que están fechados en Uruapam, el mismo José Inés el temible cabecilla que tanto daño causó a la región michoacana, y tantas lágrimas y su derramar a los tranquilos y laboriosos habitantes de aquella comarca, acaba de morir, víctima de la enfermedad reinante» (Excélsior).

Nota del diario capitalino Excélsior acerca del fallecimiento del temible bandido de Godino. En este caso, la influenza es descrita como brazo justiciero. Edición por la autora.

«SE HA CONFIRMADO PLENAMENTE LA MUERTE DEL CABECILLA JOSE INES GARCIA CHAVEZ. Oficialmente se dió a conocer la noticia. Algunos particulares recibieron ayer mensajes procedentes de diversas poblaciones del Estado de Michoacán, en que se daba la noticia de la muerte del famoso cabecilla José Inés García Chávez, ocurrida en Purépero, a causa de la influenza española» (El Informador).

Breve nota en El Informador, con telegrama de Jesús Ferreira incluido, que comunica la muerte de Inés Chávez. Edición por la autora.

«MURIO DE INFLUENZA J. I. CHAVEZ GARCIA. Anoche, a las siete, se nos informó por teléfono, de las oficinas de la Secretaría de Guerra, que en ese departamento de Estado se acababa de recibir un telegrama firmado por el señor general Diéguez, en el que daba cuenta de que tenía informes referentes a que el bandolero José Inés Chávez García murió el día once de los corrientes, en la población de Puréparo [sic], Michoacán, víctima de la «influenza española»» (El Demócrata).

Algunos en primera plana, otros en la segunda página, algunos más se limitaron a hablar del tema en alguna pequeña nota. Pero se trataba de una noticia que no podía ser omitida.

A su vez, distintas personalidades militares abordaron la cuestión. Citamos a Manuel Macario Diéguez y los documentos telegráficos referidos:

General Manuel M. Diéguez, designado por el Varón de Cuatro Ciénegas para sofocar la campaña de Inés Chávez en Michoacán en 1918, y quien notificó el fallecimiento de aquél, por telegrama, desde Uruapan. Imagen editada y mejorada por la autora.

«Uruápam, 13 de noviembre de 1918. «Oficial Mayor Encargado del Despacho de Guerra y Marina. —México, D. F. «Con profunda satisfacción comunícole que el día 11 murió en Purépero, Michoacán, el bandolero Chávez García, víctima de la Influenza española.» Atentamente. General en Jefe de las Operaciones— M. M. Diéguez.»

«Uruápam, 13 de noviembre de 1918. «Presidente de la República.— Número 4,240.— Tengo el honor de poner en el superior conocimiento de usted que en este momento acabo de recibir un mensaje del señor general J. M. Ferreira, fechado en Zamora, Michoacán, en que me comunica que está confirmado que el día 11 murió bandido García Chávez, víctima de la «influenza española.»— Respetuosamente. General M. M. DIEGUEZ.» (Respetamos ortografía, signos de puntuación y falta de tildes).

Pascual Ortiz Rubio tampoco se quedó atrás en la labor de comunicar al primer mandatario, Venustiano Carranza, que el criminal había muerto en el territorio de la entidad que regenteaba:

«Morelia, 13 de noviembre—4 p.m. Presidente Carranza.— Con verdadero placer hónrome en comunicarle que general J. M. Ferreira me comunica desde Zamora, Michoacán, telegráficamente, confirmada muerte terrible bandido Inés Chávez García.—Salúdolo respetuosamente. El Gobernador Constitucional del E., P. ORTIZ RUBIO.»

En el caso del mensaje que envió Jesús María Ferreira, las palabras fueron las siguientes:

«ZAMORA, 13 de noviembre. Sr. Gral. J. J. Méndez.—Urgente. Con gusto comunico a Ud. que se ha confirmado la muerte en Purépero, del bandolero García Chávez, de influenza española. Salúdolo. Gral. J. M. Ferreira.»

Más allá de que la influenza española hiciera lo que muchos en su tiempo desearon hacer, y de cuánta alegría causó su partida, es llamativo leer que, con todo y el daño que provocó a diestra y siniestra, José Inés Chávez alcanzó a recibir los Sacramentos. Ante esto, es natural pensar «¡Hasta suerte tuvo el desdichado!» y cuestionarnos qué fue lo que pudo haberle valido la oportunidad de recibir el perdón – el divino, no el humano– por sus culpas y tropelías, de ser confortado por los auxilios espirituales de la religión cristiana, y más tomando en consideración a cuántas personas, independientemente de su sexo o edad, él mismo quitó dicha posibilidad. Y más cuando reparamos en que Inés Chávez, a diferencia de otros personajes, no fue liberal o anticlerical desde sus años mozos. Más aún: era piadoso, devoto, católico practicante.

Leamos los testimonios de las personas que lo trataron en su juventud:

“Inés, desde chico, acostumbraba mandar a todos los que jugábamos con él, pronto se enseñó a leer y escribir. Ya más grandecito era el que guiaba el Vía crucis en los viernes de Cuaresma en la capilla de Godino, porque no teníamos sacerdote allí, guiaba también los rosarios y el padre de la Presa de Herrera lo nombró celador del Apostolado de la Oración, y portando él mismo el estandarte del Sagrado Corazón, llevaba mucha gente a hacer los viernes primeros a la Presa de Herrera”.

Casi parece que estamos hablando de una persona completamente distinta. Y bueno, aunque no es el caso, ya que toda nuestra entrada se ha centrado en el mismo hombre, el cambio había sido radical. En consecuencia, aflora una pregunta inquietante: ¿cómo se producido semejante alteración? ¿En qué momento un chico que encabezaba las devociones de su ranchito, que hasta pertenecía a un grupo parroquial, y que fue promotor de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús?

La respuesta que dan los mismos testigos es esta:

“Se echó a perder cuando anduvo con Joaquín Amaro, el que desde que fue su jefe directo se convirtió en su ángel negro”.

Es verdad que otra versión de la modificación tan drástica de su conducta indica que Inés Chávez no era cruel en sus comienzos como revolucionario pero que, luego de haberse curado de una enfermedad grave, adoptó la táctica de asolar los poblados a sangre, fuego y dinero, esto último mediante los clásicos préstamos o rescates forzosos. Pero adjudicar su funesta transformación a haberse juntado con Joaquín Amaro Domínguez no es, ni remotamente, algo descabellado o fuera de lugar. El susodicho militar fue conocido por su sadismo, su inquina hacia el clero y los católicos y, en suma, por ser un perseguidor de la Iglesia a ultranza. En Zamora, entre diversas providencias, apoyó la confiscación y embargo de los bienes eclesiásticos, mandó suspender la edificación del Santuario Diocesano de Nuestra Señora de Guadalupe –la Catedral Inconclusa– e hizo exclaustrar a las religiosas capuchinas.

Retrato de José Inés Chávez García. Fotografía editada y mejorada por la autora.

El hecho específico es que, en efecto, Chávez sí anduvo bajo las órdenes de «El Indio» Amaro, y que, como éste y tantísimos cabecillas y bandidos que se hicieron llamar «revolucionarios», aprovechó la prolongación del levantamiento armado para obtener beneficios personales y dar rienda suelta no únicamente a su sed de riqueza y de efusión de sangre, sino, también, al odio antirreligioso que, en incontables ocasiones, rayó en la vesania y en la locura febril.

También es cierto que, por muchos años, el hecho de que el bandolero de Godino se había reconciliado con Dios antes de partir al más allá no fue más que un mero rumor, algo que «se decía por allí» pero de lo que no había pruebas claras. Tan fue así que según los relatos orales de María Luisa Herrera Mendoza, transmitidos a su hija María del Carmen Ávalos Herrera, abuela paterna de quien esto escribe, consignan la historia de una anciana anónima que, al enterarse de las hablillas referentes a la confesión final de Chávez, exclamó:

«Si al morirme llego al Cielo, y Chávez entró allí, ¡del Cielo me salgo!»

Así de malvado había sido. Dice otro refrán: «Cría fama, y échate a dormir». En el caso de Inés Chávez, no sólo era la fama.

Las declaraciones escritas del P. Esquivel arrojaron luz sobre la cuestión y resolvieron el misterio. Ahora, como quedó ya asentado, sabemos a ciencia cierta que José Inés Chávez García sí recibió los Sacramentos antes de morir, lo cual, aunque sólo el Creador lo sepa, abre la posibilidad a que incluso alguien como él haya podido salvarse. Probablemente Dios se haya valido de la influenza española para brindarle tiempo para arrepentirse y acercarse a Él, algo que habría sido imposible si hubiese muerto al fragor de un combate o asesinado en venganza de tantas familias destruidas, tantas mujeres mancilladas, tantas localidades y villas asoladas.

Sin duda que, aunque no lo comprendamos, el Señor no mide los acontecimientos como lo hacemos nosotros. Solamente Él sabe por qué las cosas acontecen de una manera y no de otra.

Citamos las palabras del resumo biográfico de Degollado a través del tiempo:

“¿Quizá las oraciones de su madre y las prácticas piadosas que él mismo tuvo, en sus primeros años, cuando guiaba viacrucis y rosarios en Godino, le sirvieron para que la misericordia infinita de Dios le perdonara sus innumerables delitos, como lo hizo Jesús, al borrar los crímenes del ladrón arrepentido en la cima del Calvario?”

Esto, sin embargo, no debe movernos a olvidar la justicia y la historia de todas las víctimas de las que, antes de que la influenza española lo derrotara indefectiblemente y le diera un pasaporte a la Eternidad, fue fautor y causante.

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Fuentes:

Degollado a través del tiempo. Apuntes biográficos de José Inés Chávez García. No hemos podido localizar al autor.

Gómez-Dantés O. El “trancazo”, la pandemia de 1918 en México. Salud Publica Mex [Internet]. 29 de agosto de 2020 [citado 23 de febrero de 2025];62(5, sep-oct):593-7. Disponible en: https://www.saludpublica.mx/index.php/spm/article/view/11613

González y González, L. (1968). Pueblo en vilo: Michohistoria de San José de Gracia. México: El Colegio de México.

Ochoa Serrano, Á. (2006). Inés Chávez, muerto. Dos textos del Padre Esquivel. Revista Relaciones.

Testimonios orales de María del Carmen Ávalos Herrera, q.e.p.d., cuya madre radicó en Zamora en los tiempos de la Revolución y atestiguó tanto los atropellos de las tropas carrancistas en contra de todo lo que fuese católico como la presencia y crueldad de Joaquín Amaro. Asimismo, la Sra. Carmen relataba varias anécdotas relativas a Inés Chávez García.

Vencido por la influenza española (I)

La muerte del bandolero José Inés Chávez García (Primera parte)

Lic. Helena Judith López Alcaraz, cronista honoraria adjunta de Sahuayo

Detalle de una fotografía del temido José Inés Chávez García. Mejora y edición por la autora.

Los grupos de defensa social de los diversos pueblos que asoló –el listado es sumamente largo– no pudieron acabar con él. Tampoco el gobierno federal. Mucho menos los civiles entre los que lo único que sembró fue el horror, la sangre y la barbarie. José Inés Chávez García, que vio la luz primera el 19 de abril de 1889, se ganó muy merecidamente el mote de «El Atila de Michoacán» o «El Atila del Bajío». Creemos que huelga explicar el sobrenombre. Bastaba que los pobladores de algún sitio supiesen que las hordas que él lideraba se aproximaban al lugar, para que el terror cundiera y se esparciera como reguero de pólvora, como chispas en un cañaveral. A la irrupción de Chávez seguían incontables crímenes, entre asesinatos en masa, violaciones y saqueos, sin faltar los incendios de viviendas y la profanación de la iglesia o capilla local. Aquellos bandoleros, verdaderamente, hacían gala de sadismo y perversidad.

La entrada de hoy no se detendrá en los detalles de aquellas morbosas incursiones, sino en cómo fue que la carrera en este mundo de aquel bárbaro personaje, que da la impresión de haber salido de alguna novela sangrienta, tocó a su desenlace inexorable. Inés Chávez era, en verdad, un bandido imparable. Tratar de resistir contra él era imposible, como si se tratara de contener un incendio en un pajar o detener, en el estío de 2024, las aguas que se desbordaron e inundaron diversos terrenos y parajes de la Ciénega de Chapala cuando arreció el temporal. Pero fue vencido. Más aún, murió, y no en el paredón de fusilamiento, ni ahorcado o acuchillado, como tantas de sus víctimas en presencia suya.

Cabe que nos preguntemos a quién correspondió el logro de haberle puesto un alto a sus tropelías. Tal hazaña, como ya lo adelantó el epígrafe de nuestro texto, fue de la influenza española. El testimonio escrito del sacerdote Francisco Esquivel en 1973, el de otros testigos oculares del desenlace del facineroso originario del rancho Godino (Puruándiro, Michoacán) y lo consignado en los periódicos de la época, indican que el deceso aconteció en noviembre de 1918, a causa de la enfermedad que, tras llegar a México un mes antes, causó la muerte de incontables personas. Y ni siquiera Inés Chávez, con su poderío de barbarie y fechorías, pudo librarse de sus garras. A la postre, la naturaleza humana y su flaqueza ante las patologías nos demuestran que nuestra vida en la tierra es endeble y puede apagarse, a semejanza de una candela, con el más leve soplo.

El «Atila de Michocán», al centro y con la pierna izquierda cruzada sobre la derecha, acompañado por su séquito de lugartenientes. Edición de imagen por la autora.

Pero dejémonos de preámbulos y veamos cómo y en dónde aconteció.

Durante buena porción de 1918, Inés Chávez dominó buena parte del estado de Michoacán, incluyendo la zona de la Ciénega. A fines de marzo, cayó sobre Cotija de la Paz, en mayo hincó sus dientes sobre San José de Gracia y, en junio, sobre Pátzcuaro. Garciadiego Dantán menciona que, a diferencia de sus inicios como bandolero, el facineroso comandaba «un ejército más regular, con cierta organización militar, que se desplazaba de un lugar a otro según las exigencias de la campaña» (2010, p. 865). Todo eso mientras, aplicándole unos versos dedicados a otro facineroso, Luis B. Gutiérrez alias «El Chivo Encantado», recorría esas tierras dejando en todas las partes la miseria y el dolor (p. 217).

Aquello, por fortuna, no habría de durar para siempre. Reza un dicho que «todo cae por su propio peso» y, en este caso, por la iniquidad. Ni siquiera los perversos, aunque por mucho tiempo hagan lo que les plazca, pueden escaparse de las consecuencias de sus actos de modo indefinido. Al acercarse el último cuatrimestre de 1918, la fuerza de Chávez empezó a declinar. Fue en Peribán donde, pese a todos los estragos que provocó, se vio sitiado por los coroneles Bonifacio Moreno y Pruneda, hasta que sufrió –¡por fin!– su primera y única derrota, de la que ya no se recuperaría. Allí perdió, además, a uno de sus principales lugartenientes, el coronel Rafael «El Mocho» Nares, tan sanguinario como su jefe. Chávez, empero, no conoció el término de sus desmanes en aquella jornada, 24 de agosto de 1918.

Plaza de Peribán, Michoacán, el pueblo que presenció la caída militar de Inés Chávez García. Fotografía editada y mejorada por la autora.

Un corrido de Chavinda, proporcionado por el profesor Alfonso del Río, así lo cuenta:

Señores, tengan presente lo que en Peribán pasó:
Hubo un combate sangriento «El mocho Nares» murió.

Bajó Nares con su gente a almorzar a ese pueblito:
-Orita les dan caliente, nomás se esperan tantito.

Bajó Nares con su gente y a nadie le dijo nada,
y Pineda con su gente ya le tenía su emboscada.

De repente un fuerte trueno por todo el pueblo se oía,
un grito: «¡Viva el Gobierno! ¡Muera Inés Chávez García!»

Con sus hordas deshechas, el facineroso se encaminó a Purépero. Allí lo encontraría la muerte, destino ineludible del género humano. Para cuando se dirigía a aquel pueblo, ya había contraído la gripe que a tantos llevó al sepulcro. Muchos de sus hombres, contagiados, sucumbieron a la enfermedad antes que él. «Se amanecía con dolor de cabeza, venían la fiebre y las hemorragias, y había que cuidarse unos seis días porque si se levantaba antes de tiempo, recaía con neumonía, y de la recaída nadie se salvaba» (González y González, 1968, p. 165).

Ya cuando se hallaba cerca de Purépero, uno de los señores principales, Jesús Duarte, salió a hablar con él para pedirle que no dañara a la población y que, a cambio, él conseguiría dinero entre los vecinos y pastura para la caballada.

Para ese instante, «El Terror de Michoacán» ya no podía ni mantenerse en pie: en una camilla, fue conducido a la plaza municipal y colocado bajo la sombra de un trueno, mas pronto se lo llevaron al portal de la presidencia municipal y, por último, al interior del edificio, donde se produciría el deceso.

Tan mal se sentía ya José Inés, que hicieron llamar a un médico. Acudió el Dr. José María Barragán, quien tras haberlo examinado se percató de la gravedad del caso.

Plaza y portales de Purépero, Michoacán. Por aquí pasó Inés Chávez, ya enfermo de gripe española y en camilla, poco antes de morir. Imagen editada y mejorada por la autora.

Los chavistas no anduvieron con sutilezas y lo amenazaron:

— Mire, dotorcito —le dijeron—, si no lo alivia, lo tronamos.

Tampoco el médico le dio rodeos al asunto. Sin temor, replicó:

—Yo no soy Dios para hacer milagros, la fiebre española es mortal y como no guardó ningunos cuidados, va a ser difícil que se alivie luego, yo de mi parte haré lo que pueda, por de pronto surtan esta receta —y se las dio.

El facultativo se marchó de la habitación con el convencimiento de que Chávez expiraría en poco tiempo.

Pero aún faltaba para que eso sucediese. De ello nos ocuparemos en la siguiente entrada, la segunda y última.

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Fuentes:

Degollado a través del tiempo. Apuntes biográficos de José Inés Chávez García. No hemos podido localizar al autor.

Gómez-Dantés, O (29 de agosto de 2020). El “trancazo”, la pandemia de 1918 en México. Salud Publica Mex [Internet]. 62 (5, sep-oct): 593-7. Disponible en: https://www.saludpublica.mx/index.php/spm/article/view/11613

González y González, L. (1968). Pueblo en vilo: Michohistoria de San José de Gracia. México: El Colegio de México.

Miranda Fodinez, F. (2006). Inés Chávez, muerto. Dos textos del Padre Esquivel. Relaciones. 27 (105), pp. 179-202.

Sin autor (s.f.). Corridos. De bandidos. 97. De «El Chivo Encantado»biblat.unam.mx/hevila/EstudiosdeFolklore/no2/10.pdf

El “Atanasio del siglo XX”

Semblanza de Monseñor Francisco Orozco y Jiménez

Lic. Helena Judith López Alcaraz, cronista honoraria adjunta de Sahuayo

Detalle de una fotografía de Monseñor Francisco Orozco y Jiménez (1864-1936), V Arzobispo de Guadalajara. Mejora y edición por la autora.

Hace apenas unos días, el 18 de febrero, se cumplieron 89 años de que, en 1936, pasó a la Eternidad el valiente prelado que regenteó la Arquidiócesis tapatía por poco más de veintitrés años, incluyendo los tiempos más álgidos de la persecución religiosa: Monseñor José Francisco de Paula Ponciano de Jesús Orozco y Jiménez. Fue el quinto prelado en ocupar este cargo, y además perteneció a la Academia Mexicana de la Historia, a la que ingresó en 1921.

Creemos que hablar de la muerte de un personaje implica, por justicia, hablar sobre su vida. Y el caso del preclaro varón que nos ocupa no es una excepción.

Francisco Orozco y Jiménez vio la luz primera el 19 de noviembre de 1864 en Zamora, Michoacán. Sus padres fueron José María Orozco Cepeda y Mariana Jiménez Fernández. Como muchos eclesiásticos mexicanos destacados de su tiempo, cursó estudios en el Colegio Pío Latino en la ciudad de Roma, hasta que fue ordenado sacerdote en 1887. Fungió como Obispo de Chiapas de 1902 a 1912, donde el gobierno liberal lo calificó, injustamente, de rebelde y levantisco, al grado de apodarlo “Chamula”, por su defensa de los habitantes indígenas de su Diócesis.

El Papa San Pío X lo trasladó a la Arquidiócesis de Guadalajara, adonde arribó el 9 de febrero de 1913, el mismo día en el que, en la capital del país, se desataba la Decena Trágica. Al ser firme y valiente defensor de la fe, muy pronto enfrentó problemas con las autoridades jacobinas, y en 1914 fue desterrado, en el primero de cinco exilios. En 1917 emitió una Carta Pastoral en la que, uniéndose a los otros Príncipes de la Iglesia en México, condenó los artículos de la Constitución que atentaban contra la libertad de los católicos, de los sacerdotes y de la institución eclesiástica. Esto supuso el cierre de los templos en los que fue leída, así como el encarcelamientos de clérigos y seglares católicos, y más tarde, en 1918, un nuevo destierro.

El 18 de enero de 1921, entre otros actos pastorales, efectuó la Coronación Pontificia de la Santísima Virgen de la Expectación –nombre litúrgico de Nuestra Señora de Zapopan– Generala de Jalisco y Patrona de la Arquidiócesis de Guadalajara.

Otro retrato de Monseñor Francisco Orozco y Jiménez, que lo muestra ataviado como correspondía a su cargo. Imagen editada y mejorada por la autora.

Ya durante la Guerra Cristera, no aprobó abiertamente la resistencia armada de los católicos, pero tampoco los condenó. Y de todos los miembros del Episcopado, junto con el Obispo de Colima, fue el único que, poniendo el ejemplo a sus presbíteros, se quedó con sus fieles, viviendo a salto de mata para continuarlos auxiliando espiritualmente. A pesar de ello, el régimen lo calumnió y acusó de ser uno de los dirigentes cristeros. Fue uno de los hombres más buscados de Jalisco en aquel entonces. A muchos católicos jaliscienses, inclusive bajo tortura, se les exigía que revelaran su paradero, pero nadie lo delató jamás, y el mismo régimen nunca pudo capturarlo durante el tiempo que duró la Cristiada.

Cuando se llevaron a cabo los mal llamados “arreglos” entre el Estado y la Iglesia, Monseñor Francisco tuvo que partir al destierro. Éste fue, justamente, una de las condiciones para la negociación, si es que cabe aplicarle tal calificativo. Junto con él, dos obispos que ya se hallaban en el exilio se vieron obligados a no poner un pie en México: José María González y Valencia y José de Jesús Manríquez y Zárate. A diferencia de Monseñor Francisco, ellos sí apoyaron abierta y públicamente la lucha de los cristeros.

Francisco Orozco y Jiménez en la década de 1920, ya cuando el conflicto entre la Iglesia y el Estado comenzaba a recrudecer de forma irreversible. Fotografía editada y mejorada por la autora.

Debilitado por las persecuciones y por cinco destierros –de allí la comparación con el prelado de Alejandría que usamos en el título, quien también vivió lo mismo, en la misma cantidad de ocasiones–, el prelado de origen michoacano retornó a Guadalajara durante el gobierno de Lázaro Cárdenas del Río, jiquilpense, quien a pesar de sus ideas y proyectos socialistas y comunistas le permitió volver a la sede de la amada Arquidiócesis.

Para el momento de su ansiado regreso, después de las incontables penalidades sufridas, el intrépido Arzobispo ya se hallaba enfermo. Tampoco le había faltado sufrir renovados atentados contra su vida. Por fin, contrajo una infección que le laceró el hígado y le oscureció el corazón. Tal patología, aunada a la fragilidad natural y a su edad, lo llevaría al sepulcro.

Francisco Orozco y Jiménez en sus últimos años. Fotografía editada y mejorada por la autora.

El 2 de febrero de 1936, el ilustre eclesiástico entró en agonía. Sus feligreses se enteraron de su gravedad hasta dos semanas después, por medio de boletines médicos que fueron fijados en las puertas de los templos. Cada fiel tapatío se enteró, así, del doloroso final de su esforzado pastor.

A las 6:45 de la tarde del 18 de febrero, a los 71 años y 3 meses exactos de edad, más un día, aquel siervo bueno y fiel, Francisco Orozco y Jiménez, V Arzobispo de Guadalajara, dejó de existir para la vida terrena. El primer mensaje que salió del Arzobispado se dirigió al Papa Pío XI, en los siguientes términos: «Grandísima pena comunico hoy murió Arzobispo Orozco».

Su funeral fue uno de los más apoteósicos que se han vivido y visto en Guadalajara, al grado que se estima que aproximadamente una cuarta de la población de la urbe participó. Antes de las exequias, fue velado en el Sagrario Metropolitano, en tanto que la ceremonia de cuerpo presente tuvo lugar en la Catedral. El cortejo fue multitudinario: había tanta gente que era imposible que más dolientes ingresaran.

Así lucía la Avenida Alcalde en el momento en el que el ataúd con el cuerpo del Arzobispo –véase la carroza– avanzaba camino hacia el panteón de Santa Paula, donde se le sepultaría. Imagen editada y mejorada por la autora.

El cadáver de Monseñor Francisco fue llevado por toda la Avenida Alcalde, con dirección al Santuario de Guadalupe, hasta la esquina de la calle Juan Álvarez. De allí la comitiva dio vuelta, rumbo al cementerio de Santa Paula –mejor conocido como panteón de Belén–, donde se procedió a la inhumación.

Féretro de Monseñor Francisco Orozco y Jiménez poco antes de entrar a su sepultura. Fotografía editada y mejorada por la autora.

Actualmente, los restos mortales del Atanasio del siglo XX reposan en la Catedral tapatía, en la capilla del Santísimo Sacramento, bajo un mausoleo que muestra al León de Lucerna.

Como último dato, nuestro personaje está en proceso de beatificación. Ya fue declarado Siervo de Dios, pero los trámites para que continúe el procedimiento, como en el caso de tantos varones y mujeres ilustres, continúan estancados.

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Fuentes:

Semblanza de Monseñor Francisco Orozco y Jiménez redactada para una serie de biografías de personajes de la persecución religiosa y la Guerra Cristera, en colaboración con Ruta Cristera Sahuayo.

Testimonios orales de María del Carmen Ávalos Herrera, q.e.p.d.

Camberos Vizcaíno, V. (1966). Francisco Orozco y Jiménez: biografía. México: Jus.

La primera vez que sonó el grito «¡Viva Cristo Rey!»

Primera consagración de México al Sagrado Corazón y a Cristo Rey

Lic. Helena Judith López Alcaraz

En una fecha como esta, pero hace 111 años, nuestro país fue consagrado por primera vez a Cristo Rey y a Su Sagrado Corazón.

Fotomontaje alusivo a esta fecha, que muestra a Cristo Rey, con Su Sagrado Corazón, sosteniendo al mundo con la siniestra y el cetro con la diestra, y detrás un laurel –símbolo de victoria– y la bandera de México. Edición por la autora.

El 11 de enero de 1914, tanto en Guadalajara como en diversas poblaciones de la República, se realizó una manifestación religiosa en honor a Cristo Rey, con la finalidad de entronizarlo y hacer la consagración a Él. En el caso de la Perla de Occidente, días antes, las autoridades eclesiásticas encabezadas por el Arzobispo Francisco Orozco Jiménez –que aún no había cumplido un año al frente de la Arquidiócesis– solicitaron autorización para efectuar dicha procesión, hecho que les fue negado por las autoridades estatales, encabezadas por el Gobernador, José López Portillo y Rojas, quien puso como condición que “se hiciera muda, sin llevar estandartes… que denunciaran (!) el carácter católico del acto”.

En la misma fecha, domingo, los católicos de la Ciudad de México realizaron una manifestación que, como la de Guadalajara, pretendía consagrar el país al Sagrado Corazón de Jesús, pero una corona y un cetro a sus pies; esto es, como Rey. Victoriano Huerta dio permiso para que se llevara a cabo. El evento, con todo, fue calificado de “cívico” para no infringir la ley –un estatuto fechado el 14 de diciembre de 1874 establecía que cualquier acto religioso podría verificarse públicamente sólo dentro de los templos–.

En Jalisco, por el contrario, los católicos no vacilaron en demostrar públicamente que Cristo es Rey y en mostrar, de modo abierto y claro, cuánto deseaban homenajearlo. La manifestación religiosa fue llevada a cabo, con el valeroso prelado al frente. Poco antes de que los católicos avanzaran, llegó la noticia de que Portillo revocó la autorización.

Monseñor Francisco Orozco y Jiménez (1864-1936), V Arzobispo de Guadalajara, que fue desterrado de su sede por primera vez a consecuencia de haber liderado la procesión de consagración al Sagrado Corazón de Jesús (11 de enero de 1914) en la ciudad antedicha. Montaje y edición por la autora.

Con miles de personas organizadas en torno a la Catedral, Francisco Orozco y Jiménez envió una delegación compuesta por dos damas de la alta sociedad y dos señoritas a pedir al gobernador que reconsiderara. El mandatario concedió a la delegación un permiso para que desfilaran mujeres y niños, pero reiteró la prohibición en el caso de los varones. El Arzobispo, con agudeza, llegó a la conclusión de que había dos interpretaciones posibles: o el desfile era ilegal y se permitía marchar a las mujeres y niños por condescendencia, o era legal, y prohibía a los varones marchar en contravención del estado de derecho.

La situación terminó con la intervención de la policía y el arresto de varios de los participantes. No sólo se giraron órdenes de aprehensión para los dirigentes de la marcha, sino que Monseñor salió exiliado a Chicago por dos años. No sería, como ya se conoce, la última vez que tendría que partir al destierro.

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El fraile de la Generala

Lic. Helena Judith López Alcaraz

En una fecha como esta, pero del lejano año de 1570, en la Guadalajara neogallega, pasó a la Eternidad el célebre y connotado Fray Antonio de Segovia, reconocido por su incansable labor evangelizadora y, de forma muy especial, por haber sido quien trajo, desde los lares michoacanos, la bendita y venerada imagen de la que ahora es la querida Generala, Taumaturga, Pacificadora, y Patrona de la Arquidiócesis tapatía y del Estado Libre y Soberano de Jalisco.

Fotografía antigua de la Virgen de Zapopan, digitalizada y subida a Flickr por Anastasio Juárez Herrera.

Nuestro personaje, según la Real Academia de la Historia, nació en Segovia, España, en 1485. Según Leonicio Muñiz, cronista de Guadalajara, vio la luz primera en esa misma ciudad, pero en 1500. Profesó en el convento franciscanos de la Limpia Concepción, en su urbe natal, y viajó a la Nueva España en el año de 1527, en la segunda barcada de religiosos que lo dejaron todo para extender la religión católica en las tierras novohispanas.

Firmemente decidido a cumplir su misión, durante su estadía en la Ciudad de México, Fray Antonio aprendió náhuatl a los pocos meses de su arribo, y luego pasó a la recién conquistada Nueva Galicia, donde emprendería y llevaría a cabo su mayor legado. Lo destinaron, en específico, al convento de Santa Ana en Tzintzunzan, Michoacán. En ese sitio, adquirió grandes conocimientos sobre la imaginería elaborada y trabajada con caña de maíz, técnica indígena que aligera el peso de las imágenes. Para la evangelización y catequesis, el fraile llevó sobre sí una imagen de la Virgen de la Concepción, de treinta y cuatro centímetros de altura, justamente de caña de maíz, hecha en Pátzcuaro. Él mismo había mandado fabricarla.

La efigie de Nuestra Señora de Zapopan, aunque para ese momento probablemente sólo Dios lo sabía, estaba lista para principiar su portentosa historia.

Los Anales de los indios de Tlajomulco –antes “de Santo Santiago”, hoy “de Zúñiga”– asientan que en 1530, cuando Guadalajara no había sido fundada ni siquiera por primera vez, Fray Antonio arribó a ese territorio y comenzó, contra viento y marea, la conquista espiritual de los tlaxomultecas. Al año siguiente, sin demora, empezó a catequizar y bautizar a los cocas y tecuexes. Podría decirse que era, sin temor a exagerar –esto es apreciación de quien esto escribe–, un San Francisco Javier en pequeña escala.

Fray Antonio de Segovia; Imagen del Apóstol de la Nueva Galicia con la imagen de la Virgen colgada al pecho. Fotografía subida a Wikipedia por Héctor Josué Quintero. Imagen mejorada por la autora.

Aunado a sus correrías apostólicas, Fray Antonio fungió como el primer custodio de la Orden franciscana en el Reino de la Nueva Galicia. Como tal, en 1531 –mismo año de las apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe en el cerro del Tepeyac–, institutó el convento de la Asunción, en Tetlán, junto a Tonalá, en las inmediaciones de lo que, más tarde, sería Guadalajara.

El 9 de octubre de 1531, en el atrio del susodicho convento, el egregio franciscano pregonó y efectuó, él mismo, el empadronamiento de las sesenta y tres familias que fundaron la villa del Espíritu Santo y, asimismo, mandó edificar –a raíz de la conquista, y en conmemoración de la victoria alcanzada– la primera capilla dedicada al primer miembro del Colegio Apostólico que sufrió el martirio. Poco más tarde, la ahora capital de la entidad jalisciense sería fundada por primera vez en 1532.

Durante algunos años, desde el convento de Tetlán, fray Antonio de Segovia, evangelizó, con sus hermanos de congregación, la mayor parte del Antiguo Occidente de México –es decir, los actuales estados mexicanos de Jalisco, Colima, Nayarit, Zacatecas–. Su extensa e perseverante acción apostólica se extendió entre los indios zacatecas, xiconaques, cuztiques y otomchichimeca. Porque, además de esto, Fray Antonio aprendió las lenguas cazcanas, coca y tecuexe.

Siempre a pie, descalzo, con su hábito de sayal, un Santo Cristo y la Virgen de la Concepción, cristianizó a miles de indígenas. En 1541, al llegar a su desenlace de la batalla del Mixtón –que puso en entredicho la Conquista– pidió al virrey de Mendoza:

“[…] ya ha corrido, Señor, sus términos la justicia, bueno es se le de lugar a la misericordia, yo me obligo a subir al cerro […] y me prometo con la gracia de Dios buen efecto, bajando a estos pobres reducidos”.

Fray Miguel de Bolonia y Fray Antonio de Segovia, este último portando en el pecho a Nuestra Señora de San Juan en 1542. Imagen: Página de Facebook de la Catedral Basílica de San Juan de los Lagos. Mejora por la autora.

Y cumplió la palabra empeñada. En compañía de Fray Miguel de Bolonia –nativo de Flandes, hoy parte de Bélgica–, o «Bologna» (pronunciado “Boloña”) logró bajar a seis mil combatientes, logrando paz y perdón para ellos. Después, se procedió a la fundación el pueblo de Juchipila, en el actual estado de Zacatecas. Cabe decir, como breve paréntesis, que Fray Miguel fue quien donó la imagen de Nuestra Señora –confeccionada en las cercanías de Pátzcuaro– que hasta la fecha se venera en San Juan de los Lagos. De hecho a él se le debe la fundación de San Juan Bautista Mezquititlán, que se convirtió en dicha ciudad jalisciense.

Llegó 1542, el año de la cuarta y definitiva fundación de Guadalajara, en el valle de Atemajac. En ese año, con pobladores indígenas, Fray Antonio refundó, en las inmediaciones, la villa de Zapopan. A ellos entregó la imagen que lo había acompañado por tanto tiempo en sus viajes evangelizadores: la Santísima Virgen de la Expectación, que con el correr del tiempo adquiriría tantos títulos como portentos habría de obtener del Todopoderoso para los habitantes de esta tierra que la tomó por Madre, gracias a la donación del fraile de Segovia.

Según relata Leonicio Muñiz, ya anciano, nuestro biografiado vivió en el Convento de San Francisco en Guadalajara, anexo al templo del mismo nombre, y que aún existe, donde siempre dio muestras de devoción y piedad. Cuenta la leyenda que Fray Antonio tenía por costumbre asistir al coro para rezar en solitario.

Templo de San Francisco de Asís, en Guadalajara, en el ocaso del siglo XIX. Fotografía: Guadalajara Antigua.

Una tarde, un hermano lego escuchó sus rezos, pero aquella vez, a diferencia de otras, las preces iban acompañadas de voces hermosas que, como cabía esperarse, movieron su curiosidad. El hermano se aproximó a la entrada del coro, donde vislumbró un resplandor muy especial que iluminaba al fraile, pero prefirió retirarse. Entonces descendió al refectorio donde, entonces sí, se llevó una gran sorpresa: ahí se encontraban todos los monjes, menos Fray Antonio.

Efigie levantada a Fray Antonio de Segovia en el atrio de la Basílica de Zapopan. Fotografía tomada por Luis Romo Herrera.

Al tiempo que se preguntaba quiénes, en tal caso, acompañaban al aludido en sus oraciones, subió de nueva al coro… sólo para hallarlo solo, en medio de las sombras, sin dejar de proferir sus plegarias.

Sin duda que los ángeles se le habían unido, pero ya habían desaparecido.

Extenuado pero con la satisfacción de quien ha cumplido su deber para con Dios y con el prójimo, habiendo sido el primer gran evangelizador de las tierras que ahora conforman Jalisco y parte de Zacatecas, Fray Antonio falleció en el convento franciscano ya descrito, el 19 de diciembre de 1570, a la edad de ochenta y cinco años. Justo una jornada antes, el 18 de diciembre, es la festividad litúrgica de Nuestra Señora de la Expectación, el nombre de la advocación de la Generala.

Atrio de la Basílica de Zapopan, en la que se yergue una estatua de Fray Antonio de Segovia. Fotografía del blog de San Carlos Fortín.

Los restos de Fray Antonio se encuentran en algún lugar del templo de San Francisco. Hasta la fecha se estudia la cuestión sobre un posible hallazgo, pero no se ha esclarecido todavía.

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Fuentes:

Aportaciones de Leonicio Gutiérrez Muñiz.

Gutiérrez Lorenzo, M. (2018). Antonio de Segovia. Real Academia de la Historia. https://dbe.rah.es/biografias/51520/antonio-de-segovia  

Valdivia, G. (s. f.). La Virgen de San Juan de los Lagos: historia y milagros de la imagen tan visitada en México. Turismo San Juan de los Lagos. https://turismosanjuandeloslagos.com/la-virgen-de-san-juan-de-los-lagos-historia-y-milagros-de-la-imagen-tan-visitada-en-mexico/

Crónica de un martirio anhelado, presentido… y planeado (II)

Sacrificio del Beato Miguel Agustín Pro (Segunda y última parte)

Lic. Helena Judith López Alcaraz

El P. Miguel Agustín Pro, de rodillas, haciendo su última oración justo antes de ser fusilado.

Acaban de cumplirse, el 23 del actual, hace unos días, un año más de que, en 1927, hace ya 98 años, el padre Pro, jesuita, maestro del disfraz y valientísimo sacerdote celoso por el bien de las almas a pesar de la atroz persecución religiosa, cayó traspasado por la descarga de un pelotón de fusilamiento.

En esta entrega, segunda y última con el título que encabeza el presente texto, ofrecemos la continuación y cierre de la historia de aquel martirio que no sólo había deseado con todas sus fuerzas, sino que, inclusive, lo había presentido y hasta dicho qué haría si llegaba a cumplirse su anhelo.

El Beato Miguel Pro, ya con los brazos abiertos, en el instante en que quiso gritar “¡Viva Cristo Rey!”, antes de que la descarga lo derribara. Imagen: Jesuitas México.

Miguel Agustín Pro había dedicado su vida al servicio de Dios y a la causa de la Iglesia, en un contexto de extrema violencia y odio contra todo aquello que ostentara el adjetivo “católico. La feroz persecución feroz contra la Iglesia católica se hallaba en su punto álgido. Las iglesias estaban cerradas desde el 1 de agosto de 1926, los sacerdotes eran cazados peor que alimañas peligrosas y muchos, a la sazón, ya habían sido asesinados. No obstante, con astucia y audacia, el presbítero había burlado a la policía y al gobierno para que los fieles de la Ciudad de México no se quedaran desamparados espiritual y materialmente. Porque, hay que señalarlo, no se limitó a administrar los Sacramentos sin cansancio, sino que, al haber quedado muchas familias sin sustento, por haber muerto o sido encarcelado el jefe, reunía y pedía víveres para llevárselos y mitigar, en lo posible, sus carencias económicas, en especial en lo tocante al alimento y el vestido.

Pero todo aquello había terminado. Dice la Sagrada Escritura, en el tercer capítulo del libro del Eclesiastés, “todas las cosas tienen su tiempo, todo lo que pasa debajo del sol tiene su hora. Hay tiempo de nacer, y tiempo de morir”. En el caso del que había nacido el 13 de enero de 1891 y que otrora fue novicio en El Llano, cerca de Zamora (Michoacán); del que había hecho el sacrificio de no volver a ver con vida a la autora de sus días para poder completar su formación sacerdotal; del que volvió a su patria justo dos semanas antes de la suspensión del culto público; y del que había arrostrado mil peripecias para no abandonar a su grey, ahora, era el tiempo de morir, de partir hacia la Eternidad.

Al acercarse al paredón de fusilamiento –sólo en ese momento se enteró de la condena que pesaba sobre él–, con la mirada hacia el frente, entrelazó las manos por delante. Su rostro, aunque marcado por las penalidades de los últimos días de la vida en prisión, y ya con la barba crecida por no poder afeitarla, no reflejaba miedo. Por el contrario, el Padre Pro se hallaba sereno, en paz, como si estuviera a punto de cumplir un sueño harto tiempo acariciado.

Fotografía del P. Pro en la noche inmediatamente anterior a su muerte, tomada en los sótanos de la Inspección de Policía. Imagen mejorada por la autora.

Y así era. Aquel miércoles gélido, Miguel Agustín Pro iba a conseguir la gracia que por tanto había implorado a Dios, a Nuestra Señora y –sí, no se lo había guardado ni era un secreto– a aquellos a quienes él quiso solicitarles que pidieran al Señor que se la concediese: el martirio.

Las investigaciones en torno al atentado fallido contra Álvaro Obregón, en el que el clérigo no había tenido nada que ver, no fueron sino un simple trámite con la sentencia ya dictada de antemano por el simple hecho de que él era sacerdote. Al llamarlo para su ajusticiamiento, el agente Mazcorro, jefe de Comisiones de seguridad, no vio salir de la celda más que a un hombre de fe inquebrantable y una profunda humildad, preparado para su encuentro definitivo con Dios.

Otro de los agentes, Valente Quintana, se aproximó al reo poco antes de que éste diera sus últimos pasos. Quizá los sentimientos religiosos afloraron, por un instante efímero, en aquel hombre avezado a capturar católicos. Tal vez fueron meros remordimientos de conciencia, o un desasosiego que quiso calmar. El hecho es que el policía, ya cerca del presbítero que estaba a punto de morir, le pidió perdón.

Y el interpelado, con la misma mansedumbre y sinceridad con que acogía a sus penitentes y atendía a los más desposeídos, le respondió:

—No sólo te perdono, sino que te doy las gracias.

Ficha de arresto del Beato Miguel Agustín Pro, con la huella de su pulgar derecho, elaborada durante la madrugada del 18 de noviembre de 1927, cuando fue aprehendido. Imagen: Casasola por la Cultura.

El trayecto hacia el paredón prosiguió. El padre Pro fue colocado en medio de unas siluetas metálicas con forma humana que servían para practicar el tiro al blanco y puesto a disposición del mayor de la gendarmería montada, Manuel V. Torres, quien, uniformado y con su sable envainado, aguardaba para dar las órdenes correspondientes al pelotón.

Más que acostumbrado a aquellos menesteres, el oficial fue con el sacerdote y le preguntó si tenía alguna última voluntad.

El padre, muy tranquilo, asintió y solicitó que le permitieran rezar. Concedido el permiso, con naturalidad, se puso de hinojos, cruzó los brazos y oró con los ojos cerrados. El mayor Torres se retiró unos pasos.

En derredor, los obturadores de las cámaras fotográficas no dejaban de funcionar. El primer mandatario había convocado a la prensa, a diplomáticos y funcionarios, y también a militares y demás personas allegadas al régimen. Aquel sacerdote estaba en sus garras, y había que liquidarlo con la mayor publicidad posible.

Lo que él no sabía, como tampoco su compinche y paisano Álvaro Obregón, era que aquellas instantáneas tendrían el efecto contrario.

Luego de su oración, el sacerdote oriundo de Guadalupe se levantó. Quedóse en pie, erguido y digno, como un atleta que está a punto de recibir el galardón. Todos los presentes habían podido repetir las palabras del Redentor en la Cruz al contemplar la delgada figura del mártir, vestido con suéter, traje y corbata, aguardando el momento supremo: “Consummatum est”, “Consumado es”.

Grabado que representa el momento preciso en que las balas, dejando tras de sí la estela de pólvora, salieron de los cañones de los rifles para impactar en el cuerpo del P. Pro. A la derecha, a la orden “¡Fuego!”, el mayor Torres ha bajado su sable. Mejora de imagen por la autora.

Sólo restaba proceder al fusilamiento. El mayor Torres quiso vendar los ojos al jesuita, quien se rehusó con amabilidad a la que, a la vez, supo unir la firmeza.

Justo antes de que el militar alzara su sable en el aire, al dar la orden de “¡Posición de tiradores!”, el padre Pro alzó los brazos y los abrió en forma de cruz. En una mano sostenía el rosario que tantas veces había desgranado; en la otra, su crucifijo.

Sonaron las voces de “¡Preparen!” y “¡Apunten!”, acompañadas por el cerrajeo de los máuseres y por el movimiento de éstos siendo levantados y dirigidos hacia el cuerpo del mártir.

Por un segundo, dio la impresión de que el tiempo se detuvo. En aquel instante preciso, a la par que la luz del sol mañanero iluminó la brillante hoja del sable del mayor Torres, el padre Pro llenó de aire sus pulmones para cumplir aquello que le respondió a Jorge Núñez Prida cuando éste le preguntó qué haría si lo arrestaban para matarlo:

«Pediría que me permitieran arrodillarme, tiempo para hacer un acto de contrición, y morir con los brazos en cruz, y gritando…»

—¡Viva Cristo Rey!

Placa que indica el sitio en donde se desplomó el P. Pro. Foto: Milicia.

Y lo hizo. Era la declaración postrimera de su fe y del más grande de sus amores: Dios, por quien ahora entregaba su vida y derramaba su sangre.

—¡Fuego! —bramó el jefe del pelotón.

Sonó la descarga, emergieron la pólvora y las balas… y Miguel Agustín Pro sintió cómo éstas impactaron en su cuerpo, provocándole un dolor indecible. Una de las cámaras captó el instante preciso en el que los tiros perforaron su carne. Era el culmen de su propio Gólgota. Aunque no había querido que lo privaran de la visión, había cerrado los ojos, tal vez como acto reflejo, quizá por la propia flaqueza de la naturaleza humana. A fin de cuentas, aunque era un auténtico santo, no dejaba de estar hecho con el mismo barro de los mortales.

Pintura del P. Pro, de la autoría de la artista Paula en el bosque (Instagram). Resaltan varios detalles: la iglesia de la Sagrada Familia, en la Ciudad de México, donde reposan los restos del mártir; el rosario que éste lleva en la mano; y la escena del fusilamiento.

Derribado por los proyectiles que escupieron los cañones de los fusiles, el mártir fue recibido por la tierra. Un charco escarlata se formó en torno suyo y mojó sus ropas y las piedras. El doctor Horacio Cazale, del Servicio Médico de la policía, se aproximó para certificar su deceso. Pero, como aún respiraba –además de que había que dárselo de rigor–, el sargento de la escolta fue, dirigió un rifle hacia su cabeza y le disparó el tiro de gracia en la sien, del cual brotó la sangre en abundancia.

Eran poco después de las diez y media de la mañana del 23 de noviembre de 1927. Las diversas fuentes indican entre las 10:30 y las 10:38 como la hora en que la carrera terrenal del amado pastor de almas tocó a su desenlace.

Primera plana de El Universal, periódico capitalino, en que se informó –con morboso lujo de detalle– sobre el asesinato del P. Miguel Agustín Pro y sus tres compañeros.


A Calles, que publicitando el ajusticiamiento quiso humillar a la Iglesia, los cálculos le salieron terriblemente. El afrentado fue él, no su víctima. Al día siguiente, 24 de noviembre, una ingente multitud acompañó los despojos del presbítero y de su hermano Humberto al panteón de Dolores, en medio de férvidas oraciones y de cánticos religiosos, entre los que destacó el celebérrimo “Tú reinarás”. Y su padre, don Miguel Pro Romo, principió el Te Deum ante la tumba que recién había acogido el féretro de su tercer hijo, el mayor de los varones, que ahora pertenecía al blanco ejército de los mártires, como dice el mencionado himno de acción de gracias.

Lejos de ser olvidado, el legado de sacrificio y arrojo sin par del padre Miguel Agustín no concluyó con su muerte. Su martirio se convirtió en un símbolo de la resistencia religiosa y de la fidelidad a Cristo Rey. Pese al intento inicial del presidente Calles por hacer de su muerte un escarmiento que nadie olvidase, lejos de amilanarse, los católicos mexicanos encontraron en él una figura luminosa que representaba la lucha por la fe, por la justicia y por la reyecía de Nuestro Señor, así como por la libertad de profesar y practicar la religión que nos trajeron los hispanos allende el mar, y que incontables personas más siguieron defendiendo hasta el punto de morir por ella, por lo que más amaban, por Jesucristo Rey.

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Crónica de un martirio anhelado, presentido… y planeado (I)

El sacrificio del jesuita Miguel Agustín Pro Juárez (Primera parte)

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Edición –hecha por la autora– de la fotografía que muestra el instante preciso en que el P. Miguel Pro, con los brazos en cruz, recibe la descarga de fusilería, el 23 de noviembre de 1927.

Más allá de la obvia referencia al título de la famosa novela de Gabriel García Márquez, consideramos que el epígrafe de la presente entrada no podría haber sido más acertado. Es verdad que, durante los tiempos más crudos de la persecución religiosa, en el trienio sangriento de 1926 a 1929, la idea del martirio no era ajena para los católicos mexicanos. Aquella frase con la que es conocido el adolescente mártir de Sahuayo, San José Sánchez del Río, no fue sino la expresión con la que incontables personas externaron la plena convicción, muy en sintonía con la teología martirial, de que si eran asesinados por odio a la fe obtendrían el más preciado galardón que Dios puede otorgar a un alma cristiana: la salvación eterna, y mejor aún, ipso facto, sin pasar por el Purgatorio.

Entre los mártires mexicanos, en particular entre los que ya han sido elevados a los altares, existen varios casos documentados de que algunos de ellos presintieron con claridad que el ofrecimiento de su vida se avecinaba, o incluso estaba a la puerta. Tampoco es secreto que incontables personas, no sólo los caídos beatificados o canonizados, desearon ardientemente derramar su sangre por la causa de Cristo y de su Iglesia, o tan sólo con tal de demostrar su amor y fidelidad a Él en aquellos tiempos aciagos. Empero, existió un mártir que, digámoslo en honor a la verdad, rebasó cuanto es posible afirmar al respecto de ambas cuestiones, y aún más: llegó al punto de planear qué haría si el régimen lo apresaba para matarlo y –por increíble que se escuche–, lo cumplió al pie de la letra.

Se trata del Beato Miguel Agustín Pro, miembro de la Compañía de Jesús, sobre quien hablamos un poco en septiembre, precisamente con motivo de que, junto con la madre Concepción Acevedo de la Llata, se ofreció formalmente como víctima por la conversión del presidente Plutarco Elías Calles. A lo largo de esta entrega veremos cómo, además de suspirar largo tiempo por el ideal del martirio, lo intuyó con claridad y especificó cómo procedería en aquel instante supremo.

Detalle de una pintura del artista español Raúl Berzosa Fernández, que representa al P. Pro en el momento de esperar los disparos.

En primera instancia, en lo tocante al deseo de morir por Cristo, éste se manifestó en dos vertientes: el primero, en las peticiones que el sacerdote zacatecano hizo a algunos fieles y amigos muy cercanos de que imploraran a Dios que le concediese “su gracia”, como él denominaba al martirio; el segundo, en todas las ocasiones en que en sus cartas, en medio de las asechanzas del régimen y de las barbaries que se suscitaban a lo ancho y largo del país, expuso ideas como las que siguen:

«Las represalias, sobre todo en México [la capital], serán terribles; los primeros serán los que han metido las manos en la cuestión religiosa, y yo he metido hasta el codo. ¡Ojalá me tocara la suerte de ser de los primeros, o… de los últimos, pero ser del número!» (Epístola del 12 de octubre de 1926)

«De todos lados se reciben noticias de atropellos y represalias; las víctimas son muchas; los mártires aumentan cada día… ¡Oh, si me tocara la lotería!» (Principios de noviembre de 1926).

«Es demasiada gracia para un tipo como yo, el merecer honra tan grande como el ser asesinado por Cristo. Aunque fuera de los del montón y de chiripazo… ya me contentaría. Pero no se hizo la miel para la boca de Miguel» (Misiva de algún momento de 1927).

En su lenguaje coloquial, “la lotería” era ganar la gracia del martirio. Y a menudo, como vimos en dos de los ejemplos anteriores, traía a colación el dicho popular alusivo al producto del trabajo de las abejas y el hocico de los asnos. Como es natural, según el padre Pro, él era el burrito y la miel, morir por la religión y por Dios.

Pero no hay que creer que tales ansias –que a más de alguno llegaron a parecer excesivas– habían nacido al calor de los hechos posteriores a agosto de 1926, cuando se recurrió al culto privado y clandestino que el gobierno castigaba con tanto ahínco y crueldad. Ya desde sus tiempos de novicio en El Llano (Michoacán), de 1911 a 1914, lo había dicho, cuando unos compañeros comentaban que ya había pasado el tiempo de los mártires –nunca creyeron seguramente, que estaba a la puerta–:

Detalle de otro retrato del Beato Miguel Pro pintado por Raúl Berzosa. Arriba, sostenida por los ángeles, se lee la proclama «¡Viva Cristo Rey!» Ilustración mejorada por la autora.

“¡Ojalá volviera y me tocara la lotería, aunque fuera de chiripa! ¡Me gustaría ser el mártir de los obreros!”

Como se verá, no era un mero capricho efímero o una ambición improvisada.

Ahora bien, aunque su corazón ardía en aquellos anhelos, no dejó de ser prudente y tomar algunas precauciones para ejercer su ministerio. Nuestro joven sacerdote, a pesar de las prohibiciones, continuó su labor evangelizadora, moviéndose encubierta pero muy ingeniosamente para asistir a los fieles. Para ello, utilizó sus dotes extraordinarias como maestro del disfraz. Sí, no fue el único presbítero que, por aquellos ayeres, alteraba su indumentaria para seguir ejerciendo su ministerio, pero sí el más célebre entre los que procedieron así. Caracterizado de mecánico, limpiabotas, estudiante rico con su perro, joven galante con traje y canotier, indígena vestido con calzón de manta y huaraches de cuero… en fin, de todo lo que se pudiera, siguió oficiando Misa en casas particulares, confesando, dando la extremaunción y repartiendo Comuniones en las que él llamó “Estaciones Eucarísticas”. Y como si tanto trabajo no bastase, se daba tiempo para impartir conferencias a choferes y pláticas a señoritas, por mencionar dos ejemplos.

Fotografía del Beato Miguel Agustín Pro Juárez, editada y mejorada por la autora.

Sin embargo, pese a su agudeza y audacia, la policía no descansaba en su empeño por capturarlo. El mismo padre Pro sabía que su cabeza estaba puesta a precio y que se ofrecía una gratificación a quien lo denunciara. Por ende, humana y cristianamente hablando, no se hacía ilusiones. Una vez, luego de un lance arriesgado, una de las religiosas de la congregación a la que auxiliaba, le dijo:

—¡Padre, esto acabará en el martirio!

Y el aludido, con picardía, repuso:

—¡Hum! No se ha hecho la miel para la boca de Miguel.

Pero casi en seguida, adquiriendo un tono serio, añadió:

—¡Plegue al cielo que yo sea mártir! ¡Pidan mucho a Dios por mí!

Al partir a alguna aventura peligrosa, decía: “¡A ver si por fin alguna vez me es concedida la gracia del martirio!

Otro testigo, en una declaración que recoge el P. Antonio Dragón –quizá el biógrafo más conocido y relevante del Beato–, refiere:

Fotografía del Beato Miguel Pro cuando todavía estudiaba en Bélgica, debido a su destierro forzado (a causa de la persecución religiosa desatada por la revolución carrancista). Imagen mejorada por la autora.

“Desear el martirio era en él como una obsesión. Con frecuencia le oí pedir oraciones para obtener de Dios esa gracia. «Pedid a Dios que me fusilen, decía en su humildad: porque solamente así podré ir al cielo. Pedid a Dios que me envíen a Chihuahua, donde la persecución es más violenta». Yo le respondí que no pedía a Dios tonterías. Si Dios lo quería mártir, bien podía hacerlo morir entre nosotros” (1934, p. 200).

Hasta aquí ya quedó bien establecida la magnitud de las aspiraciones del padre Miguel Pro. Pero ¿qué decir sobre sus “planes” para cuando sobreviniese el codiciado momento?

La respuesta a ello reside en una conversación, sostenida casi en vísperas del sacrificio, con Jorge Núñez Prida. Éste, directamente, le había preguntado:

—¿Qué haría usted si el gobierno lo apresara para matarlo?

Y el clérigo, con sencillez y como quien lo tiene pensado y fraguado con mucha anterioridad, respondió:

Pediría permiso para arrodillarme, tiempo para hacer un acto de contrición, y morir con los brazos en cruz gritando: “¡Viva Cristo Rey!”

Por último, en lo que toca a la corazonada o intuición de que muy pronto sería ultimado, el padre Pro también manifestó ese pensamiento apenas unas jornadas antes de que aconteciera. Veamos cómo pasó todo.

El 6 de diciembre de 1926, Guadalupe García le remitió una medalla religiosa al sacerdote. Precisamente un par de días antes, el 4, el héroe había sido arrestado y encarcelado por primera ocasión, en Santiago Tlatelolco. Hasta allí todo bien.

Cuadro del P. Pro, pintado por el también jesuita Gonzalo Carrasco. Es una de las imágenes más conocidas y difundidas sobre su iconografía.

No obstante, el 16 de noviembre de 1927, justamente la fecha en que se escondió con sus hermanos en la casa de la señora Valdés, su última anfitriona, el padre se presentó en casa de Guadalupe y, sin proferir vocablo alguno, le devolvió la medalla.

«Yo no quería recibirla, nos narra la persona en cuestión; pero él me dijo textualmente estas palabras: “¡Guárdala! ¿para qué quieres que quede sobre un cuerpo destrozado?”»

Este incidente, nos señala el P. Rafael Martínez Torres, “parece un indicio significativo de que el P. Pro conocía por luz sobrenatural que moriría mártir, puesto que precisamente en esos días se le había dado orden de salir del país. La fecha estaba fijada para el día 19, el siguiente a cuando fue aprehendido” (1976, p. 372).

Al día posterior de aquella escena, el futuro mártir celebró el Santo Sacrificio de la Misa por vez postrimera. Y en la madrugada del 18, fue aprehendido por un nutrido grupo de soldados y agentes de la policía secreta.

Sus deseos de sacrificar su existencia terrena por Cristo, harto tiempo acariciados y esperados, estaban por tornarse realidad viva.

¿Cumpliría sus planes de hincarse, orar a Dios y sucumbir con los brazos en cruz mientras pronunciaba el vítor que tantos, en los campos de batalla, ante los rifles o con el dogal al cuello, exhalaban?

Detalle de una fotografía del P. Pro, con apenas unos meses de ordenado, tomada en Enghien, Bélgica, en el mes de diciembre de 1925. Instantánea tomada por uno de sus condiscípulos jesuitas. Imagen editada y mejorada por la autora.

Aunque la contestación a la interrogante ya se conoce, sea por instantáneas, sea por la película de Miguel Rico Tavera (2007) o por alguna otra representación, la abordaremos largo y tendido en la siguiente entrada, cierre y culmen de esta.

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Bibliografía:

Dragón, A. (1934). Por Cristo Rey. El Padre Pro. México: Buena Prensa.

Ramírez Torres, R. (1976). Miguel Agustín Pro. Memorias biográficas. México: Tradición.

Profanación y portento en la antigua Basílica

103 aniversario del atentado contra la imagen de la Virgen de Guadalupe

Lic. Helena Judith López Alcaraz

La imagen de Santa María de Guadalupe en el altar mayor de la antigua Basílica. Imagen: Foto Gamboa. Ampliación por la autora.

En una fecha como esta, pero de 1921, hace justo 103 años, el 14 de noviembre, la imagen de la Guadalupana plasmada en el ayate de San Juan Diego sufrió un atentado dinamitero en la antigua Basílica, otrora Colegiata de Guadalupe, en la que había tenido lugar la Coronación Pontificia de la Reina de México en 1895. En esta entrada abordaremos este suceso de forma breve, pensando en que el acontecimiento ya es bastante conocido, en términos generales, y en que no es preciso que nos explayemos como en otras ocasiones.

Estado en el que quedó el altar mayor de la antigua Basílica de Guadalupe luego del atentado perpetrado el 14 de noviembre de 1921. Edición y mejora de imagen por la autora.

El autor del siniestro sacrílego fue Luciano Pérez Carpio, empleado del gobierno y ferrocarrilero de oficio, quien vestido como un obrero más, ingresó a la Basílica colocó una ofrenda floral cerca de la tilma, en el altar, y se alejó con rapidez. En seguida, un hórrido y fortísimo estruendo sonó a los pies de la Morenita y se extendió a todo el recinto y a las manzanas vecinas, alcanzando un radio de un kilómetro.

Fotografía de Luciano Pérez Carpio, autor material del atentado contra la imagen de la Virgen de Guadalupe. Imagen: INAH (Instituto Nacional de Antropología e Historia). Mejora y edición de imagen por la autora.

El florero que había dejado Pérez Carpio contenía veintinueve varas de dinamita. Al producirse el estallido, los vidrios de las casas de quince metros a la redonda se rompieron, trocándose en añicos que se esparcieron por doquier; la base de mármol del altar y los candelabros se destruyeron por completo, tornándose en escombros; y el Crucifijo de bronce que estaba junto al venerado lienzo, el cual recibió todo el impacto explosivo, se dobló y deformó… Pero la imagen bendita, pintada por Dios mismo el 12 de diciembre de 1531, quedó portentosamente intacta. ¡Ni siquiera el vidrio que la resguardaba se estrelló o rompió!

Estado en el que quedó el Crucifijo del altar después del estallido de las dinamitas que Pérez Carpio colocó en el florero. A partir de entonces se le llamaría «el Santo Cristo del Atentado». Fotografía: INAH. Edición y mejora de imagen por la autora.

Fue algo científica y humanamente inexplicable. Sin duda –y así lo creyeron todos los fieles–, Jesucristo había protegido a Su Madre.

Los peregrinos y visitantes, justamente indignados, quisieron linchar a Pérez Carpio. Pero el presidente Álvaro Obregón Salido mandó que fuese protegido: agentes de la policía lo resguardaron y se lo llevaron en un camión militar.

Titular del diario tapatío El Informador, fechado el 15 de noviembre de 1921, en el que se dio la noticia del atentado. En el texto se dice (véase resaltado gris) que se afirmó que fueron tres los perpetradores, pero esto no fue así. Por el contrario, además de los daños provocados por la dinamita, sí fue verídico que la indignación cundió entre los feligreses, independientemente de su condición social. Edición de imagen por la autora.

Aquel fue uno de los numerosos atropellos contra los católicos que quedaron impunes durante el mandato obregonista. Una vez más, quedó más que patente que quienes arremetieran contra el catolicismo gozaban de la venia y de la connivencia del presidente sonorense. Basta recordar –por mencionar sólo algunos ejemplos– los bombazos en los Arzobispados de México y de Guadalajara y las banderas rojinegras izadas en las Catedrales tapatía y moreliana. Todo esto había ocurrido en el transcurso de aquel mismo año, 1921. El atentado contra la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe en la capital no fue sino el colofón de los crímenes y ataques anteriores.

Sin embargo, a pesar de que el gobierno se lavó las manos a semejanza del procurador romano que dio pie a esta expresión, aquello no detuvo a los católicos. En los días siguientes, numerosas personas acudieron a desagraviar a la Reina del Anáhuac. El 18 de noviembre, el comercio de la Ciudad de México cerró durante cinco horas como protesta por el atentado.

Los fieles católicos acudiendo a hacer actos de desagravio por el atentado a la antigua Basílica de Guadalupe, en los días posteriores a la agresión. Fotografía del INAH.

A su vez, la egregia Asociación Católica de la Juventud Mexicana, futuro semillero –y muy fructífero, hay que decir– de héroes y de mártires durante el clímax de la persecución religiosa y en la Guerra Cristera, convocó a una manifestación pacífica, que finalizaría en la Catedral Metropolitana. Esa misma tarde, al finalizar la marcha, fue entonado un Te Deum solemne para agradecer a Dios el haber preservado intacta la imagen de la Santísima Virgen de Guadalupe.

Poco después, al acrecentarse las asechanzas en contra del clero católico y de los fieles, el lienzo sagrado, pintado por Dios, fue escondido y sustituido por una copia. La pintura que reemplazó temporalmente el Sagrado Original fue pintada por Rafael Aguirre. Dado que los colores eran mucho más encendidos, el abad Feliciano Cortés decidió opacar él mismo el vidrio con cenizas, para que los visitantes no se percatasen de la sustitución.

Relato de los sucesos de aquel 14 de noviembre de 1921, que se puede encontrar dentro de la antigua Basílica de Guadalupe, hoy templo Expiatorio de Cristo Rey. Imagen: Infobae.

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Tomado, con algunas modificaciones, de la publicación hecha por la autora en su página Testimonium Martyrum, que puede leerse aquí: https://www.facebook.com/TestimoniumMartyrum/posts/1102646508532359

“Que es de María la Nación…” (II)

La Coronación Pontificia de la Santísima Virgen de Guadalupe (Segunda parte)

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Portada alusiva al título y al tema de la entrada. Al fondo, la Colegiata de Guadalupe, antigua Basílica; y en el centro, flanqueada por la bandera mexicana y por la corona que se impuso a la venerada imagen que Dios pintó en el ayate de Juan Diego, Nuestra Señora de Guadalupe. Edición de imagen por la autora.

Una vez que el arreglo y remodelación de la Colegiata de Nuestra Señora tocó a su desenlace, y que Antonio Plancarte y Labastida anunció la tan ansiada fecha de la Coronación Pontificia, tanto D. Próspero María Alarcón y Sánchez, a la sazón Arzobispo de México, como los otros prelados de la República, participaron a sus diocesanos la fausta y acariciada noticia, a la par que, como lo ameritaba la ocasión, giraron los respectivos programas para las fiestas que habrían de prepararse. Como parte esencial se difundió la siguiente oración:

“¡Salve, Augusta Reina de los Mexicanos! Madre Santísima de Guadalupe ¡Salve! Ruega por tu Nación para conseguir lo que Tú, Madre nuestra, creas más conveniente pedir. ¡Ave María!”

El 31 de mayo de 1895, día en que a la sazón –antes de las reformas litúrgicas de la década de 1960– se celebraba la fiesta de Santa María, Reina, Monseñor Alarcón publicó un pastoral convocatoria en la que decía que uno de los designios para la Coronación era “contribuír [sic] a que se estreche con nuevos vínculos de religiosa atención la verdadera fraternidad que debe existir entre los diferentes pueblos de este Nuevo Mundo con la nación mexicana” (citado en Cuevas, 2003, p. 415). No en vano poco después, tal como se dijo en el periódico poblano El Amigo de la Verdad, en la página 3 de su edición del 19 de octubre del mismo año –esto es, una semana después del evento–, comenzó a cundir el rumor de que se quería declarar a la Virgen de Guadalupe como Patrona de las Américas y de que los prelados mexicanos pensaban, seriamente, en solicitar al Papa la declaración correspondiente.

Monseñor D. Próspero María Alarcón, Arzobispo de México cuando se efectuó la Coronación Pontificia de la Virgen de Guadalupe. Imagen: Lugares INAH.

Más allá de habladurías –que jamás faltan–, fundadas o no, los preparativos para la Coronación se llevaron a cabo. Para disponer los ánimos de los fieles a la celebración de la grandiosa solemnidad, los eclesiásticos mexicanos dirigieron a los fieles de sus Diócesis respectivas una Carta Pastoral, en que les encarecían el imponderable beneficio que, en todos los sentidos, recibiría la nación con la Coronación de la Patrona y Madre de los mexicanos; y les proponían devotos ejercicios, rezos, obras de piedad y demás providencias para preparar no sólo el ánimo, sino el alma y el espíritu, para el suceso largamente ansiado.

En Morelia, el 15 de agosto, Monseñor Ignacio Arciga decretó que habría un solemne novenario de Misas en las diversas parroquias y en la Catedral. El 14 de septiembre, El Amigo de la Verdad anunció que en Puebla, por mencionar un caso, se celebraría en dicha Diócesis una Misa solemne en la Catedral y en todos los templos de la jurisdicción, a la par que a las 10 de la mañana, hora de México, se verificaría un repicar general de las campanas para anunciar que la Coronación había sido efectuada (tomo VII, número 49). Tales fueron las indicaciones de D. Francisco Melitón Vargas.

Fragmento del programa de festividades religiosas que se llevarían a cabo en Puebla con motivo de la Coronación Pontificia de la Virgen de Guadalupe, emitido por Monseñor Francisco Vargas, y publicado el 14 de septiembre de 1895 en El Amigo de la Verdad. Edición y resaltados por la autora.

Algo similar decretó Monseñor Atenógenes Silva, cabeza de la Diócesis colimense, y dio a conocer que el Santo Padre había concedido la posibilidad de ganar una indulgencia plenaria a todos los fieles que, cumpliendo las condiciones habituales, rezaran ante una imagen de la Guadalupana y tomaran en cuenta las intenciones del Papa (Álbum de la coronación de la Sma. Virgen de Guadalupe, 1895, p. 16).

Este es sólo tres de los incontables ejemplos de cómo cada región eclesiástica de la República se dispuso para los festejos en honor de Aquella que, oficialmente, sería coronada como Soberana de la Nación. Fue un clarísimo mentís a las declaraciones vertidas en la primera plana del capitalino El Diario del Hogar, en su edición del 6 de octubre de 1895: en ellas se garantizaba que “el espíritu religioso puede subsistir y seguramente subsiste en muchas conciencias sinceras, pero el espíritu fanático va desapareciendo rápidamente. Lo prueba de un modo claro es casi fracaso de la coronación” (p. 1, año XV, número 18). A los católicos no les importaban, ni remotamente, las críticas acerbas de los liberales, masones y jacobinos.

Para ellos sólo eran realidad las siguientes palabras, con las que principiaba la introducción del Álbum de la coronación que se imprimió poco más tarde:

“Pronto, con el favor de Dios, será coronada la Virgen Santísima de Guadalupe, por / la fé y la piedad de un pueblo, que apenas nació ayer y ya se ha abrevado con las / amargas aguas de todos los dolores y todos los desengaños; que en ménos de un si- / glo ha sido atribulado con todas las aflicciones, con que otros pueblos no han sido / probados sino en el transcurso de muchos siglos. Llena está de lágrimas, pero tam- / bien de enseñanzas, la escuela del dolor: no hay oración más intensa ni más férvida, / que la que se levanta desde el profundo y pavoroso abismo de la desolación.

Al elevarlo hoy México, implorando el socorro de la Virgen Poderosa, levanta / su rostro bañado con las lágrimas del dolor de su pasado y de los terrores de su / porvenir. La Coronación de la Santísima Virgen de Tepeyac, será el acto más solemne de su / piedad y el más grandioso suceso en sus anales religiosos. La plegaria que la nación mexicana / elevará á la Virgen Santísima al coronarla, será el suspiro inmenso de su ternura, que después / de repercutir en los cristales de sus lagos y en las crestas de sus montañas se irá difundiendo so- / bre las olas de ambos mares; el himno interminable de su amor, que resonando de corazón en / corazón sobre las generaciones futuras, llegará hasta los lindes de la eternidad” (1895, p. 9).

El 28 de septiembre de 1895, el Abad Plancarte y Labastida, designado como tal desde el mes de junio anterior, tomó posesión de su flamante cargo ante la venerada imagen. Esto fue a petición de los demás miembros del Episcopado Mexicano; a juicio de Gutiérrez Casillas, así le recompensaron “sus personales merecimientos y el haber llevado a término las obras del santuario” (1984, p. 363).

Antonio Plancarte y Labastida (1840-1898), que fue nombrado Abad de la Colegiata de Guadalupe con motivo de la Coronación Pontificia.

Un par de jornadas después, al alba del 30 de septiembre, el portentoso ayate de Juan Diego fue conducido y puesto en el trono dispuesto para la que, al cabo del magnífico docenario, sería coronada oficial y canónicamente como Reina de México, para demostrar, en efecto, “que es de María la Nación”. Un acontecimiento imprevisto vino a revivir las álgidas discusiones entre los antiaparicionistas y quienes sí creían, con todo fervor, en los milagrosos hechos de diciembre de 1531: con gran pasmo, se observó […] que la corona de diez rayos o puntas de oro, que desde el principio cubría su cabeza, había desaparecido, pero sin ninguna huella de raspadura u otra violenta acción humana” (Gutiérrez Casillas, 1984, p. 363). Era como si Dios mismo, Quien pintó aquel incomparable y celestial cuadro, hubiese esperado a la Coronación Pontificia para remover la corona primigenia que, como Soberana que es, Él le había colocado a la Bienaventurada siempre Virgen María.

Al enterarse de aquel suceso, nos sigue contando José Gutiérrez Casillas, “no faltó quien contra el testimonio de todos los escritores guadalupanos y dictamen de 1751 [aún en vida de Boturini, el autor original del proyecto de coronar a Nuestra Señora de Guadalupe (1)] del pintor Cabrera, y en oposición a todas las copias y estampas conocidas, dijera que jamás se había probado la existencia de corona en el cuadro” (p. 363). Otros fueron más lejos y sostuvieron, hasta el cansancio y sin disponer de pruebas, que alguna mano atrevida había borrado la corona.

Lo que indiscutible, subraya Gutiérrez, es que la imagen de la Morenita sí la tuvo, y también que entonces, cuando la Coronación Pontificia estaba a la puerta, ya no la tenía. Pero, según lo explica el autor, no se esclareció la forma –humanamente hablando, por supuesto– en que desapareció, ni el momento preciso en que eso ocurrió.

Al margen de las exaltadas disputas, el santuario fue bendecido el 1 de octubre de 1895 por Monseñor Alarcón, quien consagró el altar mayor con los ritos de rigor –el lector puede averiguar un poco al respecto en la entrada “León a los pies de Nuestra Señora”–. Con ello se inauguraron las festividades.

Altar mayor y trono de la Santísima Virgen de Guadalupe, dispuestos para la Coronación Pontificia, el día en que el primero fue consagrado, 1 de octubre de 1895. Imagen tomada del Álbum de la coronación de la Sma. Virgen de Guadalupe y mejorada y editada por la autora.

Sólo cuatro prelados no asistieron a la Coronación. El Amigo de la Verdad, en su edición del 19 de octubre, especificó sus nombres: Pedro Loza y Pardavé, José María Cázares y Martínez (Obispo de Zamora), Herculano López de la Mora (de Sonora). Pero también, hay que reconocerlo, proveyó el listado de todos los Príncipes de la Iglesia que sí fueron y que, para no cansar al lector, no transcribimos; mejor incluimos el fragmento del facsímil.

Listado de los Obispos –y su respectiva jurisdicción eclesiástica– que concurrieron a la Coronación Pontificia de la Virgen de Guadalupe, publicado por El Amigo de la Verdad una semana después del evento. En la columna de al lado se menciona, por su parte, la idea de declarar a la Guadalupana como Patrona de las Américas, que ya desde entonces comenzó a circular. Edición y recuadros por la autora.

El 12 de octubre de 1895, incluso antes de la aurora, las calles de la Ciudad de México se fueron llenando de asistentes de forma paulatina, los cuales, emocionados, se encaminaron hacia la Colegiata. No faltaron feligreses que habían arribado desde la víspera.

A las cuatro de la madrugada ya había una nutrida multitud junto a la reja, y media hora después el P. Alberto Cuscó Mir celebró la Misa. Cuando acabó el Santo Sacrificio, ya la luz del alba comenzaba a pintar, con sus bellos matices, los muros del recinto sagrado y todo en derredor. Para aquel instante, la Villa se encontraba pletórica de gente. A las siete de la mañana, una hora antes de la que se había previsto para iniciar la egregia ceremonia, ya no se podía dar un paso cerca del templo.

Aprobación y bendición autógrafas de D. Próspero María Alarcón para la publicación del Álbum de la coronación de la Sma. Virgen de Guadalupe. Mejora de imagen por la autora.

A aquella muchedumbre, finalmente, se sumaba “la que habían transportado ciento diez coches desde el Distrito Federal, de los que sesenta y seis eran de primera clase y cuarenta y tres de segunda, doscientos cincuenta y seis carruajes particulares; ciento y tantos de alquiler: varios guayines; numerosos carros y carretas y las innumerables personas, que ya por devoción, ya por falta de vehículo, emprendían la marcha a pie” (Álbum de la coronación de la Sma. Virgen de Guadalupe, 1895, p. 83).

Colegiata de Guadalupe, antigua Basílica, donde se realizó la Coronación Pontificia de la Morenita del Tepeyac. Así lucía en 1895, precisamente ese año. Imagen tomada del Álbum de la coronación de la Sma. Virgen de Guadalupe y mejorada y editada por la autora.

El mismo Álbum nos dice que, casi al tiempo que llegaban los vehículos,

“entraron por la puerta que se designó para dar entrada a los sacerdotes, que es la del ábside, doce caballeros, previamente nombrados por el Ilustrísimo Señor Abad para hacer la recepción en las respectivas puertas, en cada una de las cuales estaba un comisionado, un Sacerdote y un gendarme para conservar el orden en el templo […]. Estos Señores vestían de rigurosa etiqueta, y en el ojal del frac llevaban un distintivo que consistía en una medalla, que tenía en el anverso la Imagen de Guadalupe, y en el reverso San Felipe de Jesús; suspendida de una roseta de color morado y café” (p. 83).

A las siete y media, aproximadamente, los Obispos y Arzobispos se apersonaron en la Colegiata y empezaron a entrar por la puerta de honor, es decir, la del Colegio de Infantes. Los carruajes en los que iban se aproximaron con suma dificultad, ya que, aunque estaba destinada exclusivamente para ellos, el Cuerpo diplomático, madrinas, bienhechores, notarios y parte del servicio especial del Coro, la multitud de fieles de toda edad y condición social que pretendía introducirse en el templo era incalculable. Todos se esforzaban por ingresar por donde se pudiera, sin importar cómo.

Por último, por la puerta antedicha, entró una representación de indígenas de Cuautitlán, de donde era originario Juan Diego –para entonces no elevado a los altares–, compuesta por veintiocho integrantes: cada uno representaba a una de las Diócesis mexicanas. Dicha iniciativa, con aprobación del Abad Plancarte, había sido de D. Ramón Ibarra y González, Obispo de Chilapa.

Monseñor Ramón Ibarra y González, Obispo de Chilapa, autor de la idea de que veintiocho indígenas oriundos de Cuautitlán, lugar de nacimiento del vidente y mensajero de Nuestra Señora de Guadalupe, representaran a las Diócesis mexicanas en la ceremonia de la Coronación Pontificia. Retrato editado y mejorado por la autora.

La expectación se agigantaba, como también la emoción –y aun la ansiedad– de los presentes. El incontenible fervor y el piadoso entusiasmo de los católicos mexicanos que se habían dado cita para ser parte del acontecimiento llenaban la atmósfera y, simultáneamente, latían al unísono en los corazones de todos y de cada uno.

Faltaba media hora para que la ceremonia de la Coronación Pontificia de Santa María de Guadalupe tuviera lugar.

De ello, como broche de oro para esta serie, hablaremos en la tercera y última entrega.

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Bibliografía:

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Álbum de la coronación de la Sma. Virgen de Guadalupe. Reseña del suceso más notable acaecido en el Nuevo Mundo. Noticia histórica de la milagrosa aparición y del Santuario de Guadalupe. Desde la primera ermita hasta la dedicación de la suntuosa basílica. Culto tributado a la Santísima Virgen desde el siglo XVI hasta nuestros días (1895). Imprenta “El Tiempo” de Victoriano Agüeros. Digitalizado por la Universidad Autónoma de Nuevo León.

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