“Que es de María la Nación…” (I)

La Coronación Pontificia de la Santísima Virgen de Guadalupe (Primera parte)

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Fotomontaje que alude al título de esta entrada, conformado por la corona que se otorgó a la Virgen de Guadalupe, un fragmento de la venerada imagen y, al fondo, la antigua Basílica. Edición por la autora.

Para ningún mexicano es secreto que la Santísima Virgen, en su advocación de Guadalupe, es la soberana indiscutible de nuestro país y de nuestro terruño, al cual dejó su sagrada imagen. Desde que se apareció en el cerro del Tepeyac, en el lejano año de 1531, su importancia ha sido tal que la cultura mexicana, unión de españoles e indígenas, no puede comprenderse sin Ella y su portentosa intervención. No en vano los cristeros e incontables católicos entonaban con fervor aquellos versos del estribillo del celebérrimo himno “Tú reinarás” en el que afirmaban, con conmovedora convicción, que la Nación Mexicana le pertenece no sólo al Rey, el Hijo, sino también a la Reina, Su Madre:

“Reine Jesús por siempre,

reine Su Corazón,

en nuestra patria, en nuestro suelo,

que es de María la Nación”.

En el ocaso del siglo XIX, ya bajo el mandato de don Porfirio Díaz Mori, los católicos mexicanos sintieron el deseo de ratificar e institucionalizar el reinado de la querida y venerada Morenita en nuestra patria con todas las ceremonias canónicas requeridas. No fue, como señala Traslosheros (2002), el anhelo de unos cuantos, sino de la Iglesia mexicana en general, representada por sus prelados y feligresía (p. 105).

La idea no era nueva, cabe aclararlo: ya desde el siglo XVIII, el viajero e historiador italiano Lorenzo Boturini Benaduci (1698-1755), ferviente promotor de la devoción a la Guadalupana en la Nueva España, había gestionado el permiso del Vaticano, llevado a cabo la petición correspondiente el 18 de julio de 1738 y conseguido el decreto necesario en 1740. Por desgracia, Boturini fue terriblemente perseguido por el virrey Pedro de Cebrián y Agustín (1687-1752), V conde de Fuenclara, y eventualmente arrestado y deportado a España en 1743. Un año antes de su muerte, en 1754, el Papa Benedicto XIV emitió el Breve Non est quidem, por el que la Santa Sede reconocía a Nuestra Señora de Guadalupe como patrona universal de la Nueva España, en respuesta a la solicitud del jesuita criollo Juan Francisco López (Escamilla González, 2010, p. 254). Pero la Coronación no se efectuó, y Boturini murió sumido en la pobreza en mayo de 1755.

Lorenzo Boturini, autor original de la idea de coronar canónicamente la bendita imagen de Nuestra Señora de Guadalupe. Tristemente su iniciativa no tuvo éxito.

A pesar de la educación laicista y de corte netamente positivista que proliferó en las escuelas oficiales durante el Porfiriato, la intensidad de la vida católico en México se dejó sentir con renovado vigor. La frecuencia creciente en la recepción de los Sacramentos, el aumento de asociaciones piadosas y la intensificación de la piedad en templos y hogares que permitió la política de tolerancia del presidente Díaz se vio fortalecida por aquel anhelo, acariciado desde tiempos pasados. A decir del padre jesuita Mariano Francisco Cuevas García, tanto el pueblo mexicano como el sentido católico de la nación en sí “necesitaba ya una explosión de devoción y de afecto […]. En estos casos, por un impulso de sangre, México dirige sus miradas instintivamente hacia el Tepeyac” (2003, p. 413). Había sonado el momento de retomar el sueño fallido de Boturini.

Según Gutiérrez Casillas (1984), la idea de coronar solemnemente a la Guadalupana fue revivida en 1885. Mariano Cuevas menciona, por su parte, que esto se suscitó poco después, en 1886, a raíz de que en Jacona (Michoacán), perteneciente a la Diócesis de Zamora, se había llevado a cabo la coronación de Nuestra Señora de la Esperanza. Allí, de acuerdo con Cuevas, “varios eclesiásticos allí presentes, entre ellos el Sr. Arzobispo Labastida, tuvieron o renovaron el deseo de que la Virgen Santísima de Guadalupe fuera canónicamente coronada con todo el esplendor que podía esperarse del entusiasmo y magnanimidad del pueblo mexicano” (2003, p. 413).

La solicitud formal fue enviada a la Ciudad de las Siete Colinas el 24 de septiembre de 1886, a nombre del Episcopado Mexicano y suscrita por tres personajes notables dentro de aquél y de la jerarquía eclesiástica de nuestro país en general en aquel instante: el Arzobispo de México, Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos; el Arzobispo de Michoacán, José Ignacio Árciga, XXXIII Obispo de Morelia; y el II Arzobispo de Guadalajara, Pedro Loza y Pardavé. Por aquellos ayeres el Sumo Pontífice era Gioacchino Vincenzo Pecci, que había tomado el nombre de León XIII y que, hasta la fecha, es recordado como el Papa de la doctrina social de la Iglesia y como el autor de la famosa Encíclica Rerum Novarum (1891), acerca de las condiciones de los trabajadores.

Su Santidad León XIII (1810-1903), quien aprobó la Coronación Pontificia de la Guadalupana en febrero de 1887.

Sólo un obispo mexicano, nos dice Gutiérrez Casillas (1984, p. 362), no otorgó su consentimiento para el proyecto de la Coronación: Eduardo Sánchez Camacho, obispo de Tamaulipas. Cuevas, por el contrario, omite la cuestión. La oposición de Sánchez causó escándalo tanto entre sus compañeros del Episcopado como entre los fieles, y se sumó a una larga lista de acciones que, en honor a la verdad, no correspondían a la de un obispo católico que salvaguardara la fe cristiana, a la misma jerarquía y a la Iglesia misma: no sólo había condenado las peregrinaciones al Tepeyac y las apariciones, sino que, asimismo, no vaciló en llamar “valientes soldados, hombres ilustrados” a los masones, enemigos jurados del catolicismo. Éstos, inclusive, lo habían felicitado en varias ocasiones.

Dejando lo anterior de soslayo, y sin importar lo acontecido, el mensaje arribó a Roma. La contestación del Vicario de Cristo fue bastante rápida. El 8 de febrero de 1887, el Papa expidió en Roma el Breve por el cual autorizaba la Coronación Pontificia. Transcribimos enseguida la traducción al español:

“Se nos ha presentado la relación de que todos los fieles de la Nación Mexicana veneran desde hace mucho tiempo, con singulares muestras de piedad y confianza, a la bienaventurada Virgen María bajo el título de Guadalupe; y con mucho empeño desde el año de 1740 habían suplicado al Cabildo Vaticano que la Imagen célebre en prodigios, fuese condecorada con corona de oro; pero las circunstancias civiles de México habían sido tales, que hasta ahora no ha podido tributarse este solemne obsequio de culto y devoción. Al presente, empero, los arzobispos y obispos de la Nación Mexicana, secundando los deseos de los fieles que les están encomendados, en la ocasión de que nos vamos a celebrar el quincuagésimo aniversario de nuestra Primera Misa, habiéndonos rogado con muchas instancias que para el próximo mes de diciembre les demos facultad de decorar a la supradicha dicha imagen con preciosa diadema, en Nuestro nombre y con Nuestra autoridad hemos benignamente acordado acceder a esta súplica […]. En virtud de Nuestra apostólica autoridad, por el tenor de las presentes, concedemos que el arzobispo de México, o uno de los obispos de la Nación Mexicana elegido por él, en cualquier día del próximo mes de diciembre, y observando lo que por derecho debe observarse, imponga solemnemente en Nuestro nombre y con Nuestra autoridad la corona de oro a la mencionada imagen de la bienaventurada Virgen María de Guadalupe” (citado por Gutiérrez Casillas, 1984, p. 362).

Sin embargo, en términos eclesiásticos y canónicos, para los príncipes de la Iglesia Católica en México no bastaba con realizar la Coronación, sino también que se concediera un nuevo oficio litúrgico para celebrar anualmente a la Virgen de Guadalupe. Así pues, con ello en mente, el 27 de noviembre de 1889, D. Pedro Loza dio los primeros pasos para la consecución de dicho oficio.

Monseñor Pedro Loza y Pardavé, Arzobispo de Guadalajara, uno de los principales gestores del proyecto de la Coronación Pontificia de la Guadalupana ante la Santa Sede. Imagen mejorada por la autora.

Al margen de la incredulidad que las apariciones suscitaron en muchos creyentes, al grado de que el connotado historiador católico Joaquín García Icazbalceta se coronó como cabeza del movimiento antiaparicionista, las gestiones tanto para el oficio guadalupano como para la Coronación Pontificia prosiguieron. El 12 de febrero de 1882, los Obispos mexicanos se dirigieron oficialmente a la Santa Sede en demanda del Oficio ya descrito, en el que –explicaron– “más explícitamente constara la aparición y origen de la venerada imagen” (Gutiérrez Casillas, 1984, p. 361). Los adversarios de la autenticidad del suceso guadalupano no se quedaron de brazos cruzados: a su vez, enviaron al Vaticano las objeciones correspondientes en lengua latina, incontables cartas y hasta un agente que litigara en favor suyo. Los prelados, como respuesta, comisionaron al P. Francisco Plancarte Navarrete para rebatir los razonamientos antiaparicionistas.

Joaquín Icazbalceta, gran opositor de las apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe.

Después de una prolongada expectación de catorce meses, durante los cuales los cardenales consideraron y sopesaron la cuestión, el ansiado decreto fue emitido. Era el 6 de marzo de 1894. En el documento se aprobaba, íntegro, el ambicionado oficio.

Mientras tanto, de forma simultánea, el proyecto de la Coronación había seguido en pie, pero sin consumarse todavía. A pesar de que, como ya vimos, Su Santidad León XIII había dado su venia, lamentablemente hubo un obstáculo más, de índole más humana y subjetiva, que pausó la iniciativa: la idea de renovar y ensanchar la Colegiata de Guadalupe, regenteada por D. Antonio Plancarte y Labastida, que había cursado estudios en el Seminario Tridentino de Morelia.

Mariano Cuevas, que vivió aquellos acontecimientos –el tomo quinto de su obra Historia de la Iglesia en México fue publicado originalmente en plena persecución religiosa, en 1926–, no tiene reparo en afirmar que, si bien “el celo y abnegación demostrados por D. Antonio […] en la colecta de fondos y dirección de los trabajos de la Colegiata, fueron ciertamente notorios y edificantísimos”, el decorado final “resultó heterogéneo, exótico, lúgubre, y en su conjunto inferior al antiguo que para entonces se inutilizaba” (2003, p. 413).

Colegiata de Guadalupe (antigua Basílica) en una pintura de Luis Coto, año 1859. Su primera piedra fue colocada el 12 de marzo de 1695. En 1904 sería elevada al rango de Basílica. Fue allí donde, el 14 de noviembre de 1921, la bendita imagen sufrió el célebre atentado dinamitero.

En opinión de este historiador eclesiástico, la remodelación no sólo significó un gasto innecesario, sino un lamentable motivo para diferir por siete años la Coronación Pontificia de la Virgen de Guadalupe. A su juicio, más habría valido gastar los recursos recaudados para edificar otro templo, o al menos una capilla, en la cumbre del cerrito del Tepeyac (2003, p. 413). Gutiérrez Casillas, en contraste, considera que la intención de Plancarte y Labastida fue buena, y que todo se hizo “para que la solemnidad de la coronación correspondiera a la grandeza del proyecto, que era el hacer a la Madre de Dios, bajo su advocación nacional, un obsequio de culto y devoción”, de allí que “se pensó en reformar con esplendidez su santuario” (1984, p. 363). Siete años, siete meses y siete días –¿mera casualidad de las cifras o una coincidencia divina?– tuvo que permanecer la sagrada imagen en la iglesia de Capuchinas, aguardando pacientemente –y con ella, todo el pueblo católico mexicano– la conclusión de las obras. Fueron siete años “que los mexicanos nos parecieron siglos” subraya Cuevas (p. 413).

Antonio Plancarte y Labastida, encargado de la Colegiata de Nuestra Señora de Guadalupe, cuya remodelación demoró la Coronación Pontificia de la Guadalupana por siete años.

Zanjado el asunto de la Colegiata, en abril de 1895, los trabajos finalizaron. El camino quedó libre –¡por fin!– para la Coronación Pontificia de la Santísima Virgen de Guadalupe. Labastida fue quien anunció la fecha de la magna jornada: el 12 de octubre, el Día de la Raza y de la Hispanidad y festividad de Nuestra Señora del Pilar, de aquel mismo año.

De los preparativos para aquel día y los pormenores del mismo, que bien vale la pena rescatar con el mayor cuidado y esmero posibles, nos ocuparemos en otra entrada.

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Bibliografía:

Cuevas, M. (2003) Historia de la Iglesia en México. Tomo V. México: Porrúa.

Escamilla González, I. (2010). La piedad indiscreta: Lorenzo Boturini y la fallida coronación de la Virgen de Guadalupe. En: Francisco Javier Cervantes Bello (coord.), La Iglesia en Nueva España. Relaciones económicas e interacciones políticas. Benemérita Universidad Autónoma de Puebla – Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades. pp. 229-555.

Gutiérrez Casillas, J. (1984). Historia de la Iglesia Católica en México. México: Porrúa.

Ramos Aguirre, F. (14 de febrero de 2022). Eduardo Sánchez Camacho, obispo, liberal y anti-guadalupano. Paso Libre-Grecu (Grupo de Reflexión sobre Economía y Cultura). https://pasolibre.grecu.mx/eduardo-sanchez-camacho-obispo-liberal-y-anti-guadalupano/

Sánchez y de Mendizábal, M. A. (17 de diciembre de 2023). La corona de Santa María de Guadalupe. Centro de Estudios Guadalupanos. UPAEP. https://historicoupress.upaep.mx/index.php/opinion/editoriales/desarrollo-humano-y-social/6957-la-corona-de-santa-maria-de-guadalupe

Traslosheros, J. E. (2002). Señora de la historia, Madre mestiza, Reina de México. La coronación de la Virgen de Guadalupe y su actualización como mito fundacional de la patria, 1895. Signos históricos. 4(7). https://signoshistoricos.izt.uam.mx/index.php/historicos/article/view/89

«Ley Calles» y suspensión de cultos en toda la República: Carta Pastoral Colectiva de 1926

Lic. Helena Judith López Alcaraz

En una fecha como esta, pero de 1926, hace 98 años, fue suscrita y publicada la Carta Pastoral Colectiva de los obispos mexicanos anunciando la suspensión de cultos a lo ancho y largo de México, a partir del 1 de agosto de aquel año, y hasta nueva orden. En dicha fecha entrarían en vigor las atroces reformas en materia religiosa hechas al Código Penal, la famosa “Ley Calles”, que el presidente Plutarco Elías Calles había propuesto a las Cámaras. Los eclesiásticos estaban convencidos de que era la única forma que les quedaba para protestar por las legislaciones persecutorias, en particular esta última, que era el culmen de todas las anteriores.

Grupo de prelados mexicanos, entre ellos don José Mora y del Río, oriundo de Pajacuarán, Michoacán, y don Francisco Orozco y Jiménez, nacido en Zamora, en la misma entidad. Montaje tomado de la página de Facebook Testimonium Martyrum –expresión latina para «Testimonio de los Mártires»–.

La Carta, “dada en la Fiesta del Apóstol Santiago, a veinticinco de julio de mil novecientos veintiséis”, fue firmada por un total de treinta y ocho prelados: además de los pertenecientes a las diversas Diócesis y Arquidiócesis, la suscribieron los obispos Titulares de Derbe, Anemurio, Dahora y Ciña de Galicia.

Compartimos con ustedes tres párrafos de aquel documento:

«[…] la Ley del Ejecutivo Federal promulgada el 2 de julio del presente año, de tal modo vulnera los derechos divinos de la Iglesia, encomendados a nuestra custodia; es tan contraria al derecho natural, que no sólo asienta como base primordial de la civilización la libertad religiosa, sino que positivamente prescribe la obligación individual y social de dar culto a Dios; es tan opuesta según la opinión de eminentes jurisconsultos católicos y no católicos, al derecho constitucional mexicano, que ante semejante violación de valores morales tan sagrados, no cabe ya de nuestra parte condescendencia ninguna. Sería para nosotros un crimen tolerar tal situación: y no quisiéramos que en el tribunal de Dios nos viniese a la memoria aquel tardío lamento del Profeta: “Vae mihi, quia tacui.” “Ay de mí, porque callé.”

[…]

En la imposibilidad de continuar ejerciendo el Ministerio Sagrado según las condiciones impuestas por el Decreto citado, después de haber consultado a Nuestro Santísimo Padre, Su Santidad Pío XI, y obtenida su aprobación, ordenamos que, desde el día 31 de julio del presente año, hasta que dispongamos otra cosa, se suspenda en todos los templos de la República, el culto público que exija la intervención del sacerdote.

[…]

No se cerrarán los templos para que los fieles prosigan haciendo oración en ellos. Los sacerdotes encargados de ellos, se retirarán de los mismos para eximirse de las penas que les impone el Decreto del Ejecutivo, quedando por lo mismo exentos de dar el aviso que exige la ley.»

El documento episcopal finalizaba exhortando a los fieles a la oración y a la penitencia, así como a evitar enviar a los hijos a las escuelas de gobierno –esto último, bajo pena de excomunión reservada al obispo–. También se describieron las penas canónicas en las que se podría incurrir quien, por ejemplo, a quienes se apropiasen de bienes eclesiásticos o contrajesen nupcias ante un ministro no católico. Por último, se expresó que el 1 de agosto, el primer día sin culto público en México, Su Santidad Pío XI oraría por esta nación en unión del orbe católico.

Primera plana del periódico tapatío El Informador, fechada el domingo 25 de julio de 1926, en el que se dio a conocer la medida tomada por el Episcopado. Edición y resaltados por la autora. En estos últimos puede observarse, pese a que es erróneo decir que dicho día se suspenderían los cultos, que se menciona la Carta Pastoral y los motivos que movieron a los obispos a tomar aquella extrema disposición; la aprehensión de Miguel Palomar y Vizcarra, famoso militante católico, en la capital; y diversos allanamientos en los hogares de diversos católicos, en la misma urbe.

El efecto producido por la Pastoral Colectiva en el pueblo católico mexicano fue terrible. Era como si les hubiese caído el mundo encima. Hoy en día podemos leer las palabras “suspensión de cultos de 1926” con bastante naturalidad, pero hace casi una centuria, constituyó un auténtico drama –que no una tragedia– para las personas de a pie, en su inmensa mayoría creyentes devotos o por lo menos sinceros en la profesión de su fe, que de la noche a la mañana se enteraron de que ya no podrían ir a Misa, casarse, confesarse, llevar a los hijos a bautizar o pedir la extremaunción. La práctica cotidiana de la religión, tan fundamental para ellos, les estaba siendo arrebatada.

Nutridas filas de fieles deseosos de recibir los Sacramentos en las últimas jornadas de culto público de julio de 1926. Fotografía editada por la autora.

Quizá en nuestros tiempos sea más difícil dimensionarlo en su justa medida, pero así lo sintió toda aquella gente. Para ellos, la suspensión de cultos fue una calamidad casi comparable a la propia persecución, más que establecida y sistemática, que sufrían por parte del régimen desde hacía ya considerable tiempo. ¿Acaso no bastaba que el gobierno limitara y castigara las actividades normales de un católico, que se acercara a Dios y manifestara su fe, como para que ahora la jerarquía eclesiástica también lo impidiera retirando los Sacramentos de los templos y disponiendo que sus sacerdotes se marcharan?

Para su alma y su corazón no existieron los largos párrafos de una Pastoral o las citas bíblicas que incluyeron los obispos en su texto; tampoco el asunto de las sanciones del Derecho Canónico. No: ellos sólo vieron las palabras:

“[…] ordenamos que, desde el día 31 de julio del presente año, hasta que dispongamos otra cosa, se suspenda en todos los templos de la República, el culto público que exija la intervención del sacerdote”.

Fragmento de la primera plana de El Informador, con fecha del miércoles 28 de julio de 1926, en el que se consignan tres sucesos concretos: la concurrencia masiva de los fieles católicos a los templos, en particular para recibir el Sacramento de la Penitencia, así como la celebración de nupcias canónicas y la impartición de numerosos bautismos y confirmaciones; el abandono de las iglesias por parte de los sacerdotes, en cumplimiento de lo dispuesto por la Carta Pastoral Colectiva; y los inventarios previos a la suspensión definitiva de los cultos a partir del domingo 1 de agosto del mismo año. Resaltados por la autora.

De nada sirvió que los prelados explicaran que no se trataba de imponerles la pena del entredicho –en la cual se prohíbe la recepción o impartición de Sacramentos y participar o celebrar en las ceremonias del culto aunque, a diferencia de la excomunión, el culpable no queda fuera de la comunión eclesial–.

Con todo, a los fieles mexicanos no les quedó más que acatar la directiva episcopal. Ingentes multitudes acudieron a los templos, oratorios, capillas y Catedrales para recibir los Sacramentos por última vez en casi tres años. Los presbíteros no se daban abasto para atender las filas de los confesionarios, las de los novios que querían unirse en matrimonio, las de los padres que cargaban a sus infantes para hacerlos renacer a la vida de la gracia. Los prelados, a su vez, administraron la Confirmación a otros tantos niños.

Recreación de las bodas masivas en los templos en los días anteriores a la suspensión de cultos de 1926 en la película Cristiada (2012), dirigida por el norteamericano Dean Wright. A pesar de los numerosos y significativos errores y tergiversaciones –algunos de ellos graves– que contiene la cinta, la asistencia en masa de los feligreses a las iglesias está muy bien representada. Hay que saber reconocer los aciertos.
Los padres de familia llevando a sus hijos a bautizar, uno tras otro, en los últimos días de culto público en 1926. Fotograma del filme Cristiada. Misma observación del pie de foto anterior.
Penitentes aguardan su turno para confesarse en las jornadas previas a la suspensión de culto de 1926. Fotograma del filme Cristiada.

Por fin, el 1 de agosto, que aquel año cayó en domingo, los badajos de las campanas no se movieron más para convocar al Santo Sacrificio de la Misa. Aunque la intención de los prelados, como vimos, era que las iglesias continuasen abiertas para los fieles, el gobierno procedió a su cierre forzoso. En algunos lugares, como la Capilla de Jesús y el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe en Guadalajara, Cocula (Jalisco) y Sahuayo de Díaz (Michoacán), se produjeron verdaderas reyertas entre los fieles y elementos de la policía o el ejército con tal de impedir la clausura de los recintos sagrados, con el consecuente saldo de muertos y heridos.

El terreno para el estallido final, el levantamiento armado, se iba preparando con cada vez mayor premura.

Compartimos, como cierre de la entrada, los nombres de pila de los eclesiásticos que suscribieron la Carta Pastoral Colectiva y sus respectivas jurisdicciones:

1.         José, Arzobispo de México.

2.         Martín, Arzobispo de Yucatán.

3.         Leopoldo, Arzobispo de Michoacán.

4.         Francisco, Arzobispo de Guadalajara.

5.         Juan, Arzobispo de Monterrey.

6.         José Othón, Arzobispo de Oaxaca.

7.         José María, Arzobispo de Durango.

8.         Pedro, Arzobispo de Puebla.

9.         Ignacio, Obispo de Aguascalientes.

10.      Francisco, Obispo de Cuernavaca.

11.      Amador, Obispo de Colima.

12.      Jesús María, Obispo de Saltillo.

13.      Emeterio, Obispo de León.

14.      Ignacio, Obispo de Zacatecas.

15.      Miguel, Obispo de San Luis Potosí.

16.      Vicente, Obispo de Sonora.

17.      Francisco, Obispo de Tulancingo.

18.      Manuel, Obispo de Zamora.

19.      Juan María, Obispo de Sonora.

20.      Francisco, Obispo de Querétaro.

21.      Rafael, Obispo de Veracruz.

22.      Manuel, Obispo de Tepic.

23.      Gerardo, Obispo de Chiapas.

24.      Antonio, Obispo de Chihuahua.

25.      Leopoldo, Obispo de Tacámbaro.

26.      Francisco, Obispo de Campeche.

27.      Agustín, Obispo de Sinaloa.

28.      Nicolás, Obispo de Papantla.

29.      Pascual, Obispo de Tabasco.

30.      José, Obispo de Huejutla.

31.      Jenaro, Obispo de Tehuantepec.

32.      Serafín, Obispo de Tamaulipas.

33.      Luis, Obispo de Huajuápan.

34.      José Guadalupe, Auxiliar de Monterrey.

35.      Maximino, Obispo Titular de Derbe.

36.      Luis, Obispo Titular de Anemurio.

37.      Francisco, Obispo Titular de Dahora.

38.      José de Jesús, Obispo Titular de Ciña de Galicia.

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Fuente:

Olivera Sedano, A. (2009). El cierre de las iglesias. Historias, (74), 105–112. Recuperado a partir de https://revistas.inah.gob.mx/index.php/historias/article/view/3122

Victoria electoral de Plutarco Elías Calles y la persecución religiosa en México

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Plutarco Elías Calles, sucesor de Álvaro Obregón. Imagen mejorada por la autora.

Un 6 de julio de 1924, hace ya un siglo, el general sonorense Plutarco Elías Calles obtuvo el 84% de los votos en la contienda electoral de aquel año, derrotando con ello al general Ángel Camacho Flores (1883-1926), candidato de la Liga Política Nacional, el Partido Nacional de México, la Unión Nacional Progresista y el Partido Obrero Evolucionista, y a Nicolás Zúñiga y Miranda, candidato independiente. Abajo se pueden apreciar sendas fotografías de ambos. El militar originario de Guaymas, por su parte, tomaría posesión de la presidencia de México el 1 de diciembre del mismo año, según la costumbre.

Dos cosas eran sabidas por los mexicanos a ciencia cierta. La primera, que los comicios –nada raro en la política mexicana, y menos en los tiempos de Juárez, Lerdo de Tejada y, obviamente los de don Porfirio Díaz Mori– habían sido una auténtica burla, ya que Calles, hasta el momento incondicional y compañero de lucha de Álvaro Obregón Salido, su coterráneo, había sido impuesto por éste como su sucesor. La segunda, que el flamante presidente electo era anticlerical y anticatólico a ultranza, mucho más que sus antecesores.

Es importante mencionar que no aguardó a 1926, año en el que se promulgó la ominosa y tristemente famosa ley que lleva su apellido, para emprender su vehemente campaña en contra de la Iglesia, del clero mexicano y de los feligreses. Ya desde su campaña, el 11 de mayo de 1924, en el teatro Ocampo de Morelia, en la capital michoacana, expresó:

Los generales sonorenses Álvaro Obregón Salido (1880-1928) y Plutarco Elías Calles (1877-1945).

“Dicen mis enemigos que soy enemigo de las religiones y de los cultos, y que no respeto las creencias religiosas. Yo soy un liberal de espíritu amplio, que dentro de mi cerebro me explico todas las creencias y las justifico, porque las considero buenas por el programa moral que encierran. Yo soy enemigo de la casta sacerdotal, del cura intrigante, del cura explotador, del cura que pretende tener sumido a nuestro pueblo en la ignorancia, a merced del explotador, del trabajador. Yo declaro que respeto todas las religiones y todas las creencias, mientras los ministros de culto no se mezclen en nuestras contiendas políticas con desprecio a nuestras leyes, ni sirvan de instrumento a los poderosos para explotar a los desvalidos” (Meyer, 1988, p. 143).

El 21 de febrero de 1925, con apoyo de Luis N. Morones, presidente de la Confederación Regional Obrera Mexicana –la CROM–,  fomentó una tentativa cismática frustrada. Para ello, facilitó el templo de Nuestra Señora de la Soledad, en la capital, y utilizó elementos de la policía y el ejército para desalojar el recinto y echar de allí a los católicos que querían seguir siendo fieles al Papa Pío XI y no ser parte de la nueva «Iglesia Católica Apostólica Mexicana», como le llamaron a su farsa. Sin embargo, los fieles que concurrían a aquella iglesia, al igual que la mayoría del pueblo católico de México, no aceptaron aquello. A la postre se entabló una reyerta entre ellos y los agentes policiales –preludio de otros motines en agosto de 1926, al cabo de unos días de la suspensión de cultos decretada por el Episcopado para toda la República–, y el inmueble fue cerrado. Pero el régimen callista no cejó en su intento, y concedió a los cismáticos otra iglesia, la de Corpus Christi, también en la Ciudad de México.

Toma de protesta de Plutarco Elías Calles como presidente de México. Mediateca del INAH. Imagen ampliada por la autora.

El año de 1926, como ya se conoce, fue punto y aparte. Entonces sí la persecución religiosa alcanzó su punto más álgido. Era más que palmario que uno de los proyectos cardinales de su gobierno consistiría, de concretarse, en erradicar el catolicismo en México, como ya lo habían intentado hacer los jacobinos franceses durante la Revolución de 1789 y, por supuesto, en el Terror. Fue lo que afirmaron, no sin fundamento, sus contemporáneos. Citemos un ejemplo: José Manríquez y Zarate, obispo de Huejutla, en su sexta carta pastoral, del 6 de marzo de 1926:

“La intención [del gobierno] es acabar, de una vez y para siempre, con la religión católica en México… El jacobinismo mexicano ha decretado dar muerte a la Iglesia Católica en nuestro país, arrancar de cuajo, si posible fuera, de la sociedad mexicana, toda idea católica… El tirano odia a Jesucristo: de ello se ufana… Quiere raer del suelo mexicano el nombre de Cristo” (Marín Negueruela, 1928, p. 265).

En febrero, Calles ordenó la clausura de templos y la expulsión de sacerdotes extranjeros. Los seminarios comenzaron a ser clausurados y los estudiantes arrojados a la calle. En las distintas entidades de la Nación, las autoridades siguieron el ejemplo del primer mandatario.

Por fin, unos meses más tarde, el 14 de junio, vendría el golpe persecutorio definitivo: la ley número 115, consistente en reformas al Código Penal, con la finalidad de establecer las infracciones “en materia religiosa” y sus respectivas sanciones. La “Ley Calles”, como se le llamó desde entonces, constaba de treinta y tres artículos, habría de entrar en vigor el 31 de julio y fue publicada en el Diario Oficial el 2 de julio.

El resto de la historia, como es evidente, es material de otra entrada –o de muchas más, mejor dicho–.

Fuentes:

Marín Negueruela, N. (1928). La verdad sobre México. Barcelona.

Meyer, J. (1988). La Cristiada. Tomo II. México: Siglo XXI Editores.