“Que es de María la Nación…” (I)

La Coronación Pontificia de la Santísima Virgen de Guadalupe (Primera parte)

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Fotomontaje que alude al título de esta entrada, conformado por la corona que se otorgó a la Virgen de Guadalupe, un fragmento de la venerada imagen y, al fondo, la antigua Basílica. Edición por la autora.

Para ningún mexicano es secreto que la Santísima Virgen, en su advocación de Guadalupe, es la soberana indiscutible de nuestro país y de nuestro terruño, al cual dejó su sagrada imagen. Desde que se apareció en el cerro del Tepeyac, en el lejano año de 1531, su importancia ha sido tal que la cultura mexicana, unión de españoles e indígenas, no puede comprenderse sin Ella y su portentosa intervención. No en vano los cristeros e incontables católicos entonaban con fervor aquellos versos del estribillo del celebérrimo himno “Tú reinarás” en el que afirmaban, con conmovedora convicción, que la Nación Mexicana le pertenece no sólo al Rey, el Hijo, sino también a la Reina, Su Madre:

“Reine Jesús por siempre,

reine Su Corazón,

en nuestra patria, en nuestro suelo,

que es de María la Nación”.

En el ocaso del siglo XIX, ya bajo el mandato de don Porfirio Díaz Mori, los católicos mexicanos sintieron el deseo de ratificar e institucionalizar el reinado de la querida y venerada Morenita en nuestra patria con todas las ceremonias canónicas requeridas. No fue, como señala Traslosheros (2002), el anhelo de unos cuantos, sino de la Iglesia mexicana en general, representada por sus prelados y feligresía (p. 105).

La idea no era nueva, cabe aclararlo: ya desde el siglo XVIII, el viajero e historiador italiano Lorenzo Boturini Benaduci (1698-1755), ferviente promotor de la devoción a la Guadalupana en la Nueva España, había gestionado el permiso del Vaticano, llevado a cabo la petición correspondiente el 18 de julio de 1738 y conseguido el decreto necesario en 1740. Por desgracia, Boturini fue terriblemente perseguido por el virrey Pedro de Cebrián y Agustín (1687-1752), V conde de Fuenclara, y eventualmente arrestado y deportado a España en 1743. Un año antes de su muerte, en 1754, el Papa Benedicto XIV emitió el Breve Non est quidem, por el que la Santa Sede reconocía a Nuestra Señora de Guadalupe como patrona universal de la Nueva España, en respuesta a la solicitud del jesuita criollo Juan Francisco López (Escamilla González, 2010, p. 254). Pero la Coronación no se efectuó, y Boturini murió sumido en la pobreza en mayo de 1755.

Lorenzo Boturini, autor original de la idea de coronar canónicamente la bendita imagen de Nuestra Señora de Guadalupe. Tristemente su iniciativa no tuvo éxito.

A pesar de la educación laicista y de corte netamente positivista que proliferó en las escuelas oficiales durante el Porfiriato, la intensidad de la vida católico en México se dejó sentir con renovado vigor. La frecuencia creciente en la recepción de los Sacramentos, el aumento de asociaciones piadosas y la intensificación de la piedad en templos y hogares que permitió la política de tolerancia del presidente Díaz se vio fortalecida por aquel anhelo, acariciado desde tiempos pasados. A decir del padre jesuita Mariano Francisco Cuevas García, tanto el pueblo mexicano como el sentido católico de la nación en sí “necesitaba ya una explosión de devoción y de afecto […]. En estos casos, por un impulso de sangre, México dirige sus miradas instintivamente hacia el Tepeyac” (2003, p. 413). Había sonado el momento de retomar el sueño fallido de Boturini.

Según Gutiérrez Casillas (1984), la idea de coronar solemnemente a la Guadalupana fue revivida en 1885. Mariano Cuevas menciona, por su parte, que esto se suscitó poco después, en 1886, a raíz de que en Jacona (Michoacán), perteneciente a la Diócesis de Zamora, se había llevado a cabo la coronación de Nuestra Señora de la Esperanza. Allí, de acuerdo con Cuevas, “varios eclesiásticos allí presentes, entre ellos el Sr. Arzobispo Labastida, tuvieron o renovaron el deseo de que la Virgen Santísima de Guadalupe fuera canónicamente coronada con todo el esplendor que podía esperarse del entusiasmo y magnanimidad del pueblo mexicano” (2003, p. 413).

La solicitud formal fue enviada a la Ciudad de las Siete Colinas el 24 de septiembre de 1886, a nombre del Episcopado Mexicano y suscrita por tres personajes notables dentro de aquél y de la jerarquía eclesiástica de nuestro país en general en aquel instante: el Arzobispo de México, Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos; el Arzobispo de Michoacán, José Ignacio Árciga, XXXIII Obispo de Morelia; y el II Arzobispo de Guadalajara, Pedro Loza y Pardavé. Por aquellos ayeres el Sumo Pontífice era Gioacchino Vincenzo Pecci, que había tomado el nombre de León XIII y que, hasta la fecha, es recordado como el Papa de la doctrina social de la Iglesia y como el autor de la famosa Encíclica Rerum Novarum (1891), acerca de las condiciones de los trabajadores.

Su Santidad León XIII (1810-1903), quien aprobó la Coronación Pontificia de la Guadalupana en febrero de 1887.

Sólo un obispo mexicano, nos dice Gutiérrez Casillas (1984, p. 362), no otorgó su consentimiento para el proyecto de la Coronación: Eduardo Sánchez Camacho, obispo de Tamaulipas. Cuevas, por el contrario, omite la cuestión. La oposición de Sánchez causó escándalo tanto entre sus compañeros del Episcopado como entre los fieles, y se sumó a una larga lista de acciones que, en honor a la verdad, no correspondían a la de un obispo católico que salvaguardara la fe cristiana, a la misma jerarquía y a la Iglesia misma: no sólo había condenado las peregrinaciones al Tepeyac y las apariciones, sino que, asimismo, no vaciló en llamar “valientes soldados, hombres ilustrados” a los masones, enemigos jurados del catolicismo. Éstos, inclusive, lo habían felicitado en varias ocasiones.

Dejando lo anterior de soslayo, y sin importar lo acontecido, el mensaje arribó a Roma. La contestación del Vicario de Cristo fue bastante rápida. El 8 de febrero de 1887, el Papa expidió en Roma el Breve por el cual autorizaba la Coronación Pontificia. Transcribimos enseguida la traducción al español:

“Se nos ha presentado la relación de que todos los fieles de la Nación Mexicana veneran desde hace mucho tiempo, con singulares muestras de piedad y confianza, a la bienaventurada Virgen María bajo el título de Guadalupe; y con mucho empeño desde el año de 1740 habían suplicado al Cabildo Vaticano que la Imagen célebre en prodigios, fuese condecorada con corona de oro; pero las circunstancias civiles de México habían sido tales, que hasta ahora no ha podido tributarse este solemne obsequio de culto y devoción. Al presente, empero, los arzobispos y obispos de la Nación Mexicana, secundando los deseos de los fieles que les están encomendados, en la ocasión de que nos vamos a celebrar el quincuagésimo aniversario de nuestra Primera Misa, habiéndonos rogado con muchas instancias que para el próximo mes de diciembre les demos facultad de decorar a la supradicha dicha imagen con preciosa diadema, en Nuestro nombre y con Nuestra autoridad hemos benignamente acordado acceder a esta súplica […]. En virtud de Nuestra apostólica autoridad, por el tenor de las presentes, concedemos que el arzobispo de México, o uno de los obispos de la Nación Mexicana elegido por él, en cualquier día del próximo mes de diciembre, y observando lo que por derecho debe observarse, imponga solemnemente en Nuestro nombre y con Nuestra autoridad la corona de oro a la mencionada imagen de la bienaventurada Virgen María de Guadalupe” (citado por Gutiérrez Casillas, 1984, p. 362).

Sin embargo, en términos eclesiásticos y canónicos, para los príncipes de la Iglesia Católica en México no bastaba con realizar la Coronación, sino también que se concediera un nuevo oficio litúrgico para celebrar anualmente a la Virgen de Guadalupe. Así pues, con ello en mente, el 27 de noviembre de 1889, D. Pedro Loza dio los primeros pasos para la consecución de dicho oficio.

Monseñor Pedro Loza y Pardavé, Arzobispo de Guadalajara, uno de los principales gestores del proyecto de la Coronación Pontificia de la Guadalupana ante la Santa Sede. Imagen mejorada por la autora.

Al margen de la incredulidad que las apariciones suscitaron en muchos creyentes, al grado de que el connotado historiador católico Joaquín García Icazbalceta se coronó como cabeza del movimiento antiaparicionista, las gestiones tanto para el oficio guadalupano como para la Coronación Pontificia prosiguieron. El 12 de febrero de 1882, los Obispos mexicanos se dirigieron oficialmente a la Santa Sede en demanda del Oficio ya descrito, en el que –explicaron– “más explícitamente constara la aparición y origen de la venerada imagen” (Gutiérrez Casillas, 1984, p. 361). Los adversarios de la autenticidad del suceso guadalupano no se quedaron de brazos cruzados: a su vez, enviaron al Vaticano las objeciones correspondientes en lengua latina, incontables cartas y hasta un agente que litigara en favor suyo. Los prelados, como respuesta, comisionaron al P. Francisco Plancarte Navarrete para rebatir los razonamientos antiaparicionistas.

Joaquín Icazbalceta, gran opositor de las apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe.

Después de una prolongada expectación de catorce meses, durante los cuales los cardenales consideraron y sopesaron la cuestión, el ansiado decreto fue emitido. Era el 6 de marzo de 1894. En el documento se aprobaba, íntegro, el ambicionado oficio.

Mientras tanto, de forma simultánea, el proyecto de la Coronación había seguido en pie, pero sin consumarse todavía. A pesar de que, como ya vimos, Su Santidad León XIII había dado su venia, lamentablemente hubo un obstáculo más, de índole más humana y subjetiva, que pausó la iniciativa: la idea de renovar y ensanchar la Colegiata de Guadalupe, regenteada por D. Antonio Plancarte y Labastida, que había cursado estudios en el Seminario Tridentino de Morelia.

Mariano Cuevas, que vivió aquellos acontecimientos –el tomo quinto de su obra Historia de la Iglesia en México fue publicado originalmente en plena persecución religiosa, en 1926–, no tiene reparo en afirmar que, si bien “el celo y abnegación demostrados por D. Antonio […] en la colecta de fondos y dirección de los trabajos de la Colegiata, fueron ciertamente notorios y edificantísimos”, el decorado final “resultó heterogéneo, exótico, lúgubre, y en su conjunto inferior al antiguo que para entonces se inutilizaba” (2003, p. 413).

Colegiata de Guadalupe (antigua Basílica) en una pintura de Luis Coto, año 1859. Su primera piedra fue colocada el 12 de marzo de 1695. En 1904 sería elevada al rango de Basílica. Fue allí donde, el 14 de noviembre de 1921, la bendita imagen sufrió el célebre atentado dinamitero.

En opinión de este historiador eclesiástico, la remodelación no sólo significó un gasto innecesario, sino un lamentable motivo para diferir por siete años la Coronación Pontificia de la Virgen de Guadalupe. A su juicio, más habría valido gastar los recursos recaudados para edificar otro templo, o al menos una capilla, en la cumbre del cerrito del Tepeyac (2003, p. 413). Gutiérrez Casillas, en contraste, considera que la intención de Plancarte y Labastida fue buena, y que todo se hizo “para que la solemnidad de la coronación correspondiera a la grandeza del proyecto, que era el hacer a la Madre de Dios, bajo su advocación nacional, un obsequio de culto y devoción”, de allí que “se pensó en reformar con esplendidez su santuario” (1984, p. 363). Siete años, siete meses y siete días –¿mera casualidad de las cifras o una coincidencia divina?– tuvo que permanecer la sagrada imagen en la iglesia de Capuchinas, aguardando pacientemente –y con ella, todo el pueblo católico mexicano– la conclusión de las obras. Fueron siete años “que los mexicanos nos parecieron siglos” subraya Cuevas (p. 413).

Antonio Plancarte y Labastida, encargado de la Colegiata de Nuestra Señora de Guadalupe, cuya remodelación demoró la Coronación Pontificia de la Guadalupana por siete años.

Zanjado el asunto de la Colegiata, en abril de 1895, los trabajos finalizaron. El camino quedó libre –¡por fin!– para la Coronación Pontificia de la Santísima Virgen de Guadalupe. Labastida fue quien anunció la fecha de la magna jornada: el 12 de octubre, el Día de la Raza y de la Hispanidad y festividad de Nuestra Señora del Pilar, de aquel mismo año.

De los preparativos para aquel día y los pormenores del mismo, que bien vale la pena rescatar con el mayor cuidado y esmero posibles, nos ocuparemos en otra entrada.

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Bibliografía:

Cuevas, M. (2003) Historia de la Iglesia en México. Tomo V. México: Porrúa.

Escamilla González, I. (2010). La piedad indiscreta: Lorenzo Boturini y la fallida coronación de la Virgen de Guadalupe. En: Francisco Javier Cervantes Bello (coord.), La Iglesia en Nueva España. Relaciones económicas e interacciones políticas. Benemérita Universidad Autónoma de Puebla – Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades. pp. 229-555.

Gutiérrez Casillas, J. (1984). Historia de la Iglesia Católica en México. México: Porrúa.

Ramos Aguirre, F. (14 de febrero de 2022). Eduardo Sánchez Camacho, obispo, liberal y anti-guadalupano. Paso Libre-Grecu (Grupo de Reflexión sobre Economía y Cultura). https://pasolibre.grecu.mx/eduardo-sanchez-camacho-obispo-liberal-y-anti-guadalupano/

Sánchez y de Mendizábal, M. A. (17 de diciembre de 2023). La corona de Santa María de Guadalupe. Centro de Estudios Guadalupanos. UPAEP. https://historicoupress.upaep.mx/index.php/opinion/editoriales/desarrollo-humano-y-social/6957-la-corona-de-santa-maria-de-guadalupe

Traslosheros, J. E. (2002). Señora de la historia, Madre mestiza, Reina de México. La coronación de la Virgen de Guadalupe y su actualización como mito fundacional de la patria, 1895. Signos históricos. 4(7). https://signoshistoricos.izt.uam.mx/index.php/historicos/article/view/89

“México Tuyo, siempre será”

Centenario de la segunda consagración de México al Sagrado Corazón de Jesús (1924)

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Fotomontaje alusivo al título y al tema de la presente entrada, elaborado por la autora.

En una fecha como esta, pero de 1924, hace justamente cien años, México fue consagrado por segunda ocasión al Sagrado Corazón de Jesús. Esto se llevó a cabo en el marco del I Congreso Eucarístico Nacional, por parte del Episcopado Mexicano. Corrían tiempos muy aciagos para el catolicismo en nuestra patria. Plutarco Elías Calles, con quien la persecución religiosa alcanzaría su punto álgido, ya había “ganado” los comicios electorales. El Congreso, como dato que confirma la fatídica coyuntura imperante –no únicamente en lo religioso, sino también en lo político–, ya se había pospuesto en una ocasión, a raíz de la rebelión delahuertista.

Cabe mencionar que la primera consagración se había hecho hacía poco más de una década, el 6 de enero de 1914, justo cuando sobre el país se cernía la revolución carrancista con toda su barbarie de destrucción, pillaje, sacrilegios e inquina anticatólica. Justamente, el que Victoriano Huerta –quien, a pesar de que no fue ningún santo, no perteneció a la masonería– autorizara aquel evento fue esgrimido por los jacobinos y los enemigos del catolicismo como pretexto para perseguir a la Iglesia, a la que acusaron falsamente de estar en connivencia con el régimen del colotlense y, por supuesto, con la caída y asesinato de Francisco I. Madero.

Portada del Congreso Eucarístico Nacional de 1924. La leyenda que rodea a la Hostia, traducida al español, dice: «Yo soy el Pan vivo que ha bajado del Cielo» (Juan 6, 51). Imagen mejorada por la autora.

El programa del Congreso, además de la consagración que nos ocupa, contemplaba una peregrinación de los niños mexicanos, residentes en el Distrito Federal, a la Basílica Nacional de Guadalupe, el sábado, 4 de octubre; y el resto de los días, del 5 al 12 de octubre, procesiones de fieles y clérigos de las ocho Provincias Eclesiásticas que existían a la sazón en México, a saber: Yucatán, Puebla, Monterrey, Durango, Antequera, Guadalajara, Michoacán y México.

Asimismo, entre las actividades religiosas estaban contempladas la celebración de Misas todos los días en todas las Iglesias parroquiales y filiales de la Ciudad de México, Misas Pontificales en la Catedral de México y en la Basílica Guadalupana, adoración diurna y nocturna del Santísimo Sacramento y Asambleas de Estudios.

Para el domingo 12 de octubre, se había dispuesto que a las 9 de la mañana se oficiara una Misa Pontifical en la Basílica Nacional de Guadalupe, en el marco de la Peregrinación Nacional a la Villa de Guadalupe, y que a las 4 de la tarde fuese la solemne clausura del Congreso Eucarístico, con una procesión. Para el lunes 13 de octubre, finalmente, se había programado una solemne velada literaria en el Teatro Olimpia, a las 6 de la tarde, cuyo principal número sería la puesta en escena de un auto sacramental de Sor Juana Inés de la Cruz.

Como último dato interesante, se compuso un himno para el Congreso, intitulado “Cantad, cantad”, de la autoría de Francisco Zambrano S. J. y con música de Salvador Orozco C. La pieza musical empieza justo con tales vocablos y dice así, en su primera estrofa:

Cantad, cantad; la Patria se arrodilla
al pasar Jesucristo Redentor,
un nuevo sol para nosotros brilla,
sol del amor, del amor.

Fragmento de la partitura del himno eucarístico «Cantad, cantad», compuesto ex profeso para el Primer Congreso Eucarístico Nacional en 1924. Créditos a quien corresponda.

Pero volvamos a la jornada que nos ocupa. El sábado 11 de octubre, festividad de la Maternidad de la Santísima Virgen María –en el calendario litúrgico previo a las reformas del Concilio Vaticano II–, fue la fecha elegida para la consagración de México al Sagrado Corazón. Ante una multitud congregada en la Catedral Metropolitana de la capital, los obispos pusieron a la Nación mexicana a los pies de Cristo y de su Deífico Corazón.

Durante la Misa pontifical –la sexta del Congreso–, el entonces obispo titular de Anemuria y Arzobispo coadjutor de Morelia –más tarde Arzobispo de México–, Luis María Martínez, expresó:

“¿No era justo, que, por esta Consagración total y definitiva de la República Mexicana al Corazón Santísimo de Jesús, le devolviéramos lo que de él hemos recibido, como al amanecer la tierra húmeda devuelve al cielo en diáfano vapor las aguas copiosas que de él ha recibido? Yo pienso, mis amados hermanos, que esto es lo que significa la presente solemnidad. Nosotros hemos creído en el amor de Dios; hemos visto pasearse triunfalmente sobre nuestro suelo y sobre nuestra historia al Espíritu de Dios, como se cerniera en el principio de los tiempos sobre el hondo abismo [(cf. Gén 1, 2)]; hemos sentido las palpitaciones del amor al Corazón de Cristo y hemos bebido a raudales el amor y la vida en las fuentes sagradas del Salvador. Y nos hemos dicho: [de]volvamos amor por amor, donación por donación”.

Aquello, en efecto, no era sino corresponder al amor del Sagrado Corazón por la patria mexicana.

Monseñor Luis María también dijo lo siguiente:

Catedral Metropolitana de la Ciudad de México en 1924, el mismo año en que se celebró el Congreso Eucarístico Nacional. Fotografía: Archivo Casasola. Mejora de imagen por la autora.

“Simbolicemos el corazón de la Patria en un corazón de oro; pongamos allí nuestras plegarias y nuestras esperanzas, nuestros sacrificios y nuestras lágrimas, y pongamos todo a los pies de Jesús, para que sepa el mundo, que Jesús es nuestro Dios y que nosotros somos su pueblo. Tal es, a mi juicio, hermanos míos, el sentido profundo de esta Consagración de la República Mexicana al Divino Corazón de Cristo en los días del Congreso Eucarístico; y de esto, mis amados hermanos, me propongo hablaros con la ayuda de Dios nuestro Señor. Jesucristo, hermanos míos, es Rey de las Naciones, como es Rey de los individuos. Su Corazón las ama, su mano vierte sobre ellas dones peculiares para que puedan cumplir sobre la tierra la misión providencial que se les ha asignado”.

Era el resumen idóneo la consagración efectuada.

Continuó explicando en qué forma México era un pueblo eucarístico y mariano, y finalizó con estas palabras:

Monseñor Luis María Martínez, prelado que pronunció el sermón de la Misa pontifical del 11 de octubre de 1924, cuando se hizo la segunda consagración de México a Sagrado Corazón.

“Yo no sé lo que en el futuro nos depare tu justicia y tu misericordia; pero yo te aseguro, ¡Oh Jesús dulcísimo! ¡oh Jesús victorioso! Que sobre el suelo de nuestra Patria, próspera y desdichada, siempre se erguirán dos tronos: el trono tuyo y el trono de la Virgen María, y que nada ni nadie podrá arrebatar de ellos los dones nacionales: la Corona de la reina y la Custodia de la Eucaristía!”

Llegado el momento, Monseñor Leopoldo Ruiz y Flores –el mismo que en su momento, junto con Pascual Díaz y Barreto, pactaría los “arreglos” con el gobierno de Emilio Portes Gil en 1929– la leyó, con la pausa y solemnidad que ameritaba la gran ocasión. La fórmula que se utilizó se basaba en aquella que fue escrita por el Papa León XIII en su Encíclica Annum Sacrum (1899), pero había sido modificada para ser usada, en especial, por el pueblo mexicano.

Detalle de un retrato de Monseñor Leopoldo Ruiz como Obispo de la Diócesis de León, resguardado por ésta. Fue él quien leyó la consagración de México al Sagrado Corazón el 11 de octubre de 1924. Mejora de imagen por la autora.

Huelga decir que el gobierno de Álvaro Obregón no se quedó de brazos cruzados ante aquella “flagrante violación” –como ellos la consideraron– a la Constitución de 1917. Además de que los agentes policiales interrumpieron la representación del auto sacramental compuesto por la Décima Musa, se supo que los funcionarios públicos que asistieron al Congreso fueron cesados en sus empleos. También, el último día del evento, se molestó a las familias en sus domicilios particulares para requerir que quitaran de sus viviendas los adornos alusivos, consistentes en papeles tricolores arreglados con forma de cortinaje, farolillos y banderas de papel, así como letreros con expresiones relativas a la Eucaristía y demás sentimientos piadosos.

Al año siguiente, movido por el valeroso ejemplo de los católicos de México, Su Santidad Pío XI instauró la fiesta de Cristo Rey a través de la publicación de la Encíclica Quas Primas. Toda la nación se llenó de júbilo y, en cierto modo, pareció robustecerse y cobrar nuevas energías para las nuevas batallas que les esperaban y que se acercaban a ellos a pasos agigantados.

No faltaba mucho tiempo para que las asechanzas del régimen masónico y anticatólico y la justa y lícita resistencia de los católicos perseguidos llegaran al punto de no retorno, no sólo por el estallido de la Guerra Cristera, sino también por los incontables martirios de seglares y de sacerdotes, por puro odio a la fe cristiana. Aquella sangre derramada a raudales corroboraría que incontables personas de toda edad y condición, sin distinción de sexo u origen, estaban dispuestos a rubricar con cada gota aquellas palabras de un himno en honor al Corazón de Jesucristo Rey que uno de aquellos intrépidos presbíteros, don Gumersindo Sedano [1], entonó poco antes de ser ejecutado bárbaramente en Zapotlán el Grande:

“Corazón Santo, / Tú reinarás. / Tú nuestro encanto / siempre serás.

Corazón Santo, / Tú reinarás. / México Tuyo / siempre será.”

**Nota:

[1] Se trata del sacerdote de la célebre fotografía que muestra a un hombre descalzo, muerto y con el vientre ensangrentado, recargado en un árbol y atado a una de sus ramas por medio de una soga al cuello, que en las rodillas exhibe un letrero con la leyenda: “Este es el cura Sedano”. Fue asesinado el 7 de septiembre de 1927. Era capellán castrense de un grupo cristero de la región de Tuxpan y Tamazula, Jalisco.

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Bibliografía:

Álbum Oficial del Congreso Eucarístico Nacional de México. 1924. Impreso en abril de 1925.

Barquín y Ruiz, A. (1967). Cristo, Rey de México. México: Jus.

Vinke, R. ( 2021). Consagración al Sagrado Corazón de Jesús. Caracas: Editorial Arte, S.A.