Heroica defensa de los templos en Sahuayo de Díaz

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Fotomontaje alusivo al título de esta entrada. De izquierda a derecha, de arriba abajo, podemos ver el interior de la Parroquia de Santo Santiago Apóstol, el Santuario de Guadalupe –con su segunda torre en construcción–, la plaza principal de Sahuayo de Díaz –escenario principal de la lucha entre los sahuayenses y la tropa federal–, el templo parroquial desde fuera, en contra esquina; y el templo del Sagrado Corazón de Jesús y, a un lado, el otrora Colegio de San Luis Gonzaga.

Lo ocurrido en la entonces Villa de Sahuayo de Díaz, Michoacán, un día como hoy, pero de 1926, hace ya 98 años –¡cómo vuela el tiempo!–, es sin lugar a dudas un caso emblemático y cardinal en la historia de la Cristiada y de la persecución religiosa, no sólo a nivel regional y estatal –en este ámbito fue único–, sino nacional. Se trata del relato de cómo un pueblo salió a defender sus templos y llegó al extremo de enfrentarse a la soldadesca bien armada con tal de impedir –hasta donde pudieron, porque al final sí sucedió– que los cerraran, convirtieran en caballeriza y, en suma, profanaran.

Leamos cómo aconteció.

En Sahuayo, las tres jornadas que siguieron a la suspensión de cultos decretada por el Episcopado Mexicano en su Carta Pastoral Colectiva fechada el 25 de julio de 1926, al igual que en el resto del país, se caracterizaron por la zozobra, la tristeza y el miedo. Los templos seguían abiertos para que los fieles, al menos, pudieran orar en ellos, en particular el Santo Rosario de manera colectiva. Era lo único que les quedaba, y eso mientras el gobierno lo permitiera, porque en diversos lugares tanto la milicia como la policía procedieron a cerrarlos de manera forzosa. Fueron célebres los casos del templo del Dulce Nombre de Jesús –Capilla de Jesús– y el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe en Guadalajara, el 31 de julio y el 3 de agosto respectivamente, y el del templo de San Miguel Arcángel en Cocula, también el 3 de agosto, donde se produjeron genuinas reyertas entre los fieles y los ejecutores de la ley.

¿Cuánto duraría aquella situación de incertidumbre, de espada de Damocles, de persecución continua, de tabernáculos vacíos? Nadie lo sabía. Por el momento, la gente de Sahuayo continuó yendo a la Parroquia, al Santuario y al templo del Sagrado Corazón para rezar y elevar sus plegarias al Todopoderoso.

Parroquia de Santo Santiago en Sahuayo, tomada precisamente un día antes de la gran fiesta dedicada al Protomártir del Colegio Apostólico, el 24 de julio de 1923. Foto Guerrero.

No era más que la calma relativa que suele preceder a las grandes tempestades. Los hechos tomaron un curso inesperado el 4 de agosto de 1926. Era miércoles. Casi a las once de la mañana, unos vigías vieron, por el camino que conducía a Jiquilpan de Juárez, a una partida de soldados federales que se dirigía a toda prisa a Sahuayo. Todos sabían lo que aquello significaba: la clausura de las iglesias y su consecuente profanación y transformación en cuartel, como estaba a la orden del día a lo ancho y largo del país. Era de sobra conocido que las huestes callistas solían hacer gala de odio contra los recintos sagrados y cuanto había en ellos, tal como habían procedido sus antecesores en la Revolución –máxime los carrancistas–, y justo como actuarían los milicianos rojos durante la Guerra civil de 1936 a 1939 en la madre patria.

Entrada de Jiquilpan de Juárez a Sahuayo de Díaz en 1923. Por allí entraron las tropas federales el 4 de agosto de 1926. Fotografía del Archivo Guerrero, coloreada por la autora.

Los sahuayenses, católicos hasta la médula, se enardecieron: no estaban dispuestos a permitir semejante atropello. Quizá sus actos, como ya había sucedido desde tiempos del Porfiriato, les granjearían epítetos como “mochos” y “fanáticos”, pero no les importó ni un ápice. Los ánimos, en adición, ya estaban caldeados a raíz de los sucesos más recientes, de los cuales no haber podido acudir a Misa el pasado 1 de agosto era, para muchos, la gota previa a aquella que derramaría el vaso, el último tirón previo a que la cuerda se rompiera.

Con el tiempo encima, y como pudieron, los habitantes de Sahuayo se aprestaron a la defensa. Las campanas de las iglesias fueron tocadas a rebato, con la desesperación matizando cada golpe del badajo. Todos acudieron al llamado del frenético tañer. Los hombres llevaban escopetas, alguna pistola, machetes y piedras; las mujeres cargaban cal viva y chile molido en sus rebozos.

Imagen coloreada que muestra la Parroquia de Santo Santiago Apóstol y calle Obregón –actualmente Francisco I. Madero– en Sahuayo. Tomada de la página de Facebook Testimonium Martyrum –expresión latina para «Testimonio de los Mártires»–, de la autora de la entrada.

Los miembros de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana se atrincheraron en la parte alta de los tres templos. El Santuario de Guadalupe fue defendido por Abraham Mireles y José Trinidad Flores Espinosa –el joven que, más tarde, se uniría a Joselito en su empresa de unirse a las huestes cristeras–. En la defensa del templo del Sagrado Corazón, a su vez, destacó la señora Dolores –mejor conocida por su hipocorístico, Lola– Gudiño, quien, armada con una pistola, encaró al diputado federal por el distrito de Jiquilpan, Rafael Picazo Sánchez, a quien llamó, por las claras, “desgraciado perseguidor de la religión de sus padres”.

Otra denodada mujer, María Arregui, también enfrentó a las tropas. Al grito estentóreo de “¡Viva Cristo Rey!”, tanto ella como Lola Gudiño vaciaron las cargas de sus pistolas. Nada las arredraba. En el acto, dispuestos a no dejarse vencer por dos féminas, algunos miembros de la milicia se abalanzaron contra María Arregui y la hicieron perder el conocimiento a fuerza de golpes.

María Arregui, valiente defensora de los templos sahuayenses el 4 de agosto de 1926. Fotografía tomada de la página de Facebook Testimonium Martyrum y mejorada por Laura del Río García.

Un valeroso hombre llamado Amado Ceja se opuso, con valentía, a que cerraran la parroquia. Cuando se acercaron los soldados a fin de intentarlo, aquel varón los encaró y les dijo: “Señores, la casa de Dios se respeta”. No pudo impedir lo inevitable: recibió, por la espalda, un balazo en la cabeza, que dejó un orificio en su sombrero –el cual su familia conservó–.

Como resultado de la reyerta fallecieron, por heridas de arma de fuego: Jesús Sánchez Santillán, Manuel Núñez, un niño de ocho años llamado Guillermo Yeo y la niña Rafaela Melgoza. Asimismo, el padre Ignacio Sánchez Sánchez –tío paterno de San José Sánchez del Río– recibió un tiro en la pierna.

Poco después arribaron los soldados a la plaza. Los lideraba el general Tranquilino Mendoza. Los militares echaron los caballos sobre la multitud, que se había lanzado contra ellos con las pocas armas de que disponían, y la obligaron a dispersarse. En seguida se dividieron en tres grupos; cada uno se encargaría de apoderarse de una iglesia, como en efecto sucedió.

Acta de defunción del niño Guillermo Yeo Núñez, fallecido a raíz del combate entre sahuayenses y militares callistas el 4 de agosto de 1926. Resaltados y edición por la autora.

Los sahuayenses pelearon con bravura y arrojo y resistieron hasta el final, pero no pudieron impedir que sus templos cayeran en poder del gobierno callista. Esa noche, como todos temían, la Parroquia de Santiago fue convertida en cuartel, establo –incluso, eventualmente, en la gallera del diputado Picazo, y ya conocemos el final de ese asunto, con San José Sánchez del Río–, armería y prisión. Lo mismo ocurrió en las otras dos iglesias.

La Guerra Cristera en Sahuayo, bajo la dirección de don Ignacio de Jesús Sánchez Ramírez, presidente de la Adoración Nocturna Mexicana en la villa, estaba a punto de estallar.

Interior del templo de Santo Santiago Apóstol en los tiempos de la persecución religiosa, antes de la suspensión de cultos de 1926. Después de los sucesos del 4 de agosto de 1926, el inmueble fue profanado. El diputado Picazo llegó a tener allí su caballo y sus finos gallos de pelea.

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Bibliografía:

Laureán Cervantes, L. (2016). El niño testigo de Cristo Rey. España: Buena Tinta.

Munari, T. (2004). José Sánchez del Río, el Beato Mártir de Sahuayo. México: Edixa Editores.

Aportaciones históricas de Alfredo Vega.

Sahuayo de Díaz. Segunda y última parte

Generalidades históricas del Porfiriato en la actual Capital de la Ciénega (II)

Lic. Helena Judith López Alcaraz

En la entrega anterior leímos acerca del comienzo del Porfiriato en Sahuayo, cuáles fueron los gobernadores que llevaron la batuta durante dicho periodo, el arribo del ferrocarril a las regiones cercanas, el desarrollo demográfico y económico de esta localidad, la reducción territorial del municipio que benefició a su vecino Jiquilpan, las enfermedades y epidemias que asolaron a los sahuayenses, el crecimiento de la agricultura y la ganadería y –el hecho que brinda epígrafe al escrito–, por supuesto, la elevación del pueblo a rango de villa con el apellido del primer mandatario.

Sahuayo en el ocaso del Porfiriato (ca. 1908). Actualmente esta es la calle Madero, en aquellos ayeres llamada La Palma.

En el presente texto, segundo y último sobre el tema, abordaremos otras esferas no menos importantes: las comunicaciones favorecidas por la ribera chapálica, máxime en lo tocante al comercio; la religión, la educación y, en lo histórico, el tema de la desecación de la laguna más extensa de México, sus consecuencias y cuál fue la participación de la poderosa Hacienda de Guaracha, hasta llegar al declive del prolongadísimo mandato de Don Porfirio.

Dicho esto, iniciemos de lleno.

La comunicación que favorecía el lago de Chapala también contribuyó a que Sahuayo tomara la ventaja en las rutas comerciales, máxime con rumbo a Guadalajara (Ramírez-Sánchez, 2017, p. 65), gracias al embarcadero de La Palma, el más cercano a la villa. Otro factor influyente, y a la postre decisivo, fue que en 1905, cuando el régimen porfirista ya se bamboleaba desde sus cimientos y amenazaba con derrumbarse de modo definitivo, en Sahuayo y las áreas aledañas se inició la desecación de la laguna de Chapala, que aumentó todavía más la riqueza de los terratenientes de la zona. Éstos no sólo obtuvieron más tierras, sino que aprovecharon para terminar de despojar a los campesinos o de dominarlos mediante el control del agua. Tanto la infraestructura como la economía de Sahuayo alcanzaron mejoras considerables.

Pero no todo fue bonanza ni beneficios; también hubo problemas, conflictos y grandes injusticias. Hacia 1906, según expone Cancino (2024) los indígenas sahuayenses pescaban, recolectaban tule y leña y cazaban en el terreno comunal que, hasta entonces, limitaba en cierta área con el lago chapálico. Pero, como resultado de aquella invasión de hacendados, fueron perdiendo sus tierras, que les quitaron, de modo legal, territorios de la Hierbabuena y otros colindantes con Jiquilpan (p. 173).

Pasando a otra cuestión, y para concluir lo tocante a actividades económicas, la arriería fue el otro medio de que los sahuayenses se valieron para prosperar. Inclusive llegaron al punto de competir con Cotija en esta esfera. Lo mismo sucedió con el comercio. Lo mismo sucedió con el comercio, que se consolidó todavía más. Como cabía suponer, tampoco faltaron desavenencias y choques con los jiquilpenses por esta causa. Ya en 1885, Ignacio Zepeda, alcalde sahuayense, acusó tanto al prefecto de Jiquilpan como a los dueños de Guaracha de interceptar y tapar el camino Sahuayo-Guarachita, que los arrieros solían visitar muy a menudo. El patrón de Guaracha negó la imputación, mas no tuvo más remedio que acatar las indicaciones venidas desde Morelia (González, 1979, p. 123). No obstante, eso no impidió que, más tarde, el dueño de Guaracha, don Diego Moreno Leñero, hiciera cuanto estuvo a su alcance para que el ferrocarril no se acercara demasiado a Jiquilpan o a Sahuayo y, de tal modo, poder mantener su control en la zona disponiendo de recuas y transporte caballar (Pérez Monfort, 2018).

Ex hacienda de Guaracha, en el municipio de Villamar. Fotografía tomada por Juan Flores.

Por otro lado, en el campo religioso, la pax porfiana significó una mejora sustancial en las relaciones entre el Estado y la Iglesia. Esta última vivió tres décadas de calma y una atmósfera más que propicia para llevar a cabo su misión espiritual y pastoral. Luego de la Guerra de Reforma y del movimiento religionero, los seglares habían tomado la determinación de alejarse de cuestiones políticas, y ahora se limitaban a una vida tranquila enfocada a la práctica habitual de los ejercicios de devoción, la recepción de los Sacramentos y, para quienes sentían inclinación a ello, la pertenencia a diversas sociedades y agrupaciones piadosas.

La postura eclesiástica que habría de seguirse se resumía, en sí, a abandonar cualquier actitud combativa hacia el gobierno, mientras que éste, encabezado por el antiguo héroe del 2 de abril, permitiría que la Iglesia continuara su trabajo en los templos, seminarios, colegios, asilos, centros de beneficencia y demás campos de apostolado. Las Leyes de Reforma, aunque nunca fueron derogadas, fueron letra muerta y cayeron bajo el conocido adagio “Obedézcase, pero no se cumpla”.

Era, como suele decirse en nuestro país, “llevar la fiesta en paz”, aunque los masones más radicales –no hay que olvidar que el mismo Díaz pertenecía a esta sociedad, e inclusive con el grado 33, como Benito Juárez– jamás aceptaron tal actitud conciliadora y la consideraron digna de un traidor o un renegado. No faltaron quienes, de entre las filas de la masonería, lo tildaban de clerical, al grado de que don Porfirio renunció a su cargo de Gran Maestre en 1895. Empero, para él era más importante llevar buenas relaciones con la Iglesia, si bien dentro de un Estado liberal, porque de otra forma no podría obtener la tan anhelada concordia. Podría afirmarse, a la luz de estas circunstancias, que había un bien mayor en juego.

Tan fue así que el deán de Michoacán, Lorenzo Olaciregui Herrera, citado por el padre Mariano Cuevas en el tomo quinto de su Historia de la Iglesia en México (1928), comparó los tiempos de los embates del jacobinismo y la masonería bajo el mando juarista con los del régimen de don Porfirio y dijo que las persecuciones sufridas en su juventud, cuando el zapoteca mantuvo el poder, “habían sido poda saludable para que con más bríos retoñase la Iglesia de Dios en México, hasta obtener esa florescencia y opimos [ricos] frutos que alcanzó en su respetable ancianidad”, ya que, según apuntaló, en vez de mil seiscientos presbíteros había cerca de cinco mil, treinta y seis obispos en lugar de cuatro, diecisiete seminarios en forma, incontables colegios, misiones entre fieles e infieles, órdenes religiosas y cultos de gran solemnidad, “como jamás se habían visto en nuestro suelo ni en los mejores días del tiempo colonial” (p. 420).

Detalle de la carta eclesiástica mexicana de 1885. Aunque no aparezca en el mapa –prueba de su dependencia respecto de Jiquilpan, que sí figura–, Sahuayo ya pertenecía desde entonces al Obispado de Zamora. Imagen editada por la autora.

Lo descrito en los párrafos previos dio sus correspondientes y más que profusos frutos en Sahuayo, que desde aquellos años adquirió fama, no del todo infundada, de pueblo de acérrimo catolicismo y, según el juicio de los más liberales –los jiquilpenses incluidos–, hasta de “mocho” y “fanático”, por nombrar algunos epítetos. Fue una etapa de genuino florecimiento y auge religioso. En los más de treinta años de Porfiriato, los siguientes sacerdotes regentearon la Parroquia de Santo Santiago Apóstol: Macario Saavedra (1874-1886), Esteban Zepeda (1886-1892) y Benigno Arregui (1892-1910). Fue durante la gestión como párroco de este último, a principios del siglo XX, cuando la imagen del Patrón Santiago se subió al nicho central del retablo principal. A los tres párrocos de tan prolongado intervalo hay que sumar a los numerosos presbíteros residentes en Sahuayo en el ocaso de la centuria decimonónica y los albores de la vigésima, “nunca menos de seis en la cabecera”, según Luis González y González (p. 125).

Además de la culminación del templo principal, el 12 de diciembre de 1881, Sahuayo fue testigo del principio de la edificación del hermoso Santuario guadalupano, en la ladera del cerro de Santiaguito –o Santiaguillo–. Las obras avanzaron notablemente gracias a la dirección del padre Bernabé Orozco, que junto con el padre Esteban Zepeda y don Bonifacio Alcaraz celebraron por primera vez el Sacrificio de la Misa aquella jornada, fiesta de la Morenita del Tepeyac. La iglesia dedicada al Sagrado Corazón de Jesús también inició en los primeros años del Porfiriato, en 1882, y trajo consigo la propagación de la devoción al Deífico Corazón y la piadosa práctica de los nueve viernes primeros del mes. Por último, la capilla de la Virgen de Lourdes –muy cercana a la Parroquia de Santiago– fue renovada.

Interior de la capilla dedicada a Nuestra Señora de Lourdes. La fotografía –mejorada por la autora–, que corresponde al año de 1944, se utiliza aquí con fines ilustrativos.

El ámbito educativo fue otro que desplegó. De la noche a la mañana, cuenta González, se pasó a tener seis planteles. Con fondos estatales se mantuvieron dos escuelas en las que, por cada año, se pagaban seis pesos y veintidós centavos. Por su parte, el obispo de Zamora, José María Cázares y Martínez, abrió escuelas denominadas asilos, en las cuales se instruía con el Silabario de San Miguel, el Libro Primero, el Libro Segundo, el Catecismo y El lector católico mexicano (p. 126).

En 1904, los sahuayenses vieron la instauración de un colegio marista, análogo al que los miembros de dicha congregación habían abierto un par de años antes en Jacona, Zamora, Uruapan y Cotija, que fue bautizado en honor de San Luis Gonzaga y que, en 1909, se instaló en un hermoso y amplio edificio de corte neoclásico, justo al lado del templo del Sagrado Corazón –donde actualmente es la casa social anexa a dicho recinto–, que muchos años antes había albergado el convento de las siervas del Sagrado Corazón de Jesús.

Colegio San Luis Gonzaga en Sahuayo y, a su lado, el templo del Sagrado Corazón en proceso de edificación. Imagen editada y mejorada por la autora.
La casa social del Sagrado Corazón, antiguamente sede del colegio de San Luis Gonzaga en Sahuayo. Fotografía tomada de Mi Lindo Sahuayo.

No hay que olvidar, por último, el seminario auxiliar que se fundó en la villa, en el cual se enseñaba lo correspondiente al bachillerato: castellano, latín, matemáticas y un poco de filosofía. Allí impartieron clases algunos connotados sacerdotes del lugar: el ya mencionado Benigno Arregui, Felipe Villaseñor, Rosendo Sánchez, José Montes y los hermanos Alejandro y Luis Amezcua Calleja. El hecho de que no sólo los jóvenes locales acudieran a las aulas de aquel flamante plantel levítico, sino también muchos foráneos, dio como resultado un raudal de vocaciones y, posteriormente, de sacerdotes.

En Sahuayo, los últimos cuatro años de Porfiriato transcurrieron sin más turbulencia que la ocasionada por las luchas de los hacendados, que procuraban replicar el esquema empleado en Guaracha. En Sahuayo, sin ser porfiristas de hueso colorado, como reza la expresión coloquial, no se veía al ya dictador con malos ojos o, por lo menos, la aversión de algunos hacia él se contenía quizá por el hecho de que le gustaba sobremanera visitar el lago y gozar de sus beneficios. Allí, en la finca “El Manglar” –en Chapala–, propiedad de Lorenzo “Chato” Elízaga Retes, pasó las vacaciones de Semana Santa entre 1904 y 1909. Don Lorenzo, dicho sea de paso, no era cualquier personaje: era esposo de Sofía Romero Rubio y Castelló, hermana de doña Carmelita, la primera dama.

Hacienda «El Manglar», donde Don Porfirio pasó su asueto de Semana Santa por cinco años.

Y no sólo él: la ribera chapálica, incluyendo la cercana a Sahuayo, se erigió como centro vacacional predilecto de algunos personajes muy acaudalados y, claro, de varios políticos porfirianos destacados. Uno de ellos fue Manuel Cuesta Gallardo –futuro gobernador de Jalisco, tío paterno de Manuel Cuesta Moreno, quien asesinaría al diputado sahuayense Rafael Picazo Sánchez en 1931–, ingeniero y dueño de la Hacienda de Atequiza,desempeñó un papel determinante como socio de la Compañía Hidroeléctrica e Irrigadora de Chapala, “la Hidro” de Guadalajara, que posibilitó concretar el proyecto de construcción del dique de Maltaraña, a fin de desecar la Ciénega. En consecuencia, la posibilidad de pesca y de traslado de mercancías y personas entre Sahuayo y La Palma se vieron sumamente afectadas, con los inevitables conflictos que ello trajo consigo. Los pescadores y los canoeros, al igual que los socios de la comunidad indígena sahuayense, sufrieron considerable menoscabo.

Ingeniero Manuel Cuesta Gallardo (1873-1920), que junto con su hermano Joaquín efectuó e hizo factible la desecación del lago de Chapala, con el daño que ello trajo consigo. Imagen mejorada por la autora.

En 1910, el Porfiriato se vino abajo irrevocable y estrepitosamente. El presidente casi octogenario aceptó reelegirse por séptima y última vez. Mientras que en el resto de la nación la atmósfera política y social, de por sí caldeada, amenazaba con su inminente e ineludible explosión, en la comarca de Sahuayo no se suscitaron conatos ni brotes de apoyo a la revolución iniciada por Madero. Si bien los habitantes de San Martín Totolán –en el municipio de Jiquilpan– aprovecharon la coyuntura para que Guaracha les devolviera sus tierras, el único levantamiento contra don Porfirio tuvo lugar en Zamora.

Ya en 1911, tras la renuncia del estadista y su destierro rumbo a París, la situación se mantuvo casi igual. Las angustias de los sahuayenses, lejos de deberse a los acontecimientos políticos, fueron causadas más bien por el “temblor maderista”, el 7 de junio, que derribó la única torre del templo de Santo Santiago dejando tras de sí una densa polvareda. Justo aquel día –de allí el mote dado al sismo–, el triunfante caudillo de Parras de la Fuente entró a la Ciudad de México.

En 1912, más que por las eventualidades de la fugaz presidencia del antiguo creador del Partido Antirreeleccionista, las insurrecciones zapatistas y orozquistas, el nuevo Congreso y el surgimiento del efímero Partido Católico Nacional (PCN), entre otros sucesos, las mentes de los pobladores de la villa que conservaba el apellido del hombre que partió en el vapor “Ypiranga” estuvieron ocupadas por las precipitaciones tempestuosas, el crecimiento del lago de Chapala, el desbordamiento de sus aguas al romperse el bordo de contención hecho en 1896 y el anegamiento de la ciénega y de las zonas hondas de Guaracha (González, 1979, p. 143), así como la erupción del volcán de Colima en enero de 1913.

Titular de El Imparcial, diario capitalino, que habla de los grandes estragos causados por el gran temblor del 7 de junio de 1911. En Sahuayo, el más recordado fue la caída de la torre de la Parroquia de Santo Santiago Apóstol.

Con todo, no fue sino hasta ya entrado 1913 cuando Sahuayo se vio inmerso, de manera irremisible, en el polvorín revolucionario. Después de diversas incursiones de sendos cabecillas –una significativa parte de ellos, por no decir la inmensa mayoría, caracterizados por su ojeriza al catolicismo y al clero– en poblados aledaños o en la extensión del distrito, en junio de 1914, el tlajomulquense Eugenio Zúñiga hizo gala de crueldad tras haber irrumpido en Sahuayo y en Jiquilpan. Los pormenores del hecho pueden leerse en otra entrada de esta revista.

En ese punto, cuando el Porfiriato se transmutó sin remedio en una remembranza acreedora de aborrecimiento y desprecio, dejamos esta historia.

Como último dato, Sahuayo de Díaz conservaría su apellido hasta 1967, cuando el apellido del general José de la Cruz Porfirio fue reemplazado con el del celebérrimo sacerdote y caudillo insurgente vallisoletano, José María Morelos, tal como continúa hasta nuestros días. Para el momento del cambio, desde 1952, ya ostentaba el rango de “Ciudad”.

Bibliografía

Cancino, N. A. (2024). “Redes que tienden los pescadores en la laguna. . .”. El patrimonio biocultural de la laguna de Chapala antes de su desecación. Relaciones/Relaciones Estudios de Historia y Sociedad, 45(178), 167-191. https://doi.org/10.24901/rehs.v45i178.1056

Cuevas, M. (1928). Historia de la Iglesia en México. El Paso: La Revista Católica.

González y González, L. (1979). Sahuayo. México: El Colegio de México.

Pérez Monfort, R. (28 de febrero de 2018). Lázaro Cárdenas, un mexicano del siglo XX. Nexos: Sólo en línea. https://www.nexos.com.mx/?p=36432

Prado Sánchez, P. (1976). Sahuayo: Tradiciones y Leyendas. Edición del autor: Sahuayo.

Sánchez, R. (1896). Bosquejo estadístico e histórico del distrito de Jiquilpan de Juárez. Morelia: Porfirio Díaz. Ramírez-Sánchez, R. (2017). Cambios y continuidades de una vecindad contenciosa en la región Ciénega de Chapala, Michoacán. Quivera Revista De Estudios Territoriales