El “Atanasio del siglo XX”

Semblanza de Monseñor Francisco Orozco y Jiménez

Lic. Helena Judith López Alcaraz, cronista honoraria adjunta de Sahuayo

Detalle de una fotografía de Monseñor Francisco Orozco y Jiménez (1864-1936), V Arzobispo de Guadalajara. Mejora y edición por la autora.

Hace apenas unos días, el 18 de febrero, se cumplieron 89 años de que, en 1936, pasó a la Eternidad el valiente prelado que regenteó la Arquidiócesis tapatía por poco más de veintitrés años, incluyendo los tiempos más álgidos de la persecución religiosa: Monseñor José Francisco de Paula Ponciano de Jesús Orozco y Jiménez. Fue el quinto prelado en ocupar este cargo, y además perteneció a la Academia Mexicana de la Historia, a la que ingresó en 1921.

Creemos que hablar de la muerte de un personaje implica, por justicia, hablar sobre su vida. Y el caso del preclaro varón que nos ocupa no es una excepción.

Francisco Orozco y Jiménez vio la luz primera el 19 de noviembre de 1864 en Zamora, Michoacán. Sus padres fueron José María Orozco Cepeda y Mariana Jiménez Fernández. Como muchos eclesiásticos mexicanos destacados de su tiempo, cursó estudios en el Colegio Pío Latino en la ciudad de Roma, hasta que fue ordenado sacerdote en 1887. Fungió como Obispo de Chiapas de 1902 a 1912, donde el gobierno liberal lo calificó, injustamente, de rebelde y levantisco, al grado de apodarlo “Chamula”, por su defensa de los habitantes indígenas de su Diócesis.

El Papa San Pío X lo trasladó a la Arquidiócesis de Guadalajara, adonde arribó el 9 de febrero de 1913, el mismo día en el que, en la capital del país, se desataba la Decena Trágica. Al ser firme y valiente defensor de la fe, muy pronto enfrentó problemas con las autoridades jacobinas, y en 1914 fue desterrado, en el primero de cinco exilios. En 1917 emitió una Carta Pastoral en la que, uniéndose a los otros Príncipes de la Iglesia en México, condenó los artículos de la Constitución que atentaban contra la libertad de los católicos, de los sacerdotes y de la institución eclesiástica. Esto supuso el cierre de los templos en los que fue leída, así como el encarcelamientos de clérigos y seglares católicos, y más tarde, en 1918, un nuevo destierro.

El 18 de enero de 1921, entre otros actos pastorales, efectuó la Coronación Pontificia de la Santísima Virgen de la Expectación –nombre litúrgico de Nuestra Señora de Zapopan– Generala de Jalisco y Patrona de la Arquidiócesis de Guadalajara.

Otro retrato de Monseñor Francisco Orozco y Jiménez, que lo muestra ataviado como correspondía a su cargo. Imagen editada y mejorada por la autora.

Ya durante la Guerra Cristera, no aprobó abiertamente la resistencia armada de los católicos, pero tampoco los condenó. Y de todos los miembros del Episcopado, junto con el Obispo de Colima, fue el único que, poniendo el ejemplo a sus presbíteros, se quedó con sus fieles, viviendo a salto de mata para continuarlos auxiliando espiritualmente. A pesar de ello, el régimen lo calumnió y acusó de ser uno de los dirigentes cristeros. Fue uno de los hombres más buscados de Jalisco en aquel entonces. A muchos católicos jaliscienses, inclusive bajo tortura, se les exigía que revelaran su paradero, pero nadie lo delató jamás, y el mismo régimen nunca pudo capturarlo durante el tiempo que duró la Cristiada.

Cuando se llevaron a cabo los mal llamados “arreglos” entre el Estado y la Iglesia, Monseñor Francisco tuvo que partir al destierro. Éste fue, justamente, una de las condiciones para la negociación, si es que cabe aplicarle tal calificativo. Junto con él, dos obispos que ya se hallaban en el exilio se vieron obligados a no poner un pie en México: José María González y Valencia y José de Jesús Manríquez y Zárate. A diferencia de Monseñor Francisco, ellos sí apoyaron abierta y públicamente la lucha de los cristeros.

Francisco Orozco y Jiménez en la década de 1920, ya cuando el conflicto entre la Iglesia y el Estado comenzaba a recrudecer de forma irreversible. Fotografía editada y mejorada por la autora.

Debilitado por las persecuciones y por cinco destierros –de allí la comparación con el prelado de Alejandría que usamos en el título, quien también vivió lo mismo, en la misma cantidad de ocasiones–, el prelado de origen michoacano retornó a Guadalajara durante el gobierno de Lázaro Cárdenas del Río, jiquilpense, quien a pesar de sus ideas y proyectos socialistas y comunistas le permitió volver a la sede de la amada Arquidiócesis.

Para el momento de su ansiado regreso, después de las incontables penalidades sufridas, el intrépido Arzobispo ya se hallaba enfermo. Tampoco le había faltado sufrir renovados atentados contra su vida. Por fin, contrajo una infección que le laceró el hígado y le oscureció el corazón. Tal patología, aunada a la fragilidad natural y a su edad, lo llevaría al sepulcro.

Francisco Orozco y Jiménez en sus últimos años. Fotografía editada y mejorada por la autora.

El 2 de febrero de 1936, el ilustre eclesiástico entró en agonía. Sus feligreses se enteraron de su gravedad hasta dos semanas después, por medio de boletines médicos que fueron fijados en las puertas de los templos. Cada fiel tapatío se enteró, así, del doloroso final de su esforzado pastor.

A las 6:45 de la tarde del 18 de febrero, a los 71 años y 3 meses exactos de edad, más un día, aquel siervo bueno y fiel, Francisco Orozco y Jiménez, V Arzobispo de Guadalajara, dejó de existir para la vida terrena. El primer mensaje que salió del Arzobispado se dirigió al Papa Pío XI, en los siguientes términos: «Grandísima pena comunico hoy murió Arzobispo Orozco».

Su funeral fue uno de los más apoteósicos que se han vivido y visto en Guadalajara, al grado que se estima que aproximadamente una cuarta de la población de la urbe participó. Antes de las exequias, fue velado en el Sagrario Metropolitano, en tanto que la ceremonia de cuerpo presente tuvo lugar en la Catedral. El cortejo fue multitudinario: había tanta gente que era imposible que más dolientes ingresaran.

Así lucía la Avenida Alcalde en el momento en el que el ataúd con el cuerpo del Arzobispo –véase la carroza– avanzaba camino hacia el panteón de Santa Paula, donde se le sepultaría. Imagen editada y mejorada por la autora.

El cadáver de Monseñor Francisco fue llevado por toda la Avenida Alcalde, con dirección al Santuario de Guadalupe, hasta la esquina de la calle Juan Álvarez. De allí la comitiva dio vuelta, rumbo al cementerio de Santa Paula –mejor conocido como panteón de Belén–, donde se procedió a la inhumación.

Féretro de Monseñor Francisco Orozco y Jiménez poco antes de entrar a su sepultura. Fotografía editada y mejorada por la autora.

Actualmente, los restos mortales del Atanasio del siglo XX reposan en la Catedral tapatía, en la capilla del Santísimo Sacramento, bajo un mausoleo que muestra al León de Lucerna.

Como último dato, nuestro personaje está en proceso de beatificación. Ya fue declarado Siervo de Dios, pero los trámites para que continúe el procedimiento, como en el caso de tantos varones y mujeres ilustres, continúan estancados.

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Fuentes:

Semblanza de Monseñor Francisco Orozco y Jiménez redactada para una serie de biografías de personajes de la persecución religiosa y la Guerra Cristera, en colaboración con Ruta Cristera Sahuayo.

Testimonios orales de María del Carmen Ávalos Herrera, q.e.p.d.

Camberos Vizcaíno, V. (1966). Francisco Orozco y Jiménez: biografía. México: Jus.

El prelado cotijense que aprobó la lucha cristera desde las puertas de Roma (II)

La historia de Monseñor José María González y Valencia. Segunda parte

Lic. Helena Judith López Alcaraz

Monseñor José María González y Valencia (1884-1959), ca. 1924. Detalle de una fotografía del Instituto Nacional de Antropología e Historia, mejorada y editada por la autora.

En la entrada anterior dejamos al padre José María González y Valencia, ordenado en 1907, mientras desempeñaba su cargo como profesor del plantel levítico de Zamora. Pudimos, asimismo, leer sobre sus orígenes en Cotija de la Paz, sus primeros estudios y diversos pormenores de su formación eclesiástica. En el presente texto abordaremos los siguientes años de su ministerio sacerdotal, los avatares y vicisitudes que tuvo que enfrentar durante los cruentos años de la Revolución y, por último, su ascenso meteórico en la jerarquía de la Iglesia hasta adquirir el título por el cual es conocido en la Historia de México, tanto en el ámbito civil como en el religioso.

En 1912, ya siendo Francisco I. Madero primer mandatario, el padre José María recibió la encomienda de encargarse de la disciplina del Seminario Mayor. Por si fuera poco, asumió el cargo de vicerrector en ambos Seminarios. En los tiempos libres que tantas obligaciones le dejaban, se dedicaba al confesionario, en tanto que, durante sus vacaciones, acudía a su natal Cotija para auxiliar al párroco.

El presidente oriundo de Parras muy pronto vio cómo su sueño democrático se bamboleó y trocó en añicos. Además de Emiliano Zapata, Pascual Orozco Vázquez se insurreccionó en su contra. Sin demora y deseoso de auxiliar al prójimo, el padre González Valencia solicitó una licencia para sumarse como agregado a la Brigada de la Cruz Roja y socorrer a los heridos de los enfrentamientos pascualistas, en el norte de México. El permiso le fue concedido. En cuanto la rebelión fue sofocada, González y Valencia retomó sus labores en su terruño.

Pascual Orozco, uno de los revolucionarios que se insurreccionó contra Madero. El padre González y Valencia acudió, como miembro de las Brigadas de la Cruz Roja para ayudar a los heridos en los enfrentamientos entre pascualistas y federales.

Aquella situación de relativa calma no duró mucho. Tras la caída y asesinato de Madero, se desató una nueva faceta de la Revolución: el alzamiento carrancista, llamado “constitucionalista” por sus fautores y partidarios, que se distinguió, además de las tropelías y el pillaje –que dio lugar al término “carrancear” como sinónimo de “robar”– por una profunda animadversión hacia el clero católico, hacia la Iglesia y, en términos generales, hacia el catolicismo. Los cabecillas y sus tropas, a la par que asolaban las poblaciones por las que pasaban, asesinaban y violaban mujeres, profanaban y quemaban templos y capillas, aprehendían y aun mataban presbíteros, destruían imágenes sagradas y hasta tomaban bebidas alcohólicas en los cálices y copones, daban las Hostias consagradas a la caballada y utilizaban como trapos o simples telas los ornamentos sagrados. En resumen, se dedicaban a la rapiña y al sacrilegio.

Como resultado de aquellas asechanzas y ataques, cada vez más reiterados, la Parroquia de Peribán, cerca de Los Reyes, Michoacán, se quedó sin párroco: éste fue tomado preso por los carrancistas y deportado a la temible prisión de las Islas Marías. Corría 1914. El Vicario General de la Diócesis de Zamora, que residía en Guadalajara, lo nombró señor cura interino de Peribán.

Plaza de Peribán, Michoacán, donde el padre José María González y Valencia prestó sus servicios sacerdotales en los tiempos del alzamiento carrancista. Fotografía de Peribán Al Momento, mejorada y editada por la autora.

La persecución religiosa por parte de los revolucionarios, máxime de los carranclanes –término despectivo usado para los carrancistas– alcanzó matices sistemáticos en la región del Occidente y del Bajío, e irrumpió en la Diócesis zamorana en agosto de 1914. Las circunstancias eran tan riesgosas y comprometidas que el Obispo de Puebla, Enrique Sánchez Paredes, amigo del padre José María, le ofreció mudarse a la Ciudad de los Ángeles con su familia para ponerse a salvo y, allá, ser profesor en el Seminario. El interpelado, no obstante, prefirió quedarse con sus feligreses.

Al frente de su grey, a la que no quiso abandonar, sufrió continuas penalidades. Residiendo en Cotija, el 20 de marzo de 1918, fue testigo del incendio –autoría de los bandidos comandados por el terrible José Inés Chávez García, cuya fama era proporcional a la magnitud de sus crímenes– de su propia vivienda y de dos templos, así como de todo el Portal Hidalgo, en el centro de la localidad. Como si aquello no hubiese bastado, perdió a una de sus hermanas, ultimada a balazos por los bandoleros, que habían querido mancillarla. En vez de sufrir tal deshonra, la señorita entregó su vida terrenal. Otra de las hermanas del padre sufrió graves lesiones, por las que tuvo que someterse, por espacio de seis años, a largas y dolorosas intervenciones quirúrgicas. Andrés Barquín y Ruiz, citando a Plancarte Igartúa, dice que el atribulado sacerdote “bendijo al Señor y perdonó de corazón” (1967, p. 14) a aquellos asesinos.

El temido José Inés Chávez García (sentado, al centro) con su Estado Mayor. Fue él quien –a semejanza de lo que hizo en incontables localidades– asoló Cotija de la Paz en 1918. Como resultado, una de las hermanas del padre González y Valencia perdió la vida.

En la década de 1920, la carrera del presbítero González y Valencia avanzó con rapidez hacia las alturas de la jerarquía eclesiástica. En junio de aquel año, se le encomendó una prebenda en el Cabildo catedralicio de Zamora, que el comisionado conjuntó –intriga saber de dónde obtenía tiempo– con largos ratos en el tribunal de la penitencia, la catequesis infantil y la guía de la Acción Social-Católica. El 22 de febrero de 1922, fue preconizado como Obispo Auxiliar de Durango y como Titular de Siunia –sede sufragánea de Sebastián en Armenia Prima–. Luego, el 28 de julio de 1923, se le nombró vicario capitular. Por fin, unos meses más tarde, recibió el título por el que sería conocido en la Historia de México: el 8 de febrero de 1924, el Papa Pío XI lo designó como Arzobispo de la Arquidiócesis de Durango, cuya sede estaba vacante por el deceso de Monseñor Francisco Herrera y Mendoza –nacido en Tingüindín en 1852–, acaecido el 23 de julio de 1923.

La consagración episcopal se llevó a cabo en la Catedral de Zamora. Aquel mismo día, junto con él, su pariente Francisco González Arias fue ungido como cabeza de la Diócesis campechana. El 11 de abril del mismo año se llevó a cabo la toma de posesión de su cargo, el cual desempeñaría hasta su fallecimiento. El día de la Asunción de la Santísima Virgen, 15 de agosto, en magnífica ceremonia, le fue impuesto el palio arzobispal de manos de su primo Monseñor Antonio Guízar y Valencia, Obispo de Chihuahua. El flamante obispo cotijense tenía treinta y nueve años.

Antigua Catedral de Zamora, en la que fue consagrado obispo Monseñor José María González y Valencia. Imagen de México en fotos, mejorada y editada por la autora.

Entre tanto, la situación de la Iglesia Católica en la Nación Mexicana empeoraba día con día. En julio de 1924, el candidato del presidente Álvaro Obregón Salido, su coterráneo Plutarco Elías Calles, “ganó” la contienda electoral. La persecución, de por sí severa, se agudizaría todavía más. Las protestas tanto de los fieles como de la jerarquía, asimismo, se volverían más enérgicas. En el segundo ámbito, el ahora Monseñor José María González y Valencia tendría una participación destacada, materia de la continuación de esta entrada.

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Fuentes y bibliografía:

Barquín y Ruiz, A. (1967). José María González Valencia, Arzobispo de Durango. México: Jus.

Testimonios orales de María del Carmen Ávalos Herrera, cuya madre, María Luisa Herrera Mendoza, radicó en Zamora durante los años de la Revolución y constató las barbaries y sacrilegios cometidos por las hordas carrancistas.