Bicentenario de la muerte de don Agustín de Iturbide, Libertador y consumador de la independencia de México. Primera parte
Lic. Helena Judith López Alcaraz

En una fecha como esta, hace ya doscientos años, en el ya desaparecido pueblo de Padilla, Tamaulipas, murió el Padre de la Patria Mexicana, don Agustín de Iturbide y Arámburu, oriundo de Valladolid, Nueva España. Pero no falleció de muerte natural, ni en heroico combate. No: fue deshonrosa e infamemente asesinado con una descarga de fusilería, con premura, al caer la tarde, mientras el ocaso arrebolado hacía eco a la tragedia. Un día como hoy, en palabras de Enrique de Olavarría y Ferrari –escritor, periodista, historiador y profesor español radicado en México–, en su libro El cadalso de Padilla, sucedió lo que sigue:
“Cometido está el negro crimen, por el cual seremos llamados parricidas” (1883, p. 1990).
¡Y ni siquiera era mexicano! Ferrari pone tales vocablos en una carta ficticia firmada por un tal “compadre Escobedo”, en la que narra el triste fin de nuestro Libertador. Y añade, en la misma página:

“¡Vergüenza me da decirlo, hemos vengado á España matando con traición y felonía al que supo independernos [sic] de ella!”
Contrario a lo que se ha difundido por dos centurias, el otrora emperador no retornó a México para buscar recuperar el trono –al que él mismo abdicó–, sino para advertir a sus paisanos que España, con ayuda de la Santa Alianza, planeaba reconquistar México. Aunque ingenuo, y hasta un tanto imprudente e irreflexivo, Iturbide quiso poner al tanto de ello a la nueva República –llena de sus enemigos jurados, incluyendo a la masonería que ya lo controlaba todo– y prestar sus servicios y su espada a la Patria que él mismo había libertado. Pero ignoraba que había sido emitido, en abril del mismo 1824, un decreto antijurídico que, de un plumazo, lo convertía en traidor, fuera de la ley y enemigo público del Estado, y lo condenaba a muerte si volvía a poner una planta en territorio mexicano.
El Libertador de México arribó a Soto la Marina, en Tamaulipas, que entonces todavía se llamaba Nuevo Santander. Era el miércoles 14 de julio de 1824. Con él, en el barco “Spring”, venían su esposa Ana María Huarte Muñiz –encinta–, sus hijos pequeños, su sobrino José Ramón Malo, su confesor, el coronel polaco Carlos Beneski y unos cuantos servidores. ¿Dónde estaban las tropas con las que quería rehacerse con el poder?
Beneski desembarcó primero para sondear la situación y ver si Iturbide también podía bajar del navío. Al hacerlo, se encontró con Felipe de la Garza y Cisneros –con quien Iturbide fue magnánimo tiempo antes, perdonándole la vida después de un intento fallido de rebelión–, quien le preguntó por Iturbide. Lejos de informarle del decreto que pesaba contra él, al saberlo ya de regreso, de la Garza le envió una misiva externándole cuánto lo apreciaba y lo necesaria que era su presencia en el país. ¡Cuántas mentiras en un solo mensaje! La celada estaba tendida.

Iturbide, al leer la epístola, sintió confianza y decidió desembarcar sin reserva alguna. No tardó en ser reconocido por su forma de montar por el chihuahuense José Manuel Asúnsulo. Éste inmediatamente lo informó a Felipe de la Garza, quien le dio alcance el 16 de julio y le comunicó “su condición jurídica” a raíz del decreto de proscripción y que el sólo hecho de pisar tierras mexicanas bastaba para aplicarle la pena de muerte. Tal era, como se sobreentendía, la pena al delito de traición.
El Libertador de México, nuevamente, pecó de ingenuo y tuvo exceso de buena voluntad. Quizá pudo haber reembarcado, pero, pundonoroso como era, prefirió quedarse para cumplir con sus deberes hacia su patria. Aun a sabiendas de las intenciones del Congreso, pretendió explicar a las autoridades de Tamaulipas y a las mexicanas los motivos de su retorno. Traía consigo, inclusive, su Manifiesto al mundo, donde plasmó su visión de sí mismo y las obligaciones que él sentía para con el país que tanto amaba.
El 17 de julio, todo dio un giro de ciento ochenta grados. De súbito, sin más explicaciones, de la Garza le informó a Iturbide que de acuerdo con el decreto sería fusilado en tres horas. Pero no tardó en cambiar de opinión y suspendió la ejecución para llevarlo ante el Congreso de Tamaulipas, que sesionaba en el recóndito y desolado pueblo de Padilla, y que sus miembros determinaran cuál suerte habría de correr.
En el trayecto hacia Padilla, Iturbide y de la Garza departieron. El segundo llegó al extremo de ponderar las virtudes del primero, lo reconoció como generalísimo, le devolvió su espada y –no deja de extrañar, a pesar del tiempo que ha transcurrido– lo dejó al mando de la tropa. Dicha actitud, como cabía esperar, imbuyó renovada confianza a Iturbide y lo movió a creer que el Congreso lo recibiría para ser oído. Esto, aún más que lo que hemos descrito hasta el presente párrafo, patentiza la sinceridad y las verdaderas intenciones de un hombre que, conociendo un decreto de proscripción en su contra y sabiendo las intenciones de sus enemigos y lo cerca que se hallaba de una muerte injusta y violenta, decidió exponer su actuación con la confianza de ser escuchado.

Pero los adversarios del prócer y Libertador de México, el gran héroe de Iguala, ya habían tomado su decisión de asesinarlo. El día 18, el Congreso de Tamaulipas se reunió por primera vez en sesión extraordinaria y dictaminó que se aplicara el decreto de proscripción, violando los derechos de cualquier reo para poder ser escuchado y defendido en juicio. Ya casi para llegar a la villa de Padilla, de la Garza regresó para decirle al ex emperador que era mejor que se presentara arrestado ante el Congreso, a lo que Iturbide consintió. Cabe mencionar que de la Garza ya conocía el criterio de los miembros de la Cámara. Resulta incomprensible saber a qué jugaba aquel oficial.

Los integrantes del Congreso efectuaron otras tres sesiones extraordinarias el día 19 de julio, martes. En ninguna de ellas se quiso oír a Agustín de Iturbide ni permitirle exponer, con toda verdad, que no existía fundamento jurídico, bases ni argumentos procedentes o justificados para declararlo traidor, y menos enemigo del Estado mexicano. Tampoco, lo que no se le niega al peor criminal, le permitieron defenderse ni contar con un abogado.
El Congreso, tanto el local como el de la Nación, sabía que Iturbide era amado y respetado por innumerables mexicanos, y tanto su personalidad como su enorme prestigio representaban una gravísima amenaza para sus intereses. El mismo Lorenzo de Zavala, masón y acérrimo adversario suyo, reconocía sin ambages que sus contrarios “temblaban en presencia suya” (citado en Junco, 1946, p. 118). También en su ausencia, como vimos ya.
Y aún peor: aunque no un santo impoluto ni varón purísimo, era católico y no pertenecía a la masonería. ¿Cómo lo iban a escuchar? Nadie que no fuese hijo de la viuda –expresión para designar a los masones– tendría cabida en el poder de México que ellos representaban, y ¿por qué no?, en el México mismo. No: habrían de quitarle la vida “por traidor a su patria” y, aun mejor, propagar tal baldón por generaciones.

La única salida, la que ellos siempre vieron viable, fue ultimarlo. Los congresistas de Padilla decretaron ejecutarlo ese mismo día, 19 de julio:
“Reunidos los S.S. diputados en el salón de sesiones, para dar cumplidamente de lleno, al espíritu de la ley de proscripción contra el ex-emperador Don Agustín de Iturbide, por traidor a su patria, se decreta, sin comisión, la pena de muerte. Que se haga efectiva esta suprema ley, dentro de tres horas. Padilla en la Plaza Principal. Dios y Constitución” (Zorrilla, 1969, citado en Martínez del Campo Rangel, 2010, p. 254).
Todo estaba dispuesto para matar al Libertador de México. El resto de la historia, así como sus efectos para la posteridad, podrán leerse en la próxima entrada.
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Bibliografía y material audiovisual:
Clío (2010). Héroes de Carne y Hueso. Iturbide: Sueño imperial. Partes I y II. https://www.youtube.com/watch?v=NcZ7TI5W8t0
Martínez del Campo Rangel, S. (2010). El juicio de Agustín de Iturbide. https://archivos.juridicas.unam.mx/www/bjv/libros/6/2918/14.pdf
Olavarría y Ferrari, E. (1883). El cadalso de Padilla. (Memorias de un criollo) 1821-1824. Filomeno Mata. México: Colección Siglo XIX Mexicano.
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