Autor: Paty Rogel * EL Club de la Lectura

En los bosques chilenos el joven Neruda se perdía siguiendo el rastro de su propia curiosidad. Las sorpresas de los animales y la naturaleza, las playas y los vientos alimentaban los primeros versos de su poesía. Pero lo más valioso que encontró fue su propio paisaje, fue un poeta de la naturaleza.
Como ocurrió con otros de sus contemporáneos, por ejemplo, García Márquez o Mario Vargas Llosa; la figura paterna se opuso a sus inclinaciones literarias. En una época en la que ser poeta era sinónimo de bohemia y pobreza orgullosa, Neruda tuvo que vender muebles y otras posesiones para financiar su primera auto publicación.
«En 1923 se publicó ese mi primer libro: Crepusculario. Para pagar la impresión tuve dificultades y victorias cada día. Mis escasos muebles se vendieron. A la casa de empeños se fue rápidamente el reloj que solemnemente me había regalado mi padre, reloj al que él le había hecho pintar dos banderitas cruzadas. Al reloj siguió mi traje negro de poeta. El impresor era inexorable y, al final, lista totalmente la edición y pegadas las tapas, me dijo con aire siniestro: “No. No se llevará ni un solo ejemplar sin antes pagármelo todo”. El crítico Alone aportó generosamente los últimos pesos, que fueron tragados por las fauces de mi impresor; y salí a la calle con mis libros al hombro, con los zapatos rotos y loco de alegría.” Del libro «Confieso que he vivido»
Hombre de convicciones, Pablo Neruda no dejaba indiferente a nadie. Despertó filias y fobias a partes iguales. Tras la experiencia de la guerra en España, de regreso a Chile abrazó la causa comunista y se implicó en la vida política del país. Su posición combativa lo convirtió en blanco de una persecución que lo empujaría a la clandestinidad, y más tarde al exilio. Como un auténtico polizón, consiguió escapar cruzando a caballo el bosque austral que separa Chile de Argentina.
«Como nuestro camino era oculto y vedado, aceptábamos los signos más débiles de la orientación. No había huellas, no existían senderos y con mis cuatro compañeros a caballo buscábamos en ondulante cabalgata ——eliminando los obstáculos de poderosos árboles, imposibles ríos, roqueríos inmensos, desoladas nieves, adivinando más bien—el derrotero de mi propia libertad. Los que me acompañaban conocían la orientación, la posibilidad entre los grandes follajes, pero para saberse más seguros marcaban de un machetazo aquí y allá las cortezas de los grandes árboles dejando huellas que los guiarían en el regreso, cuando me dejaran solo con mi destino». (Confieso que he vivido).
Amó profundamente a su país y a su continente, llevó con orgullo durante toda su vida la etiqueta de poeta chileno y latinoamericano. En su «Canto General» surca el vasto imaginario sudamericano, desde las civilizaciones precolombinas hasta las luchas contemporáneas.
Pablo Neruda le escribió al amor de la mejor forma, sus libros de poemas «Veinte poemas de amor y una canción desesperada» y «Cien sonetos de amor», son la mejor muestra de una sensibilidad desbordada.
SONETO XVII
No te amo como si fueras rosa de sal, topacio
o flecha de claveles que propagan el fuego:
te amo como se aman ciertas cosas oscuras,
secretamente, entre la sombra y el alma.
Te amo como la planta que no florece y lleva
dentro de sí, escondida, la luz de aquellas flores,
y gracias a tu amor vive oscuro en mi cuerpo
el apretado aroma que ascendió de la tierra.
Te amo sin saber cómo, ni cuándo, ni de dónde,
te amo directamente sin problemas ni orgullo:
así te amo porque no sé amar de otra manera,
sino así de este modo en que no soy ni eres,
tan cerca que tu mano sobre mi pecho es mía,
tan cerca que se cierran tus ojos con mi sueño.
Pablo Neruda fue un hombre agradecido con quien lo apoyo desde su más tierna infancia, muestra de ello es la poesía que escribió a su madre adoptiva Trinidad Candia Marverde, quien lo cobijó desde que tenía 2 años:
LA MAMADRE
La mamadre viene por ahí,
con zuecos de madera. Anoche
sopló el viento del polo, se rompieron
los tejados, se cayeron
los muros y los puentes,
aulló la noche entera con sus pumas,
y ahora, en la mañana
de sol helado, llega
mi mamadre, doña
Trinidad Marverde,
dulce como la tímida frescura
del sol en las regiones tempestuosas,
lamparita
menuda y apagándose,
encendiéndose
para que todos vean el camino.
Oh dulce mamadre
«nunca pude
decir madrastra»,
ahora
mi boca tiembla para definirte,
porque apenas
abrí el entendimiento
vi la bondad vestida de pobre trapo oscuro,
la santidad más útil:
la del agua y la harina,
y eso fuiste: la vida te hizo pan
y allí te consumimos,
invierno largo a invierno desolado
con las goteras dentro
de la casa
y tu humildad ubicua
desgranando
el áspero
cereal de la pobreza
como si hubieras ido
repartiendo
un río de diamantes.
Ay mamá, ¿Cómo pude
vivir sin recordarte
cada minuto mío?
No es posible. Yo llevo
tu Marverde en mi sangre,
el apellido
del pan que se reparte,
de aquellas
dulces manos
que cortaron del saco de la harina
los calzoncillos de mi infancia,
de la que cocinó, planchó, lavó,
sembró, calmó la fiebre,
y cuando todo estuvo hecho,
y ya podía
yo sostenerme con los pies seguros,
se fue, cumplida, oscura,
al pequeño ataúddonde por primera vez estuvo ociosa
bajo la dura lluvia de Temuco.
El gran poeta recibió el Premio Nobel de Literatura 1971 «por una poesía que con la acción de una fuerza elemental da vida al destino y los sueños de un continente». Extraordinario.
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